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El cristiano en el mundo

 

«Si la aventura del progreso, tal como hasta el día la hemos entendido, ha de traducirse inexorablemente en un aumento de la violencia y la incomunicación; de la autocracia y la desconfianza; de la injusticia y la prostitución de la naturaleza; del sentimiento competitivo y del refinamiento de la tortura; de la explotación del hombre por el hombre y la exaltación del dinero, en ese caso, yo, gritaría ahora mismo, con el protagonista de una conocida canción americana: «¡Que paren la Tierra, quiero apearme!» Así terminaba Delibes su discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua.

En el novelista vallisoletano era una afirmación retórica, pero hubo cristianos que eligieron en serio la fuga mundi. Otros, en cambio, se encontraron tan a gusto en el mundo que se instalaron en él de forma totalmente acrítica.

Entre los que eligieron apearse estaban los teólogos, que hasta hace unos años apenas se interesaron por las realidades terrenas. Como ejemplo de lo que decimos basta asomarse al famoso «Dictionnaire de Théologie Catholique», una enorme obra de 15 volúmenes y 41.338 columnas redactado entre 1930 y 1950: En profession todo lo que encontramos es un artículo sobre la «profesión de fe». En métier (oficio), nada. En travail (trabajo), nada. En profane, nada. En famille, nada. En paternité, nada. En maternité, nada. En femme (mujer), nada. En amour, un tercio de columna referido al amor de Dios. Amitié (amistad), nada. Vie (vida), un artículo sobre la «vida eterna». Corps (cuerpo), un artículo sobre los «cuerpos gloriosos» (!). Sexe, nada. Plaisir (placer), nada. Joie (alegría), nada. Souffrance (sufrimiento), nada. Maladie (enfermedad), un artículo que comienza con estas palabras: «Bajo este título agrupamos diversos casos de exención de la ley que supone para los enfermos su mal estado de salud» (!). Economie, nada. Politique, nada. Pouvoir (poder), un largo artículo de 103 columnas sobre «el poder del Papa en el orden temporal» (!). Technique, nada. Science (ciencia), un largo artículo dividido en cuatro puntos: «ciencia sagrada», «ciencia de Dios», «ciencia de los ángeles y de las almas separadas» y «ciencia de Cristo»; pero de lo que todo el mundo llama ciencia, nada. Histoire, nada. Terre, nada. Monde, nada... Sin embargo, ese montón de lagunas no impidió que su director, E. Mangenot, escribiera en el prólogo que «abarca, dentro de un plan uniforme y bajo sus diferentes aspectos, todas las cuestiones que interesan al teólogo».

Afortunadamente, en las últimas décadas la Iglesia ha hecho un gran esfuerzo por llenar ese vacío; y, de hecho, es posible que el fruto más logrado del Concilio Vaticano II sea precisamente la Gaudium et Spes, Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el Mundo Actual.

En este capítulo vamos a reflexionar sobre la actitud del cristiano ante el mundo.

La historia tiene una meta

Para el pensamiento griego -igual que ocurre en el hinduismo, en el budismo, en el jainismo indio, entre los mayas, etc.- la representación simbólica del tiempo es el círculo. Aristóteles afirma que el universo es como una serpiente enroscada sobre sí misma; su movimiento es circular y eterno, pero siempre está en el mismo sitio2. Consecuencia: Que el momento en que él escribe es a la vez posterior y anterior a la guerra de Troya: posterior a la guerra de Troya de que habla Homero, anterior a la que volverá a acontecer cuando comience un nuevo ciclo del mundo3.

Naturalmente, así no cabe esperar que ninguna liberación tenga lugar en la historia: Todas las miserias acaban volviendo. «Si la historia de la humanidad ha de repetirse, es inevitable la melancolía, porque en la hora de nuestra felicidad será desdichada nuestra esperanza»4.

La sumisión del hombre al tiempo será vivida necesariamente como una maldición:

«Suponiendo que un día, o una noche, un demonio te siguiera a tu soledad última y te dijera: «Esta vida, tal como la has vivido y la estás viviendo, la tendrás que vivir otra vez otras infinitas veces; y no habrá en ella nada nuevo, sino que cada dolor y cada placer y cada pensamiento y suspiro y todo lo indeciblemente pequeño y grande de tu vida te llegará de nuevo, y todo en el mismo orden de sucesión, también esta araña y este claro de luna por entre los árboles, y este instante, y yo mismo. El eterno reloj de arena de la existencia es dado vuelta una y otra vez, ¡y a la par suya tú, polvito del polvo!»; suponiendo que así te hablara un demonio, ¿te arrojarías al suelo rechinando los dientes y maldiciendo al demonio que así te habló? ... ».

