Vestiduras Litúrgicas
1. Concepto esencial y origen. El vestido, además de
sus funciones como protección y ornato del cuerpo, facilitación del trabajo, de
la vida y de la relación social, etc., suele adoptar características especiales
para significar la profesión, oficio, función social, o la importancia o
solemnidad de determinados actos, para los que se emplean prendas especiales (v.
VESTIDO). Además de estas razones de orden general, de las necesidades propias
de la naturaleza y de las actividades humanas, influyen otras razones profundas
y específicas en la aparición de vestiduras especiales para las funciones
religiosas públicas y cultuales. Se trata, en efecto, de honrar a la divinidad y
de manifestar la dignidad e importancia de las acciones de culto (v.) público,
tan vitales para el hombre y la sociedad. Así, es corriente encontrar en la
historia de las religiones vestiduras «sagradas» para los sacerdotes o
encargados y servidores del culto público. Evidentemente, las variaciones
concretas a este respecto son muchas, pero en general la tendencia de las
religiones ha sido hacia la magnificencia y suntuosidad, como se manifestaba
también en la construcción de los templos (V. TEMPLO I), todo ello en relación
con su concepto de lo sagrado (V. SAGRADO Y PROFANO; CULTO I; SACERDOCIO I).
En el A. T., el vestido, en sí mismo, podía tener, en general, un sentido
espiritual profundo. De este sentido participaban especialmente las minuciosas
prescripciones de la Ley mosaica respecto a los sacerdotes, con características
especiales (cfr. Ex 28; Lev 6,3; 16,4), en orden al esplendor y dignidad del
culto. El N. T. hace consideraciones simbólico-teológicas acerca del vestido,
sobre todo en S. Pablo y el Apocalipsis (Col 3,10; Eph 4,24; Apc 7,14; etc.).
Sin embargo, la práctica veterotestamentaria y la doctrina espiritual del
vestido del N. T., más que influir en el origen histórico de las v. l.
cristianas, influyeron en los simbolismos que se les atribuyen. La Iglesia, en
la que Jesucristo por medio de los sacramentos (v.) había instituido un culto
nuevo (v. LITURGIA; CULTO II), contrario al pagano y superador del A. T., lo más
que pudo tomar de éste es la idea de una clara conveniencia de alguna vestidura
especial para las funciones litúrgicas.
En efecto, la Liturgia cristiana, que es a la vez culto a Dios y santificación
de los hombres, se separaba del culto judío y aún más radicalmente se
diferenciaba de los cultos paganos. Por ella, y por las mismas características
esenciales del cristianismo (v.), puede decirse que la tendencia litúrgica
cristiana es hacia el orden, la dignidad y la sencillez, conjugados en una noble
belleza. Las necesidades de los primeros tiempos cristianos también contribuían
a ello, y hacían que el vestido de los ministros de culto en poco se
diferenciase del de los demás fieles, que venía a ser el mismo del de la vida
social de entonces; si bien es cierta, y se comprende, que los ministros usaban
en el culto cristiano vestidos mejores, reservados tal vez para esos actos, por
reverencia a los divinos misterios y en atención también a los mismos fieles, a
los que se daban igualmente instrucciones respecto al porte y comportamiento
exterior en los actos litúrgicos (1 Cor 11,4-10 ss.). Cristo mismo hizo preparar
esmeradamente lo necesario para la última Cena (v.), en la que instituyó la
Eucaristía (v.), tanta en lo referente al local como a las personas.
Pocas conclusiones pueden sacarse respecto a las v.l. de antiguas pinturas
catacumbales (cfr. J. Wilpert, Le pitture delle Catacombe romane, I, Roma 1903,
60 ss.), fuera de que los vestidos usados vienen a ser los de la vida social
romana. Pero hay indicaciones de que los ministros sagrados usen trajes más
dignos, bellos o pulcros que de ordinario (p. ej., Cánones de Hipólito, can.
