29 de abril
SANTA
CATALINA DE SIENA
(† 1380)
Fue
el día de la Anunciación de la Virgen y Domingo de Ramos de 1347. La
Iglesia y Siena, con cánticos y ramos de olivo, daban la bienvenida a la
niña Catalina, que veía la luz de este mundo en una casa de la calle de
los Tintoreros, en el barrio de Fontebranda.
A
Catalina y a su hermana gemela Giovanna les habían precedido ya otros
veintidós hermanos y les siguió otro, en el hogar cristiano y sencillo
de Giacomo Benincasa y Lapa de Puccio del Piangenti.
Del
padre, tintorero de pieles, parece haber heredado Catalina la bondad de
corazón, la caridad, la dulzura inagotable, y de la madre, mujer
laboriosa y enérgica, la firmeza y la decisión.
Catalina,
niña, era alegre, bulliciosa, vivaracha; su encanto la hacía un poco el
centro del cariño del amplio círculo familiar y de las amistades. A sus
cinco o seis años tuvo su primera experiencia de lo sobrenatural —una
visión en el valle Piatta— que marcó una huella definitiva en su vida
y la dejó orientada hacia Dios. "A partir de esta hora pareció
dejar de ser niña", cuenta uno de sus biógrafos. Comprendió la
vida de los que se habían entregado a la santidad y sintió nacer en sí
unos irresistibles deseos de imitarlos.
Se
volvió más reservada, más juiciosa; buscaba más la soledad para tratar
a solas con Dios. Ante un altar de la Virgen tomó la resolución de no
querer nunca por esposo a nadie más que a Jesucristo. Pero no tendría
que esperar a que llegara la madurez de su juventud para poder medir el
valor y el sentido de su consagración a Dios.
Entonces,
y en Italia, a los doce años, una joven tenia que empezar a preocuparse
de su porvenir, y, en consecuencia, de su arreglo personal y buen parecer
para agradar a los hombres. Lapa había ya casado a dos de sus hijas y
pensaba que buscar el matrimonio era, al fin, como para ella había sido,
la misión de toda mujer.
Hasta
los quince años de Catalina duró la obstinada presión familiar. Jamás
desistió ella de su primer deseo de virginidad, pero tuvo, ciertamente,
una crisis en su fervor. Su vida espiritual aflojó al dejar penetrar en
su alma, con una vanidad muy femenina, el deseo de complacer a las
criaturas (su madre y sus hermanas) más que a Dios. La hermana
Buenaventura, con más éxito que los demás, la había inducido a
preocuparse de los vestidos, a teñirse el cabello, a realzar su belleza
natural con el maquillaje de aquellos tiempos, casi tan completo y
complejo como el de los actuales. Pero esta hermana murió en un parto en
el mes de agosto de 1362. Las lágrimas abundantes de Catalina no fueron
solamente por la pérdida de su hermana predilecta. La vela mortecina
junto a aquel cadáver hizo penetrar una luz nueva en su alma. Ella la
llamaba siempre su conversión, su vuelta a Dios, su retorno a la entrega sin reservas
ni resortes de ninguna clase.
La
lucha familiar se exaspera en torno de Catalina, hasta convertirse en una
especie de persecución tenaz que la reduce a la condición de una
sirvienta y la encierra en un aislamiento que ella aprovecha para entrar
en la "celda interior" del conocimiento de sí misma y del trato
habitual con Dios, que ya no abandonará de por vida. Aumenta de modo casi
inconcebible sus maceraciones, su ayuno, su constante vigilia, hasta
agotar la exuberancia y las fuerzas corporales de que hasta entonces había
gozado.
Excepcionalmente,
dados sus diecisiete años, es admitida entre las hermanas de la
Penitencia de Santo Domingo, especie de terciarias dominicas, llamadas mantellate por el manto negro que llevaban sobre el hábito blanco
ceñido por una correa. Sin abandonar el ambiente familiar, vivían con
unas reglas propias bajo la dirección de una superiora y de un director,
religioso dominico, y desarrollaban una extraordinaria actividad
espiritual y benéfica. Eran las almas consagradas a los enfermos y a los
pobres.
