29 de abril
SAN
PEDRO DE VERONA, MARTIR
(†
1252)
No
podemos comenzar la vida de San Pedro Mártir con la frase que acuñaron los
antiguos hagiógrafos: "nacido de padres virtuosos y santos" .
Pedro
nació en Verona en 1206 y sus padres fueron cátaros, los herejes que en la
Edad Media renovaron las doctrinas de los maniqueos.
En
cambio, casi podríamos decir que nació predestinado para fraile dominico, según
nos lo revelará la anécdota que más abajo referiremos.
Porque
los cátaros, que infestaban en los comienzos del siglo XIII el centro y norte
de Italia, eran los mismos albigenses que ya Santo Domingo estaba combatiendo en
el sur de Francia.
Cómo
surgieron estos herejes se ignora; pero conocemos su puritanismo, su
desprendimiento de los bienes terrenos, su carácter belicoso, su espíritu de
secta, su expansión por toda la cuenca mediterránea, que les hizo llegar hasta
Constantinopla y tener iglesias en el Cercano Oriente.
En
los dominicos habrían de encontrar quienes Ios redujeran con sus mismas armas:
la pobreza y la polémica.
En
aquellos tiempos las gentes gustaban de las justas y los torneos. Batallas
militares o luchas y escaramuzas intelectuales. Era de ver cómo se congregaban
las muchedumbres en la Provenza o en el Lanquedoc, en la Toscana o en el
Milanesado para asistir a aquellos torneos espirituales que eran las disputas
religiosas.
Santo
Domingo aceptaba y aun provocaba el reto, y saltaba al palenque arremetiendo a
los contrarios como un paladín que invocaba a su Dama, la Virgen María, y se
presentaba lisamente, sin boato ni ostentación mundanal, que tanto daño había
hecho a otros controversistas, pues su riqueza contrastaba con la austeridad de
los albigenses.
San
Pedro mártir, sí, nació predestinado para combatir a los nuevos maniqueos,
los patarini, como los llamaban en Italia.
Su
familia, aunque maniquea, no hallando maestro de su secta en Verona, consiente
en que la educación del niño corra a cargo de un maestro católico. Progresa rápidamente
en ciencia y en virtud, y tenemos la primera anécdota.
Un
tío de Pedro le encuentra en la calle al volver de sus lecciones, y le pregunta
por la marcha de sus estudios. El no titubea; de corrida dice el Credo, en cuyo
primer artículo está la refutación del maniqueísmo con la doctrina de un
Dios creador absoluto de cielo y tierra.
El
tío insiste en que Dios no puede ser autor del mal; pero el pequeño polemista
contesta con gracia y además cierra la discusión con unas frases terribles:
"Quien no crea esta primera verdad de la fe no tendrá parte en la salvación
eterna".
El
viejo hereje se emociona. Le gusta el desparpajo del sobrino, pero presiente
también que de allí puede salir quien combata las creencias de su secta.
Advierte de ello a su hermano, pero el padre de Pedro no hace demasiado caso,
confiando en torcer más adelante estas primeras inclinaciones.
Entretanto
el niño ha crecido. Y la universidad de Bolonia, allí cerca, goza del máximo
prestigio. Pedro marcha lleno de ilusiones a la nueva ciudad. Gracias que,
mediante la oración, el retiro y el trabajo, sabe sustraerse al ambiente frívolo
de la vida estudiantil.
Por
aquella época había en Bolonia algo que le daba más fama que la propia
universidad. Era Santo Domingo, anciano ya, rodeado de discípulos, con la
aureola de fundador y martillo de herejes.
Al
convento de los predicadores vuela un día Pedro, doncel de dieciséis años.
Pide, y al fin alcanza la gracia de recibir el hábito blanco de las propias
manos de Santo Domingo. Sería una de sus postreras satisfacciones si su espíritu
profético supo leer en la mirada candorosa del estudiante veronés la gloria
que reservaba a su naciente Orden.
Pedro
se aplicó con entusiasmo al estudio, a la oración y a la penitencia. Sobre
todo a la penitencia, hasta caer enfermo. Hubo que moderar su fervor. Entonces
se quedó con la oración y el estudio de las Escrituras. Allí, en las Sagradas
Letras aprendía el espíritu de la sabiduría. Y, acabada su formación escolástica,
recibe la ordenación sacerdotal y es nombrado, joven y fogoso, predicador
contra los herejes.
