28 de diciembre


HOMILÍAS


SANTOS INOCENTES

 

Recordemos aquel trozo de pequeña historia política: ante el reyezuelo Herodes aparecieron un día tres sabios, preguntándole, incautos como buenos sabios, dónde estaba el rey que acababa de nacer. Herodes, disimulando el terror para utilizarles a ellos mismos como manera de cortar el peligro, convocó doctores que le dijesen dónde anunciaban las profecías el nacimiento del futuro rey redentor—"liberador", diríamos modernamente—, y se dispuso a luchar con los presagios y con los profetas. Aquellos sabios, sin infundir sospechas por su misma buena fe, le servirían para descubrir el escondrijo del niño. Pero—ya lo recordáis—los sabios, avisados en sueños, volvieron por otros caminos hacia su patria. Y Herodes contó los días, nervioso, irritado consigo mismo por su estupidez. Al fin se decidió a explorar, y se convenció de la decepción: se habían ido. Su remedio fue frío, feroz, burocrático, con estilo del siglo xx: calculó los tiempos, la tardanza del viaje de los Magos, la ida a Belén. Ia espera; añadió un "margen de seguridad", redondeó; salían dos años.

Entonces decretó: que murieran todos los niños de esa comarca nacidos en los últimos dos años. Fue como una leva militar, dos "reemplazos" de niños para morir, arrancados a sus madres; algunos ya andando, diciendo sus primeras palabras balbucidas: otros muertos sobre los pechos maternos. Que dentro de unos años se notara un extraño fenómeno —un vacio de edad entre los mozos, menos brazos para la siega, una escasez de novios para las muchachas—, esto era un detalle administrativo sin importancia. Lo que importaba era durar en el mando, no ser depuesto del trono. Todavia, tiempo después, algún espia herodiano recorreria la región sonsacando, preguntando por los niños, preguntando si alguien confiaba en un futuro rey, si tal vez, ahora mismo... Pero habia un vacio tranquilizador. El baño de sangre parecía haber borrado el peligro.

Esos son los Santos Inocentes, los mártires sin culpa. Pero—nos dice nuestro instinto respondón—también sin mérito. Tendemos a pensar que la bienaventuranza es sólo el pago debido a trabajos y sufrimientos conscientes y voluntarios, y que el niño pequeño todavía no es quién para la gloria. "Angelitos al cielo", decimos como fórmula hueca de consuelo, pero nos resistimos a pensar que allí sean, no cabecitas tontas con alas, no juegos inconscientes, sino personas enteras, que acaso gozarán de Dios mejor que muchos sabios y muchos grandes hombres. Pero ¿es que cuenta tanto la diferencia del crecer, si no es a los tristes efectos de ser más responsables de nuestras maldades? "El que no se haga semejante a uno de estos pequeñuelos no entrará en el reino de los cielos." ¿Acaso hemos ido mucho más allá del niño en comprender a Dios, en saber por qué hacemos lo que hacemos en la vida? A veces es al contrario; hemos enredado, con nuestro orgullo de creer que sabemos explicarlo todo, la clara simplicidad del mundo que teníamos al llegar, donde todo era tan natural y tan enterizo, risa y miedo, cariño y horror, y el sentir que dependemos de algo, al fondo de la vida, nunca bien visible.

El niño tiene también su manera de gloria. San Pablo dice que hay diferencias entre la gloria de las almas como entre la luz de las estrellas: y acaso podemos entender que no sólo es que haya más o menos luz, sino que la luz es diversa, pura y quieta en alguna estrella pequeña: parpadeante y de colores en alguna estrella grande y agitada. El niño todavía está hecho, sin más, para la gloria, sin tener que curarse del arrastre vivido para brillar en luz: su gloria no tendrá ciertas profundidades—ciertos "gozos accidentales", diría la teología—del alma que llega de un largo viaje dolorido, pero será también gloria total, "de mayor". El niño crecerá para Dios en su madurez eterna. Y es que nuestros "méritos"—esa palabra que deberia hacernos ruborizar cada vez que la usamos—valen porque sirven para que Cristo nos dé los suyos. Como los jornaleros del Evangelio, acaso nos irrita pensar que lo que se nos dará tras de tanto peligro y esfuerzo, ya lo tienen unos niñitos que ni siquiera pudieron ser tentados y que apenas tuvieron tiempo de ser buenos y malos. Otra vez Cristo responde "Y a ti qué te importa? ¿No es acaso un enorme regalo el que os hago a todos, en cuanto no os negáis a ello? ¿Por qué no iban a tener los pequeños esa suerte? ¿Creéis que vais a tocar a menos? Tal vez os molesta ya la compañía de los niños en la tierra, porque os señala la vaciedad de lo que creéis vuestros "méritos" de mayores, y porque os desconciertan con sus grandes preguntas, que vosotros empequeñecéis y contestáis con una bobada superficial. Y os desazona pensar que la gloria no es simplemente un asunto de los de "personas mayores", como vuestros oficios, vuestras visitas y vuestras costumbres; que es algo tan arrollador y abierto que seguramente los niños, como en el campo, pueden estar más a gusto allí que vosotros, Pero así hay que hacerse todos: puros e infatigables, como niños jugando, para disfrutar del gran recreo definitivo.

