CATOLICIDAD DE LA IGLESIA

1. Significación y uso de la palabra «católico»

a) La palabra «católico», compuesta de las griegas kato y holon significa general, universal, total (lat. secundum totum: San Agustín). En el griego clásico los filósofos llamaban katholikon a una proposición universal. También los universales se llamaron katholika. Los dioses astrales sirios fueron llamados katholikoi (véase H. de Lubac, Katholizismus, 44).

Ignacio de Antioquía fue el primero que usó la palabra katholikos para la Iglesia de Cristo (Carta a los Esmirnotas 8, 2). Dice: «Donde está Jesucristo, está la Iglesia católica.» La palabra significa, evidentemente, en este texto lo mismo que universal. En el mismo sentido es usada tres veces en el Martirio de San Policarpo (Introducción; 8, 1; 19, 2). En este escrito aparece una vez en el sentido de la Iglesia que cree rectamente (16, 2). Desde fines del siglo ii la palabra aparece con las dos significaciones. Desde el siglo iii es usada también como nombre propio a modo de sustantivo. Este uso parece haber sido normal hasta el siglo vri. Incluso en Bernardo de Claraval es llamada a veces la Iglesia de Cristo la Católica sin más (Explicación del Cantar de los Cantares 64, 8; PL 183, 1068).

b) La palabra implica varias significaciones. Se puede distinguir una catolicidad externa y otra interna. La catolicidad externa se refiere tanto al espacio como al tiempo. Respecto al espacio quiere decir que la Iglesia de Cristo está destinada a todo el mundo, a todos los pueblos y a todos los hombres de todos los tiempos. Por tanto, la catolicidad externa se puede llamar también personal (que afecta a las personas que pertenecen a la Iglesia). La interna se refiere a la plenitud de la verdad y de los bienes de salvación. Se la puede llamar también salvífico-ontológica..

A. Catolicidad externa

1. Por lo que se refiere a la catolicidad espacial, se opondría :a ella una comunidad religiosa que sólo importara a un ámbito racista, cultural o político determinado, es decir, que estuviera vinculada a fronteras nacionales o de otro tipo. La Iglesia de Cristo no está vinculada ni a una nación ni a un sistema político, ni a una determinada cultura. Está sobre todo, aunque vive en todo. No está particularísticamente reducida, sino que trasciende todos los límites geográficos, culturales y políticos.

Cuando se afirma la catolicidad espacial de la Iglesia, no hay que pensar excesivamente en su extensión fáctica por el mundo o en un gran número, como si, por ejemplo, la Iglesia de Cristo tuviera más miembros que cualquier otra formación religiosa. Si se viera en los grandes números una propiedad esencial característica y distintiva de la Iglesia, se seguiría de ello, que la Iglesia de Cristo sólo se distingue en grados de las demás comunidades religiosas, por tener más miembros que ellas, siendo así que por su origen de arriba se distingue cualitativamente de todas las demás formaciones religiosas procedentes de abajo. La Iglesia de Cristo no sólo es más que cualquiera otra formación religiosa, sino que es distinta, lo mismo que Cristo, su fundador, es distinto de todos los demás fundadores de religiones.

Contra la interpretación meramente cuantitativa de la catolicidad espacial de la Iglesia habla además el hecho de que en los grandes números de por si no se puede ver ningún signo de lo divino. Es fácil de comprender, si reflexionamos en que, por ejemplo, también el bolchevismo ha conquistado casi medio mundo y posee numerosos partidarios. Billot expresa este hecho de la manera siguiente (De ecclesla Christi, n. 22): «¿Numquid enim numerus, materialiter sumptus, divinum quid prae se fert?» La catolicidad espacial de la Iglesia tiene que significar, por tanto, si ha dé ser realmente una propiedad esencial, algo más que el mero gran número de sus partidarios entre todos los pueblos.

Significa, en primer lugar, que la Iglesia de Cristo es capaz de llegar a todos los pueblos y hombres y ofrecerles lo que necesitan para la satisfacción de su ser. Quien entra en la Iglesia de Cristo, no necesita renunciar a sus características naturales, para ser cristiano. No necesita dejar de ser este hombre determinado, concreto, individual o este ciudadano de tal pueblo. Es justamente a la inversa. Por la fe en Cristo, que condiciona la incorporación a la Iglesia, el hombre es puesto en situación de llegar a ser totalmente aquello para lo que tiene disposiciones, e incluso de superarse a sí mismo sin destruirse hasta la vida de Dios que trasciende todo lo terreno. La Iglesia le da fuerzas para su autorrealización, fuerzas que no existen en el ámbito puramente natural. Le libera de las fuerzas que impiden o ponen en peligro su verdadera autorrealización, del egoísmo y del orgullo, de la voluptuosidad y codicia. La Iglesia por su ser interior tiene la capacidad de ofrecer esas ayudas para el autodesarrollo a todos los hombres, sea cual sea la raza, sistema político, o grado cultural a que pertenezcan. Nadie enajenaría su ser al ser cristiano. A1 contrario, su ser se libra por ello de toda excrecencia y es purificado hasta su verdadera figura. No se puede decir lo mismo de otras formaciones religiosas. Están ordenadas a un determinado pueblo o a un grado determinado de cultura y exigen al hombre que no pertenece a ese pueblo o cultura la renuncia a lo que es o posee, si quiere entrar en la religión en cuestión.

No se puede liquidar esta explicación de la catolicidad espacial de la Iglesia, objetando, que en ella se atribuye a la Iglesia la idea, pero no la realidad de la catolicidad. Pues en esta interpretación. de la catolicidad no se trata de una verdad ideal, sino de una verdad fáctica; no se trata de un postulado, sino de un dato. La capacidad de la Iglesia de llevar a todos los hombres y pueblos a la plenitud de su ser es una propiedad esencial inmanente a ella, no sólo un sueño abrigado por ella. Por la ordenación de la Iglesia a todos los hombres y pueblos- y por su capacidad de adaptación a las características individuales y colectivas, era ya católica cuando estaba limitada al estrecho espacio del Cenáculo de Jerusalén y contaba con unos ciento veinte miembros. Por la misma razón era católica cuando San Jerónimo tuvo que suspirar que todo el mundo se. había hecho arriano. Y seguirá siendo católica cuando se cumplan las profecías del Apocalipsis de San Juan y el pueblo de Dios se reduzca a un pequeño grupo de fieles y constantes.

