14
de abril
SAN
TELMO
(†
1240)
San
Telmo, como se le conoce vulgarmente, o Pedro González Termo, cual reza
su nombre de pila, es una de las grandes figuras medievales, cuya
historia, matizada acaso de áureas y preciosas leyendas, no ha sido hecha
aún críticamente. De todos modos, fue, por cierto, un santo popular, de
universal y rutilante fama en toda la Península y aun fuera de ella, de
las primiciales glorias de la Orden dominicana y astro brillantísimo de
la Iglesia del siglo XIII y, sobre todo, abogado, fiador y tutor de nautas
y pescadores, singularmente a lo largo de todo el litoral cantábrico.
Y,
sin embargo, San Telmo no fue hijo de la marina, no fue timonel ni
batelero o mareante, sino que vio la luz tierra adentro, en pleno corazón
de Castilla. Nació, según todos los indicios, en 1185 y fue bautizado en
la iglesia románica de San Martín de Frómista, villa palentina que
hitaba entonces el camino francés que desde Roncesvalles se dirigía a
Compostela. Reinaba a la sazón en León Fernando II, y Alfonso VIII
ocupaba el trono castellano.
Poco
es lo que sabemos con certeza de su abolengo y primeros años. Parece ser
que su familia era noble y cristianísima, acaso perteneciente al rango de
los infanzones o ricos-homes de su tierra, la cual por eso mismo trató
desde un principio de darle esmerada y cumplida educación. Le fue, en
efecto, confiada ésta a un tío suyo, llamado también don Telmo, canónigo
por aquellos días y más tarde obispo de Palencia, el cual, como primera
medida, se lo llevó a su casa y, así como vio sus buenas disposiciones y
natural despejo, le proporcionó los mejores maestros que hubo a las manos
y le puso a estudiar. Con ellos el joven hizo muy pronto grandes progresos
en las primeras letras, comenzóse a imponer con brío y seguridad en las
artes liberales y el latín, y pasó de allí a poco, cuando apenas pubescía,
a las aulas universitarias en la misma Palencia.
Porque
por aquellas décadas Palencia estaba orgullosa de sus flamantes Estudios
Generales, que acababa de establecer Alfonso VIII, el vencedor de las
Navas, y eran los primeros de España, pues los de Salamanca, debidos a la
espléndida munificencia de Alfonso IX, datan de principios del siglo
XIII.
La
paz castellana y casi monástica de la ciudad del Pisuerga parecía
haberse esfumado para siempre y nadie la echaba de menos. Ahora atronaban
las encachadas plazas y las alcanás ahiladas de soportales las triscas,
zarabandas y disputas estudiantiles. No se oían jergas extrañas, porque
Castilla y España entera vivían en constante clima de cruzada, y en tal
coyuntura Europa no nos mandaba teólogos, sino caballeros.
Ahora
bien, todos los biógrafos coinciden en que Telmo fue estudiante lúcido e
ingenioso. De fácil y segura memoria, era además sutil y agudo en las
controversias, hábil y suelto de palabra, de carácter sociable, simpático
y atrayente, aficionado a los libros, aun cuando no se quebrase demasiado
los ojos por ellos; en una palabra: un escolar modelo, porque tantas y tan
escogidas prendas danse reunidas raras veces en un hombre solo. Y si, a
vueltas de ellas, unimos ahora, cual repite incesantemente el laudo de la
tradición, sus bellas facciones, su natural y esbelta apostura, su aire
señorial y a la par sencillo, su compañerismo sentido lo mismo en las
aulas que en la calle, ¿qué extraño es que se hayan hecho lenguas de él
cuantos han intentado su hagiografía?
Con
todo eso, hay un punto oscuro en esta parte de su historia, el que se
refiere a su talante espiritual y moral. Según algunos autores, Telmo,
manteísta aún de la Universidad, era un mozo educado, morigerado y
recoleto; dechado y espejo de virtud; humilde, prudente y modesto, alma de
oración y que hacía pública profesión de vida espiritual vigorosa y
austera. Todo permitía vislumbrar a pie llano al santazo del día de mañana.