Pero el niño—lo sabemos—, si no se le aplica la redención de Cristo, queda al margen, sin pena ni gloria; no hereda la condena adánica, pero tampoco se puede agarrar a la mano que abre la gloria. Es el caso del niño sin bautizar. Pero, así como hay un "bautismo de sangre", aun sin agua sacramental, para los hombres que reciban la muerte por amor de Dios, también lo puede haber para los niños. Ya sabemos que no hace falta que el niño crezca y diga su voluntad para ser llevado a la pila por el bautismo y entrar en la Iglesia de Cristo; así, tampoco hizo falta que crecieran para que el bautismo de muerte, recibido en ignorancia, les hiciera cristianos en el último momento. Asi entraron en tropel a la gloria para jugar, atónitos, con Dios.

Desde ellos, casi continuamente, de vez en cuando, la historia ha dado "inocentes al cielo". Cada vez que en el mundo hay una guerra o una matanza por las cosas de Dios, hay mártires inconscientes, involuntarios, que mueren revestidos, sin saberlo, de la sangre de Cristo. Basta que no estén enemistados con Dios: un bombardeo, un fusilamiento en masa, convierte en héroes de gloria incluso a quienes, preguntados uno por uno, tal vez se hubiesen acobardado. Tienen derecho al titulo de compañeros de Cristo en su martirio, a través de los siglos, y no se les negará sólo porque ellos no lo hayan pedido. Ocurre lo mismo con la patria: tan héroe es el que dió su sangre acudiendo a alistarse voluntario como el que fue quizá de mala gana, porque tocaba su turnno. Sus nombres no se distinguen en las listas y las lápidas.

Hay aquí un profundo y olvidado consuelo. La historia camina sobre mieses de cadáveres que nos parecerían muertos en vano, a ciegas, como animales en cataclismo; pero de entre tanta carnicería a veces se elevan ejércitos enteros de almas santas, transfiguradas súbitamente de su mediocridad y de su olvido por el sagrado azar de que les tocó caer por causa de Cristo, como una de las infinitas pavesas que brotan del largo incendio traído por la palabra de Dios.

"De la boca de los que no saben hablar sacaste tu alabanza", dice el profeta Jeremías anunciando la gloria evangélica de los niños. Y nosotros hemos de inclinarnos sobre la matanza de los Santos Inocentes para meditar cómo ahí está la mejor gloria que el hombre da a Dios muriendo: todos sus trabajos, todas sus reflexiones y sus convicciones quedan como diminuto añadido al lado de la gran entrega de la vida, ni siquiera pensada, simplemente porque se estaba en las manos de Dios y al morir se ha caído en ese gran abismo de luz que todo lo transfigura. No es preciso que nos alcance la muerte violenta por la causa divina para morir por Dios, para que nuestra muerte se una a la de Cristo, elevándonos de la miseria en que pasamos los días: nos basta ser obscuros siervos, preparados y fieles, y que nuestra vida esté echada siempre ante Él, para que nuestra muerte, por plácida que sea, ocurra "en acto de servicio" y transfigure nuestro pasado vivir como en renovado bautismo sangriento.

JOSÉ Mª. VALVERDE
 



LOS SANTOS INOCENTES

Hoy celebramos la fiesta de los Niños Inocentes que mandó matar el cruel Herodes.

