II

RECONOCIMIENTO DE MODALIDADES
Y REGISTROS DIFERENTES EN EL
INTERIOR DE LA TEOLOGÍA

 

1. Las diferencias entre la teología científica
y la espiritualidad

La reintegración de la espiritualidad en la teología es algo ampliamente deseado, al menos en los medios sensibles a esta dimensión de la vida cristiana. El uso de la expresión «teología espiritual» resulta significativo a este respecto 1.

1. He aquí algunas precisiones útiles sobre la terminología que empleamos.

«Espiritualidad» puede entenderse a un triple nivel. 1. Puede designar la materia espiritual tomada en su brote primero, como a menudo la toman los místicos: Francisco de Asís, Catalina de Siena o Teresa del Niño Jesús, por ejemplo. 2. Este contenido puede haber pasado por la elaboración de una reflexión encaminada a la comunicación y presentarse como una doctrina espiritual con categorías propias, lo que, evidentemente, no excluye la espontaneidad. Éste es el caso de la doctrina de Francisco de Sales, lo mismo ocurre en Juan de la Cruz y Teresa de Ávila. 3. Por último, espiritualidad puede designar la reflexión y la presentación propiamente teológicas sobre las obras y la materia espiritual. El término reemplaza entonces a los de ascética y mística. es el nivel de los libros y de los programas de teología. En este tercer sentido, el teólogo (o el historiador) que se ocupa de la espiritualidad no tiene que ser necesariamente él mismo un espiritual o místico. Con todo, debemos añadir que el sentido primitivo y pleno de la palabra «teólogo» incluye la experiencia espiritual.

«Doctrina espiritual» designa directamente la materia espiritual presentada como una doctrina por los autores, que exponen su experiencia de un modo ya organizado para comunicarla y hacerla vivir a otros. Esta doctrina puede ser, a continuación, vertida y presentada en categorías teológicas. En este caso, se pone el acento en el substantivo «doctrinal».

«Teología espiritual». Por sí misma esta expresión designa la obra de una reflexión teológica sobre la materia espiritual. Sin embargo, los que la usan ponen a menudo el acento más bien en el calificativo «espiritual», con la intención de dar a la teología una dimensión que ésta ha descuidado demasiado a causa de su orientación fundamentalmente racional. «Teología espiritual» podrá designar, pues, una obra en la que su autor expone, de modo teológico, una enseñanza basada en una experiencia espiritual.

Esta aproximación entre la teología y la espiritualidad, incontestablemente necesaria, hace surgir, sin embargo, un problema importante, originado por las diferencias que subsisten entre la teología científica y la doctrina espiritual propuesta por los autores con autoridad en la materia.


A. Teólogos y espirituales:
    dos modos de pensar y de hablar diferentes

Fue la escolástica quien elaboró, en las universidades de la Edad Media, el estatuto científico de la teología, aplicándole las categorías y las reglas de la filosofía de Aristóteles. La teología latina ha adquirido en esta escuela un carácter radicalmente racional por su método dialéctico, por su arte del análisis y de la sistematización, por su lenguaje técnico. Este tipo de teología se ha vuelto clásico en Occidente; los cambios acaecidos ulteriormente no han hecho frecuentemente sino incrementar la exigencia de racionalidad.

Ahora bien, resulta patente que los autores a los que nos referimos habitualmente como fuentes y modelos, en el campo de la espiritualidad, tienen modos de pensar y de hablar muy distintos a los de la teología científica. Su manera de considerar y de presentar la vida espiritual está netamente más ligada a la experiencia personal, más práctica en la intención y más cercana al lenguaje corriente. Podríamos hacer remontar además la diferencia a los orígenes mismos de la escolástica, al debate que opuso a los espirituales cistercienses –san Bernardo y Guillermo de Saint-Thierry– contra Abelardo, iniciador del método escolástico. Por esta razón algunos historiadores, como dom J. Leclercq, han podido hablar de una teología monástica, anterior a la teología universitaria.

De hecho, en el momento actual, los que se ocupan de la teología espiritual se refieren principalmente a los maestros de los tiempos modernos: a santa Teresa de Ávila y san Juan de la Cruz, a san Ignacio de Loyola, a san Francisco de Sales, que son casi contemporáneos a la introducción de la ascética y la mística en la teología, y al empleo moderno del término espiritualidad. A partir de ahí, el interés por la espiritualidad ha extendido el uso de la noción a otras épocas, como a san Benito, al monacato o a las órdenes mendicantes, y se ha logrado extraer una espiritualidad de la obras y de la vida de santo Tomás de Aquino 2.

Aun sosteniendo la reintegración de la espiritualidad en la teología moral, conviene, pues, mantener una cierta diferenciación entre ellas, según una doble modalidad en la consideración de una misma materia global.

Comparación entre santo Tomás y san Juan de la Cruz

Jacques Maritain, en Los grados del saber, ha planteado con claridad el problema a través de la comparación que realizó entre santo Tomás, representante de

2. Cfr. J.P. TORRELL, art. Thomas d'Aquin, en DSAM, t. 15, 1991, col. 719-773.

la teología especulativa, y san Juan de la Cruz, modelo de la teología mística 3. Constata Maritain varias aparentes antinomias entre estos dos doctores en puntos importantes. Por ejemplo, Juan de la Cruz describe la contemplación como un no-actuar, mientras que Tomás la define como la actividad más elevada. La doctrina moral del Doctor Angélico está basada en la búsqueda de la perfección mediante actos que comprometen todas las facultades, cada una a su nivel, según el principio de que la gracia no destruye, sino que perfecciona la naturaleza, al tiempo que la espiritualidad del Doctor místico está dominada por su doctrina del vacío a cavar en las facultades, que aparecen como cavernas, por la exigencia de la renuncia a todo hasta no guardar nada: «nada, nada».