Ni
qué decir tiene que la virtud, por honda y acrisolada que sea, puede muy
bien ir mano a mano con la bondad de alma, con la aplicación y entrega a
las letras, con la serenidad y altura del entendimiento y hasta con la
gracia, la fascinación y la simpatía, así como no puede negarse que ha
habido siempre corazones predestinados por Dios —no muchos, porque la
vida del hombre sobre la tierra de ordinario es lucha continua y esfuerzo
de superación—, que desde la cuna o la niñez llevan ya el sello de la
santidad. Mas, ¿por qué todos los santos han de ser desde su nacimiento
precoces y raudos, santos sin más ni más, como si no fueran de carne y
hueso al igual que los demás mortales? ¿Y cómo explicaríamos el
conocido accidente del día de Navidad, del que hablaremos más abajo, el
Damasco de San Telmo, que ha hecho de él un segundo San Pablo?
Más
bien hemos de admitir que, cuando Pedro González Telmo arrastraba
bayonetas en Palencia, según la jerga escolástica, si no era un
goliardo, de lo que, por cierto, no tenemos indicios siquiera, sí tenía,
en cambio, fama bien ganada de jaranero, gárrulo y señoreador, amigo de
chanzas y torneos y dado a la juglaresca. No olvidemos que a cuatro pasos
de allí discurría el asendereado camino de Santiago, bullicioso con las
primeras formas romances y salpicado de trovadores y cantares de gesta, lo
que venía como anillo al dedo para sorber el seso a la estudiantina y
singularmente a jóvenes inquietos e impresionables como él. Y, a mayor
abundamiento, ahí está su brillante hoja de estudios, su prestigio en la
Universidad, su ingenio lícurgo y vivaz, su gallardía y donaire y buena
planta, el saberse un pino de oro ante las pollitas de la ciudad, y, sobre
todo, que era el sobrino y niño mimado del obispo. Por influencia de éste,
en efecto, casi imberbe aún, fue nombrado canónigo y luego, a instancias
del mismo, promovido al deanato de la catedral de Palencia.
De
suyo se sigue que de tales premisas solamente podía salir un clérigo a
medias. Le faltaba asiento y gravedad, y es posible que hasta la gracia de
estado. Tuvo quizá, y sin quizá, un carácter entero, con personalidad
acusada y robusta, propenso a reacciones súbitas y violentas, de un amor
propio refinado que picaba siempre muy alto, cual hase puesto de bulto en
el curso de su vida, pero presumía de jacarero, ostentoso y elegante.
Gustaba, por ende, de llevar los mejores y más lustrosos faldularios de
la ciudad, y hasta de vez en cuando veíasele en ropilla de seglar y, a
fuer de arrogante jinete, pavonearse y gallear de punta en blanco, ruando
de cabo a cabo por toda Palencia.
Mas
el hombre propone y Dios dispone. La exaltación al deanato le había
hecho perder la cabeza del todo. La cosa no era para menos, supuesto su
temperamento, el aura popular de que gozaba entre estudiantes y en la
buena sociedad palentina y su prodigalidad. El beneficio era pingüe, la
dignidad era honrosa, la edad del laureado muy a propósito para escupir
doblones. Y se propuso celebrar su prebenda con una cabalgata que fuese
sonada.
Fue
el día de Navidad cuando tomó posesión, cantados que fueron los oficios
canónicos, charolados sus zapatos, guarnecidos de relucientes hebillas,
argentado y emperifollado con sus vestes y arreos prelaticios. Si había
llovido o nevado antes y las calles estaban intransitables y escurridizas,
al decir de algunos, es flor de cantueso y poco importa ahora. La
cascabelada debió de ser por la tarde. Figuraban en ella la espuma y
cogollo de la juventud, todo el golpe de amigos y admiradores del novel deán,
cada uno a horcajadas de su cabalgadura, con su atuendo de pajes y
espoliques, y luciendo llamativas y ricas galas. El espectáculo era
deslumbrante, nunca visto en Palencia, la cual, como es de suponer, estaba
toda en la calle. A la cabeza iba el arrogante prebendado, montando su
bello alazán y llamando la atención por su gallardía, pompa y
caballerosidad, al propio tiempo que recibía los plácemes, ovaciones y
ditirambos de la enloquecida multitud. Esto terminó por hacer perder su
aplomo al apuesto mancebo, el cual, en su elación y orgullo, para
demostrar su destreza de caballista, dio de espuelas al fogoso animal con
el fin de hacer piruetas y caracoles, mas perdió el equilibrio y dio de
bruces en un barrizal en medio de la zumba y chacota de todo el pueblo.