Pero aunque en el gran número en cuanto tal (materialiter) no se manifiesta la catolicidad espacial, no es indiferente. Pues la Iglesia ordenada por fuerza interior a la plenitud de todos los hombres y pueblos sería infiel a su ser, si no se esforzara por realizar aquello para lo que está capacitada. Su catolicidad interior, escondida, espiritual la empuja hacia todos los hombres y pueblos. Cuantos más hombres consigue de hecho y llena de los bienes salvadores que Cristo le ha regalado, con tanta mayor intensidad realiza la misión para la que ha sido llamada. En este sentido tiene su importancia el hecho de que esté extendida por todo el mundo y poste muchos adeptos, incluso más que las demás comunidades religiosas. En ello se manifiesta su ser, en cuanto que se revela la fuerza expansiva propia de la Iglesia, que supera todos los límites mundanos y fue creada por Cristo mismo, en la que el hombre es alcanzado y captado sin ser violentado, porque da precisamente aquello a lo que todos están abiertos, lo que todos anhelan consciente o inconscientemente: la vida de Dios.

2. El segundo elemento de la catolicidad externa de la Iglesia es su expansión a través de los tiempos. Tiene la capacidad de subsistir y sobrevivir a todos los tiempos frente a la ley de la caducidad que lo domina todo, de regalar a todas las épocas la gloria de Dios para formarlas y configurarlas desde dentro como una levadura. Mientras que de todo lo demás hay que decir: «tiene su época» y con ello se significa que llega y pasa y no puede tener legítima existencia más allá de la época a ello asignada, de la Iglesia hay que decir: siempre es su tiempo. No pertenece a las instituciones anticuadas o superadas. Jamás es disuelta por una institución salvadora mejor. Jamás sustituirá, por ejemplo, una Iglesia del Espíritu Santo a la Iglesia de Cristo. Tal tesis histórico-teológica, defendida sobre todo por Joaquín de Fiore, contradice a la Sagrada Escritura y por ello fue apartada con energía de la conciencia creyente de la Iglesia (véase § 170, IV, 6).

La Iglesia tampoco será superada por ningún progreso intramundano (indefectibilidad de la Iglesia). No hay ningún auténtico "progreso" fuera de ella. La idea muchas veces defendida en la Edad Moderna, de que la Iglesia se haría superflua al progresar la cultura humana (por ejemplo, Voltaire), difundida con especial energía por el bolchevismo filosófico y sus derivados, no sólo es una ilusión sin ninguna base empírica, sino que además desconoce el verdadero carácter de la Iglesia, ya que ésta no tiene como fin el progreso terreno ni puede, por tanto, ser sutituída por el progreso terreno (cfr. M. Schmaus, Beharrung urul Fortschritt ¡in Christentum (1952); véase además la sección III).

Por otra parte la Iglesia acoge en sí todo auténtico progreso aunque ocurra en el terreno científico o cultural. No tiene por qué tener miedo de ningún auténtico logro de la investigación científica. ni de ninguna novedad de la verdadera cultura. A su ser pertenece el afirmar todas las verdades auténticas y todas las innovaciones dignas del hombre. Todo lo que aparece a lo largo de la historia le ayuda incluso a entenderse mejor a sí misma y a desarrollar su ser con más riqueza. Todos los resultados de la ciencia y todas las figuras de la vida cultural le sirven para realizar con más amplitud y profundidad su propia vida. La historia demuestra que para la Iglesia valen aquellas palabras de Cristo: «Buscad primero el reino de Dios y su justicia y todo lo demás se os dará por añadidura» (Mt. 6, 33).

La abertura de la Iglesia a la respectiva situación espiritual y cultural de la época demuestra y tiene, por consecuencia, que su duración a través de todos los tiempos no conduce a la rigidez, quietud y falta de vida.

Como hemos visto ya en el capítulo de la visibilidad de la Iglesia, el rostro de la Iglesia cambia continuamente con la evolución de la cultura. Sin embargo, hay una continuidad indestructible entre la Iglesia primitiva y la Iglesia de todos los siglos. El cambio a que la Iglesia está sometida se refiere al desarrollo de su vida inmanente. Jamás acoge nada extraño ni pierde nada esencialmente propio. Lo que se apropia del mundo, de sus formas políticas, de sus sistemas filosóficos, de su ordenamiento jurídico, de sus obras de arte, de su torrente de sentimientos, lo usa como ayuda para desarrollar lo que le es propio. Todas estas formaciones dibujan sus rasgos en el rostro de la Iglesia; pero siempre conserva su faz. A consecuencia de esa expansión a través de los tiempos la Iglesia está siempre llegando y siempre está allí, siempre está haciéndose y existe a la vez. Está siempre presente y siempre en devenir, en cuanto que su ser ha sido ciertamente estatuído por Cristo, pero se desarrolla según las leyes que Cristo le ha infundido hasta su vuelta y conserva lo apropiado de la filosofía y de la cultura.

B. Catolicidad interna

Por lo que se refiere a la catolicidad interna de la Iglesia, significa la plenitud de la verdad revelada predicada por Cristo y de los bienes de salvación por El regalados, así como el desarrollo y total realización de la salvación en la vida regalada por Cristo. La oposición a esta universalidad interna es la herejía, en la cual se acepta no el todo, sino una parte del todo, así como el cisma, en el que un individuo o grupos determinados se apartan de la totalidad, para hacer su vida propia fuera de esa totalidad. En la Antigüedad esta catolicidad interna fue elaborada por San Cirilo de Jerusalén, que en sus Catequesis (18, 23) vió la catolicidad no sólo en la extensión espacial, sino en la universalidad de la doctrina, del perdón de los pecados y de las virtudes. Por esta catolicidad interna, católica es, según él « el verdadero nombre de esta santa Iglesia, madre de todos nosotros, que es la Esposa de nuestro Señor Jesucristo, Hijo unigénito de Dios» (18, 26).

