13 de noviembre
San Diego de Alcalá
(1400?-1463)
Empezamos esta breve silueta hagiográfica reparando una, no por lo generalizada
menos digna de ser reparada, injusticia en la denominación del santoral español
al designar a San Diego con el toponímico de Alcalá de Henares, en lugar del
nombre de la villa de San Nicolás del Puerto, en la provincia de Sevilla.
Insignificante por su demografía, es la villa de San Nicolás del Puerto uno de
los lugares más típicos y pintorescos de la provincia andaluza. Se halla situado
al norte de la misma, en pleno complejo montañoso, con gran riqueza hidráulica,
que dan a sus alrededores extensas zonas cultivadas y amplias alamedas. Su
altitud y arboledas hacen del lugar un oasis en la canícula sevillana.
San Nicolás, en su insignificancia demográfica y urbanística, tiene un lugar en
la historia por el mejor de los títulos que dan entrada en ella, por haber sido
cuna de uno de los hombres que figuran en el santoral de la Iglesia católica.
Hacia fines del siglo XIV, sin que sea posible concretar más la fecha, nació de
humilde familia pueblerina el niño que había de llevar junto a su nombre en
documentos reales y bulas pontificias el nombre del lugar que le vio nacer: San
Diego de San Nicolás. El hecho al que hemos aludido al comienzo de estas líneas
de que se le designe como San Diego de Alcalá no tiene más explicación que el
haber sido la ciudad complutense su última residencia terrenal, lugar de su
sepulcro hasta el presente, y que sus numerosos milagros hicieron bien pronto
célebre en toda España. Pero tanto las historias primitivas del Santo como la
bula de canonización expedida por Sixto V, no conocen otro lugar de referencia
que San Nicolás. La tradición lugareña ha conservado ininterrumpidamente hasta
el día de hoy la casa de su nacimiento. La devoción de sus paisanos, cobijados
bajo su celestial patronato, respalda la designación del lugar de su nacimiento.
El Santoral Hispalense, de Alonso Morgado, el más documentado elenco
hagiográfico de santos sevillanos, así lo reconoce. Es, pues, de justicia
devolver al humilde pueblo sevillano el mejor título de su historia, máxime
cuando la ciudad complutense tiene tantos otros de rango universitario y
literario que la encumbran en España.
Muy poco se sabe de sus primeros años.
La más segura de sus biografías, debida a la pluma de don Francisco Peña,
abogado y promotor en Roma de la causa de canonización del Santo, y que debió,
por lo mismo, poseer los mejores datos en torno a la vida de Diego, así lo
reconoce. Don Cristóbal Moreno, traductor en el siglo XVI al castellano de la
obra latina de Peña, también hace constar esta insuficiencia de datos sobre la
niñez y primeros años de San Diego. Y hasta la Historia del glorioso San Diego
de San Nicolás, escrita por el que fue guardián del convento de Santa María de
Jesús, de Alcalá de Henares, donde vivió y murió el Santo, se concreta para esta
época de la vida de Diego a las anteriores biografías de Peña y Moreno. La
Historia de Rojo, el guardián complutense, aparecida en 1663, sesenta años
después de la muerte de Moreno y a un siglo de distancia de la obra latina de
Peña, no pudo ampliar con nuevos datos, como parecería lógico por haber vivido
en el mismo convento de San Diego, lo que la bula y anteriores hagiógrafos nos
comunican. Alonso Morgado tampoco nos enriquece el conocimiento de la niñez de
Diego con aportaciones que llenen el vacío de sus primeros años.
Deseosos de que esta silueta hagiográfica responda a la más estricta seriedad
documental, tanto más exigida cuanto San Diego llegó a ser un taumaturgo popular
en sus tiempos y en la España de los siglos de oro, nos vamos a dedicar tan sólo
a destacar dos aspectos de su vida: sus itinerarios y las características de su
santidad, tal como aparecen aquéllas en la bula de canonización.
San Diego, nacido en el más pequeño lugar de la provincia de Sevilla, fue sin
duda uno de los hombres de su tiempo y condición que más viajó. Podríamos trazar
la línea de su constante andar con un gráfico que va de San Nicolás al cielo,
pasando por Sevilla, Córdoba, las Islas Canarias, Roma y Castilla, rindiendo
viaje en Alcalá de Henares, para saltar desde la gloria del sepulcro a los
altares. En el polvo de sus sandalias quedaron adheridas y mezcladas tierras de
innumerables caminos de España y Francia e Italia.
De San Nicolás pasa a un lugar cercano a la villa para ponerse bajo la dirección
espiritual de un santo sacerdote ermitaño, el primero que cultiva sus ansias
generosas de total entrega de servicio a Dios. De allí, confirmada su voluntad
de consagración al Señor, se traslada a Arrizafa, cerca de Córdoba, en cuyo
convento profesa como fraile lego en los Menores de la observancia franciscana.
Desde este lugar comienza su itinerario limosnero y misional por incontables
pueblos de Córdoba, Sevilla y Cádiz, dejando detrás de su paso una estela de
caridad y milagros que aún pervive en las tradiciones lugareñas de no pocos de
esos pueblos.