Nos cuenta el evangelio de San Mateo que unos Magos llegaron a Jerusalén preguntando dónde había nacido el futuro rey de Israel, pues habían visto aparecer su estrella en el oriente, y recordaban la profecía del Antiguo Testamento que decía: "Cuando aparezca una nueva estrella en Israel, es que ha nacido un nuevo rey que reinará sobre todas las naciones" (Números 24, 17) y por eso se habían venido de sus lejanas tierras a adorar al recién nacido.

Dice San Mateo que Herodes se asustó mucho con esta noticia y la ciudad de Jerusalén se conmovió ante el anuncio tan importante de que ahora sí había nacido el rey que iba a gobernar el mundo entero. Herodes era tan terriblemente celoso contra cualquiera que quisiera reemplazarlo en el puesto de gobernante del país que había asesinado a dos de sus esposas y asesinó también a varios de sus hijos, porque tenía temor de que pudieran tratar de reemplazarlo por otro. Llevaba muchos años gobernando de la manera más cruel y feroz, y estaba resuelto a mandar matar a todo el que pretendiera ser rey de Israel. Por eso la noticia de que acababa de nacer un niñito que iba a ser rey poderosísimo, lo llenó de temor y dispuso tomar medidas para precaverse.

Herodes mandó llamar a los especialistas en Biblia (a los Sumos Sacerdotes y a los escribas) y les preguntó en qué sitio exacto tenía que nacer el rey de Israel que habían anunciado los profetas. Ellos le contestaron: "Tiene que ser en Belén, porque así lo anunció el profeta Miqueas diciendo: "Y tú, Belén, no eres la menor entre las ciudades de Judá, porque de ti saldrá el jefe que será el pastor de mi pueblo de Israel" (Miq. 5, 1).

Entonces Herodes se propuso averiguar bien exactamente dónde estaba el niño, para después mandar a sus soldados a que lo mataran. Y fingiendo todo lo contrario, les dijo a los Magos: - "Vayan y se informan bien acerca de ese niño, y cuando lo encuentren vienen y me informan, para ir yo también a adorarlo". Los magos se fueron a Belén guiados por la estrella que se les apareció otra vez, al salir de Jerusalén, y llenos de alegría encontraron al Divino Niño Jesús junto a la Virgen María y San José; lo adoraron y le ofrecieron sus regalos de oro, incienso y mirra.

Y sucedió que en sueños recibieron un aviso de Dios de que no volvieran a Jerusalén y regresaron a sus países por otros caminos, y el pérfido Herodes se quedó sin saber dónde estaba el recién nacido. Esto lo enfureció hasta el extremo.

Entonces rodeó con su ejército la pequeña ciudad de Belén, y mandó a sus soldados a que mataran a todos los niñitos menores de dos años, en la ciudad y sus alrededores. Ya podemos imaginar la terribilísima angustia para los papás de los niños al ver que a sus casas llegaban los herodianos y ante sus ojos asesinaban a su hijo tan querido. Con razón el emperador César Augusto decía con burla que ante Herodes era más peligroso ser Hijo (Huios) que cerdo (Hus), porque a los hijos los mataba sin compasión, en cambio a los cerdos no, porque entre los judíos esta prohibido comer carne de ese animal.

San Mateo dice que en ese día se cumplió lo que había avisado el profeta Jeremías: "Un griterío se oye en Ramá (cerca de Belén), es Raquel (la esposa de Israel) que llora a sus hijos, y no se quiere consolar, porque ya no existen" (Jer. 31, 15).

Como el hombre propone y Dios dispone, sucedió que un ángel vino la noche anterior y avisó a José para que saliera huyendo hacia Egipto, y así cuando llegaron los asesinos, ya no pudieron encontrar al niño que buscaban para matar.

Y aquellos 30 niños inocentes, volaron al cielo a recibir el premio de las almas que no tienen mancha y a orar por sus afligidos padres y pedir para ellos bendiciones. Y que rueguen también por nosotros, pobres y manchados que no somos nada inocentes sino muy necesitados del perdón de Dios.

Dios hace fracasar los planes de los malvados (S. Biblia).


Desde la Edad Media, monaguillos y sacristanes se recordaba paradójicamente con humor y la tradición bromista ha seguido hasta la fecha. En España, las inocentadas nacieron en la antigua urbe romana de Écija.en la época del reinado de Felipe II.