La catolicidad interna de la Iglesia implica que la Iglesia penetra cada vez más profundamente en la obra de Cristo, que aprehende y realiza, por tanto, cada vez con más profundidad, amplitud y vida la plenitud de verdad y gracia atestiguada por la Escritura. Para este proceso de desarrollo ofrecen fuertes impulsos las exigencias de los tiempos respectivos, por ejemplo, los descubrimientos y conocimientos de las ciencias naturales (véase, por ejemplo J. KSlin, M. Schmaus, J. Buytendijk, Naturwissenschaft und Glaube, 1, Er5ffnungsreden, 1957). Las obras culturales de la época prestan también múltiples ayudas (cfr. por ejemplo, el principio philosophia ancilla theologiae). La Iglesia jamás se aleja por ello de su punto de partida, del fundamento apostólico (cfr. el capítulo sobre la apostolicidad). Cada vez se hace más consciente de su propia riqueza. Cada vez penetra más vivamente en su propio ser. De modo semejante un hombre puede ser llevado a un conocimiento más hondo de sí mismo por los impulsos de fuera sean de tipo impediente sean de tipo estimulante. Jamás se destruye la continuidad en la Iglesia. Tampoco el desarrollo de la Revelación que se cristaliza en los dogmas significa ninguna ruptura con el pasado. Pues en las definiciones doctrinales de la Iglesia se formula el resultado del proceso aludido por Cristo cuando dice que el Espíritu Santo introducirá a los suyos en toda la verdad (lo. 16, 13). En los dogmas no se crea nada nuevo que todos tengan que creer en lo futuro, para que en la confusión de opiniones se conserve la unidad, sino que define lo que ya todos creían (implícita o explícitamente), porque estaban unidos en la fe, y por eso en el futuro tienen que creer todos. La Iglesia no se desprende, por tanto, de su pasado en sus definiciones doctrinales, sino que se vincula a él haciéndose consciente de su pasado más clara y evidentemente que hasta entonces.

Cuando el Espíritu Santo le entrega la Sagrada Escritura inspirada por El, la liga a la palabra escrita. Todo el futuro de la Iglesia está caracterizado por ese hecho. En toda decisión doctrinal reconoce ese vínculo. Tal vinculación a la Escritura, reforzada en cada nueva decisión doctrinal de la Iglesia tiene una importante función. La Escritura dice algunas cosas no explícita, sino sólo implícitamente. La recta comprensión de lo implícito puede quedar pendiente mientras el Espíritu Santo mismo no revele a la Iglesia la comprensión definitiva. En la definición de un dogma penetra en la realidad concreta la interpretación definitiva y obligatoria del Espíritu Santo, de forma que para el futuro ya no existe la posibilidad de interpretaciones diversas. La Iglesia se vincula así para todo su futuro a una interpretación ofrecida por el Espíritu Santo y fijada en su formulación dogmática. Así se manifiesta que las formulaciones y fórmulas dogmáticas no anulan la relación con la Escritura, sino que la acentúan y aclaran. En cada decisión doctrinal el futuro de la Iglesia se encadena con su pasado. Todo acontecimiento de este tipo significa, por tanto, no una relajación, sino una consolidación de la continuidad.

El llegar a esas dogmatizaciones tiene razones diversas. Hasta ahora empujó a las decisiones dogmáticas con la mayor urgencia y frecuencia alguna amenaza a, una verdad revelada por parte de los movimientos teológicos, filosóficos o culturales de una época. Para proteger la verdad amenazada la Iglesia, bajo la actividad normativa del Espíritu Santo, busca una fórmula nueva que asegure lo amenazado y sea inteligible para todos. Muchas veces ofrece el ropaje para ello precisamente la filosofía o la cultura de que parte la amenaza. La Iglesia, superándolas, se sirve de sus manifestaciones. Este sentido de la formulación eclesiástica hace también comprensible que la Iglesia a veces no se quede estancada en una formulación hecha una vez, sino que busque expresiones nuevas, más claras y comprensibles. El papa Pío XII dice en la encíclica Humani generis: «Cualquiera ve que la expresión lingüística de los conceptos, tal como son usados en las escuelas y en el magisterio oficial, puede ser perfeccionada y cuidadosamente mejorada; y además es un hecho conocido, que la Iglesia no siempre se ha servido de las mismas expresiones.» En ello sólo hay que cuidarse de no despreciar o rechazar la expresión lingüística usada por los Concilios, porque esto, como dice el papa, implica el peligro de relativismo dogmático. Las dogmatizaciones mariológicas demuestran que no sólo la amenaza de una verdad particular puede ser ocasión de un dogma, sino que también la amenaza de toda la fe es conjurada asegurando una determinada verdad de la Revelación; entonces el todo es defendido desde un punto determinado. Así el dogma de la asunción corporal de María defiende el sentido del cuerpo, actualmente en peligro. Ciertos estímulos para la dogmatización pueden partir también de la piedad.

La catolicidad interna de la Iglesia conduce a que el conocimiento de la Revelación sea cada vez más rico y la vida desde ella cada vez más variada. En ello se expresa la historicidad de la Iglesia. Estaría en contradicción con tal historicidad el querer absolutizar una época determinada de la Iglesia sea la época primera, sea otra posterior. Por eso Lutero tropezó con la catolicidad interna de la Iglesia al establecer el principio de la sola Scriptura y entenderlo en el sentido de que la palabra de la Escritura es de suyo suficiente y, por tanto, su desarrollo a lo largo de la historia debe ser condenado. Con ello hizo el vano intento de anular un milenio de desarrollo histórico en la Iglesia. No sólo es imposible, sino erróneo, querer volver a las formas iniciales de la Iglesia primitiva. Tal tesis tal vez esté alimentada del a priori extrabíblico, inevangélico y sentimental de que el comienzo, lo original, es también lo más puro, lo no-desfigurado, lo verdadero, mientras que todo lo posteriores decadencia. Una idea semejante encontramos también en los teólogos católicos de la Ilustración, que, a imitación de Lessing, limitaron la tradición eclesiástica a los primeros siglos. Según esto, la Tradición no sería el testimonio y desarrollo continuamente prolongados del Evangelio de Cristo. Tal testimonio encontró su fin, según esta tesis, en la época de los Padres, de forma que sólo las verdades expresamente atestiguadas por los Padres, pueden ser garantizadas por la tradición oral como fuente fidedigna de fe (J. R. Geiselmann, Das Konzil von Trient über das Verháltnis der Heiligen Schrift und der nichtgeschriebenen Traditionen. Sein Missverstándnis in der nachtridentinischen Theologie und die überwindung dieses Missverstündnisses, en: «Die mündliche úberlieferung. Beitráge zum Begriff der Tradition», edit. por M. Schmaus (1956), 125-206). Tal concepción empequeñece ilícitamente la catolicidad interna de la Iglesia, pues el desarrollo de la Revelación por la Iglesia ocurre continuamente hasta el fin de los tiempos, porque el Espíritu Santo no terminará antes la función de interpretar la Revelación que Cristo le asignó. Es cierto que la Escritura y la Tradición contiene desde el principio implícitamente todas las verdades reveladas; pero sólo el desarrollo de lo implícitamente dado, que durará hasta la vuelta de Cristo, da retrospectivamente una idea y conocimiento claros de lo dado implícitamente al principio y desde siempre.