Añadiremos a esto una divergencia que hemos constatado a propósito de la herida que causa el amor. Para Juan de la Cruz, la herida es esencial al amor. Así explica la llama de amor viva: «El amor, cuya naturaleza es herir para provocar el amor y comunicar sus delicias, se encuentra en esta alma como una llama viva». Tomás de Aquino, por su parte, en su estudio de la pasión del amor, se había planteado esta cuestión: ¿acaso el amor causa una herida? Responde que, tomado formalmente como una conformidad al bien, el amor no causa herida, sino que, al contrario, mejora y perfecciona al que ama; lo cura, si necesidad hubiere. Tal es especialmente el amor de Dios. El amor pecaminoso, por el contrario, hiere y deteriora a aquel a quien se entrega 4.

La explicación de estas antinomias hay que buscarla, según Maritain, en la diferencia de los niveles de conocimiento en que se sitúan nuestros doctores, que traen consigo diferencias en la visión de las cosas y en el lenguaje. Santo Tomás considera las realidades espirituales al nivel de la ciencia especulativa y usa un lenguaje ontológico, que expresa la esencia de las cosas. Dice lo que las cosas son en sí mismas. San Juan de la Cruz contempla la realidad espiritual al nivel de la experiencia interior, siguiendo una ciencia directamente práctica en su objetivo y en su lenguaje. Expresa las cosas tal como las siente en la experiencia. Desde su punto de vista, la renuncia a toda actividad y a sí mismo hasta la nada, hasta el vacío completo, es la condición necesaria para recibir al Todo divino en el que reside la perfección del hombre. Para él, el no obrar conduce a la actividad más elevada, la de Dios en el hombre por medio de la fe pura; pero habla de ella a partir de la renuncia por la que hay que atravesar.

En cuanto a santo Tomás, la búsqueda de la perfección que él propone y que culmina en la actividad contemplativa, incluye, en realidad, una exigencia de desprendimiento que en nada es menor a la de Juan de la Cruz. Se trata, efectivamente, de un desprendimiento radical, que reclama la búsqueda de la bienaventuranza verdadera: ésta no reside ni en las riquezas, ni en los honores, ni en la gloria o el poder, ni en el placer, ni en bien alguno del alma, ciencia o virtud, ni

  1. Les degrés du savoir, cap. VIII. Oeuvres complétes, vol. IV (existe traducción española).

  2. I-II, q. 28, a. 5. Cfr. Nuestro artículo La vive flamme d 'amour chez saint Jean de la Croix et saint Thomas d 'Aquin en la revista «Carmel», 1991, n. 4, 10-14.

en ningún bien creado, sino sólo en Dios. Este «sólo en Dios» tiene la misma radicalidad que la «nada» de Juan de la Cruz; pero está situado en la línea de la actividad del hombre y no, en primera instancia, en el sentido del desprendimiento requerido.

Nuestros doctores no se contradicen, pues, si sabemos interpretarlos en profundidad. Eso no impide que sus diferencias manifiesten la existencia de dos modalidades o de dos registros distintos en la percepción y en la expresión de las realidades espirituales que constituyen el objeto de la teología. Podemos llamar a una especulativa y a la otra espiritual, la primera usa un lenguaje ontológico y la otra un lenguaje tomado de la experiencia. En este sentido, se podrá hablar, en el seno de una única teología, de una modalidad especulativa y de una modalidad espiritual, o aún de dos registros, uno especulativo y espiritual el otro.

La Suma teológica y las Confesiones de san Agustín

Podemos realizar una constatación del mismo tipo comparando la Suma Teológica con las Confesiones de san Agustín. Esta obra maestra de la espiritualidad cristiana no es una simple biografía, sino el relato de la acción de Dios en la vida de Agustín, que contiene ya toda su teología. También santo Tomás considera las Confesiones como una fuente doctrinal importante. Con todo, la diferencia salta a los ojos: las Confesiones tratan la materia teológica, la obra de la gracia de Dios en el hombre, desde una perspectiva, siguiendo unas modalidades y con un lenguaje que están muy alejados de las obras del Doctor Angélico.

Las Confesiones están escritas en primera y segunda persona, como un diálogo entre el «yo» de Agustín y el «Tú» divino. La obra de Tomás está compuesta toda ella en tercera persona, aparte del Respondeo dicendum, que es una expresión puramente técnica, de un modo que podemos considerar impersonal y que pretende ser universal. Las Confesiones, por su parte, relatan una experiencia que es, a la vez, única y típica, y la presentan como una historia, dividida por el pasado, el presente y el futuro en la vida de Agustín. Santo Tomás, por la suya, no hace nunca la menor alusión a su experiencia personal; no cabe más que adivinarla bajo el tupido tejido de su argumentación. Es manifiesto que nos encontramos asimismo aquí frente a dos modalidades diferentes de labor teológica, frente a dos registros del ancho teclado de la reflexión cristiana concerniente a las realidades espirituales. Encontramos, de un lado, un pensamiento y un lenguaje radicalmente racionales, que se esfuerzan por expresar las cosas en su esencia; del otro, tenemos un conocimiento y un modo de expresión del orden de la experiencia, característico de una teología espiritual, que expresa las cosas tal como se sienten.

De este modo nos vemos llevados, tras haber sostenido la reintegración de la espiritualidad en la teología, a mantener entre ellas una cierta diferenciación, según una doble modalidad en la consideración de una misma materia, según un doble registro en el seno de una única ciencia teológica. Tal es para nosotros

la condición de una auténtica reconciliación de la teología con la experiencia espiritual.


B. Los rasgos característicos de la teología espiritual

Como conclusión de estas observaciones, podríamos resumir de la manera siguiente los rasgos que caracterizan la doctrina o la teología espiritual, a diferencia de la teología científica o especulativa 5.

1. La doctrina espiritual mantiene un vínculo esencial con la experiencia espiritual. Tiene por objeto describirla a través de sus vías y de sus etapas, y tiene como objetivo reproducirla en aquellos que se comprometen con ella. En virtud de ello lleva claramente la marca de la personalidad de su autor y está particularmente atenta al desarrollo de la historia interior.

2. La doctrina espiritual compromete necesariamente la afectividad, pues el progreso en este orden se establece principalmente siguiendo el desarrollo de la caridad. La voluntad y la sensibilidad tienen aquí tanta parte, si no más, que la inteligencia, pues ambas determinan una experiencia que afecta a toda la personalidad. Cabe imaginar un teólogo que posea la fe sin la caridad; no cabe pensar que un espiritual puede ser privado de la caridad sin perder con ello su calidad propia. Añadamos que la verdadera teología reclama, de hecho, la caridad, porque no puede estar verdaderamente sintonizada con su materia sin una cierta connaturalidad que procura precisamente esta virtud.

