Vírgenes Primitivas
En líneas generales puede afirmarse que antes de la venida de Jesucristo la virginidad (v.) no gozaba del aprecio de los pueblos. El mismo pueblo israelita, a pesar de su elevación moral, no había logrado comprender la naturaleza sublime de esta virtud. El término mismo de virginidad lo emplean tan sólo ocho veces algunos personajes veterotestamentarios, pudiendo afirmarse con S. Juan Crisóstomo que «en el Antiguo Testamento ni siquiera se nombra la gloria de la virginidad» (Contra Judaeos et gentiles, quod Christus sit Deus, 7: PG 48, 823).
La novedad introducida por Cristo. Jesucristo (v.)
ofrece luces nuevas y perspectivas inéditas para la Humanidad, en todos los
campos. También en este terreno la savia nueva cristiana fertiliza la
generosidad de muchos corazones. El texto clave lo encontramos en S. Mateo
19,11-12: «No todos comprenden esta palabra, sino sólo aquellos a quienes se les
ha concedido. Porque hay eunucos que nacieron tales del vientre de sus madres;
hay eunucos que fueron castrados por los hombres, y hay eunucos que se castraron
a sí mismos por amor del reino de los cielos. Quien es capaz de comprender,
comprenda». La originalidad de la fórmula virginal cristiana estriba en el móvil
de esa virtud, que entronca con un concepto dinámico del Reino de Dios (v.), que
servirá de base para que más adelante S. Pablo, la Didajé y las Epístolas
pseudoclementinas elaboren los principios
de una verdadera teología de la virginidad. Tres son los puntos sobre los que se
asienta o las notas que caracterizan la virginidad cristiana institucionalizada:
estado permanente de vida, consagración a Dios y aceptación libre de la que se
estima llamada de selección divina. En este último rasgo insistirán muchísimo
los autores posteriores: «La virginidad puede aconsejarse, no imponerse. Es
objeto de aspiración, no de precepto, pues la gracia no se impone, sino se
desea; supone la libre elección, no la servidumbre obligatoria» (S. Ambrosio,
Exhortatio virginitatis, 3,17: PL 16,341). Ni siquiera basta la coacción moral
proveniente de creerla obligatoria (como opinaban erróneamente algunas sectas:
gnósticos, maniqueos, etcétera). «Condenando las nupcias -dirá S. Juan
Crisóstomo- como práctica viciosa, ellos mismos se han arrebatado el premio de
la virginidad. Los que huyen el vicio, no son por eso coronados, sino.únicamente
evitan el castigo... ¿Cómo, pues, vosotras, juzgando el matrimonio acción impura
y execrable, por sólo evitar una cosa mala, pretendéis los premios reservados a
los héroes de la virtud?» (De virginitate, 1: PG 48,533-535). Del nuevo estilo
de vida virginal Cristo aparece indiscutiblemente como el Fundador y el Modelo.
Los primeros escritos sobre la virginidad. Los más antiguos promotores de la virginidad fueron los Apóstoles mismos, que -según el testimonio de S. Jerónimo- o fueron vírgenes o se abstuvieron después de casados («vel vírgenes, vel post nupcias continentes»: Epist. 48 ad Pammachium pro libris contra Iovinianum, 21: PL 22, 510). Por su parte el Apóstol S. Pablo en 1 Cor 7,6-9. 25-40, hace un hermoso comentario a la fórmula evangélica de la virginidad ofreciendo un cuadro vivo de la realidad ya existente. Tras de él, una abundante literatura se produciría a lo largo de los cuatro primeros siglos, insistiendo, especialmente en Oriente, sobre las molestias e inconvenientes físicos y morales del matrimonio, aunque sin olvidar que la motivación última de la virginidad debe ser de carácter sobrenatural. S. Juan, en el Apocalipsis 14,1-5, nos presenta una visión escatológica de la virginidad triunfante. Siguiendo esta línea doctrinal muchos escritores posteriores subrayarían que la virginidad gozaría de una gloria accidental específica (v. VIRGINIDAD II).