201, 203, en Duchesne, Les origines..., 239; Orígenes, In Lev., hom. 4,4;
Paladio, De vita J. Chrisostomi, en PG 34,137; S. jerónimo, Adversus pelag., I,
al fin; In Ez. 13,14; etc.). Al mismo tiempo, en relación con ello, había
también prescripciones acerca del lugar o puesto que deben ocupar en los actos
litúrgicos por un lado los ministros y por otro los demás fieles, con alusiones
a su porte exterior (S. Clemente Romano, Epíst. a los Corintios, 40,5; Traditio
úpostolica, ed. B. Botte, n° 18; Ordinis Romani; etc.) y aun había una vestidura
especial particularmente blanca para los fieles en algunos casos como el
Bautismo (S. Ambrosio, De myst., 34-42; Juan Diácono, Ep. ad Senarium, 8).
Es decir, aunque el culto cristiano se caracterizase por su sencillez, en parte
por las necesidades de los primeros tiempos (como, p. ej., a veces, la
clandestinidad) y en parte por su propia esencia y para mostrar la independencia
y distinción de la Ley Nueva, que superaba a la Vieja Ley, se tenía conciencia
de la necesidad y conveniencia de mostrar externamente su valor sacro y su
dignidad con alguna vestidura especial para los sacerdotes, que resaltase su
función específica, y con el porte y orden adecuado de todos los fieles (velo de
las mujeres, cabeza descubierta de los hombres, limpieza, etc.). Lo cual, al
mismo tiempo, es una muestra de amor y reverencia a Dios y a los dones que de Él
nos llegan a través de la Liturgia, es decir, de los sacramentos (v.); es una
forma necesaria de manifestar con lo material la actitud espiritual interna
hacia Dios, que abarca toda la vida, igual que es necesario manifestarla con la
actitud y los gestos (V. GESTOS Y ACTITUDES LITÚRGICAS). Dentro de este espíritu
y de esta práctica, cuidaban también los primeros cristianos que los clérigos se
distinguiesen más por la doctrina, conversación y pureza de mente que por el
vestido o el ornato (carta de Celestino I en 428 a algunos obispos de las Galias
censurando novedades extrañas adoptadas en el vestido por algunos clérigos: PL
67,724). Y diversos testimonios muestran que todo esto no varió después de la
paz constantiniana, sino que se conservó. A. S. Agustín le bastaba una túnica
línea para debajo y el byrrus para encima, como los clérigos que convivían con
él (Sermo 356,13). Diversas representaciones y testimonios de los s. iv-vi así
lo muestran (un fresco del cementerio de Calixto, del s. VI, representa a los
papas Sixto II y Cornelio con dalmática, planeta y manto, esta última era prenda
sólo eclesiástica; Líber Pontificalís, ed. Duchesne, 1,154, señala algunas
vestiduras especiales para la liturgia a principios del s. VI).
Reteniendo lo esencial de todo esto, podemos concluir que dentro de las lógicas
evoluciones sobre la materia, el cristianismo ha procurado resaltar el valor
sagrado y santo de su culto y la función ministerial y jerárquica de los
sacerdotes (que especialmente en el sacrificio de la Misa actúan en la persona
de Cristo cabeza), por medio, entre otras cosas, de una mayor dignidad, decoro y
calidad en el vestido. Así, pues, exigidas por las características del
cristianismo mismo surgieron las v.l. u ornamentos sagrados (y por otro lado
también la vestidura ordinaria del sacerdote, con lo que da público testimonio
de su ministerio, y facilita el ser reconocido por todos para que libremente
puedan acudir a él). Con el tiempo y el desarrollo del cristianismo, las
funciones litúrgicas pudieron celebrarse cada vez más dignamente, pudieron
construirse templos más adaptados a las necesidades cristianas (V. TEMPLO III),
y las v.l. fueron mejorando y desarrollándose. En esta evolución habrá casos de
exageración en más o en menos, pero lo esencial es la necesidad de las v. l., su
valor de símbolo, que ayuda a sacerdotes y fieles a mejor estimar y participar
de la santidad de la Liturgia.
JORGE IPAS.