3. El lenguaje de la espiritualidad emplea un registro distinto al de la teología. Es más personal a causa de su vinculación con la experiencia y por su fin práctico. Cada autor tiene su estilo fácilmente reconocible y se expresa por propia iniciativa en primera persona. El espiritual emplea, por lo general, un lenguaje corriente y recurre con profusión a procedimientos estilísticos, como la exhortación, los ejemplos, las imágenes y los símbolos, para ilustrar y convencer, porque el silogismo no le basta. Su modo de expresión se acerca así con frecuencia a ese lenguaje tan concreto de la Escritura.

4. La doctrina espiritual tiende a una cierta sistematización por afán de claridad y coherencia, a fin de obtener una comunicación más amplia. De cara a este objetivo empleará elementos proporcionados por la teología especulativa; pero los ordenará habitualmente de una manera conforme con la experiencia de su autor o de la corriente espiritual en que se inscribe. Eso es lo que explica la existencia de una multiplicidad de espiritualidades, de una gran variedad de fami-

5. Cfr. el excelente artículo de P. LABOURDETTE, Qu 'est-ce que la théologie spirituelle?, en R. Th. 92 (1992) 355-372.

lías espirituales, mientras que la teología moral conserva una relativa unidad. El público al que se dirige la espiritualidad será asimismo más restringido, pues aunque todos los cristianos están, efectivamente, llamados a la perfección de la caridad, existen muchos grados y modalidades en la realización. Gran cantidad de ellos carece, de hecho, de un afán de progreso espiritual suficiente para interesarse por una doctrina de este orden.

5. La doctrina espiritual tiene un enfoque directamente práctico; no se contenta con describir la vida espiritual, con enseñar lo que es la caridad u otra virtud; intenta hacer que sean practicadas. Por eso J. Maritain situó la ciencia espiritual entre la teología de tipo especulativo y el conocimiento emanado de la prudencia, calificándola de ciencia prácticamente práctica 6. No es tan racional, tan universal, y, en este sentido, tan científica como la primera; mas, a pesar de todo, tiene la suficiente extensión, generalidad y audiencia, organización y certeza, para poder reivindicar el estatuto de ciencia, como lo demuestra, por ejemplo, la privilegiada atención que H. Bergson otorgó a la mística carmelita. Con ello se eleva por encima del conocimiento emanado de la prudencia, que es completamente personal.

No obstante, si bien conviene distinguir estos tres planos: teología, espiritualidad y conocimiento emanado de la prudencia, es preciso evitar separarlos, porque se reúnen en el acto prudencial en el que se produce la acción, que es el objeto de la ciencia moral y en el que se elabora la experiencia que le brinda su alimento, especialmente bajo la forma de conocimiento por connaturalidad. Para permanecer vivas, la teología, la espiritualidad y la prudencia deben mantener entre sí una comunicación constante, una especie de circulación intelectual y cordial, comparable al movimiento de la sangre en el cuerpo humano, en la fuente de nuestros actos 7.

Existen, pues, diferencias importantes entre la teología y la espiritualidad, diferencias que deben ser integradas por la teología espiritual: del lado de la ciencia teológica se da una consideración más especulativa, más abstracta y general, más «objetiva» y ontológica, más científica y técnica; del lado de la teología espiritual, una consideración más práctica y más cercana a la experiencia, más personal y «subjetiva», más particular también, más afectiva y común en su expresión. Sin embargo, no podemos quedarnos en la constatación de estas diferencias. Tal vez nos hagamos una idea demasiado estrecha, demasiado estática de la teología en su racionalidad y del conocimiento espiritual en su diversidad. ¿No habría alguna vía para darles mayor holgura y reunirlas mejor en la profundidad?

6. Cfr. J. MARITAIN, Los grados del saber, cap. VIII: San Juan de Cruz, experto en contemplación, París, 1932.

7. Cfr. la descripción del método propio de la teología moral en Las fuentes de la moral cristiana, Eunsa, Barañáin, 1988, 62-69 (de la versión francesa).


II. La relación entre la teología moral
y la espiritualidad en sus fuentes escriturísticas

Quisiéramos mostrar aquí un nuevo aspecto de la relación entre la teología y la espiritualidad. Proviene de la comparación entre la teología y sus fuentes escriturísticas, que han alimentado asimismo la espiritualidad cristiana. De este modo nos situamos en la línea de un retorno a la Palabra de Dios, como a la fuente primera de la teología, especialmente moral, y de la espiritualidad.


A. Comparación entre san Pablo y santo Tomás
     en el tema de las virtudes

Vamos a tomar el ejemplo de la moral de santo Tomás porque resulta particularmente significativo. El Doctor Angélico es el representante más típico de la teología escolástica en su período creador. Su doctrina proviene prioritariamente de la Escritura, escrutada siempre a partir de su sentido literal. Como maestro de teología, comentó de modo sobresaliente a san Mateo, san Pablo y san Juan, inspirándose ampliamente en los comentarios patrísticos, en los que veía la interpretación autorizada de la Iglesia. Construyó su teología moral partiendo de la llamada a la bienaventuranza y la organizó siguiendo el ordenamiento de las virtudes, en conformidad con sus fuentes cristianas, poniendo al servicio de la doctrina evangélica todo lo que hay de verdadero, de justo y de bueno en la virtud humana (cfr. Flp 4, 8), especialmente según la filosofía griega, explotada asimismo por los Padres.

Aunque durante demasiado tiempo se haya descuidado este aspecto, en la organización de la Secunda pars de la Suma teológica, que es donde mejor ha desplegado su genio, santo Tomás ha dado claramente prioridad a la dimensión espiritual y evangélica de la moral: por el ordenamiento del tratado de la bienaventuranza a la visión de Dios prometida a los corazones puros, en conformidad con las bienaventuranzas de san Mateo, por el primado otorgado a las virtudes teologales, por el papel atribuido a los dones del Espíritu Santo como perfección de las virtudes, por la precedencia de la Ley nueva, que es una verdadera clave de bóveda en el edificio de la moral, por el papel preponderante de la gracia recibida de los sacramentos. La doctrina moral de santo Tomás merece, pues, perfectamente, ser considerada como una teología espiritual y evangélica.