La broma o inocentada más usual es recortar un monigote de papel y pegarlo o clavarlo en la espalda de alguien cercano, que lo lleva sin enterarse, con el general regocijo (inocente, inocente,...). También se gastan bromas telefónicas, se dan avisos falsos o se inventan noticias sorprendentes que siembran la duda y conducen a las risas una vez descubiertas.

Es normal que en esta fecha aparezcan en los medios de comunicación falsas noticias, algunas veces firmadas por un inexistente Inocencio Santos.

El día de los Santos Inocentes es es el equivalente latino del anglosajón April Fool's Day.
 



Los Santos Inocentes

Autor: Archidiócesis de Madrid

La consulta bien intencionada de aquellos Magos que llegaron de Oriente al rey fue el detonante del espectáculo dantesco que organizó la crueldad aberrante de Herodes a raíz del nacimiento de Jesús.

Habían perdido el brillo celeste que les guiaba, llegó la desorientación, no sabían por donde andaban, temieron no llegar a la meta del arduo viaje emprendido tiempo atrás y decidieron quemar el último cartucho antes de dar la vuelta a su patria entre el ridículo y el fracaso.

Al rey le produjo extrañeza la visita y terror la ansiosa pregunta sobre el lugar del nacimiento del Mesías; rápidamente ha hecho sus cálculos y llegado a la conclusión de que está en peligro su status porque lo que las profecías antiguas presentaban en futuro parece que ya es presente realidad. Se armó un buen revuelo en palacio, convocaron a reunión a los más sabios con la esperanza de que se pronunciaran y dieran dictamen sobre el escondrijo del niño "libertador". El plan será utilizar a los visitantes extranjeros como señuelo para encontrarle. Menos mal que volvieron a su tierra por otro camino, después que adoraron al Salvador. Impaciente contó Herodes los días; se irritó consigo mismo por su estupidez; los emisarios que repartió por el país no dan noticia de aquellos personajes que parecen esfumados, y se confirma su ausencia. Vienen los cálculos del tiempo, y contando con un margen de seguridad, le salen dos años con el redondeo.

Los niños que no sobrepasen dos años en toda la comarca morirán. Hay que durar en el poder. El baño de sangre es un simple asunto administrativo, aunque cuando pase un tiempo falten hombres para la siembra, sean escasos los brazos para segar y no haya novios para las muchachas casaderas; hoy sólo será un dolor pasajero para las familias sin nombre, sin fuerza, sin armas y sin voz. Unas víctimas ya habían iniciado sus correteos, y balbuceaban las primeras palabras; otras colgaban todavía del pecho de sus madres. Pero para Herodes era el precio de su tranquilidad.

Son los Santos Inocentes. Están creciendo para Dios en su madurez eterna. Ni siquiera tuvieron tiempo de ser tentados para exhibir méritos, pero no tocan a menos. Están agarrados a la mano que abre la gloria. Aplicados los méritos de Cristo sin que fuera preciso crecer para pedir el bautismo de sangre, como tantos laudablemente hoy son bautizados en la fe de la Iglesia con agua sin cubrir expediente personal. El Bautismo es gracia.

Entraron en el ámbito de Cristo inconscientes, sin saberlo ni pretenderlo; como cada vez que por odio a Dios, a la fe, hay revueltas, matanzas y guerras; en esas circunstancias surgen mártires involuntarios, que aún sin saberlo, mueren revestidos y purificados por la sangre de Cristo, haciéndose compañeros suyos en el martirio; y no se les negará el premio sólo porque ellos mismo, uno a uno, no pudieran pedirlo. En este caso es el sagrado azar providente de caer por causa de Cristo, porque la mejor gloria que el hombre puede dar a Dios es muriendo.

Ya el mismo Jeremías dejó dicho y escrito que "de la boca de los que no saben hablar sacaste alabanza".

Hoy los mayores también hacen bromas en recuerdo del modo de ser juguetón y alegre de aquellos bebés que no tuvieron tiempo de hacerlas; es buena ocasión de hacer agradable la vida a los demás, con admiración y sorpresa, en desagravio del mal que provocó el egoísmo de aquel que tanto se fijó en lo suyo que aplastó a los demás.