Lógicamente, en el esquema del tiempo circular la salvación se imaginará corno un lograr escaparse de ese ciclo eterno; como liberación del tiempo y de la historia. Resulta evidente que así sólo será susceptible de salvación el hombre que logre evadirse de la historia, pero nunca la historia misma. Más aún: La liberación ni siquiera será del hombre entero, sino de la única «parte» del hombre que puede marcharse del mundo (el alma, entendida como «espíritu puro» al estilo de Platón).

«Evasión», «huida», éstas son las palabras que emplea Platón para designar el ideal del alma que ha descubierto lo poco que vale el mundo6. Y Plotino dice del alma «que se aparta de las cosas de este mundo, que se siente a disgusto con ellas y que huye a solas hacia el Solo»7.

En cambio para el pensamiento bíblico el tiempo tiene una estructura lineal. La historia no está condenada a repetirse indefinidamente a sí misma, porque Dios interviene en ella para liberarla de su monotonía. Primero fue el Éxodo. Después la Encarnación y la Pascua del Hijo de Dios, que se produjo «de una vez para siempre» (hapáx, ephápax: 1 Pe 3, 18; Heb 9, 12). Y la historia, por último, aparece orientada hacia el «Día de Yahveh»8.

Esta concepción de la historia, enteramente original del pensamiento bíblico, se manifestó en un hecho cuya importancia no se ha resaltado suficientemente: Cuando los judíos se instalaron en la Tierra Prometida, en Canaam, encontraron allí el calendario de fiestas que suelen tener todos los pueblos primitivos; es decir, ligado al ritmo cíclico de la siembra-cosecha. Pues bien, los israelitas mantuvieron tales fiestas, pero historizándolas.

El Mazot, fiesta de la recolección de la cebada, se convirtió en la conmemoración de la salida de Egipto, de la Pascua (Ex 23, 15): La primera gavilla recuerda la liberación de la servidumbre y la posesión de la tierra fértil.

La gran fiesta del otoño y de la vendimia pasó a celebrar el tiempo del desierto (Lev 23, 42-43) por la analogía existente entre las tiendas levantadas con follaje en el campo durante la recolección y las tiendas de campaña utilizadas para atravesar el desierto.

Finalmente, el judaísmo tardío relacionó la fiesta de Pentecostés, que originalmente celebraba la recolección del trigo (7 semanas después de la cebada, que ya conmemoraba la Pascua) con la donación de la Ley a Moisés (Ex 19, 1-6), que tuvo lugar unos cincuenta días después de la salida de Egipto.

Una evolución parecida siguieron las fiestas secundarias (Purim, Dedicación y día de Nicanor).

Salta a la vista la trascendencia que tiene una concepción lineal del tiempo: Ya no estamos obligados a imaginar la salvación del individuo como huida de la historia. La salvación podría consistir ahora en empujar la historia hacia delante; y eso ya no sería solamente salvación de los individuos, sino de la historia misma.

¿Es ésta la noción de salvación que tiene la Biblia? En seguida veremos que sí.

El mundo está preñado de reino de Dios

Hay en griego dos palabras distintas para expresar la novedad: néos («nuevo» en el sentido de «otro»: año nuevo, coche nuevo ... ) y kainós («nuevo» en el sentido de «renovado», «cambiado»: Soy un hombre nuevo... ). Pues bien, para hablar de la nueva creación, nueva tierra, etc. el Nuevo Testamento utiliza siempre la palabra kainós (2 Cor 5, 17; Mt 26, 28; Lc 22, 20; 1 Cor 11, 25; 2 Cor 3, 6; Heb 8, 8; 2 Pe 3, 13; Ap 3, 12; 21, 1.2.5; etc.).

La salvación, por tanto, no es esperar «otro» mundo, sino convertir este mundo en «otro». Se trata de ayudar a que poco a poco emerja lo que el mundo va desarrollando en su entrañas y acumulando dentro de sí. San Pablo nos dice que la creación está preñada de Reino de Dios (Rom 8, 22).

El fin del mundo no podemos concebirlo ya como una catástrofe cósmica que destruya todo lo que ahora conocemos. Las descripciones bíblicas que han alimentado semejante fantasía pertenecen a un género literario llamado apocalíptico y que evidentemente no podemos interpretar al pie de la letra. Las narraciones del final de la historia (escatología), igual que pasaba con las del comienzo (protología), no pretenden ser, en modo alguno, un reportaje periodístico de tales sucesos; entre otras cosas porque no hubo testigos del principio ni los hay todavía del final.