Los Apologistas del s. II. S. Justino (v.) defiende
al cristianismo de diversas calumnias, describiendo para ello la piedad de los
fieles y la pureza de sus costumbres, poniendo especialmente de relieve la
castidad. «Son muchos los hombres y mujeres hechos discípulos de Cristo desde
niños que permanecen incorruptos hasta los 60 o los 70 años. Y me glorío de
poder citaros ejemplos de ellos en todas las clases sociales» (I Apol., cap. 15:
ed. D. Ruiz Bueno, BAC, Madrid 1964, 196). Poco después Taciano, discípulo de
Justino en la Academia de Roma, en su Discurso contra los griegos, llega a
decir: «En verdad, Safo fue una mujerzuela, ramera erotómana, que cantó su
propia impudencia; mas entre nosotros todas las mujeres son castas, y mientras
hacen girar la rueca saben nuestras vírgenes entonar himnos de alabanza a Dios
mucho más sublimes que las canciones de vuestra poetisa» (cap. 33: o. c. 618). E
igualmente los restantes apologetas que reconocen la diferencia abismal entre la
virginidad idólatra de las vestales y la virginidad cristiana. Estos contrastes
serán subrayados posteriormente por los Padres latinos (los griegos no conocen
la institución vestal), especialmente S. Ambrosio y el poeta Prudencio.
En el s. III la virginidad se estabiliza en instituciones organizadas, , cuyo
desarrollo minucioso es -hoy por hoy- difícil de seguir. Existen datos
fragmentarios de un valor muy relativo, mas de cuando en cuando surgen figuras
de algún relieve que bastan para trazar la línea de investigación. Tenemos en el
Occidente a Tertuliano, a S. Cipriano con su escrito Sobre el modo de conducirse
las vírgenes, y sobre todo a S. Ambrosio (v.), que recopiló sus sermones sobre
la virginidad en su tratado Sobre las vírgenes, escribiendo otro tratado de
tinte apologético Sobre la virginidad y, más adelante, otros dos: Sobre la
formación de la virgen y la perfecta virginidad de María y Exhortación a la
virginidad. Es de notar que precisamente en la época de S. Ambrosio aparece el
voto solemne y público, con sus ceremonias cada vez más pormenorizadas,
lográndose cada día una uniformidad mayor en la vida de las vírgenes. Todavía en
el Occidente no podemos olvidar a S. Jerónimo, a S. Agustín y al español S.
Leandro, cuyo único tratado conservado es una Regla o libro sobre la formación
de las vírgenes y desprecio del mundo (PL 72,873-94). En el Oriente hay que
mencionar a S. Metodio, S. Atanasio, Basilio de Ancira, S. Gregorio de Nisa y S.
Juan Crisóstomo, todos ellos autores de excelentes tratados sobre la virginidad.
Características. Número. Es difícil, por no decir imposible, el precisar números
y cifras. Los testimonios aluden a verdaderas multitudes. «Muchos hombres y
mujeres...» dice S. Justino en el lugar ya citado, refiriéndose a las
comunidades de Roma y Palestina. Lo mismo puede afirmarse de Atenas y
Alejandría, de las que aseguraba Atenágoras: «Encontraréis muchos entre
nosotros, tanto varones como mujeres, que envejecen en la virginidad» (cap. 33:
ed. c. BAC, 703-704). S. Cipriano y S. Ambrosio dan la sensación no de hablar a
grupos selectos, sino a verdaderas muchedumbres, cuando emplean términos como
«ejércitos, pueblos, multitudes» al referirse a ellos. Si hemos de hacer caso a
toda esta información, una serie de concausas hubieron de contribuir a este
florecimiento masivo de vocaciones de entrega: la fuerza muda del ejemplo, la
acción personal de los cristianos vírgenes, el celo de los pastores y el deseo
generalizado de una mayor dedicación al apostolado.
Voto privada y público. S. Ambrosio (m. 397) es el primero en utilizar las expresiones «integritatem pudoris profiteri, virginitatem profiteri, Christa se dicare...», equivalentes a «profesar la virginidad». Pero, ya antes de él, Tertuliano nos habla de las «vírgenes conducidas hasta el centro de la asamblea cristiana, donde, publicado el don de su virginidad, eran hechas objeto de toda honra y aprecio por parte de sus hermanos en la fe» (De virginibus velandis, 14: PL 2,908 ss.). Es cierto que este modo de expresarse ha dado pie a diferentes interpretaciones por parte de los autores, sobre todo a la hora de pronunciarse sobre el valor verdaderamente público del voto emitido en estos casos. Pero es evidente que las vírgenes ofrecían a Cristo un verdadero voto y que éste revestía suficiente notoriedad, aunque no se puede llegar a precisar la naturaleza jurídica del mismo. El mismo S. Ambrosio distingue entre «jóvenes simplemente iniciadas cn los sagrados misterios» y «jóvenes consagradas ya a la virginidad», apuntando tal vez a las dos fases de la virginidad que algún tiempo más tarde el papa Inocencio 1 (a. 404) testimonia en una carta, de carácter disciplinar, enviada al obispo Victricio (Epist. 2 Innocentii ad Victricium, 13 ss.: PL 20,478 ss.). Puede afirmarse que de forma paulatina se va perfilando la distinción entre el voto perpetuo, pero simple, y el voto perpetuo y solemne, ratificado ante el obispo.