II. Testimonio de la Escritura

a) La Sagrada Escritura parece hacer afirmaciones opuestas. Por una parte proclama la universalidad de la salvación, pero por otra parte parece reducirla al pueblo elegido de Dios. Pero si lo consideramos más atentamente, desaparece la apariencia de contradicción. El pueblo de Dios del Antiguo Testamento está destinado a llevar la salvación a todos los pueblos. De él parte la salvación (Jo. 4, 22). Pero desde él debe llegar a todas partes. El pueblo de Dios debe ser instrumento de ello. Debe mantener alto el honor de Dios en el mundo y predicar a los demás pueblos (véase § 167 b, V).

Cuando Abraham fue llamado por Dios, le fue prometido que sería padre de un gran pueblo y que de él saldría el Salvador (Gen. 12). Pero a la vez le fue dicho: «En tu nombre serán bendecidos todos los pueblos» (Gen. 12, 18; cfr. 12, 3; 18, 18; 22, 16-18; 26, 4; 28, 14). Cuanto más se acerca la Historia Sagrada viejotestamentaria al momento en que aparece el Salvador, con tanta mayor claridad se anuncia la universalidad de la salvación. Aparece con la máxima fuerza en los profetas. Y entre ellos es, a su vez, Isaías quien proclama un universalismo salvador que traspasa todas las fronteras nacionales. En el llamado Deutero-Isaías, sobre todo, se amontonan los textos que atestiguan el efecto universal de la empresa. salvadora divina. El Siervo de Dios está destinado para luz de los gentiles y a mediador de la salvación hasta los confines de la tierra (Is. 4, 6). «Todos los confines de la tierra verán la salvación de nuestro Dios» (Is. 52, 10; véase además, por ejemplo, Is. 2, 2; 11, 40; 45, 22; 54, 2; 55, 4 y sig.; 56, 3-6; 60, 3; 66, 19-21; cfr. también Ez. 17, 22-24; Dan. 2, 35; Mal. 1, 11). También los Salmos pregonan la salvación universal (véase, por ejemplo, Ps. 2, 8; 21, 28; 71, 8-11; 85, 9, etc.):. V, vol. III, § 143.

b) Cristo mismo se dirige casi exclusivamente a sus compatriotas. Frente a los paganos fue retraído, aunque no los excluyó en principio. Es lo que demuestra su comportamiento con la samaritana (Jo. 4, 7-42), con la mujer cananea (Mt. 15, 21-28) y con el centurión pagano. Aparece especialmente clara su superación del particularismo nacional en los varios discursos de reproche al pueblo judío (Mt. 21, 32; 22, 1-13; Le. 24, 14, etc.).

A sus discípulos, en la llamada pequeña misión, les dió primero e1 encargo de ir sólo a las ovejas perdidas de la casa de Israel (Mt. 10, 5-15). Sin embargo, su comportamiento y sus palabras demuestran, que sólo concedió al pueblo judío un privilegio temporalmente limitado. De él debía salir la Salvación (Jo. 4, 22), pero la salvación debía llegar a todos. Juan Bautista explica a los judíos para sorpresa suya, que el mero descender de Abraham no significa. nada para entrar en el reino de Dios (Mt. 3, 9). Dios puede hacer de las piedras hijos de Abraham. Lo decisivo no es la relación de sangre con Abraham por sí solo, sino la unión espiritual, por el camino de la fe, con Abraham, padre de la fe (véase la doctrina de los Santos Padres sobre Abraham: K. H. Schelkle, Paulus Lehrer der Vater. Die altchristliche Auslegung von Rómer 1-11 (1956), 132-149). Todo el mundo es el campo en que es sembrada la semilla del reino de Dios (Mt. 13, 36). «Os digo, pues, que del Oriente y del Occidente vendrán y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos» (Mt. 8, l l). Cuanto más avanza la vida de Jesús tanto más se destaca que los gentiles no sólo son llamados al reino de Dios, sino que serán los futuros portadores del reino. Aunque al principio también los hijos de Israel debían serlo, cada vez se ve más claro que les es quitado el reino, porque rechazan a Jesús, su mensajero y heraldo. enviado por el Padre. Sólo entregándose a El podrían participar del reino, porque en El ha llegado ya el reino (Mt. 10, 40 y sigs.; 11, 19 y sig.; 12, 28; 13, 16 y sig.; Mc. 3, 27; Lc. 10, 18; 11, 29 y sig.; 12, 54 y sigs.; 17, 20 y sig.). Pero lo rechazan cada vez con más violencia hasta que es crucificado a instigación del grupo gobernante judío. Por eso ocuparon los gentiles el lugar de los judíos como herederos del reino de Dios (cfr. Lc. 13, 28-30; Mc. 12, 1-9). Y así dijo Cristo ante el tribunal que lo condenó: «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria y todos los ángeles con El, se sentará sobre su trono de gloria» (Mt. 25, 31). Como aquellos que fueron primero invitados al banquete de bodas, aprisionados en diversas ocupaciones terrenas, se negaron a ir, son llamados todos los que están por las calles y caminos (Mt. 22, 8 y sig.). Este desarrollo tiene su coronación en la gran misión (véase § 167 c, cap. 3, art. 8). El Evangelio debe ser predicado hasta los confines de la tierra y hasta el fin de los tiempos. « La Iglesia tiene que ser camino y patria para toda la humanidad» (Albert Lang).