No obstante, cuando se compara la enseñanza de nuestro Doctor sobre las virtudes, en la exposición magistral de la Suma, con la catequesis apostólica en las cartas de san Pablo, se constata que existe entre estos escritos diferencias bastante importantes, que concuerdan en gran parte con la distinción de las perspectivas que hemos señalado entre la teología y la espiritualidad.

Cinco diferencias

Veamos algunas de estas diferencias. No afectan a la substancia de la doctrina, pero indican modalidades diferentes en la consideración de las virtudes.

1. La exposición de santo Tomás es radicalmente analítica. Estudia cada virtud en particular siguiendo el orden del septenario que ha adoptado, distinguiendo claramente los dos planos de las virtudes teologales y de las virtudes morales. A cada virtud cardinal le liga un número mayor o menor de virtudes anexas, como la religión respecto a la justicia, la sobriedad y la castidad, incluidas en la templanza, etc. Su primera preocupación consiste en distinguir las virtudes entre ellas con ayuda de una definición adecuada.

Nuestro Doctor se ocupa, sin duda, de mostrar, en cuestiones especiales, que las virtudes pueden conectarse entre sí, al modo como las virtudes morales están coordinadas por la prudencia, y el conjunto entero por la caridad, que es la «forma de las virtudes». Sin embargo, la visión analítica vence en él y sugiere la comparación con un tratado de anatomía en el que se estudian por separado los diferentes órganos del cuerpo, siendo, claro está, que funcionan juntos.

Ante esta impresionante síntesis, el espiritual se queda, a pesar de todo, un tanto desconcertado. Aprende, ciertamente, de un modo digno de ser destacado, qué son las virtudes y cuál es su número; pero se pregunta cómo abordarlas en la práctica, cómo adquirirlas y ejercerlas en lo concreto de la vida.

La consideración de san Pablo sobre las virtudes es sintética y concreta. Encontramos, sin duda, en él enumeraciones de virtudes que nuestro espíritu analítico tiene tendencia a separar; pero cuando se mira de cerca, caemos en la cuenta de que están estrechamente agrupadas en torno a la caridad y situadas en un contexto que insiste en la unidad, en la comunión. Este es el caso en la carta a los Romanos (12, 9-13), en la primera a los Corintios (13, 4-7), en la descripción de los frutos del Espíritu de la carta a los Gálatas (5, 22-23). En torno a la caridad se encuentran reunidas estas virtudes de la vida cotidiana: la paciencia, la servicialidad, la bondad, la mansedumbre, el dominio de sí, la alegría de la esperanza en compañía de la fe, la constancia en las pruebas, la asiduidad en la oración, la hospitalidad, etcétera.

Mejor aún, parece que a los ojos del Apóstol, estas diferentes virtudes constituyen las caras y las cualidades de la única caridad difundida en los corazones por el Espíritu Santo. Podría decirse que la caridad engendra una especie de esfera en la que ella ocupa el centro y las otras virtudes forman los rayos que proceden de ella y conducen hacia ella. La caridad, oculta en lo secreto del corazón, se manifiesta por medio de estas virtudes concretas y ellas, a su vez, la mantienen. Esta presentación corresponde evidentemente a la intención catequética de Pablo.

La caridad aparece, por consiguiente, como una fuerza dinámica y sintética en relación con las virtudes. Y va a proseguir esta obra edificando la Iglesia como

una comunión, organizando en una síntesis activa los diferentes dones y ministerios que componen el Cuerpo de Cristo, como muestran los pasajes anteriores de la carta a los Romanos (12, 4-8) y de la primera carta a los Corintios (cap. 12).

2. La presentación de la moral en santo Tomás es racional y especulativa. No es ciertamente racionalista, en sentido moderno, pues está iluminada por la inteligencia de la fe; mas su objetivo es delimitar la esencia de cada virtud tal como ésta aparece a la mirada de la razón en relación con su objeto, separándola de connotaciones adventicias, de orden sensible o imaginario, que la acompañan en la experiencia corriente. Eso es lo que expresa la definición de cada virtud; ésta servirá de base para el estudio de sus condiciones de acción y sus relaciones con las otras virtudes. El Doctor Angélico sabe perfectamente, sin duda, que la moral tiene por naturaleza un fin práctico; pero nosotros podemos decir que la mirada que proyecta sobre ella es de tipo especulativo, buscando ante todo expresar lo que es. Esto es confirmado por su lenguaje abstracto y técnico. Esta era la condición para hacer acceder la doctrina moral a un nivel científico.

En vistas a ello, santo Tomás realizará una distinción clara entre el plano de las virtudes teologales, sobrenaturales e infusas, y el plano de las virtudes morales, que el hombre puede adquirir mediante su esfuerzo y del que los filósofos, como Aristóteles, Andrónico de Rodas o Cicerón, nos proporcionan listas y estudios que serán explotados por nuestro Doctor.

En san Pablo, el punto de vista es directamente práctico, a la manera de la predicación y de la catequesis apostólica. Adopta exactamente la forma de la exhortación o de la «paráclesis», según el término «parakaleö», que introduce regularmente la enseñanza moral en las cartas de los apóstoles. No se trata de una simple exhortación parenética, como se ha dicho con excesiva frecuencia. La paráclesis compromete la autoridad apostólica e inculca una doctrina moral que forma a menudo una pequeña síntesis de orden catequético. Los textos revelan un esmerado trabajo de redacción encaminado a presentar la doctrina en fórmulas concisas y de una manera bastante completa, a fin de garantizar la fidelidad de la transmisión oral y de facilitar la meditación. Se puede detectar en él un esfuerzo por formular de la doctrina moral paralelo a la formación del Credo, pero con una finalidad directamente práctica.