La destrucción a la que aluden las imágenes apocalípticas no es, por lo tanto, la destrucción del mundo, sino la destrucción del mal. Porque no debemos ignorar que conforme avanza la historia no se multiplican sólo las realizaciones buenas, sino también las malas. El trigo y la cizaña crecerán juntos e inseparables hasta el final de la historia (cfr. Mt 13, 24-30). Es lógico: Dado que aumenta sin cesar el poder humano, y el hombre conserva su libertad para utilizarlo como quiera, crecerá no sólo el bien, sino también el mal.

No sabemos, pues, cómo ocurrirá el fin del mundo, pero podemos afirmar con San Ireneo que «ni la sustancia ni la esencia de la creación serán aniquiladas; lo que debe pasar es su forma temporal» .

Teilhard de Chardin captó con claridad la importancia que tiene esta idea para fundamentar sólidamente el compromiso del cristiano en el mundo:

«Si yo creyera que estas cosas se marchitan para siempre, ¿les habría dado vida jamás? Cuanto más me analizo, más descubro esta verdad psicológica: que ningún hombre levanta el dedo meñique para la menor obra sin que le mueva la convicción, más o menos oscura, de que está trabajando infinitesimalmente (al menos de modo indirecto) para la edificación de algo Definitivo, es decir, tu misma obra, Dios mío. Esto puede parecer extraño y desmedido a quienes obran sin analizarse hasta el fondo.

Y sin embargo, se trata de una ley fundamental de su acción (... ) En consecuencia, todo cuanto mengua mi fe explícita en el valor celeste de los resultados de mi esfuerzo, degrada irremediablemente, mi poder de obrar.

Señor, haz ver a todos tus fieles cómo en un sentido real y pleno «sus obras les siguen» a tu Reino: «opera sequuntur illos». Sin esto serán como los obreros perezosos a quienes no espolea una misión. O bien, si el instinto humano domina en ellos las vacilaciones o los sofismas de una religión insuficientemente iluminada, permanecerán divididos, incómodos en el fondo de sí mismos»10.

Quizás esta última haya sido la situación más frecuente entre los cristianos: La división entre una teoría errada y una praxis acertada.

En efecto, la espiritualidad habitual entre nosotros hasta hace solamente unos años invitaba de forma insistente a la «fuga mundi». Sirvan como ejemplo estos párrafos de la «Imitación de Cristo»:

«Alguien dijo: Cuantas veces estuve entre los hombres, volví menos hombre»11.

«Miseria es vivir sobre la tierra (...) Puesto que el comer y beber, el velar y el dormir, el descansar y el trabajar, en suma, el estar sujeto a las demás necesidades que le impone la naturaleza, constituye en verdad una gran miseria y aflicción para el hombre piadoso, que quisiera de buena gana verse desligado de todo esto y libre de toda culpa»12.

«En realidad, que aquel sea tal o cual, que hable o viva de esta o de otra suerte, ¿qué tiene que ver contigo? Tú no tienes que dar razón de los demás»13.

«De tal modo debes estar muerto al afecto de esas personas queridas que, en cuanto de ti dependa, deberías buscar estar lejos de todo trato humano. Cuando te detienes a mirar a las criaturas, se sustrae tu mirada de la presencia del Creador»14.

Y, sin embargo, por una feliz inconsecuencia, los cristianos se empeñaron siempre en servir a Dios sirviendo al hombre. La historia de la Iglesia se confunde, desde el principio, con la historia de la caridad. Un autor protestante, Adolf von Hamack, nos ofrece un análisis impresionante y exhaustivo del espíritu de solidaridad que vivieron las comunidades de los primeros siglos 15, donde no faltan ni siquiera los que se vendieron a sí mismos como esclavos para poder alimentar a los necesitados (San Pedro el Colector mandó a su tesorero que le vendiera, San Serapión se entregó a una mujer pobre que le vendió a unos juglares griegos, etc.).

En los siglos XIV y XV la Iglesia había construido una red de hospitales y hospicios que cubrían casi todas las ciudades y pueblos importantes de Europa. Sólo las leproserías pasaban de 30.000 en el siglo XIII. Más tarde fueron surgiendo múltiples congregaciones religiosas, que escribieron páginas admirables de servicio a los más pobres. Ahí está Juan de Dios recogiendo apestados por las calles, el Padre Damián curando leprosos, José de Calasanz o Juan Bosco dando instrucción gratuita a mozuelos callejeros y, naturalmente, el «Señor Vicente», del que un hombre tan incapaz de hacer justicia al cristianismo como fue Voltaire llegó a escribir: «Mi santo es Vicente de Paúl, el patrón de los fundadores. Ha merecido la alabanza tanto de filósofos como de cristianos»16.