2. Evolución histórica. Con la invasión de los
bárbaros hacia finales del s. vi la sociedad en general ha aceptado ya el modo
de vestir de los invasores, con sus trajes cortos. Las autoridades eclesiásticas
insisten entonces enérgicamente para que se mantuviesen las antiguas vestiduras
romanas, más dignas, con las adaptaciones que se habían hecho de ellas
especialmente para el culto (lo muestra bien un mosaico de San Vital en Rávena,
del s. vi, en el que Justiniano y su corte llevan los nuevos vestidos, mientras
el arzobispo Maximiano y sus diáconos llevan los vestidos eclesiásticos
tradicionales: dalmática, casulla). Sínodos, concilios, disposiciones
eclesiásticas y libros litúrgicos de los s. vii-viii insisten en ello. A partir
de aquí comenzaron distintas, pero, en general, no profundas evoluciones.
Un momento importante en la historia del desarrollo de las v. l. es la época
carolingia. En el s. IX ya hay testimonios de la diferenciación de las
vestiduras según las distintas órdenes sagradas, tal como las conocemos hoy (v.
ORDEN, SACRAMENTO DEL). Un posterior desarrollo tuvo lugar en el s. xii con el
progresivo enriquecimiento de las v. l., que empezaron también, y por motivos
económicos, a hacerse más esquemáticas y cortas. Ganaron en valor, pero
perdieron en elegancia y, quizá, en expresión religiosa. Hacia el s. XIII se
establecen definitivamente los colores litúrgicos (v. COLOR III). Las variantes
introducidas por las épocas renacentista y barroca estriban, casi únicamente, en
la ornamentación de las vestiduras litúrgicas. Sobre todo esta última época
influyó mucho en la decoración, valor, selección de telas, etc. de los
ornamentos sagrados según los gustos imperantes.
lista ha sido, prácticamente, la situación hasta finales del s. XIX y principios
del XX en que el movimiento litúrgico (v.) fue restaurando el gusto medieval, a
veces un poco lujoso, pero ciertamente digno. Las tendencias del arte sacro (v.)
después han puesto su mirada también en la antigüedad cristiana primera para
armonizarla con los gustos estéticos frecuentes en el s. XX, inclinados muchas
veces a la sencillez. Manteniendo prácticamente los cortes de los vestidos de
origen romano, se busca la belleza en el conjunto de la vestidura y en la severa
nobleza de las telas, prescindiendo generalmente de un exceso de elementos
decorativos.
Algunas voces han pretendido una secularización completa en la simbología que
acompaña a los ritos litúrgicos. Concretamente, a propósito de las v. l.,
algunos han pretendido un regreso a la que llamaban sencillez de las primeras
reuniones litúrgicas cristianas. Ya la enc. Mediator Dei (1947) de Pío XII salió
al paso de estas teorías, apoyando el uso tradicional. Desde entonces las
autoridades eclesiásticas han mantenido el mismo criterio. Los primeros
cristianos, como hemos visto, usaban v. l., conjugando la sencillez con la
nobleza y dignidad, y buscaban también la belleza.
En el s. V se encuentran ya testimonios explícitos que contienen cierta
interpretación sobre las vestiduras exclusivamente sacerdotales de la época.
Tres siglos después se nota que cada ornamento tiene un sentido. La Edad Media
cultivó y desarrolló mucho la literatura que atribuía a las v.l. varios
simbolismos. En su aplicación se fijaron primeramente en las virtudes que el
sacerdote debía tener: ha quedado reflejado este enfoque en las oraciones que
suele decir el ministro sagrado al revestirse cada ornamento. En realidad el
simbolismo que se aplica a las v. l. es en gran parte artificioso, aunque muchas
veces no deje de ser útil. En todo caso, las v. l. prolongan siempre el
simbolismo del signo sacramental (v. SIGNO IV; SIMBOLISMO RELIGIOSO III) y, por
consiguiente, se las puede considerar en la línea de los sacramentales (v.).
Este simbolismo, por ser de institución eclesiástica, es susceptible de
adaptación, teniendo presente el contenido que quiere expresar y aquellos a
quienes trata de manifestar este contenido.