¿Cómo
encajó al malparado deán su fracaso y la estentórea rechifla de la
chusma? Su reacción estuvo a tono con su majeza y arrogancia, y hasta
dice bien con el temple heroico de la época, de rudos contrastes, de
eximias virtudes y vicios no menores, todos con cierta grandeza, clave de
aquellos santos de cuerpo entero. Mohino y cayéndosele la cara de vergüenza,
se metió en su casa y ya no se le volvió a ver en la calle. Como San
Pablo en el camino de Damasco, Telmo comenzó a entrever a Dios el día de
Navidad en medio de su mayor frenesí y paroxismo. Ya en el retiro de su
aposento le asaltó la luminosa idea de la vanidad de las cosas humanas. Y
sacó en su solo cabo y a toda prisa el propósito de enterrarse en vida.
Era una auténtica y fulminante metanoia.
En
primer lugar, sumido en largas y penosas horas de compunción y deshecho
en lágrimas terriblemente amargas, aquel hombre, tan vano y encumbrado la
víspera, pedía ahora a Dios que le inspirase el medio mejor y la traza
de morir al mundo. Deseaba sinceramente servir al Señor y buscaba el
camino de hacerlo con provecho y en desagravio de sus anteriores yerros.
En segundo lugar, movido sin duda, por el buen espíritu, con un gesto muy
suyo, característico de las almas gigantes de su tiempo, hace solemne
renuncia del deanato y de todos los frutos que le correspondían, y va a
llamar con decisión a las puertas del convento de Santo Domingo de
Palencia.
No
nos coge de nuevo esta elección. La Orden dominicana estaba de moda, ya
en su cuna, por el ruido de los éxitos de su fundador contra los
albigenses del sur de Francia. Había sido creada unos años antes por
Santo Domingo de Guzmán, natural de la diócesis de Soria, pero muy
conocido en Palencia, donde cursó en los Estudios Generales, acaso
tratado por Telmo personalmente, y la patrocinaba el papa Inocencio III
para reponerse del fracaso de los cistercienses en la lucha pastoral e
ideológica contra los herejes, ya que, por haber caído en el boato, la
atonía y la laxitud, remitieran en el prístino esplendor de su regia.
Por otra parte, la naciente Orden prescindía por completo del trabajo
manual y se consagraba de lleno al estudio, como condición indispensable
para una fructífera y sólida predicación, y era apreciada por su
regular observancia y disciplina. A sus claustros se acoge Pedro González
Telmo, universitario de los pies a la cabeza, cuyo sacerdocio ha de
conservar siempre ese matiz intelectual, docente y "kerigmático",
y entra como novicio en el convento dominicano de Palencia que estaba
levantándose a la sazón.
El
mejor elogio que cabe hacer de él como religioso es que el clérigo
rumboso y sibarita y el hombre de mundo quedaron pronto eclipsados por la
práctica, ardimiento y tenacidad de sus virtudes monacales. Está visto
que el Señor le había enriquecido con excelsas dotes naturales y forjado
sabiamente su metamorfosis espiritual porque deseaba servirse de él para
grandes empresas. Digámoslo lisa y llanamente y sin hipérboles nacidas
al socaire de ese entusiasmo que instintivamente siente el historiador por
sus héroes, porque la vida de San Telmo, injustamente preterida en España
hasta el presente, comienza a ser conocida por los estudiosos y su fuste y
colosal prestancia se agigantan de día en día.
Este
cimero y provecto novicio fue ya desde el primer momento pasmo de
santidad. Su piedad asidua y profunda, su ardiente caridad, su mortificación
callada, porfiada y estoica, su varonil desasimiento, eran la admiración
de sus compañeros y superiores jerárquicos. Para la profesión preparóse,
como no podía ser menos, con largos y rigurosos ayunos y penitencias.
Aquel día ofrecióse a Dios por entero ante el altar e hizo la oblación
y total renuncia de sí mismo. En lo sucesivo sobresalió hasta tal punto
en la observancia de los votos, que todos se hacían cruces de su
angelical pureza, de su acatamiento y pobreza, llevada hasta los mayores
extremos, amén de una mansa humildad y abatimiento voluntario, como que,
en alivio y obsequio de sus hermanos, siempre estaba presto a desempeñar
los más bajos oficios de la comunidad. Así crecía esta hermosa flor de
los claustros y se denunciaba por su fragante aroma, que trascendió en
seguida a Palencia y a innumerables pueblos castellanos.