Formación de las vírgenes. Puede servirnos de pauta en esta materia S. JERÓNIMO. Existe toda una ciencia pedagógica de la virginidad que trata de moldear a las vírgenes, corporal, intelectual y ascéticamente, sobre todo en el caso de doncellas consagradas condicionalmente por sus padres ya desde niñas. En cuanto a la formación física afirma: «Téngase en cuenta que hasta la edad del pleno desarrollo es peligroso llevar una abstinencia demasiado rígida, teniendo aún las fuerzas tiernas» (Epist. 107 ad Laetam, 6: PL 22,873 ss.), Se preocupa también del aspecto espiritual con una serie de atinadas observaciones pedagógicas que concluyen así: «Ante todo es preciso evitar que venga a odiar el estudio, no sea que este aborrecimiento de sus años infantiles pase a la edad madura» (o. c. 8: PL 22,874). Hay una atención especial a la formación del corazón y de toda la vida afectiva: «sea amable con todos, de suerte que la familia entera se regocije de ver que en su seno, ha brotado una rosa» (o. c. 4: PL 22,872). Se empeña especialmente en ir forjando la virtud, proponiendo como norma insustituible el ejemplo: «Téngate por maestra tu hija, imítete en sus años inconscientés... Recordad que vosotros, progenitores de la virgen, podéis instruirla más con ejemplos que con gritos» (o. c. 4: PL 22,872). Y como aglutinante del todo, lectura de los libros sagrados, oración y trabajo: «Recite diariamente a su madre los trozos que ha aprendido de memoria, entresacados del .florilegio bíblico... Acostúmbrese a recitar los himnos de la mañana, los salmos de la noche y las oraciones de tercia, sexta y nona en sus tiempos, manteniéndose firme en ellos, como buen soldado de Cristo, siempre dispuesto a la pelea... Aprenda a labrar la lana, a sostener la rueca, guardando en sus rodillas el canastillo...» (o. c., 9 y 10: - PL 22, 874 ss,).
Privilegios y prerrogativas. La institución de las
diaconisas (v.) -servidoras- es conocida en el cristianismo primitivo. Sirve de
base el esquema evangélico y paulino de unas mujeres al servicio de los
evangelizadores, encargadas de labores externas y de actividades diversas anejas
a la fundación de las Iglesias. Más adelante se establecen grupos permanentes de
señoras, generalmente viudas, de virtud probada, que ayudan a la Jerarquía
incluso en algunos ritos (p. ej., en el bautismo de las mujeres por inmersión) y
también en ciertas obras de misericordia, Las Constituciones Apostólicas (v.)
dan fe del desarrollo de la referida institución, mencionándola en lugar
preferente, inmediatamente después del clero. Precisamente cuando estas
diaconisas se encontraban en su mayor esplendor se les incorporan las vírgenes
consagradas, que vienen a participar de sus prerrogativas. El fenómeno de esta
incorporación se dio más en Occidente que en Oriente.
Aparte de estos privilegios provenientes de su asimilación a las diaconisas, las
vírgenes gozaban de una serie de distinciones en la comunidad cristiana, tanto
dentro del templo (situadas cerca del preste, el pueblo les pide. el ósculo de
paz), como fuera de él (trato de admiración y de cariño). Es elocuente el
testimonio de Tertuliano al respecto: «Cosa grave era para nosotros y algo
intolerable para los fieles cristianos el oír que se afirmaba o ver que se creía
algo menos honesto de una virgen» (De lapsu virginis consecratae, 6,24: PL
16,374).
Indumentaria. En este proceso se observan diversas
fases. Un primer paso consistió en despojarse del atuendo excesivamente vistoso
de la moda de los tiempos imperiales. Un segundo paso -de signo más
positivosería la fijación de las normas de su peinado y de sus vestidos dentro
de las normas usuales en su tiempo. El vestido de la joven romana en los s. II y
III del Imperio consistía en la túnica, derivada del antiguo peplo y origen de
la dalmática. Por encima de la túnica se vestía la palla, a modo de manto que
sustituía a la toga. Pero este esquema, aparentemente pobre, ofrecía muchísimas
posibilidades de aparatoso lujo. La norma para las vírgenes consistía en un uso
discreto de los elementos básicos indumentales. No aparece una alusión clara a
un traje peculiar de las vírgenes hasta el s. IV en Occidente. Su ropa era,
pues, la ordinaria en las jóvenes griegas o romanas. A partir de la mitad del s.