Las v. l. se suelen dividir en interiores (alba, amito, cíngulo, roquete y
sobrepelliz) y exteriores (casulla, capa pluvial, humeral, dalmática y tunicela)
(para la estola, manípulo y otras menores, v. INSIGNIAS LITÚRGICAS). El
simbolismo de cada v. l. en particular va expresado en las oraciones con que se
las bendice, en las que acompañan a su imposición al recibir los distintos
grados del sacramento del Orden (v.) y en las que dice el ministro al revestirse
de ellas para las funciones litúrgicas.
3. Alba. Del latín albus, blanco, es un vestido o
túnica con mangas, de color blanco y que llega hasta los pies. En la Iglesia
griega recibe el nombre de stikarion. Su origen es la túnica talaris manicata
romana, prenda interior de lino fino. Desde el s. III la vestíán los hombres,
pero cuando, posteriormente, el puebla la acortó, el clero la mantuvo larga.
Como v. l. la menciona el Conc. de Narbona del s. VI y otros escritos. En
aquella época era conocida como vestidura propia de todos los clérigos. En el
Medievo aparece enriquecida con adornos en su parte inferior y en las mangas, y
en el Renacimiento y Barroco con encajes. Va siempre ceñida por el cíngulo.
El alba es la v. l. con más claro simbolismo bíblico. Su blancura, su longitud,
el hecho de que cubra completamente el cuerpo, la relacionan directamente con la
túnica bautismal, tan expresiva en su significación (v. BAUTISMO III; INICIACIÓN
CRISTIANA).
4. Amito. Del latín amicere, cubrir, es el paño dé
forma cuadrangular que en el rito romano usan los ministros sobre los hombros y
alrededor del cuello. Sobre su origen existen varias hipótesis, entre ellas, la
de sujetar los vestidos al cuerpo, con ayuda de unas cintas que se pasan debajo
de las axilas, y facilitar así el movimiento de brazos. Tuvo su uso primero en
Roma, reservándose, según parece, al Santa Padre y, también, a sus diáconos en
las principales fiestas. En el s. IX lo usaban en Francia las grandes jerarquías
eclesiásticas; entonces empieza a extenderse rápidamente a los distintos órdenes
de clérigos. En la Edad Media empezaron los monjes y órdenes mendicantes a usar
el amito sobre la cabeza al ir hacia el altar y en otros momentos. Probablemente
el origen de esta costumbre fue puramente práctico: defenderse del frío y
preservar a las v.1. (con frecuencia artísticas) de manchas y roces. Finalmente,
se usó debajo de las v. l., quizá con el fin práctico indicado antes,
protegiendo al mismo tiempo el cuello y los roces de las otras v. l. con el
mismo.
El sentido espiritual del amito está en relación con sus posibles orígenes
históricos y con el uso que se hace de él. Una oración lo ve como «yelmo de
salvación», símbolo de la defensa contra las asechanzas de los enemigos del
alma.
5. Cíngulo. Del latín cingo, ceñir, es un ceñidor
vinculado al alba, con el fin de adaptarla al cuerpo, y que no impida el andar.
Como el alba, el cíngulo es adaptación del traje romano, en el que desempeñaba
la misma función que ahora en la liturgia. La forma de cíngulo más común en la
Edad Media era como franja de siete centímetros de ancha, de lino. El cíngulo en
forma de cordón era poco conocido en el Medievo; su uso se generalizó en el s.
XVI, a veces enriquecido con hilos de oro y plata.
Desde la antigüedad el mero hecho de ir ceñido es signo de educación, seriedad y
actitud de trabajo y combate. El significado espiritual del cíngulo lo
relaciona,, por tanto, con la mortificación, la castidad y la actitud de lucha
necesaria para la vida espiritual.