Aunque las exposiciones de san Pablo sobre las virtudes tengan una forma mucho menos elaborada que la que aparece en la teología escolástica, contienen, no obstante, –y santo Tomás sería el primero en reconocerlo— toda la plenitud de la sabiduría según el Espíritu, que procede del carisma de los apóstoles, superior al de los doctores y a toda ciencia humana. La enseñanza de Pablo procede, en efecto, de la inteligencia reveladora de los designios de Dios.

3. Señalaremos, en particular, que la visión de san Pablo está tan fuertemente centrada en la fe y en la caridad que éstas comunican su dimensión teologal a las otras virtudes. Se puede decir que la «teologizan». Tomemos el caso, por ejemplo, de la humildad y la obediencia en el himno de la carta a los Filipenses, que Pablo eligió para manifestar la grandeza del amor de Cristo en el misterio de la Cruz. Efectivamente, que el Hijo de Dios se hiciera humilde y obediente hasta la Cruz causa estupefacción y manifiesta un amor que supera todas nuestras medidas, un amor que es propiamente divino. La humildad y la obediencia, como las formas de este amor en el alma de Cristo, reciben una dimensión que podemos llamar teologal. Por medio de ellas realiza Cristo su obra de salvación; en ellas nos revela y nos comunica su amor.

Santo Tomas no se equivoca ciertamente, desde su punto de vista analítico, cuando sitúa la humildad y la obediencia entre las virtudes morales y humanas; mas eso le conduce a definirlas al margen de las teologales: la humildad quita el obstáculo del orgullo, la obediencia se opone al amor propio sometiéndose al precepto. Sin embargo, estas virtudes pueden preparar el camino a la caridad y acercarse a ella; pero continúan en un nivel inferior, lo que no permite, a nuestro parecer, dar entera cuenta de aquello en que se convierten cuando son captadas por la caridad de Cristo y verdaderamente transformadas en virtudes divinas. Nuestro Doctor estudia y compara las virtudes en su distinción, a los ojos de la razón; el Apóstol las mira y las nombra en su unión, según la percepción que de ellas da la inteligencia del corazón.

Es preciso reconocer, además, que, en virtud de su empleo de las listas elaboradas por Cicerón para clasificar las virtudes, santo Tomás no puede otorgar sino un espacio aparentemente muy modesto a la humildad, ligada a la templanza por mediación de la modestia (II-II, q. 161), y a la obediencia, vinculada a la justicia por medio de la observancia (q. 104).

La obediencia y la humildad, ligadas así a la caridad de Cristo, como las presenta san Pablo, pueden ser consideradas como virtudes específicamente cristianas; ambas ponen los fundamentos mismos de la vida espiritual. La enseñanza de santo Tomás sobre estas virtudes nos ayuda a analizarlas y a percibir el lado humano; pero se quedaría incompleta y no podría dar sus frutos si no nos condujera de nuevo a la doctrina del Apóstol, como a una plenitud espiritual.

4. Aparece una cuarta diferencia entre la perspectiva especulativa y analítica de santo Tomás y la de san Pablo, práctica, experimental y sintética, cuando se considera el papel y el relieve otorgados a ciertas virtudes. Las tres virtudes teologales y las cuatro cardinales –prudencia, justicia, fortaleza y templanza, citadas ya en el libro de la Sabiduría (8, 7) - dominan la construcción de Tomás y se imponen sin contestación. Según Pablo, la fe, la esperanza y la caridad ocupan también la cabeza de las virtudes, pero traen al primer plano otras virtudes que no son las cardinales, que no son citadas como tales, lo que pondrá en dificultades algunas veces a Tomás.

Este es, evidentemente, el caso de la humildad y la obediencia, de las que acabamos de hablar. Mencionaremos también la paciencia o longanimidad, que acompaña regularmente a la caridad en las descripciones de san Pablo. Es la primera cualidad mencionada en la primera carta a los Corintios: «La caridad es paciente...» (1 Co 13, 4). La paciencia adopta la doble forma de la «hypomone»: es la caridad que lo soporta todo y se mantiene firme en las pruebas, especialmente durante la persecución; y de la «makrothumia»: la constancia o la resistencia de la caridad. La paciencia, como virtud de la duración, ejerce una influencia general en la vida espiritual, pues ninguna virtud puede desarrollarse y madurar sin ella. Podemos decir de nuevo que esta virtud adquiere aquí una dimensión teologal, ya que es una participación en la paciencia de Cristo y en la paciencia misma de Dios, como explicará más tarde Tertuliano en su tratado De la paciencia.

Por su parte, santo Tomás considerará la paciencia, tras los pasos de Cicerón, como una parte de la virtud de la fortaleza, junto con la confianza y la perseverancia, que tiene por objeto apartar la tristeza, en general (II-II, q. 136). Sin embargo, añadirá, inspirándose en el De patientia de san Agustín, que no se puede tener la virtud de la paciencia sin la caridad, según la indicación de 1 Co 13, 4 precisamente, puesto que la caridad es paciente.

Un caso particularmente revelador es el de la vigilancia, que representa para san Pablo una virtud absolutamente característica del cristiano. Esta orienta su vida hacia la venida de Cristo como hacia el día que está a punto de levantarse y preside el combate espiritual contra las tinieblas: «Pero vosotros, hermanos, no vivís en la oscuridad, para que ese Día os sorprenda como ladrón, pues todos vosotros sois hijos de la luz e hijos del día... Así pues, no durmamos como los demás, sino velemos y seamos sobrios» (1 Ts 5, 4-6). «Es hora de salir del sueño... La noche está avanzada, el día ha llegado. Dejemos las obras de las tinieblas y revistámonos las armas de la luz... Revestíos del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer las codicias» (Rm 13, 11-14). Así entendida, la vigilancia designa una actitud de vigilancia y de esperanza, que se comunica al conjunto de las virtudes. Manifiesta en concreto la nueva dimensión histórica que introduce la fe en Cristo y muestra la orientación escatológica de la moral de san Pablo. La vigilancia, vuelta hacia la luz de Cristo, hacia el Maestro, hacia el Esposo que va a venir, adquiere también una dimensión teologal y un alcance general. Entendida de este modo, la vigilancia desempeñará un gran papel en la vida espiritual, especialmente en unión con la oración, y se expresará, por ejemplo, en vísperas y en completas. Se convertirá en la virtud característica del tiempo de Adviento.