IV la sencillez, la modestia y los tonos oscuros eran el único distintivo del
hábito de las vírgenes. Es cierto que muchas de ellas usaban el velo, pero éste
no era distintivo exclusivo de las vírgenes consagradas, ya que lo utilizaban
generalmente las damas romanas de la República y del Imperio, siendo
particularmente arraigado su uso, en África del Norte, sin duda, por influjo de
las judías y de las árabes. A fines del s. ti el velo usado por las vírgenes
cristianas no difería prácticamente del que usaban las romanas casadas
(Tertuliano, De velandis virginibus, 17: PL 2,911). El color fue evolucionando,
pasando del color blanco o de los tonos claros del principio a otros más
austeros y oscuros.
Un rasgo que hubiera podido ser típico en la caracterización de las vírgenes es
el del cabello. En general se adaptan al peinado que está en uso en la sociedad
de su tiempo. Hubo ensayos de tonsura, atestiguados por S. Jerónimo (Epist. 147
ad Salinianum, 5: PL 22,1199 ss.; CSEL, LV1,321) y atribuidos a diversas causas,
sin excluir las higiénicas a modo de compensación por no asistir a los baños
públicos. Pero estos ensayos se consideraron exóticos y sólo se hicieron algo
más numerosos en Oriente. En la mentalidad cristiana de la época el corte de
pelo representa más bien el papel de pena ignominiosa (cfr. el Concilio regional
de Gangres, en la Paflagonia, año 340, en su canon 17: Mansi, 11,1098. 1103).
Federación de vírgenes. El fenómeno de la federación
o asociación de las vírgenes fue más prematuro y extremoso en Oriente, mientras
que en Occidente el proceso resultó más lento y natural. A grandes rasgos y
expopiéndonos a todas las limitaciones que implican las síntesis históricas,
podemos afirmar que el s. II se nos muestra como época de expansión virginal y
de fijación ascética. El s. III agrupa a las vírgenes en núcleos que pretenden
reforzar los lazos de unión entre ellas y estimulan el desapego del ambiente del
mundo. En el s. IV se encuentran acá y allá, en plan de ensayo y en forma
balbuciente, algunas comunidades de vírgenes. Durante el s. v van surgiendo los
monasterios femeninos, mientras que de los s. VI al VI se regularizan estos
cenobios -al menos por lo que a Occidente se refiere- bajo la norma y regla
benedictina.
Aparte de otras razones, la causa principal de que en los tres primeros siglos
no proliferase la vida comunitaria de las vírgenes hay que buscarla en la
situación política y en la postura persecutoria de los Emperadores, sin excluir
el deseo por parte de la jerarquía de no exponer a las vírgenes a los peligros
de la vida en exceso relajada propia del Imperio Romano. Por el contrario, la
difusión de las instituciones monacales femeninas a partir del s. IV encuentra
su explicación en diversas circunstancias favorables. Se puede hablar de un
primer germen doctrinal que apunta y aboca casi necesariamente en el monacato
(v. MONAQUISMO): es el apartamiento y desprecio del mundo predicado por los
directores del ascetismo a partir de los últimos años del s. II, destacándose
entre ellos los maestros alejandrinos, Clemente y Orígenes, en Oriente, y
Tertuliano en Occidente. Se señalan también otras razones que aconsejaban la
agrupación de las vírgenes. Muchos ven en esta evolución federativa una especie
de reacción frente a la tibieza en la vida ascética, y sobre todo un medio de
evitar algunas corruptelas, principalmente el sineisactismo, especie de
matrimonio espiritual entre vírgenes que convivían junto a ascetas varones,
también vírgenes, con los peligros consiguientes.
El cenobismo oriental comenzó su proceso en Egipto, por influjo de S. Pacomio,
hacia el a. 340. La vida en común vino a constituirse en el cauce normal de
aquel torrente caudaloso de espiritualidad promovido por el anacoretismo. El
programa inicial se modificó poco después, por intervención del abad Shenudi,
haciéndose más riguroso. De Egipto se propagó la llama por todo Oriente, gracias
al impulso de S. Basilio.
En Occidente, como ya antes hemos apuntado, fue distinta la trayectoria del
cenobitismo y además de signo más moderado. Se desarrolló por influjo inicial de
S. Jerónimo, que quedó constituido como guía del movimiento monástico de Roma,
desde donde irradiaría al resto de Italia con dos características peculiares: la
caridad vivida con finura y el amor a la Sagrada Escritura. En las regiones de
África fue S. Agustín un insigne promotor del monacato. En las Galias se difunde
la vida cenobítica de las vírgenes por la labor aglutinante de S. Martín de
Tours y de Casiano (v.), fundador de la abadía masculina de S. Víctor en
Marsella y del convento del Salvador, primer convento femenino del que se tiene
noticia histórica en esta zona occidental. En las regiones bretonas e
irlandesas, tras las labores iniciales y roturadoras de S. Brígida, fue sobre
todo S. Columbano el gran moderador del ascetismo y del monacato.