c) Para la catolicidad de la Iglesia es importante el hecho de que la Israel viejotestamentaria no fue disuelta sin más o sustituida por un nuevo pueblo de Dios, sino que siguió siendo el fundamento y en cierto sentido el anteproyecto del nuevo pueblo de Dios. Los gentiles, según San Pablo, son como injertados en el anterior pueblo de Dios algo así como una rama de olivo salvaje en un olivo auténtico (Rom. 9, 11). Y así la Iglesia es una «Iglesia de judíos y gentiles». Además el Evangelio de Cristo tiene que ser primero predicado a los judíos, porque fueron llamados primero (Act. 13, 5. 14; 14, 1; 16, 13; 17, 2. 11. 17; 18, 4). En Antioquía de Pisidia dijo San Pablo a los judíos: «A vosotros os habíamos de hablar primero la palabra de Dios, mas puesto que la rechazáis y os juzgáis indignos de la vida eterna, nos volvemos a los gentiles» (Act. 13, 46). En este texto se dice que a pesar de la preferencia de Israel también los gentiles han sido llamados en principio, que, en último término, no hay ninguna diferencia entre judíos y gentiles (Rom. 3, 22. 30). «Pues no me avergüenzo del Evangelio, que es poder de Dios para la salud de todo el que cree, del judío primero, pero también del griego» (Rom. 1, 16). Véase la doctrina de los Padres sobre esto en K. H. Schelkle, Paulus Lehre der Vüter. Die altchristliche Auslegung von Rdm. 1-11 (1956), 77-107. El hecho de que la Iglesia abarque los dos grupos humanos existentes en aquella época expresa como en un símbolo que está destinada a todos los grupos humanos sean políticos, sociales o raciales. La Iglesia es una Iglesia de judíos y gentiles, aunque muy pronto se hiciera pequeño en ella el número de judíos y fuera ampliamente superado por el de gentiles. A pesar de la superioridad numérica de los gentiles el pueblo de Dios del Antiguo Testamento conserva su importancia incluso para el futuro de la Iglesia. Pues los dones de gracia de Dios y su llamada son irrevocables. San Pablo promete que Israel se convertirá algún día según la misericordia de Dios. Hasta que no se convierta Israel, no ocurrirá el fin del mundo. Mientras permanezca en la incredulidad, será aplazado el fin del mundo. Véase E. Peterson, Die Kirche aus Juden und Heiden, en: «Theologische Traktate» (1951), 239-292. Sobre la doctrina de los Padres en este respecto véase K. H. Schelkle, o. c., 380-399; vol. 7, § 296.

d) Los discípulos de Cristo empezaron su misión el día de Pentecostés y la cumplieron durante toda su vida. Ya el día de Pentecostés, en que el Espíritu Santo descendió sobre los discípulos y la Iglesia fue llena de su vida, se conoció que la Iglesia penetraría en todos los países. Pues habían comparecido judíos de la diáspora de numerosos países y fueron testigos de la misteriosa actuación del Espíritu Santo. Mientras que algunos se burlaban, como que los discípulos estuvieran borrachos, otros estaban fuera de sí de admiración. Pues cada uno oía hablar su propio idioma. Y decían: « Todos estos que hablan, ¿no son galileos? Pues ¿cómo nosotros los oímos cada uno en nuestra propia lengua, en la que hemos nacido? Partos, medos, elamitas, los que habitan Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto y Asia, Frigia y Panfilia, Egipto y las partes de Libia que están contra Cirene, y los forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes los oírnos hablar en nuestras propias lenguas las grandezas de Dios. Todos, atónitos y fuera de sí, se decían unos a otros: ¿Qué es esto? Otros, burlándose, decían: Están cargados de mosto» (Act. 2, 4-13). No hay que suponer que con ocasión de la bajada del Espíritu Santo se hablara en diversos idiomas (griego, latín, copto, etc.). Sino que fue un lenguaje en estado de éxtasis, un hablar desde el interior lleno de Espíritu, que no se servía de las ordinarias formas lingüísticas. Los discípulos hablan en un idioma nuevo obrado por el Espíritu Santo, no con palabras y oraciones que pertenezcan a un idioma humano existente. En los oyentes este hablar obrado por el Espíritu provoca impresiones opuestas. A unos les parece que los que hablan están borrachos y parlotean sin sentido, otros entienden su hablar como alabanza a la obra salvadora de Dios. A los oyentes dispuestos a creer, receptivos, el Espíritu les concede comprender el sentido y contenido del lenguaje de los discípulos y por eso les parece que los discípulos hablan en su idioma materno (A. Wikenhauser, Die Apostelgeschichte (1938), 29).

Los Padres de la Iglesia ven en este acontecimiento un milagro de idiomas por el que la Iglesia es simbolizada como Iglesia de todas las lenguas. La escena se sitúa en paralelo a la narración del Génesis sobre la dispersión de los pueblos y confusión de idiomas (Gen. 11, 1-9). Mientras que entonces los hombres no se entendían, aunque antes todos hablaban el mismo idioma, el día de Pentecostés se entendían, aunque hablaban muchos idiomas. Muchas veces los Padres ven en el acontecimiento de Pentecostés la milagrosa facultad de los Apóstoles de predicar el Evangelio en todos los idiomas. Las lenguas de fuego anuncian el futuro don de lenguas de los Apóstoles. Por otra parte, el Espíritu obra la mutua comprensión de hombres que hablan distinto idioma. En la liturgia dominicana de la fiesta de Pentecostés dice la oración: «Oh Dios, que por la multiplicidad de idiomas reuniste a los gentiles en la unidad de la fe.» San Agustín explica (Sermo 266, PL 38, 1225): «Cada uno de ellos habla todas las lenguas, cada varón habla todas, porque la Iglesia es única y una, que un día alabará a Dios in todas las lenguas de la tierra. Y ya ahora todas esas lenguas pertenecen a cada uno de nosotros, porque somos los miembros del Cuerpo único, que las habla.» Rupert von Deutz habla de modo semejante (De divinis of ficüs X, 3; PL 170, 264): « A1 derramarse el Espíritu Santo, cosa que nosotros celebramos, se cumplió lo que había sido prometido a nuestro padre Abraham. Empezó a cumplirse cuando el Espíritu Santo, tomando invisiblemente posesión del corazón de los Apóstoles, instituyó un nuevo signo de santificación: que en su boca se encontraran todas las lenguas del mundo» (véase H. de Lubac, Katholizismus, 50 y sig.). Aunque tales interpretaciones no hacen justicia al texto de los Hechos de los Apóstoles, testifican, sin embargo, la fe de los Padres, en que la Iglesia no se limita a un idioma, sino que es Iglesia de todas las lenguas.