Santo Tomás no parece haberse dado cuenta de la importancia que tiene la vigilancia en la catequesis de san Pablo. Como no la encuentra en la lista de las virtudes de que dispone, la identifica con la solicitud, como una prontitud del alma para proceder a lo que hay que hacer; de esta manera, forma parte de la virtud de la prudencia (1I-II, q. 49, a. 9). La definición no es falsa, pues la vigilancia consiste en esta atención activa que hace a la prudencia diligente; mas en un contexto tomado de la filosofla, no incluye esta tensión ferviente de la mirada y del corazón hacia la venida del Señor, que procura a la virtud paulina un carácter tan personal y tan luminoso.

5. Anotemos una última diferencia importante. La óptica más concreta y sintética de san Pablo le permite manifestar mejor en sus exposiciones el vínculo del obrar cristiano y de las virtudes con la persona de Cristo. Su catequesis moral incluye siempre la indicación de la relación con Cristo y de nuestra integración en su Cuerpo, que es la Iglesia. Nos inculca con insistencia y de muchas maneras que nuestra vida es una vida en Cristo, con Cristo. Si sabemos leer estos textos sin fragmentarlos, no tendremos dificultades para concluir que cada una de las virtudes que rodean a la caridad tiene su raíz en el amor de Cristo y toma su modelo en «los mismos sentimientos que Cristo Jesús» (F1p 2, 5).

Lo mismo ocurrirá respecto al Espíritu Santo, el dispensador de los dones espirituales y, de modo absolutamente especial, de la caridad, con las virtudes que ella engendra (cfr. 1 Co 13). Las virtudes pueden ser múltiples; sin embargo, para Pablo, es un único y mismo Espíritu el que las obra en nosotros, como los otros dones, comenzando por la fe en que «Jesús es Señor» (1 Co 12, 1-11).

La perspectiva analítica de Tomás le impide manifestar con la misma claridad estos vínculos. Está obligado a estudiar por separado, de una parte, el obrar humano y las virtudes, en las Secunda pars, y, de otra, a Cristo, en la Tertia pars. El que está familiarizado con la Suma Teológica sabe perfectamente que el estudio de Cristo, como la Vía del retomo del hombre a Dios, confiere una dimensión cristológica a toda la obra y, en particular, a la moral con sus virtudes y con los dones del Espíritu, que actualizan la gracia de la Ley nueva. Con todo, para darse cuenta, hace falta una mirada experta, bastante ancha para conservar siempre a la vista el plano completo de la Suma, y bastante penetrante también para apreciar en el estudio de cada virtud la parte de experiencia cristiana introducida en ella, como en la cuestión consagrada al martirio, acto supremo de la virtud de la fortaleza (II-II, q. 124).

La comparación entre san Pablo y santo Tomás que acabamos de establecer, y que podríamos proseguir, no tiene como finalidad, claro está, criticar al Doctor Angélico, sino manifestar la diferencia que existe entre el modo de considerar de la teología científica y el de la catequesis apostólica en lo concerniente a las virtudes, en relación con el problema de la conjunción entre la teología y la espiritualidad. Esta investigación nos permite, al mismo tiempo, mostrar que la enseñanza de san Pablo, relegado por demasiados moralistas al género menor de la parénesis, puede sostener perfectamente la comparación con la teología más exigente y vencer incluso en la relación con la experiencia y la práctica.

Diferencias y complementariedad entre san Pablo y santo Tomás a nuestro modo de ver

Intentemos realizar un balance de lo que llevamos dicho. La mirada del Doctor Angélico es principalmente especulativa, aun cuando su intención sea práctica; su método es sobre todo analítico, aunque sepa indicar las conexiones y posee el genio de la síntesis; su concepción de las cosas es primeramente racional, aunque esté dotado de una inteligencia intuitiva y sepa poner de relieve el conocimiento por connaturalidad. Su lenguaje, por último, es relativamente abstracto, desprovisto de connotaciones sensibles e imaginativas; posee una factura técnica y es muy conciso, aunque la relación con la experiencia y la referencia a los testigos que la expresan esté siempre presente. En consecuencia, las virtudes, sus relaciones mutuas, con Cristo, con el Espíritu Santo, serán estudiadas por separado, con una breve indicación de las conexiones que las reúnen. Aprenderemos sobre todo qué son las virtudes, cómo se ejercen, cuál es su jerarquía y cuáles sus especies.

La mirada del Apóstol es práctica y espiritual. Su enseñanza es una exhortación y tiene como objetivo directo suscitar la fe, engendrar el ágape y, en él, poner en acción las virtudes que nos conforman con Cristo bajo la moción del Espíritu. Se trata propiamente de una catequesis cuya consideración es radicalmente sintética, aun cuando entre en cierto detalle respecto a las virtudes y los vicios. Se dirige tanto al corazón como a la inteligencia, y da prioridad a la captación interior de las cosas a partir de la caridad como su centro vital. Su lenguaje permanece concreto, cercano a los ejemplos y a los casos, pero adopta ya un carácter general adaptado a la transmisión en la Iglesia y a la predicación misionera.

Tales diferencias no deben asombrarnos. Son inevitables a causa de los límites de nuestro espíritu y del lenguaje de que disponemos. Son asimismo necesarias para manifestar la fecundidad de la enseñanza apostólica. Al modo del grano evangélico, que produce ciento por uno, la doctrina de san Pablo ha nutrido la predicación de los Padres griegos y latinos, la reflexión de san Agustín y la de santo Tomás y la de tantos otros, espirituales y místicos. Mas nadie ha podido agotar esta semilla.

Por eso, ante esta diversidad, debemos evitar la trampa que representa un método demasiado diferencial que recorta, opone y relativiza. Es mejor buscar la concordancia que hace sobresalir las líneas de fuerza, que nosotros podemos retomar, a nuestra vez, para construir.