Bolonia,
la Romaña, la Toscana y el Milanesado conocen las andanzas apostólicas del
fraile dominico. ¿Logró convertir a sus propios padres? Lo ignoramos. Lo
cierto es que resultó verdad la predicción del tío. Pedro era el martillo de
los cátaros.
Pero
no todo habría de ser aureola de orador y gloria de polemista. La tribulación
prensa las almas en el lagar para purificarlas y acercarlas. Aquí fue la
calumnia. Se le acusó de dar consejos imprudentes en el confesonario. A un
joven que había dado una patada a su anciana madre el Santo le recordó el
consejo evangélico:
"Si
tu pie te sirve para pecar córtatelo". Y el penitente, conmovido, lo tomó
al pie de la letra y se cortó el pie. Pero la intervención de Pedro, trazando
la señal de la cruz sobre la extremidad mutilada, devolvió el pie a su lugar.
Con
esto creció su prestigio. Pero después vendrá otra acusación peor. Pedro es
un místico, tiene revelaciones de lo alto. Las santas vírgenes Catalina, Inés
y Cecilia hablan con él en su celda. Los otros frailes han oído extraños
cuchicheos, y sin más llevan la noticia al prior. En público capítulo es
reprendido Pedro por violar la clausura y hacer penetrar mujeres en su habitación.
Se le exhorta a defenderse, pero él se contenta con declararse pobre pecador.
Le
retiran las licencias de confesar y le destierran a un monasterio de la Marca de
Ancona, donde se entrega en la soledad y el retiro al estudio y a la oración.
Al
fin la verdad se esclarece, y el propio Gregorio IX, que conoce su ciencia y su
celo, le nombra inquisidor general en 1232. Pedro ataca vigorosamente el vicio y
el error y obtiene ruidosas conversiones en Roma, Florencia, Milán y Bolonia.
Cuando baja del púlpito se encierra en el confesonario para ponerse en contacto
directo con los fieles, que le exponen sus dificultades, o con los propios
herejes, que piden aclaraciones a sus dudas antes de decidir la abjuración de
sus errores. Los milagros autorizan además su predicación.
Célebre
fue el caso de un hereje milanés que quiso desprestigiar el poder taumatúrgico
del Santo. Fingiéndose enfermo hizo que le llevaran a su presencia, solicitando
la salud. Pedro lo comprendió todo y se limitó a decirle: "Ruego al
Creador de todo cuanto existe que, si vuestra enfermedad es cierta, os dé la
salud; pero, si se trata de una farsa, que os trate según vuestros méritos".
Los
efectos fueron inmediatos. El pretendido enfermo se sintió presa de terribles
dolores, debiendo ser llevado de verdad por los que se prestaron a la hipócrita
comedia. A los pocos días el hereje llamaba humildemente al Santo para
arrepentirse de su pecado y abjurar sinceramente su herejía. El siervo de Dios,
viéndole cambiado, hizo sobre él la señal de la cruz y le otorgó la salud
del cuerpo y del alma.
Otro
milagro espectacular fue el que obró con motivo de una disputa pública que había
congregado una muchedumbre inmensa en la mayor plaza de Milán. El contrincante,
cátaro famoso que ostentaba entre los de su secta la categoría de obispo, viéndose
constreñido por la argumentación del religioso quiso alejar de sí la dialéctica
de Pedro y dijo: "Impostor y falsario, si eres tan santo como dice este
pueblo del que tanto abusas, ¿por qué consientes que se ahogue con este calor
asfixiante? Pide a Dios que una nube le proteja contra el sol".
—"Lo
haré como quieres —replicó el Santo— si prometes abjurar de tu herejía."
Entonces
se produjo un gran revuelo entre los partidarios del hereje, pues unos querían
que se aceptase el reto, otros que prosiguiese la discusión. Al fin el Santo
hizo la señal de la cruz y sobre el cielo sereno se dibujó una nube
refrescante, la cual no se disolvió hasta terminar la disputa.
Pero
San Pedro no trabajaba solamente con la predicación y los milagros; siguiendo
la regla paulina elevaba al cielo fervorosas oraciones y castigaba su cuerpo con
terribles penitencias. Además, se esforzó en mantener viva la disciplina
religiosa en los conventos de Como, Piacenza y Génova, donde ejerció los
cargos de prior. El claustro era una colmena de estudio y oración.