El primero que abrió a los gentiles las puertas de la Iglesia de Cristo fue el apóstol Pedro. El Apóstol que más éxito tuvo entre los gentiles fue Pablo (véase § 167 c, cap. 3, art. 5 y art. 9, 5). Aunque estos varones se apartaron de su fe judía y profesaron el Cristianismo, jamás negaron, sino que siempre acentuaron la relación de la Iglesia neotestamentaria con el antiguo pueblo de Dios (véase, por ejemplo, Act. 1-5; 13, 17 y sigs.; Lc. 1-2; 13, 16; 19, 20). Sólo porque reconocieron y proclamaron la continuidad de la historia de la salvación, dieron testimonio de la catolicidad tanto externa como interna de la Iglesia. Mientras que A. von Harnack pasó por alto estas relaciones (véase § 167 b, VI, 4), fueron claramente reconocidas por el sociólogo Max Weber. Harnack escribe (Marcion. Das Evangelium vom fremden Gott, 1921, 148 y sig.): «Rechazar el Antiguo Testamento en el siglo it fue un error..., pero desde el siglo xix conservarlo todavía en el Protestantismo como fuente canónica es la consecuencia de una falta de dirección religiosa» (lo mismo piensa Em. Hirsch, Das Alte Testament und die Predigt des Evangeliums, 1936). Bien dice, en cambio, Max Weber (Religionssoziologie IIf, 6 y sig.): «Sin la aceptación del Antiguo Testamento como libro sagrado habrían existido sobre la base del Helenismo muchas sectas pneumáticas y muchas comunidades de misterios con culto al Kyrios Christos, pero jamás habrían existido una Iglesia cristiana y una ética cristiana de la vida diaria. Pero sin la emancipación de los rituales preceptos de la Thora, que eran la razón del extrañamiento y división en castas de los judíos, la comunidad cristiana se hubiera quedado, lo mismo que los Esénios y Terapeutas, en una pequeña secta del pueblo paria judío.»

III. Testimonio de los Santos Padres

Los Padres defendieron con gran decisión la catolicidad espacial de la Iglesia. Sin embargo; no cae en una mera mística. de los números. La grandeza espacial de la Iglesia es, más bien, para ellos una revelación de su fuerza' interior. En la Doctrina de los doce Apóstoles (9, 4) está la afirmación siguiente: « Lo mismo que este pan partido fue dispersado en la montaña y reunido se hizo uno, así se reúne tu Comunidad en tu Reino desde los confines de la tierra.» También dice (10, 5): « Reúnelos desde los cuatro vientos, a los santos, en tu reino.» San Ambrosio se imagina, que todo el orbis terrarum descansa en el seno de la Iglesia. Todos los hombres sin distinción de origen, raza o posición en la vida, están llamados a la unidad en Cristo. La Iglesia representa, según él, germinalinente esa unidad ya desde el principio. Se le aparece inmedible como el mundo y como el cielo, con Cristo que.es su sol (In Ps. 118, 12, 25; PL 15, 1369). Tertuliano encomia con exageración retórica la extensión de la Iglesia por toda la tierra. Pero lo más importante de sus explicaciones está en que la tan extendida Iglesia llena el ser de todos los hombres, porque el alma humana, como él dice, es naturaliter christiana, cristiana por naturaleza (Adversus Judaeos, c. 7; PL 2, 609-612; véase también De testimonia animae, c. 6).