6. Roquete. Del latín medieval roccus, vestido superior; llamado también «alba romana», viene a ser una reducción del alba. No es un ornamento estrictamente litúrgico; más bien tiene un sentido prelaticio, puesto que el uso romano lo autorizaba sólo para altas jerarquías eclesiásticas. Lentamente se extendió su uso por prescripciones de concilios particulares como facultad otorgada por la Santa Sede. El florecimiento de la industria del encaje, en los s. XVI y XVII, lo adornó y acortó hasta alcanzar la forma más extendida en nuestros días. Como no es prenda litúrgica, requiere, para las funciones sagradas, que aquellos prelados que pueden usarlo lleven encima las sobrepelliz.
7. Sobrepelliz. Del latín superpelliceum,
sobrepieles, se trata también de una adaptación del alba, con mayor amplitud,
sobre todo en las mangas. La etimología de la palabra indica su origen,
relacionado con la vida práctica. Los primeros datos son del s. XI y proceden de
las Galias y Normandía. En estas regiones frías era imprescindible la ropa de
abrigo, consistente principalmente en pieles sobre las que se sobreponía el alba
en las funciones litúrgicas. Esto supuso una mayor amplitud, sobre todo en las
mangas, y, también, un progresivo acortamiento de éstas e, incluso, de toda la
vestidura, que todavía en el s. XV llegaba más abajo de las rodillas. En este
siglo sufrió el acortamiento definitivo que tiene actualmente.
De aquel tiempo procede la costumbre de adornar la sobrepelliz con encajes. Los
Canónigos Regulares de S. Agustín extendieron su uso, en el s. XI, por toda
Europa. Pero ya en el s. XIII era conocida la sobrepelliz como v.l. común a
todos los eclesiásticos. El uso actual le devuelve su amplitud y elegancia
primeras. La sobrepelliz se impone en la recepción de la tonsura clerical, y se
usa en algunas funciones litúrgicas fuera de la Misa por los sacerdotes, y
también, en la Misa, pueden usarla los que ayudan a ella. Su simbolismo es
parecido al del alba. Su blancura, longitud y elegancia de formas son una señal
del hombre nuevo regenerado en el baño de la muerte y resurrección del Señor,
cuya imagen debe ser el clérigo, por el hecho de estar particularmente vinculado
a Dios.
8. Capa pluvial. De forma semicircular, está abierta
por delante y llega hasta los pies. Se empieza a conocer más bien como prenda de
abrigo contra el frío y la lluvia, según indica su mismo nombre. Su forma
amplia, su capucha y el que esté vinculada a las procesiones litúrgicas hacen
suponer que éstas serían los primeros actos de culto en los que la capa pluvial
tuvo la categoría de vestidura litúrgica. Un inventario del monasterio de Obona
(Oviedo, España) de fines del s. vin incluye ya la capa pluvial. Sin embargo, no
puede asegurarse que hasta el s. X, por lo menos, estuviera extendido a todas
partes su uso litúrgico, como, p. ej., en procesiones, Oficios corales solemnes,
en la incensación del altar, bendiciones, etcétera.
Como en las demás v. l., tras una vuelta al gusto medieval, el arte sacro ha
devuelto a la capa pluvial una severa dignidad en la amplitud de su caída, en la
calidad de sus telas, etc., ya, en general, sin la capucha, que ha perdido su
finalidad práctica. Actualmente se usa en procesiones (v.), bendiciones (v.) y
algunos sacramentales (v.), llevando debajo el alba o el sobrepelliz.
Históricamente se relacionan con la capa, el manto papal, característico del
Sumo Pontífice, siempre de color rojo; la capa coral, que es el hábito de coro
de los clérigos; la capa magna, vestidura amplia y con cola, propia de obispos y
algunos prelados, y la muceta, que es una última derivación de la capa magna
progresivamente acortada. Los autores espirituales de la Edad Media, fijándose,
sobre todo, en la magnificencia de la capa, vieron en ella un símbolo de la
resurrección gloriosa que aguarda al seguidor fiel de Jesucristo.
9. Casulla. del latín casulla, casa pequeña, es una
v. l. usada para la celebración, exclusivamente, de la Santa Misa (v.) y otros
actos de conexión directa con ella. Puede tener dos formas. Una de ellas es una
circunferencia con una abertura en el centro para pasar la cabeza; la otra,
reducción de la primera, tiene forma de escapulario, también con su abertura
central y cae sobre pecho y espaldas.