Sus
primeros años de mantellata se
caracterizan por una intensísima vida espiritual, con sus luchas que la
purifican y elevan, por su caridad inexhausta e incansable mortificación
interior y exterior, por una parte, y, por otra, por las elevadas y
delicadísimas gracias místicas con que Dios la regala frecuentísimamente.
Son casi cuatro años de vida solitaria entre combates furiosos y
tentaciones sutiles, y el trato personal de inefable dulzura con
Jesucristo, la Santísima Virgen, los santos.
El
recogimiento, arrobado a veces, con que oraba, el llanto incontenible, a
pesar de las prohibiciones del confesor, al acercarse a comulgar, lo que
empezaba a oírse de sus mortificaciones, agitó inevitablemente la marea
del ambiente de una ciudad religiosa, con sus capillitas y sus bandos,
como la Siena del 1300: celos de mujeres devotas, escepticismo de frailes
y sacerdotes, los doctos que opinan de la ignorancia un tanto atrevida,
según ellos, de la hija del tintorero Benincasa, los corrillos de vecinas
en el barrio, en el típico lavadero de Fontebranda, los rumores que
llegan a los salones elegantes y a las tertulias acomodadas...
Y
por la calleja pendiente que lleva a Fontebranda se ve descender una dama
noble, un grave eclesiástico, un campanudo maestro en teología, el mozo
despreocupado y libre hacia la tintorería para hablar con Catalina, que
contaba apenas unos veinte años. Tomás de la Fuente, entonces su
confesor, la había autorizado para ello. Su vibrante angustia materna por
las almas la obligaba a darse siempre que se la pudiese necesitar. Son los
albores de una fecunda maternidad espiritual, que no iba a limitarse a los
senos misteriosos de la intimidad del Cuerpo Místico; son los primeros
contactos de una nueva gran familia que nace.
Iba
a empezar para esta criatura enferma y frágil el portento de una
actividad múltiple de apostolado, de acción política y diplomática en
favor de la Iglesia. Dios la iba preparando para esta misión con sus
gracias y sus pruebas. Le hacía ahondar incesantemente en la consideración
de la propia "nada" frente al "Ser" de Dios, base de
toda su vida espiritual. La admirable vida activa que llevaría a cabo por
voluntad de Dios hasta el día de su muerte necesitaba una no menos
admirable intensidad de vida interior. Pero en Catalina la actividad y el
recogimiento jamás entraron en colisión ni se desarrollaron en doloroso
contrapunto, como en la mayor parte de las almas. Eran dos modos
externamente distintos, internamente idénticos, de amor a Dios, de darse
a Dios, de vivir su entrega de modo eficaz y práctico.
En
el umbral de su vida pública de apostolado y de acción pacificadora
entre las potencias terrenas se verifica su místico desposorio con Jesús,
del que, como testimonio perenne, guardará en su dedo, hasta la muerte,
una alianza imperceptible a todos los demás.
En
mayo de 1374 se reunía en Florencia, en la capilla llamada "de los
españoles", el Capítulo general de la Orden de Predicadores. Por la
responsabilidad que a la Orden podía caberle, tratándose de una
terciaria, el Capítulo asumió la tarea del examen del espíritu de
Catalina Benincasa. Lo aprobó y le señaló como confesor y director al
hombre sabio, prudente, fervoroso que era Raimundo de Capua. Por Raimundo
de Capua, elegido al poco de morir Catalina maestro general de la Orden,
conocemos, con riquísima abundancia de detalles, la vida, las virtudes,
las gracias místicas y las actividades de la que fue su hija y maestra al
mismo tiempo.