Con
todo, la dulce placidez casera de una vida contemplativa no se daba las
manos con fray Telmo, cuya vocación, por descontado, no era de las de
cepos quedos. Y así fue que secundando el espíritu de la Orden y
teniendo en cuenta sus sobresalientes cualidades, el prior resolvió
dedicarle a la predicación, instándole antes a imponerse en el estudio
de la teología. Noches enteras pasaba quemándose las cejas sobre la
ciencia sagrada, así como sobre los libros santos, en cuya interpretación
rayó a gran altura, al paso que esmerábase en copiar y emular las
virtudes de su eximio fundador y seguir sus huellas, a quien había
adoptado por modelo.
Encentrado
su apostolado y sus misiones, muchos fueron los pueblos y ciudades que se
rindieron a sus arrebatados sermones, saborearon sus sabios consejos y viéronse
envueltos y arrastrados en el halo inefable del rigor anacorético de sus
austeridades. Pasaba por ser un fraile docto y prudente, celoso por los
enfermos y pecadores, y tenía la santa costumbre de exhortar a sus huéspedes,
obteniendo por este medio clamorosas conversiones. Pero, ¿qué era esto
para un corazón como el suyo que no le cabía en el pecho? Castilla, por
ende, comenzó a hacérsele pequeña y su mirada de lince, así como su
vehemencia, se fijaron en Andalucía.
Corría
por entonces el primer tercio del siglo XIII, en plena reconquista del
solar hispano contra el poder de la media luna. Todos los españoles tenían
puestos sus ojos en la homérica cruzada. Alfonso VIII había rebasado la
divisoria de Sierra Morena, con lo que quedaba abierto el camino para las
grandes conquistas del valle del Guadalquivir. San Fernando es ya rey de
Castilla y León, capitán invicto de los cristianos. La epopeya era de
suyo ardua, secular y sobrehumana, con España dividida en Estados
rivales, con incesantes y voraces levas de bárbaros que vomitaba el
desierto contra la Península, con ejércitos heterogéneos y hechos de
aluvión, y con los vicios y estragos propios de una campaña que se
eternizaba. Sobre este volcán siempre en erupción luchaba el rey santo,
del cual se ha dicho que no fue guerrero, ni caudillo, ni táctico, mas
salta a la vista que, si bien nunca planteó una batalla formal, su
sistema de algaras o correrías anuales, que los españoles habían
aprendido de los árabes, dio el mejor resultado. Era una maniobra metódica,
plan estratégico de razzias
temporales, que consistía en agostar mieses, talar bosques, desarraigar
viñedos, estragar la tierra, asolar olivares, torcer el curso de los ríos.
Vida de aventura, de guerrillas, de bohemia, de exterminio feroz, y en
esta atmósfera de vandalismo por ambos lados, implacable, cruel y brutal,
fray Telmo, ardiendo en celo religioso, se propuso atender a la regeneración
espiritual de nuestros soldados.
Los
frutos de esta trabajosa e ingrata sementera del gran dominico no se
hicieron esperar. Cuándo enseñaba la doctrina cristiana en el
campamento, cuándo fustigaba duramente el desenfreno de los libertinos;
ahora oía pacientemente confesiones, ahora predicaba y arengaba a las
tropas; un día procuraba templar la rudeza y salvajismo de les
combatientes, otro día, con hábiles toques y admoniciones, prevenía e
intimaba a cuantos acercábanse a él para pedírselos. El fervoroso rey,
cuya alma era tan de Dios y veía con agrado la ingente cosecha espiritual
llevada a cabo en sus ejércitos, tanto con los caballeros como con las
mesnadas, pronto cayó en la cuenta de que fray Telmo era su mejor capitán,
porque de la virtud al honor y de los dos al heroísmo no hay más que un
paso.
Un
suceso estúpidamente lamentable y apestoso vino en aquel entonces a
turbar esta ubérrima labor y no sólo estuvo a punto de dar al traste con
el optimismo, fortaleza y buen nombre del misionero, sino que, en
realidad, sirvió para dar el espaldarazo a su santidad y fue el primer
eslabón de la cadena de oro de su exuberante taumaturgia.
