Felipe de Jesús
Primer Santo Mexicano
Fuente: Catholic.net |
Autor: Tere Vallés |
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Un poco de historia
De padres españoles, nació Felipe de las Casas Martínez en la Ciudad de México
en 1572. Fue el mayor de once hermanos, de los que tres siguieron la vida
religiosa. Su padre estaba emparentado con otro notable monje y evangelizador de
América, Fray Bartolomé de las Casas. Felipe era travieso e inquieto de niño.
Estudió gramática en el colegio de San Pedro y San Pablo de la ciudad de México,
dirigido por los jesuitas. Mostró interés por la artesanía de la plata. Por eso,
cuando Felipe fue beatificado el gremio de los plateros lo nombró su patrón.
A los 21 años se encontraba en las Islas Filipinas, a donde había ido en busca
de aventura. Las personas que viajaban a ese lugar, en aquellos tiempos, no lo
hacían generalmente por motivos piadosos. Ni tampoco predominaba lo espiritual
en el ambiente de Manila, ciudad conquistada apenas en 1571. En ésta lo común
era ver gente ocupada con planes de conquista militar y haciendo planes para el
comercio. Ahí decidió Felipe ingresar a la orden de los Franciscanos y escogió
el nombre Felipe de Jesús. Entró al convento de Santa María de los Ángeles de
Manila. Un año más tarde, Jesús hizo su profesión religiosa. Cuando tres años
después se acercaba el tiempo de su ordenación, el 12 de julio de 1596, partió
rumbo a México en barco. En Filipinas no se podía ordenar porque no había un
obispo. El viaje de Filipinas a América era una aventura peligrosa y el viaje
podía durar hasta siete u ocho meses. La travesía del barco en el que iba Felipe
estuvo a punto de ser desastrosa. Durante un mes la nave estuvo a la deriva,
arrojada por las tempestades de un lado a otro hasta que, destrozada y sin
gobierno, fue a dar a las costas del Japón.
En Japón, no les tenían confianza a los misioneros. Cuando ellos llegaron ahí no
sabían qué les iba a pasar y así pasaron varios meses. Fray Felipe de Jesús se
refugió en Meaco, donde los franciscanos tenían escuela y hospital. El 30 de
diciembre todos los frailes fueron hechos prisioneros junto con un grupo de
cristianos japoneses. Comenzó el martirio. El día 3 de enero les cortaron a
todos la oreja izquierda. Luego emprendieron una marcha en pleno invierno, por
un mes, de Tokyo a Nagasaki.
El 5 de febrero, 26 cristianos fueron colgados de cruces sobre una colina en las
afueras de Nagasaki. Los fijaron a las cruces con argollas de hierro en el
cuello, en las manos y en las piernas. Los atravesaron con lanzas. El primero
fue Felipe de Jesús. Murió repitiendo el nombre de Jesús. Las argollas que
debían sostenerle las piernas estaban mal puestas, por lo que el cuerpo resbaló
y la argolla que le sujetaba el cuello comenzó a ahogarlo. Le dieron dos
lanzadas en el pecho que le abrieron las puertas de la Gloria de Dios.
Fue beatificado, junto con sus compañeros, el 14 de septiembre de 1627 y
canonizado el 8 de julio de 1862.
Estos mártires son frecuentemente recordados por el Papa dando a saber que su
sangre no fue derramada en balde. Llegaron al cielo.
Este día nos podemos acercar a la Eucaristía para pedirle a Jesús nos ayude a
realizar la vocación que tenemos en la vida.
Recuerda que el testimonio de los santos confirma el amor a Dios (CEC 313). El
testimonio de estas personas nos puede ayudar a crecer en nuestra vida
espiritual, en nuestra vida de fe.
Algo que no debes olvidar
San Felipe de Jesús fue el protomártir mexicano.
Fue un religioso de la orden de los franciscanos en Manila.
Al venir a ordenarse a México, naufragó su barco y llegó a Japón donde lo
mataron.
Murió repitiendo el nombre de “Jesús”.
Oración
Virgen María, ayúdame a ser fiel a mi vocación, en mi estado de vida.
Hoy también se festeja a
Santa Agueda, patrona de las enfermeras y a
Antonio de Atenas, esclavo.
San Felipe de Jesús
fue el primer santo de México
Nuestra Fe Católica
Publicado: Febrero 01, 2006, http://www.arkansas-catholic.org/
Imagen San Felipe de Jesús de la parroquia de la Purisima Concepcion,
Hercules Queretaro Mexico
Por Padre Salvador Márquez-Muñoz
Los mártires nos pueden dar valor para dar testimonio de nuestra fe Católica.
Ellos saben que "todo el poder en el cielo y en la tierra" se la ha dado a
Jesucristo, y su respuesta de fe en Jesús les asegura de que Él estará con ellos
"siempre hasta el final de los tiempos."