Recibió el nombre de casulla en África y las Galias en el s. IV la prenda
circular con abertura para la cabeza de modo que el cuerpo quedase totalmente
rodeado, como dentro de una casa. Ya incluso en Grecia se conocía como vestido;
en la época clásica romana la llevaban obreros y soldados con el nombre de
paenula, reservado en un principio a los viajes por los ciudadanos, se fue
extendiendo y generalizando a los otros momentos de la vida civil, quedando
reservada la toga para los actos oficiales. Dos mosaicos de Milán y Rávena (s. V
y VI) demuestran que la paenula era llevada en los actos de culto y en la vida
privada. La evolución en el traje civil restringió el uso de la paenula a los
eclesiásticos primero, y sólo a los actos litúrgicos después. En las Galias
recibió la paenula el nombre de anfíbalo y también, a partir del s. v, el de
planeta, que se ha conservado para una forma especial de casulla usada en las
celebraciones de penitencia.
El Museo de la Catedral de Toledo muestra una colección de ornamentos en los
cuales se pueden reconocer algunos signos de evolución. Predominan el tipo de
casulla de material rico y suntuosas en su conjunto. Este movimiento empezó en
época carolingia y con el tiempo las razones de economía y comodidad en el uso
determinaron un progresivo acortamiento en los brazos, cuya última etapa han
sido las casullas-escapulario. La paenula se adornaba con unas simples líneas
paralelas al cuerpo, que pasaron después a la casulla litúrgica. Esta norma de
sobriedad se mantuvo, con dibujos geométricos, líneas en forma de cruz, o bien
formando una Y delante y detrás y uniéndose en los hombros. Posteriormente (s.
XIV en adelante) se admitió prácticamente cualquier motivo religioso o simbólico
en relación con aquél; esto determinó una extraordinaria abundancia de piezas
artísticas, en ocasiones con detrimento de la significación litúrgica. A finales
del s. XIX apareció un movimiento restaurador de la casulla amplia, un poco
superficialmente llamada gótica, cuyo uso se ha ido extendiendo.
La amplitud de forma de la casulla y el que sea la v. l. más importante por su
relación con la Eucaristía, por ir sobrepuesta a las demás, etc., ha hecho que
se vea en ella, como vestidura exclusivamente sacerdotal, a la Iglesia,
vestidura humana de Cristo, así como también a la caridad, virtud suprema que,
por encima de todas las demás, debe poseer el sacerdote, que es otro Cristo y
que, como dice la fórmula de imposición de la casulla, recibe en esta prenda el
suave yugo de Jesús.
10. Humeral. Del latín humerale, para los hombros, es un paño rectangular de dimensiones bastante grandes que se lleva sobre los hombros y con cuyos extremos se sostienen los objetos sagrados. La primera prescripción sobre el humeral que se conoce es de un Concilio del s. IV en la que se ordena se traten los objetos de culto siempre con las manos cubiertas. Tal ordenación venía a sancionar probablemente un uso que se había ido introduciendo, como signo de respeto y veneración. Primeramente lo usaron los acólitos para sostener la patena en la celebración de la Santa Misa; a partir del s. XI quedó reservado a los subdiáconos. Ha quedado vigente su empleo por el sacerdote para la Exposición (v.) y Bendición con el Santísimo.
11. Dalmática. Es una túnica con mangas anchas y cortas y que llega a las rodillas aproximadamente. Originaria de Dalmacia, se introdujo en la época imperial romana como traje de ciudadanos distinguidos. Por tratarse de prenda honorable, el papa Eutiquiano, en el s. III, la prescribió para sepultar los cuerpos de los mártires. Es una v.l., por tanto, vinculada estrechamente a la Iglesia en Roma, y más concretamente, al Papa, que ya la usaba como v. l. en el s. III y que en el s. IV extendió su uso a sus diáconos. Posteriormente (s. vi) se concedió a los diáconos de Arlés y a partir de este momento se va haciendo más general. Cuando la casulla quedó reservada al sacerdote, la dalmática permaneció como v.1. definitiva del diácono, bien entendido que como el Papa y los obispos la llevaban debajo de la casulla (fresco de las Catacumbas de Priscila, s. III), el diácono la usa por participación y prolongación del pontífice. Es signo de la dedicación a las obras de caridad material para las que fueron instituidos los diáconos (v.) y señal de alegría y solemnidad por su participación en el servicio de los divinos misterios. Fue blanca; desde el s. XII también de color; y, con el tiempo, ha ido acomodándose al color de la casulla.