Tenemos necesidad de san Pablo para comprender en profundidad la moral de santo Tomás, puesto que es su principal inspirador, a fin de apreciar su dimensión espiritual, su carácter auténticamente evangélico y teologal, para legitimar asimismo el uso que hace de la filosofía griega al servicio de la sabiduría cristiana, apoyado en las indicaciones brindadas por el Apóstol. Este nos muestra igualmente que santo Tomás no es el Evangelio, que no lo ha podido decir todo, porque la realidad espiritual supera todo análisis y cada uno tiene su carisma. La lectura del Apóstol nos ayuda, finalmente, a situar a santo Tomás en el concierto de los doctores y los espirituales, donde él mismo se situó siempre.

Por otra parte, tenemos necesidad del estudio científico de santo Tomás para apreciar hoy la amplitud y la fuerza de la moral de las virtudes y de los dones predicada por san Pablo de modo catequético y olvidada con demasiada facilidad por los teólogos. Tomás, como un maestro experimentado, puede enseñarnos la práctica de la teología, donde se asocian el rigor de la exigencia racional y la penetración de las realidades espirituales que procuran el don de la sabiduría.

El método que nos sugiere esta comparación consiste en un vaivén entre san Pablo y santo Tomás, entre la catequesis portadora de la sabiduría de Dios y la ciencia teológica, inaugurando una especie de ronda espiritual en la que pueden entrar muchos.

En este círculo trazado por la Palabra de Dios, madre tanto de la teología como de la espiritualidad cristiana, también deben tener su sitio los guías modernos de la vida espiritual. Como acabamos de hacerlo con la de santo Tomás, compararemos brevemente la doctrina de estos últimos con la de san Pablo. Este acercamiento es tanto más útil por el hecho de que la espiritualidad católica ha sufrido a causa del distanciamiento en relación con la Escritura que siguió a la crisis de la Reforma. Para constatarlo, basta con comparar las obras de los autores espirituales modernos con las de los Padres en cuanto a citas bíblicas y a la cantidad de comentarios. Tanto en espiritualidad como en teología, se revela necesario un retorno a las fuentes escriturísticas.


B. Comparación entre san Pablo
     y los autores espirituales

Las convergencias

La catequesis de san Pablo está, ciertamente, más cerca de la doctrina espiritual que de la teología especulativa por numerosos motivos. El Apóstol está en contacto directo con la experiencia de la vida de fe y le da en ocasiones una expresión muy personal: «Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20). Pablo experimenta fuertemente lo que enseña porque lo vive. Su catequesis, centrada en el ágape, compromete profundamente la afectividad. El primado de la caridad no es para Pablo una teoría, sino un principio de vida, que actúa tanto en los casos concretos de las relaciones fraternas, como en el impulso espiritual hacia Cristo. Pablo está igualmente atento a las etapas de la vida interior, a la diferencia entre los psíquicos y los espirituales (1 Co 2, 14), entre Ios niños pequeños y los adultos en Cristo (1 Co 3, 1), entre los débiles y los perfectos (Rm 15, 1).

Al igual que la doctrina de nuestros autores espirituales, la catequesis paulina puede situarse entre el conocimiento emanado de la prudencia, puesto en práctica en el examen de los casos de conciencia, y una teología de nivel científico. En cuanto «paráclesis», su objetivo es práctico, como muestran las fórmulas directas y entusiastas que emplea. No obstante, su doctrina sobre las virtudes ha sido objeto de una elaboración más profunda de lo que cabría pensar, para adaptarla a las necesidades de una predicación que debía llegar tanto a los griegos como a los judíos, sin olvidar a la gente sin cultura, y obtener de este modo un alcance universal permaneciendo concreta al mismo tiempo.

Las diferencias

A pesar de todo, también aquí, descubrimos algunas diferencias. Las espiritualidades modernas están marcadas por el personalismo del Renacimiento, que concentra la atención en el sujeto humano, en sus estados anímicos, en la descripción de los movimientos de su vida interior en su camino hacia Dios. Esta orientación subjetiva explica la multiplicación de las espiritualidades y es consecuencia de la diversidad de las experiencias.

Por su lado, la enseñanza de san Pablo está concentrada, en su espíritu y en su corazón, sobre el misterio de Cristo a predicar, a hacer vivir y a contemplar. El compromiso personal de Pablo, en lo que podemos llamar su pasión apostólica, es extremo, pero está como absorbido por el mensaje a transmitir. Su doctrina sobre la vida en Cristo es objetiva, lo mismo que el anuncio de la Pasión y de la Resurrección, alcanzando al mismo tiempo profundamente a las personas; esta doctrina adquiere, en virtud de ello, una universalidad que supera las espiritualidades y las teologías en su particularidad, y concierne a toda la Iglesia; obtiene incluso un alcance extraeclesial por su objeto: el Evangelio de Cristo destinado a todas las naciones, a todas las culturas y a todos los tiempos.

San Pablo, agente de la unidad entre teología y espiritualidad

Un rasgo característico de la doctrina espiritual de san Pablo es poseer un poderoso sentido de la unidad a través de la conciencia aguda de la diversidad, como entre judíos y griegos, esclavos y hombres libres, así como entre los dones, los ministerios y las vocaciones. El principio superior de esta unidad es precisamente el Espíritu Santo, generador y maestro de la vida espiritual.

Así, nos sentimos autorizados a pensar que el retorno a san Pablo y a su catequesis, tanto por parte de los espirituales como de los teólogos, constituye el modo necesario para recobrar la unidad perdida, para devolver a la teología su aliento espiritual y a la espiritualidad su vigor teológico, para restituir asimismo a las diferentes espiritualidades y escuelas teológicas ese sentido de la unidad y de la concordancia que las volverá fructuosas para todo el cuerpo de la Iglesia.


C. El sermón del Señor y la teología

Concluiremos nuestra investigación sobre 1as modalidades y los registros de la teología tomando como último punto de comparación el Sermón de la montaña, que nos transmite, bajo la forma de la catequesis primitiva, la enseñanza misma del Señor. La diferencia con respecto a la teología de tipo especulativo está aquí aún más pronunciada que en el caso de san Pablo.