Felipe de las Casas nació en la ciudad de México en el año de 1572, fue hijo de
inmigrantes españoles que eran muy pobres y llegaron a buscar fortuna en tierras
lejanas. De pequeño fue un niño muy inquieto y travieso, poniendo en aprietos
tanto a sus padres como familiares cercanos, quienes a veces no veían con buenos
ojos las travesuras del santo. "¡Dios te haga un santo!" le decía su madre
después de alguna travesura, a lo que su nana negra respondía diciendo que era
más fácil que la higuera seca que se encontraba en el patio de la casa volviera
a florecer a que Felipillo se hiciera santo.
En una ocasión sus padres lograron que él entrara al convento de los Hermanos
Franciscanos, pero no resistió y se fugó regresando a casa para continuar en las
andadas. Trato de ayudar a su padre en el taller de platería pero como el dinero
no rendía, decidió su padre enviarlo a las Filipinas a buscar fortuna
dedicándose a la importación y exportación de mercancías.
Al arribar a las Filipinas, la ciudad de Manila lo deslumbró con sus muchas
atracciones entregándose a todas ellas sin medida. Después de un tiempo, comenzó
nuevamente a sentir un gran vacío en su vida. Felipe, como muchos, buscaba
escaparse del amor de Dios entregándose a todo tipo de placeres que el mundo
ofrece, pero la herida profunda del mismo amor divino le ayudó a rendirse.
Encontrando nuevamente el valor por medio de la oración, Felipe respondió al
llamado escuchando esa voz interior y gentil de Jesús, "si quieres seguirme,
niégate a ti mismo, toma tu cruz y sígueme."
Desde ese momento, Felipe tomó la firme decisión de seguir a Jesús y de vivir
sólo para Dios. Solicitó ser admitido en el convento de los Franciscanos ubicado
en la misma ciudad de Manila. Posteriormente profesó haciendo sus votos como
religioso y tomando el nombre de Felipe de Jesús.
Entre sus actividades se encontraba la de atender a los enfermos y moribundos.
Dos años más tarde, sus superiores decidieron enviarlo a México a culminar sus
estudios y fuera ordenado sacerdote. El barco en que viajaba se vio golpeado por
tres tifones, encañando así en las costas del Japón. En medio de la tormenta
Felipe pudo observar una gran señal sobre ese país, una especie de cruz blanca,
símbolo de su pronta victoria. El mayor sueño de Felipe era la de convertirse en
misionero en ese país. Inmediatamente se dio a la tarea de buscar el convento de
los Franciscanos. El emperador del Japón había autorizado días antes la
persecución en contra de la fe Católica, e interesado en la mercancía que
llevaba el barco, acusaron a los frailes y sacerdotes de ser cómplices del Rey
de España, quien según ellos, deseaba extender su reino hasta esas tierras.
La mañana del 8 de diciembre de 1596, guardias japoneses rodearon la casa de los
Franciscanos. Después de unas semanas de arresto domiciliario, Felipe, dos
sacerdotes franciscanos y dos hermanos de votos, junto con doce japoneses que
abrazaron la fe católica, fueron condenados a muerte. Desde ese día, Felipe pudo
hacer suyas esas palabras célebres de San Pablo, "Estoy crucificado con Cristo,
y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí." Cuando Felipe escuchó que
iban a morir aceptó con gozo.
Al día siguiente un sacerdote franciscano más y tres japoneses seglares de otra
casa franciscana, junto con tres japoneses de una casa de los padres Jesuitas
(Pablo Miki), se unieron al grupo en la prisión. Fueron todos ellos conducidos a
la plaza pública enfrente del templo y como escarmiento de todos les cortaron el
oído izquierdo. Felipe ofreció de esa manera los primeros frutos de su sangre
por Dios y la salvación del pueblo japonés. El capitán del barco trató de apelar
a favor de Felipe ante el emperador diciendo que este era uno de los náufragos
del barco con dirección a México, pero la respuesta de Felipe fue la siguiente,
"Ni Dios lo permita que yo salga libre mientras mis hermanos se encuentran en
prisión. Mi suerte será la misma que la de ellos."
Conducidos por las calles de las principales ciudades del imperio y acompañados
por un hombre que gritaba a voz abierta sus crímenes, comenzó para ellos treinta
días de calvario en pleno invierno. Su destino, Nagasaki, donde serían
crucificados.
Dos cristianos conversos más se unieron a los condenados sumando así un total de
veintiséis. El 5 de febrero de 1597 arribaron a su destino en las costas de esta
ciudad. Felipe al ver la cruz que le esperaba corrió hacia ella abrazándola con
gusto. En lugar de clavarlos a la cruz, la costumbre entre los japoneses era la
de sujetarlos con argollas de hierro en los tobillos, muñecas y cuello.