No
sabemos a punto fijo ni la fecha exacta ni la localidad donde ocurrió,
mas hace al caso que unos cuantos descontentos, de los conspicuos de la
milicia, cuya lubricidad y escándalo habían sido flagelados con valentía
y puestos al descubierto por el indomable religioso, no toleraban su
presencia ante ellos y dieron en la flor de zaherir, badajear y hacer
ascos de él. Su humildad, murmuraban, era torpe máscara; su fervor,
hipocresía; su candor, pura ficción so capa de salaz lascivia. No
faltaron, gracias a Dios, quienes salieran por su inocencia, pero con este
motivo se armó tal polémica y zipizape que una mujer, cortesana de
oficio, quiso sacar partido del embrollo, ofreciéndose a sus cómplices
por dinero para tentar y hacer sucumbir a aquel "santo de
papel". No monta una paja escenificar el episodio. La ariscada y diabólica
damisela tuvo la avilantez de tentarle. Era buena moza y lo hizo sacando a
relucir melindres y lágrimas, de un modo apasionado, hechicero, febril,
pero él fue dueño de sí mismo y el cielo le inspiró encender una gran
fogata y se arrojó en las llamas. La pecadora quedó petrificada, como si
la atravesara un rayo del cielo; el religioso, incólume y radiante de
fulgor sobrenatural; los maquinadores, que estaban al acecho,
estupefactos. Todos confesaron su crimen, arrepentidos, y la virtud de
fray Telmo de esta hecha va a parecerse más al oro purificado en el
crisol.
A
seguida de este triste episodio abandona Andalucía y de allí a poco le
vemos en Galicia. ¿Desazonado y molesto quizá? ¿Acaso por la atracción
que desde niño ejercía sobre él el camino francés? ¿Aposta y en
virtud de un plan preconcebido de sus superiores? Bien pudiera ser que por
las tres razones. Los dominicos no tenían en Galicia más conventos que
el de Santiago, centro de irradiación admirable, así en el orden
religioso como en el civil, mayormente desde los tiempos de Gelmírez,
para un apostolado brillante y de altura y propagativo. A él es destinado
fray Telmo, llevando consigo a fray Pedro de las Mariñas, de Betanzos, sólo
que en el camino se deja ver y misiona por donde pasa, y de aquí proviene
tal vez que más de una ciudad, pongo por caso Astorga, haya reivindicado
la gloria de su cuna.
Sin
embargo, su centro evangelizador en esta época no parece haber sido
Santiago, sino Lugo, cultivando extensa zona, muy populosa, hasta Puente
Sampayo. Primeramente constituyóse en maestro de sacerdotes y luego se
prodigó con toda la grey. Es una táctica muy española, dígalo el
Maestro Avila, de apóstol a lo grande. Si no tenemos luz en el candelero
ni hay sal, ¿cómo no va a ser insípido el mundo y cómo evitaremos
andar a oscuras y a repelones? La honda transformación operada en toda
aquella comarca, la difusión del rezo del rosario, los primeros contactos
con pescadores y marineros, un clima blando y tibio de beneficencia y
amparo al desvalido, hasta multiplicársele milagrosamente las viandas que
podía proporcionarse, nuevos triunfos de su castidad, renovándose el
milagro del fuego, datan de esta primera etapa. En Portugal, en el
convento de Amarante, residió dos años como maestro de novicios, y de
esa escuela salió un santo: Gonzalo de Amarante.
De
nuevo, sin que sea posible precisar la fecha, fray Telmo se halla presente
en Andalucía y toma parte en la marcha sobre Córdoba, que fue ganada en
1236. En tal coyuntura figura como director espiritual del ejército y
confesor del rey. Una tabla magnífica que se conserva en la catedral de Túy
representa la tienda de campaña de San Fernando. Dentro, de rodillas, está
el monarca, y, sentado, San Pedro González Telmo. ¿Por qué no prolongó
su función de "capellán castrense" y rehusó acompañar al rey
santo en la corte, como confesor y consejero, mientras preparaba el asalto
a Sevilla? Noble de alcurnia, es cierto; con grande influencia y
valimiento en las clases rectoras de Castilla, de finas maneras y
placentera presencia, con sólida fama de santidad, fray Telmo, empero, no
era palaciego, y su alma de apóstol, enamorada del pueblo sencillo,
imbele y abandonado, le hace volver a Galicia, de donde ya no volverá a
salir más.