Todos ellos -que tuvieron que alimentarse con la espiritualidad deformada de la «Imitación de Cristo- se habrían sentido felices de haber podido leer en su tiempo cosas como las que nosotros leemos hoy:

«Aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al Reino de Dios»17.

«La acción en favor de la justicia y la participación en la transformación del mundo se nos presenta claramente como una dimensión constitutiva de la predicación del Evangelio, es decir, la misión de la Iglesia para la redención del género humano y la liberación de toda situación opresiva»18.

«El Espíritu nos lleva a descubrir más claramente que hoy la santidad no es posible sin un compromiso con la justicia, sin una solidaridad con los pobres y oprimidos»19 .

 

No hay dos historias

Después de todo lo dicho se descubre fácilmente que la división de la historia en «historia sagrada» e «historia profana» se presta a un malentendido grave: Creer que la historia de la salvación acontece al margen de la historia general de la humanidad.

En realidad sólo hay una historia. La historia de la salvación es la salvación en la historia, y se está dando desde el principio de la creación. Lo que comienza con Cristo no es la salvación, sino la revelación del plan de salvación que llena todos los tiempos:

«Nos ha salvado y nos ha llamado con una vocación santa (... ) desde toda la eternidad en Cristo Jesús, y se ha manifestado ahora» (2 Tim 1, 9-10).

La vida y la historia poseen una dimensión invisible a los ojos de la carne, un misterioso «más allá interior». Lo mismo que la mirada del artista cuando contempla un cuadro penetra más profundamente que la del hombre de la calle; o el enamorado, cuando mira la flor seca pegada en un extremo de la carta de la amada, va mucho más allá de esos pétalos arrugados sobre un papel; así el cristiano, frente al hombre, frente al mundo y frente a la historia, ve «más allá» que los demás hombres. Es un vidente. El autor de la carta a Tito le llama el hombre del «superconocimiento» (epignosis: Tit 1, l).

Los cristianos son la porción de la humanidad consciente de la salvación que en ella se opera. También los ateos que luchan por un mundo mejor empujan hacia delante la «causa de Jesús», el reino de Dios -quizás, incluso, más que muchos cristianos-, pero sin saberlo.

Los signos de los tiempos

El mundo como naturaleza estática ha sido para la tradición cristiana el lugar privilegiado de la experiencia religiosa. Recordemos la atracción que el desierto ejerció sobre el monaquismo primitivo, el cántico franciscano a las criaturas o las preguntas que San Juan de la Cruz lanzaba a los «bosques y espesuras plantados por la mano del amado» 20

Sin embargo, como hemos visto, el lugar donde se manifiesta el Dios de la Biblia no es tanto la naturaleza como la historia. Por eso Jesús invitaba a pasar de la lectura de las señales cósmicas a la lectura de las señales históricas:

«Al atardecer decís «va a hacer buen tiempo, porque el cielo tiene un color rojo de fuego», y a la mañana: «Hoy habrá tormenta porque el cielo tiene un rojo sombrío». ¿De modo que sabéis discernir el aspecto del cielo y no podéis discernir los signos de los tiempos?» (Mt 16, 2-3; cfr. 24, 32-33 y Jer 8, 7).

Por eso el Concilio Vaticano II recordó que «es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio» 21

Una vez más el análisis lingüístico nos va a enseñar algo muy importante:

Hay en griego dos palabras para designar nuestro vocablo «tiempo»: Cronos (tiempo de reloj) y kairós (tiempo favorable para obrar, oportunidad). Pues bien, para hablar de los «signos de los tiempos» el Nuevo Testamento utiliza la palabra kairós. O sea que -como dice Bloch- no solamente hemos de comer algo, sino que también hay algo que cocinar. El futuro no existe ya a la manera que existía América antes de que Colón la «descubriera». Muchos futuros son posibles, y por eso el futuro -más que «descubrirlo»- hay que hacerlo.

Cuando Sthendal escribe en «La Cartuja de Parma» aquella célebre escena en la que Fabricio del Dongo pasa todo el día tumbado en tierra, protegiendo su cuerpo con su caballo, en medio de una inmensa confusión, y solamente al atardecer se entera de que había estado en la batalla de Waterloo22, ha creado una magnífica parábola para describir la actitud de no pocos cristianos que pasan por la historia sin comprender ni una palabra de lo que en ella se está jugando. Un día sabrán que con su acción profesional, cívica, política, etc. estuvieron edificando (o boicoteando) el Reino de Dios.