Sólo un pequeño trozo de madera servía para sostenerse en pie sobre la cruz. En
el caso de Felipe, este peldaño había sido colocado muy abajo, lo que causó que
al alzar la cruz en la que se encontraba comenzara a asfixiarse. Con mucho
esfuerzo Felipe se alzó de puntitas para pronunciar sus últimas palabras,
"Jesús, Jesús, Jesús."
Los guardias, al ver que Felipe se asfixiaba, decidieron rematarlo al momento.
Lo traspasaron con dos lanzas, una por cada costado, quedando así su cuerpo
suspendido de la cruz.
Temiendo que el peso del cuerpo pudiera desclavar las argollas, decidieron
traspasarlo una vez más con una lanza sobre su pecho inerte. Felipe tenía tan
sólo veinticinco años de edad. Sus demás compañeros fueron ejecutados uno a uno.
Ese mismo día la higuera seca de su casa reverdeció, y treinta y dos años más
tarde su propia madre tuvo el privilegio de celebrar la beatificación de su
amado Felipe.
San Felipe de Jesús fue canonizado el 8 de junio de 1862, convirtiéndose así en
el primer santo mexicano.
Padre Salvador Márquez-Muñoz escribe desde De Queen.
Lucas 9, 23-26
Fiesta de San Felipe de Jesús
Decía a todos: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo,
tome su cruz cada día, y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá;
pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará. Pues, ¿de qué le sirve al
hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina? Porque
quien se avergüence de mí y de mis palabras, de ése se avergonzará el Hijo del
hombre, cuando venga en su gloria, en la de su Padre y en la de los santos
ángeles.
Reflexión
¿Quién puede soportar estas palabras? ¿Seremos capaces realmente de seguir esta
doctrina que se nos presenta hoy? ¿Podremos vivir el significado cristiano de la
palabra abnegación?
Son algunas preguntas que se me presentan al leer este pasaje. Cristo es claro:
seguirle significa dolor, sufrimiento y abnegación. Sí, significa todo esto más
la salvación eterna. Pero ¿qué quiere decir eso de salvación eterna? Muy fácil,
es la plenitud de la propia felicidad, es el cielo, vivido con Jesús y María, y
todas las demás potestades.
Ya los antiguos, tenían la certeza que existía un mundo después de esta vida,
por eso no tiene que extrañarnos que Jesucristo nos quiera dar como premio la
vida eterna.
Con una motivación tan fuerte, el sacrificio propio queda transformado como un
medio para llegar a tener la felicidad que anhelamos. Ofrezcamos los pequeños
sacrificios de nuestra vida diaria, para que Dios los convierta en gracias de
salvación.
San Felipe de Jesús fue el protomártir mexicano. Fue un religioso de la orden de
los franciscanos en Manila. Al venir a ordenarse a México, naufragó su barco y
llegó a Japón donde lo mataron. Fue beatificado, junto con sus compañeros, el 14
de septiembre de 1627 y canonizado el 8 de julio de 1862.
Estos mártires son frecuentemente recordados por el Papa dando a saber que su
sangre no fue derramada en balde. Llegaron al cielo.
Este día nos podemos acercar a la Eucaristía para pedirle a Jesús nos ayude a
realizar la vocación que tenemos en la vida.
Recuerda que el testimonio de los santos confirma el amor a Dios (CEC 313). El
testimonio de estas personas nos puede ayudar a crecer en nuestra vida
espiritual, en nuestra vida de fe.
EN MÉXICO: SAB. 3, 1-9; SAL 123; LC 9, 23-26
Sab. 3, 1-9. Los insensatos piensan que la vida del
hombre termina cuando éste muere; por eso, dicen, hay que disfrutar de todo
mientras nos dure esta vida, y no importa que, por ser felices, tengamos que
hacer sufrir a otros; después pereceremos como los animales. Pero las almas de
los justos están en manos de Dios; Él los librará de la muerte eterna y los
llevará consigo para siempre. Este anuncio llega a su pleno cumplimiento en
Cristo, quien venciendo el pecado y la muerte, ahora vive inmortal y glorioso a
la diestra del Padre. Desde Cristo la vida del hombre cobra un nuevo camino de
esperanza, pues el Señor ha resucitado como primicia de los muertos; quienes
creemos en Él sabemos que la muerte no tiene la última palabra, sino la vida.
Por eso, quienes tienen la gracia de dar el testimonio supremo de su Sangre por
Cristo y su Evangelio, vivirán eternamente junto a Aquel que les llamó para que
fueran tras sus huellas con todo el compromiso, alegre y valiente, que se espera
de toda la Iglesia, esposa del Cordero inmaculado. Ojalá y Dios nos concediera
ser testigos como lo han sido los mártires; tratemos, al menos, de no dar marcha
atrás, en la vida diaria, en el testimonio de nuestra fe, totalmente
comprometidos en llevar adelante la obra de salvación que el Señor nos confió.