La
terrible peste negra que ha pasado a la historia como la gran mortandad y
en la que pereció más de la tercera parte de la ciudad de Siena, ofreció
a Catalina y a Raimundo de Capua y demás "caterinatos", a su
retorno de Florencia, una nueva oportunidad para el heroísmo en su amor
al prójimo.
Luego
las ciudades de Pisa, donde —entre otros prodigios-- recibió los
estigmas invisibles de la Pasión; Lucca, cuya alianza con Florencia en la
lucha contra el Papa trató de impedir a toda costa, y de nuevo Pisa y
Siena fueron el escenario del vivir virtuoso y del apostolado de la Santa.
Movida
por su implacable anhelo de servicio de la Iglesia y rogada por la ciudad
de Florencia, que se hallaba castigada con la pena del entredicho por su
rebeldía contra el Papa, Catalina emprende en la primavera de 1376 su
viaje a la corte pontificia de Aviñón. Estaba íntimamente convencida de
que la presencia del Romano Pontífice en su Sede de Roma tenía que
contribuir grandemente a la reforma de las costumbres, a la sazón muy
relajadas en los fieles, en los religiosos y en el clero alto y bajo, y a
la pacificación del hervidero de luchas enconadas de las pequeñas repúblicas
que formaban el mosaico político de Italia entre sí y de buena parte de
ellas con el poder temporal de la Santa Sede.
Con
la humilde y sumisa intrepidez con que antes y en otras ocasiones había
dirigido sus cartas al sucesor de Pedro, le habló personalmente en esta
ocasión. Aquella terciaria de veintinueve años no tenía más razones
que las razones de Dios, Gregorio XI, de carácter débil y fluctuante,
decidió, por fin, abandonar Aviñón y volver a Roma el 13 de septiembre
de aquel mismo año.
Al
año siguiente una misión de paz lleva a Catalina al castillo de Roca de
Tentennano, en la Val D'orcia. La acompañan algunos frailes, entre ellos
su director fray Raimundo de Capua, algunos discípulos y mantellate.
Apacigua los miembros de las familias de los señores del Valle y su
estancia allí se convierte en una singular y fecundísima misión pública.
Mientras
tanto, la situación política de Florencia se había ido agravando desde
los últimos meses. Los florentinos exasperados se habían rebelado contra
el entredicho pontificio y habían celebrado insolentemente solemnidades
religiosas en la plaza de la Señoría. El Papa manda a Catalina a
Florencia. En una de las sublevaciones populares la Santa se ve amenazada
de muerte. En medio de las negociaciones, Gregorio XI es sucedido por
Urbano VI, al que la Santa escribe cartas que son un puro clamor de
angustia, una súplica instante. Llega, por fin, la paz entre la ciudad de
Florencia y la Santa Sede, pero poco después empieza a verificarse uno de
los más amargos vaticinios de Catalina: el cisma de Occidente, con su
antipapa, cisma al que abrieron las puertas, más que el carácter áspero
y duro de Urbano VI, la ambición de unos gobiernos y la relajación y
poco espíritu de los cardenales de la Corte pontificia.
De
retorno a Siena, sumida el alma en la amargura indecible de los males que
agobian a la Santa Iglesia, Catalina se engolfa en la contemplación de la
Misericordia y de la Providencia y vuelca su alma de fuego, toda la
luminosa experiencia del conocimiento de Dios y de sí misma, todo el
ardor de su anhelo por el bien de la Santa Iglesia, en las páginas de
este libro incomparable, que la contiene y resume a toda ella, que es el Diálogo
de la Divina Providencia.
Las
páginas vivas, palpitantes, del Diálogo
contienen el grito inenarrable que compendia toda la existencia y la misión
de Catalina, dirigido a Dios: "Por tu gloria, Señor, salva al
mundo". Santa Catalina escribió en él no lo que sabia, sino lo que
vivía, lo que era, recogiendo una serie de experiencias místicas que se
habrían perdido definitivamente para nosotros si, de modo providencial,
no hubieran encontrado el eco cálido en las páginas del Diálogo.