Al
subir al solio pontificio en 1243 Inocencio IV, confirmó a Pedro de Verona en
todos sus poderes y le demostró su confianza encargándole de otras misiones
especiales. Por entonces le envió a Florencia para examinar los orígenes,
constituciones y género de vida de los servitas, que con razón le tienen por
segundo fundador, pues su informe favorable influyó para que el Papa les
otorgara la aprobación definitiva.
En
1251 fue encargado de convocar un sínodo en Cremona que trabajase en la
extirpación de la herejía.
Ante
tanta actividad, los herejes italianos prohibieron a sus adictos el acudir a las
predicaciones del santo inquisidor, y, por último, organizaron una conjuración
para darle muerte. El precio convenido fue de cuarenta libras milanesas, que
depositaron en manos de Tomás de Guissano. Los esbirros encargados de llevar a
cabo el crimen fueron un tal Piero Balsamon, apodado Carín, y Auberto Porro. El
siervo de Dios tuvo noticia de lo que se tramaba, pero no tomó providencia
alguna, dejando su suerte en las manos de Dios. Solamente en su sermón del
Domingo de Ramos (24 de marzo de 1252) dijo ante más de diez mil oyentes:
"Sé que los maniqueos han decretado mi muerte, y que ya está depositado
el precio de la misma. Pero que no se hagan ilusiones los herejes, pues haré más
contra ellos después de muerto que lo que les he combatido vivo".
El
Santo salió de Milán para ir a Como, de cuyo convento era prior. Los
conjurados dejaron pasar las fiestas de Pascua, y Carín permaneció tres días
en aquella ciudad. El sábado de la octava de Pascua, 6 de abril, cuando el
Santo retornaba a Milán, salió Carín en su persecución, y, al llegar a un
bosque espeso que hay cerca de la aldea de Barsalina, le esperaba Auberto. Carín
fue el primero en herir al Santo con dos golpes de hacha en la cabeza. San Pedro
comenzó a recitar el Credo en voz alta; cuando ya las fuerzas le faltaban para
seguir rezándolo, mojando el dedo en su propia sangre escribió en el suelo:
Creo. Carín mató al siervo de Dios clavándole un puñal hasta los gavilanes
en el corazón. A su acompañante, fray Domingo, le dejaron tan mal herido, que
murió pocos días después.
Así
murió Pedro de Verona, proclamando la fe que de niño aprendiera, y por cuya
defensa había luchado toda su vida. Tenía cuarenta y seis años, y hacía
treinta que profesara en la Orden de Santo Domingo.
Su
cuerpo fue llevado de momento a la iglesia de San Simpliciano, de Milán, como
el propio Santo había predicho, y después enterrado en la iglesia de los
padres predicadores, llamada de San Eustorgio. El asesino Carín, horrorizado de
su crimen, abjuró de la herejía y tomó el hábito de hermano lego para hacer
penitencia por el resto de su vida.
Los
milagros del Santo fueron tantos y tan clamorosos que antes del año le
canonizaba Inocencio IV, el día 25 de marzo de 1253. Su fiesta, por coincidir
frecuentemente el 6 de abril con Pascua, fue retrasada al 29 del mismo mes, y
Sixto V la extendió al calendario de la Iglesia universal.
Los
dominicos honran a San Pedro de Verona como al protomártir de su Orden, y los
servitas le retienen por su segundo fundador. Es un santo muy popular en toda la
Edad Media, sobre todo en el norte de Italia, y también en España, tierra de
lucha con herejes, judaizantes y falsos cristianos. Este Santo y San Pedro de
Arbués son ejemplo de que los panfletistas que escriben contra la Inquisición
no suelen mostrarse muy objetivos al exponer los hechos, porque solamente narran
las víctimas de una sola parte. Desde luego los herejes no tenían el espíritu
de resignación de los mártires cristianos, pues con frecuencia asesinaban a
sus "verdugos".
El
que esto escribe tiene la dicha de regentar una iglesia dedicada a San Pedro mártir.
La residencia provincial de Toledo fue antaño convento de la Orden dominicana.
Para mí ha sido un gozo restaurar este grandioso templo y restaurar también la
hermosa talla a la que otros herejes del siglo XX dieron segundo martirio,
cuando la revolución marxista. Pero ahora paseamos todos los años en procesión
al Santo de Verona, con su carita compungida, el hacha sobre la cabeza y el puñal
en el corazón. Y le cantamos unas vísperas que da gloria oírlas para que no añore
los tiempos de sus frailes y para que nos otorgue aquella fe robusta que le valió
el martirio.
CASIMIRO
SÁNCHEZ ALISEDA