Optatus de Mileve, como hemos consignado en el capítulo anterior, ve en el obispo de Roma el garante de la unidad de toda la Iglesia. Quien vive en comunión con él, está en comunidad con toda la cristiandad. Esta argumentación presupone que la Iglesia misma es una unidad. Frente a los donatistas Optatus insiste decididamente en que pretenden reducir la Iglesia de Cristo a la reducida parte de Africa en que ellos viven. Con ello contradicen a la Escritura que promete como herencia al Señor de todos los pueblos y un reinado hasta los confines de la tierra. La verdadera Iglesia es mundial y de todos los pueblos, porque se compone de todas las naciones. Es el pueblo de Dios reunido de los pueblos mundanos (J. Ratzinger, o. c., 102-106). Para comprender a Optatus de Mileve es importante darse cuenta de que frente a los donatistas no sólo acentúa la superioridad numérica, sino la potencia de la Iglesia para acoger en sí a todos los pueblos, mientras que la Iglesia donatista no sólo se limita de hecho a un pequeño rincón de la tierra, sino que no puede salir de él ni traspasarlo. San Agustín continúa las ideas de Optatus. La Iglesia de Cristo se caracteriza, según él, por el hecho de no ser únicamente una escuela para unos pocos cultivados, sino que dentro de sus muros encuentra morada también el pueblo ignorante, lo mismo hombres que mujeres (de modo distinto piensa Ratzinger, 31) y se extiende a través de todos los pueblos (De utilitate credendi 17, 35). En numerosas explicaciones expone San Agustín que la verdadera Iglesia abarca a todos los pueblos. Sus Homilias, sus Explicaciones de los Salmos y sus Tratados sobre el evangelio de San Juan ofrecen gran abundancia de textos sobre ello. San Agustín encuentra profetizada la universalidad de la Iglesia en el Antiguo y Nuevo Testamento. Se basa en Ps. 2, 8, y 8, 5, pero sobre todo en Lc. 24, 44-47, y Gen. 22, 18. El texto de San Lucas dice: «Les dijo: Esto es lo que yo os decía estando aún con vosotros, que era preciso que se cumpliera todo lo que está escrito en la Ley de Moisés y en los Profetas y en los Salmos de mí. Entonces les abrió la inteligencia para que entendiesen las Escrituras, y les dijo: Que así estaba escrito, que el Mesías padeciese y al tercer día resucitase de entre los muertos, y que se predicase en su nombre la penitencia para la remisión de los pecados a todas las naciones, comenzando por Jerusalén» (Lc: 24, 44-47). San Agustín ve en este texto la profecía viejotestamentaria de la Católica, garantizada por el mismo Cristo. Encuentra otro texto escriturístico de este tipo en Gen. 22, 18: « En tu descendencia serán bendecidos todos los pueblos.» Según Gal. 3, 16 tal descendencia es Cristo. San Agustín se aprovecha de esta interpretación de San Pablo (Contra litt. Petil. I, 23, 25; PL 43, 256) para explicar que la Iglesia de los pueblos es el pueblo de Dios de la descendencia de Abraham. Ante sí ve a la Iglesia extendida por todos los países, cuando la describe como pueblo de Cristo edificado por todos los pueblos (J. Ratzinger, 127-133). También para juzgar a San Agustín es importante tener en cuenta que no se refiere únicamente a la extensión, materialiter dada, de la Iglesia por todo el mundo, sino que tal extensión le demuestra la catolicidad de la Iglesia, porque en ella se manifiesta la fuerza que Cristo ha infundido a la Iglesia. En cambio es propio de los donatistas con su particularismo local el espíritu de secta (véase, por ejemplo, De agone christiano, 31; Contra litt. Petiliani II, 8, 20; 1, 23, 25; II, 39, 94, etc.; Contra epist. Parmeniani II, 38, etc.). Y así para él el elemento esencial de la catolicidad es el vínculo de la paz que reúne a todos los que pertenecen a la Iglesia. Ya San Gregorio Nacianceno había atestiguado que la Iglesia es consciente de su esencial catolicidad cuando clama por boca del profeta: «Entonces dirán a tus oídos los hijos de la.madre que los había perdido: La tierra es demasiado estrecha para mí, hazme lugar para que habite en ella» (Is. 49, 20). V. Sermón sobre el bautismo de Cristo; PG 46, 577. Paciano (j- antes del 392) encontró acertada y decisivamente la expresión de que la catolicidad no es ciertamente la esencia, pero sí una propiedad esencial de la Iglesia, cuando dice: «Christianus mihi nomen, catholicus cognomen» (Carta a Symporon. 4; PL 13, 10, 5). Influído por San Agustín, dice San Isidoro de Sevilla (Sententiae I, 16; PL 85, 572): «La Iglesia es llamada católica, porque se extiende universalmente por todo el mundo..., las herejías, en cambio, se ven forzadas a habitar en cualquier rincón del mundo o en un pueblo particular. Pero como la Iglesia católica se extiende por todo el mundo, está edificándose por la agregación de todos los pueblos gentiles» (V. H. de Lubac, Katholizismus als Gemeinschaft, trad. por Hans Urs von Balthasar, 1943, 44-51).

IV. Catolicidad fáctica de la Iglesia romano-católica

La Iglesia romano-católica posee la propiedad esencial de la catolicidad tanto en sentido personal, como en sentido objetivosalvífico-ontológico.

Respecto a la catolicidad personal da testimonio inequívoco la historia. En la Edad Media se creía, que el Evangelio se había predicado, según el mandato de Jesucristo, a todos los pueblos. El descubrimiento del Nuevo Mundo quebrantó en gran medida tal convicción, pues se reconoció que el mundo era mucho más grande que lo que hasta entonces se suponía. Sin embargo, ello condujo a una nueva actividad misionera desarrollada sobre todo por jesuitas y franciscanos. Hoy es difícil decidir si el Evangelio ha llegado ya a todos los pueblos. Pero como hemos dicho, eso no es lo esencial. Lo esencial es que la Iglesia tiene capacidad y fuerza para dirigirse con su Evangelio a todos los hombres. La razón más profunda de ello hay que verla, en que el Evangelio es un mensaje de Dios al que todos los hombres están abiertos.

Por lo que respecta a la universalidad salvífico-ontológica, la Iglesia predica la Revelación completa y sin reducciones. Transmite a los hombres toda la salvación preparada por Cristo sin excepción o exclusión alguna. La instrucción De motione oecumenica del 20 de diciembre de 1949 acentuó decididamente que la Iglesia se sabe en posesión de toda la verdad y de todos los bienes de salvación y que, por tanto, nada de verdad o salvación puede conseguir de las demás confesiones. Aquí interesa el siguiente texto: «Respecto al método a seguir, los obispos mandarán qué hay que hacer y qué hay que omitir, y se cerciorarán de que todos siguen sus preceptos a ello referentes. Además vigilarán para que, bajo el falso pretexto de que hay que atender más a lo que. nos une que a lo que nos separa, no se fomente un peligroso indiferentismo, sobre todo en quienes son menos experimentados en cuestiones teológicas y cuya práctica religiosa es más bien débil. Pues hay que guardarse de que por un espíritu que hoy suele llamarse «irénico», las doctrinas católicas-ya se trate de dogmas o de doctrinas relacionadas con los dogmassean de tal modo adaptadas a las doctrinas de los disidentes mediante estudios comparativos y en un vano esfuerzo de igualar progresivamente las diversas Confesiones religiosas, que padezca por ello la pureza de la doctrina católica o se oscurezca su verdadero y seguro contenido.

»Desterrarán también aquellos modos de expresión, de que resultan falsas concepciones o engañadoras esperanzas que jamás pueden ser cumplidas, así, por ejemplo, cuando se afirma que lo que dicen las encíclicas de los papas sobre la vuelta de los disidentes a la Iglesia, sobre la constitución de la Iglesia o sobre el Cuerpo místico de Cristo no debe ser exageradamente valorado, porque no todo es precepto de fe, o, lo que es todavía peor, que en cuestiones dogmáticas la Iglesia católica no posee la plenitud de Cristo, sino que en eso puede ser todavía perfeccionada por otras. Con el mayor cuidado e insistencia se manifestarán contra el hecho de que en la exposición de la Reforma y en la historia de los Reformadores se exageren tanto las faltas de los católicos y se palie de tal modo la culpa de los Reformadores o se destaquen tan en primer plano cosas accesorias, que con ello apenas se puede ver o valorar lo principal, a saber, su apartamiento de la fe católica. Finalmente vigilarán, no sea que por exagerado y falso celo exterior o por comportamientos imprudentes y llamativos, en vez de favorecerlo, se perjudique el fin pretendido.