Con la misma fuerza captamos en ellas la respuesta divina en una promesa
de misericordia sobre el hombre y la Santa Iglesia y en la enseñanza de
los caminos por los que el hombre hallará su salvación.
En
octubre de 1378 había terminado el dictado del mismo a tres de sus discípulos,
que la servían también de secretarios para su abundante correspondencia.
Hasta nosotros han llegado casi 400 cartas, vivo retrato de su alma
excepcional, eco apasionado en su mayor parte, de sus objetivos: la
reforma y la cruzada para la reconquista de los Santos Lugares,
El
Papa la quiere, en estas horas luctuosas, junto a sí, en Roma. En la
Ciudad Eterna lleva a cabo una ardiente campaña en favor del verdadero
papa Urbano VI. Habla en Consistorio a los cardenales, sigue escribiendo
cartas a las personas de mayor influencia, llama junto a sí a las más
relevantes personalidades, por su santidad, que había en Italia. Su visión
es clara, irreductible: los males de la Iglesia no tienen más remedio que
una inundación de santidad en los miembros de la jerarquía y en el
pueblo fiel. No por esto deja de estar presente y de trabajar infatigable
entre los partidarios de uno y de otro Papa.
En
los primeros meses del año 1380 —último de su existencia terrena— la
vida de Catalina parece una pequeña llama inquieta que apenas puede ser
ya contenida por la fragilidad del cuerpo que se desmorona. Pero mientras
viva será un holocausto por la Santa Iglesia. Ella misma había escrito
antes: "Si muero, sabed que muero de pasión por la Iglesia".
"Cerca de las nueve —dice en una emocionante carta a su
director—, cuando salgo de oír misa, veríais andar una muerta camino
de San Pedro y entrar de nuevo a trabajar en la nave de la Santa Iglesia.
Allí me estoy hasta cerca de la hora de vísperas. No quisiera moverme de
allí ni de día ni de noche, hasta ver a este pueblo sumiso y afianzado
en la obediencia de su Padre, el Papa". Allí, arrodillada, en un éxtasis
de sufrimiento interior y de súplica, se siente aplastada por el peso de
la navicella, la nave de la Iglesia, que Dios le hace sentir gravitar
sobre sus hombros frágiles de pobre mujer. "Catalina —escribía
otro de sus discípulos— era como una mansa mula que sin resistencia
llevaba el peso de los pecados de la Iglesia, como en su juventud había
llevado desde la puerta de la casa hasta el granero los pesados sacos de
trigo."
Cerca
de la iglesia y del convento de los padres dominicos de Santa María de la
Minerva, en la Vía di Papa, tenía durante su estancia en Roma su humilde
habitación. Dicta sus últimas cartas-testamento, desbordantes de ternura
y de firmeza, con su habitual visión sobrenatural de todas las cosas.
Interrumpe reiteradamente su dictado, con un suspiro hondo: "Pequé,
Señor; compadécete de mí", o con el grito anhelante de amor a
Jesucristo crucificado que había consumido toda su existencia:
"Sangre, sangre".
Rodeada
de muchos de sus discípulos y seguidores, consumida hasta el agotamiento
y el dolor por la enfermedad, ofrendaba el supremo holocausto de una vida
consagrada íntegramente a Dios y a la Santa Iglesia. Con las palabras de
Jesús: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu", radiante
su cara de luz inusitada, inclinó suavemente la cabeza y entregó su alma
a Dios, en la plenitud del estallido de la primavera romana. Era el 29 de
abril, domingo antes de la Ascensión del Señor del año 1380.
La
Santa Madre Iglesia, con el sello de su autoridad, avaló el prodigio de
santidad de la humilde hija del tintorero de Siena, por boca de su vicario
Pío II, al canonizarla solemnemente en la festividad de San Pedro y San
Pablo del año 1461.
ANGEL
MORTA FIGULS