Sal. 123. Nos encaminamos hacia la posesión de los bienes
definitivos. En nuestro camino siempre encontraremos una serie de tentaciones
que quisieran apartarnos de Cristo, único Camino que nos conduce a la unión
plena con Dios. Nuestro enemigo quisiera tragarnos vivos y acabar con nuestra
esperanza de la vida eterna. Pero aún en las más grandes persecuciones, quienes
estamos firmemente afianzados en Cristo, Roca inconmovible de salvación, aún
cuando se desborden sobre nosotros las grandes aguas, no podrán contra nosotros,
pues el Señor nos ha prometido que las puertas del infierno no prevalecerán
sobre su Iglesia. Pongamos toda nuestra fe, nuestra confianza y nuestro amor en
Dios; dejemos que su Espíritu nos guíe hacia la salvación eterna y que nos
fortalezca para que permanezcamos firmemente afianzados en el Señor.
Lc. 9, 23-26. El Mesías, confesado por Pedro, debe
sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los
escribas, entregar su vida y resucitar al tercer día. Creer en el Mesías no es
sólo confesarlo con los labios; hay que morir a uno mismo poniendo toda la vida
y la confianza en Cristo sin fronteras, sin limitaciones. Tomar nuestra cruz de
cada día e ir tras las huellas de Cristo significa poner en él nuestra fe y
dejarnos transformar por el Espíritu Santo para que seamos para los demás un
signo claro y creíble de su amor, de su misericordia, de su bondad, de su
solidaridad con los pobres, con los que sufren y con los pecadores. Quien se
encierre en una vida de fe personalista y sin trascendencia habrá perdido la
oportunidad de estar eternamente con Dios. Al final el Señor sólo resucitará lo
que hayamos entregado, en amor, por los demás, pues sólo el amor es digno de
crédito. Por eso aquellos que Dios ha hecho santos, sus signos entre nosotros,
son los que han amado a Dios y al prójimo hasta sus últimas consecuencias. Ojalá
y tengamos el honor de ser contados entre ellos.
La cruz es el signo del gran amor que Dios nos ha manifestado por medio de su
Hijo, clavado en ella para el perdón de nuestros pecados. Si nosotros somos
sinceros en nuestro amor a Dios y al prójimo, debemos escuchar y poner fielmente
en práctica el requerimiento de Jesús de tomar nuestra cruz de cada día y
seguirlo. La Eucaristía no nos pone como espectadores ante el amor de Dios, sino
como quienes celebran este Misterio de Salvación. Junto con Cristo entregamos
nuestro cuerpo y derramamos nuestra sangre en favor de la salvación de todos. Y
esto, no porque pensemos que la pasión y muerte de Cristo no bastó para nuestra
salvación, sino porque creemos que el Crucificado no sólo asumió nuestros
pecados para redimirnos, sino que asumió el dolor, la entrega y la generosidad
de todos los que entregan, en amor, su vida por los demás y junto con su
Sacrificio, la ofreció al Padre Dios como ofrenda de suave aroma. Este
compromiso de amor hasta el extremo es lo que celebramos en este Memorial de la
Pascua de Cristo, y es lo que asumimos como deber nuestro emanado de nuestra fe
en Dios y de nuestra obligación con el hombre, a quien hemos sido enviados como
signos de Cristo Salvador.
San Felipe de Jesús tuvo la oportunidad de escapar del martirio en razón de ser
un náufrago; sin embargo no rehuyó a la oportunidad que se le presentaba de dar
testimonio de su fe hasta el extremo. A pesar de que su juventud fue demasiado
azarosa, Dios lo llamó para que fuese contado entre sus santos. En el Evangelio
encontramos ejemplos de muchas personas que, incluso teniendo muchos demonios en
su interior, fueron liberadas de ellos y ahora son venerados como santos y
puestos como ejemplos del camino que ha de seguir quien en verdad quiera vivir
la propia conversión, que procede del Espíritu que nos llama y que quiere
llevarnos al encuentro con Dios como Padre. Nunca es tarde para tomar nuestra
cruz de cada día e ir tras de Jesús. Dios jamás rechazará a quienes vuelvan a Él
con un corazón arrepentido y dispuestos en todo a hacer su Santísima Voluntad.
Dios podrá hacer que, incluso, el más grande de los pecadores, llegue a ser el
más grande de los santos, pues para Dios nada hay imposible.
Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra
Madre, que nos conceda la gracia de tener la apertura suficiente a las
inspiraciones del Espíritu Santo en nosotros, de tal forma que demos un
testimonio valiente y firme de nuestra fe en la vida diaria, colaborando así
para que muchos más puedan encontrarse con el Señor y comprometerse con el
anuncio de su Evangelio hasta sus últimas consecuencias. Amén.
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