»Por tanto, hay que exponer y explicar toda 1a doctrina católica. sin reducción alguna. De ningún modo se debe callar o velar con palabras equívocas lo que la doctrina católica. dice sobre la verdadera naturaleza y grados de la justificación, sobre la constitución de la Iglesia, sobre el primado de jurisdicción del papa romano, sobra la única verdadera unión mediante la vuelta de los disidentes a la única. verdadera Iglesia de Cristo. Se les puede decir ciertamente que con su vuelta a la Iglesia no pierden de ningún modo el bien que hasta ahora les ha sido concedido por gracia de Dios, sino que con la vuelta se hará más perfecto y cumplido. En todo caso se ha de evitar hablar de estas cosas de modo tal que nazca en ellos la creencia de que con la vuelta ellos aportan a la Iglesia algo esencial de lo que hasta entonces ha estado privada. Esto ha de ser dicho en claras e inequívocas palabras, primero, porque buscan la verdad, y después, porque jamás puede haber una verdadera unidad fuera de la verdad.»

La «Instrucción» acentúa, por tanto, que la Iglesia posee quoad substantiam la plenitud de la verdad y de los bienes salvadores y que no pueden traerle ningún enriquecimiento quoad substantiam la vuelta a los disidentes, se trate de individuos o de grupos. En razón de su fe de que es la verdadera Iglesia de Cristo, no puede ni le está permitido defender ninguna otra doctrina. Este hecho ha sido reconocido por parte de los Evangelistas, cuando, por ejemplo, Skydsgaad dice (Die rómischkatholische Kirche und die aekumenische Bewegung, en: «Die Kirche in Gottes Heilsplan», 173 y sig.): «La actitud de la Iglesia romano-católica tiene que ser explicada desde motivos mucho más hondos y esenciales, tal como ahora entendemos mucho mejor que antes. Cuando Roma afirma que la unidad de la Iglesia no es ninguna meta ante nosotros, sino algo que ya se ha hecho concreto en la Iglesia romano-católica, porque ella sola es la Iglesia santa y católica y, por tanto, la única Iglesia de Jesucristo, y cuando además afirma que la verdadera re-unión sólo puede tener la forma de un re-ajuste a esta unidad, ello no es, por su parte, ninguna especie de imperialismo espiritual, sino expresión de una concepción especial de la esencia de la Iglesia y de su unidad.»

La explicación de la «Instrucción» no impide, sin embargo, suponer que la posesión-existente ya quoad substantiam-de la verdad y bienes de salvación se desarrolla quoad accidens. Toda la historia de la Iglesia está dominada por la ley del desarrollo. Se manifiesta sobre todo en la evolución de los dogmas. Cuando en la Iglesia aparecen cuestiones nuevas o surgen peligros contra su fe, puede darles respuesta profundizando con ayuda del Espíritu Santo en la Sagrada Escritura y en la Tradición. Este hecho aparece con la máxima claridad en los dogmas marianos, porque en ellos el desarrollo se ha cumplido con la máxima intensidad. Pero también puede verse en los dogmas cristológicos. Para su nacimiento y formulación han sido fuerte estímulo y ayuda tanto la filosofía griega como el pensamiento judío. Los disidentes, que entran en la Iglesia, con cuestiones que surjan de su problemática especial pueden introducir de modo semejante nuevos movimientos de desarrollo en el conocimiento de la fe de la Iglesia. Esto no produciría en ningún modo un enriquecimiento o aumento de la sustancia de la Revelación. sino una profundización y esclarecimiento del conocimiento creyente de la Revelación. Lo creído hasta entonces implícitamente, se elevaría hasta la claridad de lo explícitamente creído. Las cuestiones de los disidentes acarrearían, por tanto, lo mismo que en la antigüedad las cuestiones de griegos y judíos, un movimiento en el estado de la fe, que contribuiría no a su enajenación, sino a su omnilateral comprensión. El teólogo francés Journet (L'Église du Verbe Incarné. Essai du Theologie speculative rI (1951), 1222) observa a propósito de esto: «A la catolicidad de la Iglesia no le falta lo que poseen los disidentes, pero sí lo que a ellos les falta y poseerían si estuvieran plenamente incorporados a la Iglesia. Hay que contar con la posibilidad de que la catolicidad ontológica de la Iglesia fuera más plenamente actualizada, si las comunidades religiosas disidentes volvieran a la Iglesia.» El teólogo Llamera, dominico español (XII Semana Española de Teología, 320), espera que la vuelta de los disidentes podría traer consigo una «amplificación vital» de la catolicidad de la Iglesia. C. Colombo (É possibile la riunione dei Cristiani?, en: «La Scuola cattolica» (1949), 302) espera que tal vuelta provocaría una mayor abundancia y riqueza en la actualización de los valores cristianos, que la Iglesia tiene ciertamente en germen pero no siempre ni en todas partes plenamente desarrollados.

También se puede apuntar que tales disidentes aceptan una y la misma verdad de fe con especiales vibraciones sentimentales propias de ellos y, por tanto, lo manifestarían con especial intensidad en su vida. Congar cree que a la Iglesia eslava y nórdica les faltará la gracia una y multicolor de Cristo mientras la Rusia ortodoxa y la luterana Escandinavia estén separadas de Roma. En las disposiciones naturales de estos pueblos habría un modo completamente determinado de ser cristiano, distinto del modo latino y anglosajón. Mientras esas características no sean totalmente acogidas en la Iglesia visible, faltaría algo a la realización actual de la catolicidad de la Iglesia y a su forma expresiva, unque de ningún modo al estado de la Revelación que siempre es igual e inmutable. (Sobre este último punto véase Th. Sartory, o. c., 95, 191-194). Tal crecimiento jamás significaría un enriquecimiento quoad substantiam vel essentiam.

MICHAEL SCHMAUS
TEOLOGÍA DOGMÁTICA
IV. LA IGLESIA

Edic Rialp, S.A. Madrid-1960, págs. 576-595