El Sermón nos sitúa en el punto más cercano a la predicación de Cristo y manifiesta claramente su carácter concreto, su riqueza en imágenes, y su arraigo en la experiencia cotidiana, de donde toma sus ejemplos: la sal, la lámpara del hogar, la palabra de cólera, el bofetón en la mejilla, la amenaza del juicio, la oración en la plaza pública, la paja y la viga, etc. El lenguaje se une a la acción en su singularidad por el ejemplo sorprendente que propone, y se sitúa en el extremo opuesto al lenguaje teórico y técnico de la teología. El Sermón ni siquiera nombra las virtudes, cosa que san Pablo sí hace; las muestra a través de sus actos y de un modo personal: ve primero a reconciliarte con tu hermano, y después presenta tu ofrenda; si tu ojo derecho es para ti ocasión de pecado, arráncalo; que vuestro lenguaje sea sí, sí, no, no; mirad los pájaros del cielo, ni siembran ni siegan; amad a vuestros enemigos, orad por los que os persiguen; no juzguéis, a fin de no ser juzgados, etcétera.

Se constata, sin embargo, que a este nivel se realiza ya lo que podríamos llamar una universalización concreta: Vosotros sois la sal de la tierra..., la luz del mundo...; a quien te pide, dale. Mejor aún, podemos detectar aquí un proceso de espiritualización típico de la Escritura, que explotará más tarde la liturgia: las cosas sensibles están aquí en conexión profunda con las realidades espirituales que significan, con una mayor riqueza de connotaciones que cualquier otro lenguaje. La sal tiene el sabor de la sabiduría, la lámpara tiene la claridad de la luz interior, la mejilla puesta expresa mejor que ninguna palabra la fuerza del perdón, la relación con el prójimo está directamente religada a Dios por la caridad: si perdonáis a los hombres sus faltas, vuestro Padre celestial os perdonará también...

Este carácter concreto de una doctrina, que posee la autoridad de Cristo y nos alcanza en lo más cercano a nuestra experiencia activa, confiere al Sermón una fuerza espiritual superior a toda reflexión teológica y lo convierte en una de las principales fuentes de las renovaciones de la vida evangélica en la Iglesia. Mas, al mismo tiempo, esos teóricos que son tanto los teólogos, como, por otra parte, los exégetas, y, en suma, cada uno de nosotros, se encuentran en dificultades cuando intentan transcribir en principios universales y en fórmulas generales la enseñanza evangélica: ¿hace falta presentar siempre la otra mejilla? ¿Hay que dar siempre a quien nos pide? ¿Nunca se puede hacer frente al malo?

El moralista se puede sentir así tentado a renunciar a traducir el Sermón a su lengua erudita e incluso, sin decirlo demasiado, llegar a mirar desde arriba una enseñanza que no sabe hablar el lenguaje de la estricta razón, riguroso, categórico, universal. De hecho, carecemos con excesiva frecuencia de la penetración de mirada y de la agilidad mental necesarias para seguir la línea trazada por el Evangelio y para saber expresarla en debida forma. Eso es, no obstante, lo que logró la teología de los Padres y la de los grandes escolásticos. Un estudio de sus comentarios a la Escritura, al Sermón entre otros, nos permitiría ver cómo han elaborado una teología a partir del Evangelio, cuál fue la fecundidad de su interpretación y cuáles sus límites. La Palabra de Cristo es, en efecto, suficientemente rica para engendrar obras teológicas y espirituales múltiples, asegurando su convergencia, sin quedar agotada nunca.

Esta breve consideración respecto al Sermón del Señor nos conduce a nuestra conclusión; la confirma y la completa. Para devolver a la teología su dimensión espiritual, debemos reinstaurar una especie de vaivén continuo o de circulación entre los diferentes niveles y registros de la ciencia sagrada. La fuente principal reside en la Palabra de Dios, en la catequesis evangélica y apostólica; el movimiento prosigue al nivel de la experiencia, en el registro de la doctrina espiritual, para alcanzar, finalmente, el plano de la teología de tipo especulativo; pero desde la reflexión, es preciso volver, a continuación, hacia la Palabra de Dios y hacia la acción que esta reclama, donde la teología encuentra su mantillo.


III. ¿Una definición de la teología espiritual?

En conclusión, ¿daremos una definición de la teología espiritual?

Estrictamente hablando, no deberíamos hacerlo, pues, como ha mostrado santo Tomás (I, q. 1, a. 3), la teología está tan profundamente unificada por la luz de Dios, de la que ella participa, que no podemos distinguir en su seno ciencias suficientemente diferentes como para merecer una definición particular. Por eso ni santo Tomás, ni los Padres, se preocuparon, por ejemplo, de definir la teología moral. Además, toda la teología poseía, a sus ojos, una dimensión y un interés espirituales; recortar en ella una espiritualidad les hubiera parecido tan poco sensato como querer quitar el alma del cuerpo.

Sin embargo, no tenemos que ser puristas. Debemos saber tomar en consideración las necesidades de una situación dada, la de una teología que sufre aún de una ruptura que debemos esforzarnos por remediar trabajando de cara a conseguir una reunificación progresiva. Para utilidad de la enseñanza y de la investigación, manteniendo al mismo tiempo nuestra visión unificadora, propondremos, pues, esta definición de la teología espiritual: es una parte de la teología en su dimensión moral (ordenada en torno a las virtudes y a los dones), que estudia de manera más especial la vida espiritual en su experiencia, en sus condiciones y su progreso, a fin de promoverla de modo práctico. Se basa, en primer lugar, en la catequesis apostólica; en los autores espirituales y los místicos, a continuación; y se mantiene en estrecha conexión con la consideración más teórica y más general de la teología especulativa, estableciendo así una circulación del pensamiento y de la experiencia, que crea una unidad viva entre los diferentes registros de la sabiduría teológica.

 

BIBLIOGRAFÍA

San Juan de la Cruz, Carmel, 1991/4, n. 63.

Labourdette, M.M., La foi théologale et la connaissance mystique selon S. Jean de la Croix, RTh 41 (1936) 93-629; 42 (1937) 16-57; 191-229.

Idem, Qu 'est-ce que la théologie spirituelle?, RTh 92 (1992) 355-372.

P. Marie-Eugéne, Je veux voir Dieu, Venasque, 19633.

Maritain, J., Les degrés du savoir, París, 1932 (existe traducción española).

Pinckaers, S., La renovación de la moral, Verbo Divino, 1971.1. La renovación de la moral y sus problemas.