En España debieron de ser numerosas las vírgenes consagradas en los tres
primeros siglos, ya que el Conc. de Elvira (ca. 300; v.) se ocupa en particular
de ellas (canon 13: Mansi, 11,8). Un número también elevado de vírgenes hubo de
haber en el s. IV, según se desprende del Conc. de Zaragoza (a. 380) (canon 8:
Mansi, III, 635, en el que se señala la edad de 40 años como mínima para recibir
solemnemente el velo). La virginidad femenina en España marchaba también hacia
la vida clausual. Pasó antes por una fase intermedia, de la que no existe
documentación en otras regiones del mundo católico, iluminada un tanto por la
monja peregrina Eteria (v.). Existía un lazo íntimo y firme de unión fraternal,
pero sin vivir propiamente en clausura, ni siquiera dentro de los muros
monásticos. En el s. v, debido al cercano emplazamiento de los monasterios
'galos y por influjo de los escritos de Casiano, esta forma intermedia de vida
se orienta hacia el cenobitismo. Pero, precisamente en este s. v, se observa una
laguna informativa, debida a las luchas, invasiones, etc., que padeció la
península Ibérica. Los pocos testimonios existentes atestiguan una pujante vida
ascética y virginal en la España de aquel tiempo.
En el s. vi proliferan los monasterios en España. Si
bien son más abundantes los de varones que los de vírgenes, éstos son más
capaces y contienen mayor número de enclaustradas. En general, los conventos
femeninos solían quedar bajo la tutela de una comunidad de monjes (cfr. el canon
11 del Conc. de Sevilla, a. 619: Mansi, X, 560 ss.). Se solían regir por las
normas venidas de Oriente, principalmente de S. Pacomio y también por las de S.
Basilio. Casiano y S. Agustín engrosaron el grupo de reguladores de los
monasterios femeninos españoles del s. vi. S. Florentina y S. Leandro, S.
Isidoro y S. Fructuoso cierran la etapa evolutiva de la virginidad española. El
proceso, en toda la catolicidad, y principalmente en Occidente (aunque algo
tardíamente en España), se concluye con la implantación general de las normas
monacales de S. Benito (v.).
V. t.: CRISTIANOS, PRIMEROS II; VIRGINIDAD.
F. MENDOZA RUIZ.
BIBL.: Fuentes. Padres griegos: Pseudoclemente
Romano, en Patres apostolici, ed. Funkiana aucta et emendata a F. Diskamp, II,
Tubinga 1913, 1-49; METHODIUs, ed. G. N. BONWETSCH, en GCS, Leipzig 1917; S.
ATANASIO, Sobre la virginidad, PG 28, 251-281; S. GREGORIO NISENO, Sobre la
virginidad, PG 46, 317-416; S. JUAN CRIsósTOMo, Sobre la virginidad, PG
48,533-596. Padres latinos: S. CIPRIANO, Sobre el modo de proceder de las
vírgenes, ed. G. HARTEL, CSEL, 111,187-205; S. AMBRosco, Sobre las vírgenes. A
mi hermana Marcelina, ed. O. FALLER, Florilegium patristicum tam veteris quam
medii aevi (dir. por B. GEYER y J. ZELLINGER), fase. 31, Bonn 1933; ID, Sobre la
formación de la virgen y de la virginidad perpetua 'de María, PL 16,305-334; S.
NICETAS DE REMESIANA, Sobre la caída de una virgen consagrada, PL 16,367-384 (Migne
sitúa esta obra entre las auténticas de S. Ambrosio); S. JERóNIMo, Epístola 22 a
Eustoquio sobre la conservación de la virginidad, ed. I. HILBERG, CSEL,
54,143-211; ID, Epístola 107 a Leta sobre la educación de su hija, ib.
55.,290.305; fD, Epístola 128 a Gaudencio sobre la educación de su hija Paula,
ib. 56,156-162; ID, Epístola 130 a Demetríades sobre la conservación de la
virginidad, ib. 56,175-201; S. AGUSTN, Sobre la virginidad santa, ed. 1. ZYCHA,
CSEL, 41,235-302; S. LEANDRo, Regla de la formación de las vírgenes y desprecio
del mundo, PL 72,873-894; ed. A. C. VEGA, «La Ciudad de Dios» 49 (1947),
275-394.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991