Pero el humilde fraile de «tierra adentro» había de enfrentarse, en su constante
caminar, con las rutas del «mar océano», empresa en aquellos tiempos ni corta ni
común. Las Islas Canarias, especialmente Fuerteventura, son ahora la meta de su
itinerario misionero en calidad de guardián, para lo que fue designado hacia el
año 1449. Su paso por las Islas Afortunadas quedó también marcado por obras
maravillosas de apostolado y de caridad. Vuelto a la Península hacia el año
1450, en ocasión del jubileo universal proclamado por la santidad de Nicolás V,
su piedad mueve sus pies camino de Roma para lucrar las gracias de aquel
jubileo. Después de varios meses de peregrinar llega a la Ciudad Eterna al
tiempo de la canonización de San Bernardino de Sena, cuyo acontecimiento, al
congregar en Roma varios miles de religiosos franciscanos, había de ofrecer otra
oportunidad a su celo y caridad ardiente con motivo de una epidemia habida entre
los peregrinos llegados de varias partes. Fue el convento de Santa María de
Araceli el lugar de su residencia durante tres meses.
Vuelve a España. Y después de un tiempo en el convento castellano de Nuestra
Señora de Salceda, llega en su última etapa terrenal a Alcalá de Henares, en
cuyo convento de Santa María de Jesús había de vivir los últimos años de su vida
mortal para nacer a la gloria y a la santidad de los altares.
Esta breve consignación geográfica de sus itinerarios en aquellos tiempos, y en
un humilde hijo pueblerino y religioso lego, es más que suficiente para poner de
relieve su destacada personalidad, cuya base estribaba tan sólo en su santidad
misionera y caritativa.
Si hubiésemos de sintetizar la fisonomía de su espiritualidad, dentro siempre
del estilo franciscano de su vida, no dudaríamos en destacar la obediencia hasta
el milagro, la sencillez y servicialidad sin límites, la caridad heroica para
con todos, como las virtudes que le encumbraron a la santidad y que le hicieron
famoso y hasta popular en vida y después de su muerte. El humilde lego que hacía
salir a su paso a todos para verle y acogerse a su valimiento delante de Dios
mientras vivía, había de congregar junto a su sepulcro a los grandes de la
tierra después de muerto. Cardenales y prelados de la Iglesia, reyes y
príncipes, hombres y mujeres del pueblo habían de ir, sin distinción de clases,
al humilde religioso franciscano. Enrique IV de Castilla, primero; cardenales de
Toledo, príncipes de España, el mismo Felipe II después, acudieron junto a su
tumba, llevados por el mismo sentimiento de confianza en su santidad milagrosa,
o hicieron llevar sus restos sagrados hasta las cámaras regias, como en el caso
del príncipe Carlos, hijo del Rey Prudente, a fin de impetrar de Dios, por su
mediación, la curación y el milagro. Nada menos que el propio Lope de Vega había
de inmortalizar en una de sus comedias en verso el milagro del príncipe Carlos,
que había de cantar, en la poesía del Fénix de nuestros Ingenios, el pueblo todo
de España.
Nadie con más autoridad que Sixto V puede resumirnos las características de la
santidad de Diego. «El Todopoderoso Dios –dice en la bula de canonización–, en
el siglo pasado, muy vecino y cercano a la memoria de los nuestros, de la
humilde familia de los frailes menores, eligió al humilde y bienaventurado
Diego, nacido en España, no excelente en doctrina, sino “idiota” y en la santa
religión por su profesión lego..., mostrándole claramente que lo que es menos
sabio de Dios, es más sabio que todos los hombres, y lo más enfermo y flaco, más
fuerte que todos los hombres... Dios, que hace solo grandes maravillas, a este
su siervo pequeñito y abandonado, con sus celestiales dones de tal manera adornó
y con tanto fuego del espíritu Santo le encendió, dándole su mano para hacer
tales y tantas señales y prodigios así en vida como después de muerto, que no
sólo esclareció con ellos los reinos de España, sino aun los extraños, por donde
su nombre es divulgado con grande honra y gloria suya... Determinamos y
decretamos –continúa la bula– que el bienaventurado fray Diego de San Nicolás,
de la provincia de la Andalucía española, debe ser inscrito en el número y
catálogo de los santos confesores, como por la presente declaramos y escribimos;
y mandamos que de todos sea honrado, venerado y tenido por santo...»
Lo humilde y pobre del mundo fue escogido por Dios para maravilla de los grandes
y poderosos de la tierra. En Diego se cumplió una vez más de modo esplendente el
milagro de la gracia.
Así se consumaron las etapas del itinerario de San Diego de San Nicolás, quien
entró en la inmortalidad bienaventurada el 13 de noviembre de 1463 en Alcalá, y
en la gloria de los altares en julio de 1588, bajo el pontificado de Sixto V,
culminando el proceso introducido por Pío IV en tiempos de Felipe II.
No queremos cerrar esta silueta sin consignar aquí un deseo y una aspiración de
todos sus paisanos, y que será la última etapa de sus itinerarios y hasta una
solución a la soledad en que hoy se halla su sepulcro. La etapa, triunfal y
definitiva, de Alcalá, donde hoy reposa, a San Nicolás, la villa que le vio
nacer, y en la que la devoción popular al santo Patrono y paisano espera tenerle
lo más cerca posible, no sólo para honrarle como su santidad y gloria merecen,
sino incluso para conseguir por su mediación valiosa la completa y plena
restauración de la vida cristiana de un pueblo pequeño y humilde, pero que
conserva la fe en su Santo, al que lleva siglos esperando.
Andrés-Avelino Esteban Romero, San Diego de San Nicolás,
en Año Cristiano, Tomo IV,
Madrid, Ed. Católica (BAC 186), 1960, pp. 365-369.