Debemos admitir que no siempre es fácil leer los signos de los tiempos; la historia del cristianismo está llena de trágicas equivocaciones: Eusebio de Cesarea -y tras él innumerables figuras de la Iglesia- exaltaron la paz de Constantino como el rasgo más evidente que pudiera darse de la protección de Cristo a los suyos23 ; por e¡ contrario, fue necesario más de un siglo para que la Iglesia reconociera los valores de la Revolución Francesa.

Por eso precisamente la exhortación conciliar a escrutar los signos de los tiempos «permanentemente» y «a fondo».

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  1. DELIBES, Miguel, Un mundo que agoniza, Plaza & Janés, Barcelona, 1979, pp. 165-166.

  2. ARISTÓTELES, Física, lib. 4, cap. 14; nº 223 b (O. completas, Aguilar, Madrid, 2ª ed., 1977, pp. 635-636).

3. Problemata, 17, 3. (Como se sabe, no es una obra auténtica de Aristóteles, aunque sí elaborada a partir de notas suyas).

4. AGUSTÍN DE HIPONA, La Ciudad de Dios, lib. 12, cap. 20 (Obras de San Agustín, t. 16, BAC, Madrid, 2ª. ed., 1964, pp. 695-700).

5. NIETZSCHE, Friedrich, La gaya ciencia, nº. 341 (Obras completas, t. 3, Prestigio, Buenos Aires, 1970, pp. 222-223).

6. PLATÓN, Teeteto, o de la ciencia, nº 176 (Obras, Aguilar, Madrid, 2ª. ed., 1972, p. 916).

7. PLOTINO, Eneada sexta, tr. 9, n. 1 1 (Aguilar, Buenos Aires,1967, p. 410).

8. Cierto que el autor de Eclesiastés considera el retorno perpetuo de las cosas como ley fundamental del tiempo (cfr. Qoh 1, 9-10; 3, 115), pero ese estado anímico pesimista es una excepción en la Biblia. Compuesto probablemente en el siglo III a. C., durante la sumisión de Palestina a los Ptolomeos, sufrió una gran influencia del helenismo. Por otra parte, podemos encontrar ciertos elementos válidos en la concepción cíclica del tiempo, siempre que no la tomemos al pie de la letra. Recordemos la famosa frase de Santayana: «Los pueblos que se olvidan de la historia están condenados a repetirla».

9. IRENEO DE LYON, Adversus Haereses, lib. 5, cap. 36, nº. 1 (PG 7, 1.221 B-C).

10. TEILHARD DE CHARDIN, Pierre, El medio divino, Taurus-Alianza, Madrid, 1972, p. 30.

11. KEMPIS, Tomás de, Imitación de Cristo, lib. 1, cap. 20, n. 5 (Regina, Barcelona, 1974, p. 147).

12. O.c., lib. 1, cap. 22, n. 8-9 (ed. cit., pp. 162-163).

13. O.c., lib. 3, cap. 24, n. 2 (ed. cit., p. 389).

14. O.c., lib. 3, cap. 42, n. 5 y 9 (ed. cit., p. 463).

15. Cfr. HARNACK, Adolf von, Die Mission und Ausbreitung des Christentums in den ersten drei Jahrhun- derten, t 1, Leipzig, 3.- ed., 1915, pp. 147-198.

16. VOLTAIRE, Carta dirigida el 4 de enero de 1776 al marqués de Villette (ed. Gamier, Paris, 1885, t. 44, pp. 167-168).

17. VATICANO II Gaudium el Spes, 39.

18. SINODO DE LOS OBISPOS 1971, La justicia en el mundo, prólogo (Sígueme, Salamanca, 1972, p. 55).

19. SINODO DE LOS OBISPOS 1987, Mensaje al pueblo de Dios: Ecclesia 2344-2345 (7-14 de noviembre de 1987) 1558.

20. JUAN DE LA CRUZ, Cántico Espiritual, canción 4 (Vida y obras de San Juan de la Cruz, BAC, Madrid, 8ª. ed., 1974, p. 718).

21. VATICANO 11, Gaudium et Spes, 4.

22. STHENDAL, La Cartuja de Parma (Obras, Vergara, Barcelona, 1963, pp. 700- 723).

23. EUSEBIO DE CESAREA, Historia Eclesiástica, lib. 10 (titulado «De la paz que Dios nos otorgó») (BAC, t. 2, Madrid, 1973, PP. 590 y ss.).