En
esta segunda fase de su estancia en Galicia, que apenas duró cuatro años,
Túy es su Cafarnaúm. Alójase donde puede, renovando la táctica
antigua, que tan buenos resultados le diera, y perfecciona y completa
personales experiencias. Causa asombro su prodigiosa actividad en tan
corto período de tiempo: docencia y cura de almas, y, en particular,
padre, maestro y juez de conciencia; acción sobre las personas y sobre
las organizaciones y fuerzas sociales; precursor de los gremios y cofradías
de mareantes.
El
siglo XIII en que estamos significa en la historia universal más de lo
que algunos creen. Tiene un ideal armonioso, a despecho de su pedantería
y barbarie, y cuenta los santos a montones, algunos de ellos de ejemplares
méritos. La predicación hácese independiente de la patrística, más
popular, nerviosa y práctica; auméntanse las riquezas y se desarrolla el
comercio; despiértase el espíritu asociativo, incluso para construir
puentes y caminos; abunda lo bueno y edificante, como que, sin bordar de
realce, ningún otro siglo ha hecho tanto por los pobres como él, así en
la beneficencia pública como en la privada. No obstante, la avaricia y la
miseria andan a toca ropa, y, sin haberse despeñado todavía en el
escepticismo, al lado de la virtud verbenea la inmoralidad. Conviene
paremos mientes en que, si bien es cierto que quedaban pocos siervos de la
gleba, pululan los collazos, behetrías, iuniores de heredad y los
villanos o pecheros. La vida de todos éstos era difícil. Y San Telmo no
fue anacrónico ni retrógrado, sino coetáneo de su tiempo, anduvo al
paso de su época y sólo se propuso salvar a los hombres de su generación.
Como
orador, hubo de predicar con frecuencia al aire libre, porque las iglesias
eran harto mezquinas para contener a las muchedumbres; como obras sociales
suyas, cuéntanse el puente de Castrelos de Ribadavia y el de la Ramallosa
en el valle Míñor de las cercanías de Vigo, como sacerdote, era el
padre de los pobres, el amigo, fiscal y consejero de los grandes, y espejo
impoluto de edificación en todas partes, estampa viva de férvida oración,
de espíritu de sacrificio, de inflamado celo.
Con
todo eso, un problema acuciante, grave y pavoroso, que era a la vez
industrial, comercial y sociológico, sobre ser moral, había planteado en
este rincón del noroeste gallego: el marinero. Tanto la pesca como el
transporte marítimo ocupaban a una numerosa población y estaban
reclamando a voces al osado y vidente que los encauzara, a fin de hacer más
llevadera la vida en la costa atlántica. Y San Telmo, sin que fuese obstáculo
para ello el haber venido al mundo en tierras de pan llevar, se dio cuenta
de la tragedia, puso mano en la obra de la formación individual del
marinero y hasta ensayó la teoría e institución de los gremios, los
cuales habían de encarnar y crecer como la espuma después de su muerte.
Ante todo y sobre todo pues, fue el apóstol y paladín de los hombres de
mar, así como, reconocidos, fueron también éstos quienes más de corazón
se dieron a él y luego hicieron de cantores y panegíristas suyos.
Por
supuesto, en una obra de este temple no podían faltar los milagros. Dios
los prodiga a veces a granel para poner de manifiesto su presencia en el
mundo y para que los santos los puedan exhibir como credenciales de su
mandato. Se pierde la cuenta de los que esmaltan la vida de fray Telmo. Es
de advertir que en la catedral de Túy se conserva el original del proceso
de su beatificación, a tenor del cual la mayor parte de ellos son
rigurosamente teológicos, Mostró su poder sobre los elementos de la
naturaleza y más de una vez se le vio atravesar el Miño a pie. Penetraba
en los corazones, y los pescadores le interpelaban en medio de las
borrascas, braveza y galernas de las procelosas aguas. Un día, dirigiéndose
a Bayona, tuvo la revelación de la muerte de un sacerdote, amigo suyo a
quien iba a visitar, en el camino, y, como sus compañeros de viaje
desfallecieran de hambre, al remover una piedra que él les señaló
descubrieron dos panes de nítida blancura. Otra vez, en la Ramallosa,
como quiera que estaba edíficándose la fábrica del puente, del que más
arriba hemos hecho mención, el inmenso gentío que le rodeaba, embobado
por sus sermones, comenzó a huir despavorido ante la horrísona tempestad
que habíase desatado y él, alzando sus manos hacía las nubes, las
dividió en dos partes, y, a pesar de caer un verdadero diluvio sobre la
tierra, sus oyentes no se mojaron poco ni mucho.
Finalmente,
a continuación de esta obra sorprendente y ciclópea, que legaba a sus
queridos hijos de aquella comarca y en especial a los marineros, pero que
para él no valía gran cosa, porque siempre es un grano de anís lo que
hacemos por la gloria de Dios y la salvación de las almas, el Domingo de
Ramos de 1240, en el curso de unas lecciones que había iniciado la semana
anterior, San Telmo se despidió de la ciudad de Túy, tras revelar la
hora de su muerte, dejando consternado al auditorio, y se dispuso a
ingresar en el convento de Santiago, donde deseaba acabar sus días.
Ya
la fiebre minaba y atenazaba su débil y macilento cuerpo, gastado por la
ascesis de tantos años. Pero, terne en su propósito, hatea, y, al llegar
a la aldea de Santa Columba de Ribadelouro, a seis kilómetros de Túy, a
par del puente que después se llamará "de Febres" por este
incidente, el Señor le da a entender que regrese a la ciudad, y
cabalmente para morir en ella, Allí durmióse entre los hombres y despertó
entre los ángeles, como había vivido: santo de todo en todo y al pie de
la letra, el 14 de abril, siendo prelado de la diócesis en aquellos días
el preclaro don Lucas de Túy, autor del célebre Chronicon
mundi. Por todo capital dejó a su patrón la correa y el báculo,
reliquias que se guardan en la catedral, y, ¡soberanos designios de
Dios!, un gran vacío que no se hizo esperar: naufragios, penas, mengua y
penuria por doquier, desbarajuste, agostamiento de la vida cristiana y
relajación de costumbres, que tanta parte habían de tener en su póstuma
glorificación.
Que
sus honras fúnebres estuvieron concurridísimas y solemnes sobremanera,
es de clavo pasado. Ofició en ellas el obispo don Lucas, el cual mandó
levantar en la misma catedral un mausoleo, convertido muy pronto en centro
de atracción por los portentos que allí se multiplicaban a diario. A
doscientos ocho ascienden los comprendidos en una información judicial
mandada abrir por aquel prelado. Por ejemplo, vióse manar muchas veces un
aceite milagroso de suave fragancia, talismán contra diversas
enfermedades. De la catedral, donde aún se conserva y venera el cráneo,
los restos mortales fueron trasladados al oratorio de los obispos y, en
1579, a la suntuosa capilla que se les dedicó en la iglesia de las
Franciscanas. Más tarde, en 1741, Benedicto XIV, comprobada su santidad y
abundancia de milagros, instituyó su fiesta, que se extendió a Palencia
y Túy en un principio y después a toda España.
Nuestra
nación, y especialmente Galicia, tiene con San Telmo una deuda de
gratitud y sería injusto no pagarla de prisa y corriendo y en buena ley,
porque ha sido una gloria nacional, inmarcesible y señera. No pasa lo
mismo con los navegantes e hijos del agua, que siempre le han ofrendado
espléndido y devoto culto. Su nombre es familiar en Lisboa, Oporto,
Ancora, en toda la zona miñota de Portugal. Igual cabe decir de todo el
litoral cantábrico, de la costa catalana y hasta de la lejana América.
De un modo particular Pontevedra y Sevilla, en sus escuelas de marinos,
fomentaron esta tradición. "San Telmo, ¡sálvanos!", sigue
siendo todavía el grito angustioso del pescador cuando el peligro acosa.
Y no olvidan que, en una sazón, como un grumete, zarandeado por el viento
en la gavia alta de su nave, volteara sobre el inmenso piélago, San
Telmo, flotante sobre las olas con su hábito blanco de dominico, le
repuso a bordo. Y con esa fe sencilla y a un tiempo robusta, con un si es
no es de vastedad cósmica, a las forescencias producidas por la
electricidad en los momentos culminantes de la tormenta, que se columbran
en las puntas de los mástiles, le dan el nombre de fuego de San Telmo.
SANTIAGO
FERNÁNDEZ SÁNCHEZ