12. Tunicela. Del latín tunicella, túnica menor, llamada también túnica stricta tiene la misma forma de la dalmática, pero en su ornamentación suele significarse su categoría inferior. Es propia del subdiácono. Al crecer en importancia el orden de los subdiáconos se les dio como distintivo la tunicela, para distinguirlos de los acólitos. Si bien ya era conocida como vestidura pontifical en los s. vii y VIII, no existen datos que la vinculen al subdiácono hasta el s. IX. Las oraciones de bendición e imposición la relacionan con la alegría del servicio del Señor.
13. Normas sobre la materia, forma y demás
requisitos de las vestiduras litúrgicas. La Iglesia ha cuidado siempre de que
las v. l., «que deben contribuir al decoro de la misma acción sagrada» (Const.
ap. Missale Romanum, de 1969, n° 297), sean dignas, limpias y de severa
elegancia. El Cone. Vaticano II ha recordada que «la Iglesia fue siempre amiga
de las bellas artes para que las cosas destinadas al culto sagrado fueran en
verdad dignas, decorosas y bellas, signos y símbolos de las cosas celestiales» y
que «procuró con especial interés que los objetos sagrados sirvieran al
esplendor del culto con dignidad y belleza»; asimismo, que se ha de buscar en
todo ello «más una noble belleza que la mera suntuosidad» y que «esto se ha de
aplicar también a las vestiduras y ornamentación sagrada» (Const. Sacrosanctum
Concilium, n° 122 y 124).
Las prescripciones relativas a las v. l., así como a insignias y utensilios
litúrgicos, se hallan en general en los mismos libros litúrgicos (v.) y en sus
rúbricas (v.). Sus normas acerca de la forma, materia de confección, etc., son
obligatorias, aunque en ocasiones hay algún margen dentro de ellas. Sobre la
materia, la Const. ap. Missale romanum afirma que, «aparte de los materiales
tradicionales, pueden emplearse las fibras naturales propias de cada lugar o
algunas fibras artificiales que respondan a la dignidad de la acción sagrada y
de la persona» (n° 305). Se recomienda también que la belleza y nobleza se
busquen no tanto en la abundancia de ornamentación sobreañadida (que debe
prescindir, por otra parte, de todo lo que no corresponda al uso sagrado),
cuanto en la calidad del material y en su corte (n° 306). Por lo que se refiere
a la forma, debe seguirse el uso tradicional y -cuando se vea conveniente algún
cambio- las Conferencias Episcopales pueden indicar y proponer a la Sede
apostólica la acomodación que responda mejor a las necesidades y costumbres de
las diversas regiones (nº 304).
Existen también, como es obvio, normas sobre la obligación de emplear los
ornamentos en las celebraciones litúrgicas, a no ser que se esté ante un caso de
extrema necesidad (persecución, o, según algunos autores, si hay necesidad de
consagrar para dar el Viático a un enfermo); así, celebrar sin ornamentos, o
incluso sin alba o casulla, es falta grave. El Código de Derecha Canónico recoge
esta obligación, especialmente para la Santa Misa (can. 811), aparte de la
obligación señalada por las libros litúrgicos.
Los ornamentos deben ser bendecidos antes de su uso, según las fórmulas del
Ritual, igual que los tres manteles del altar (v. ALTAR IV), los corporales y la
palia (v. vasos SAGRADOS, 5-6). Pueden bendecirlos, además de los cardenales y
obispos en todas partes, los sacerdotes dentro de su jurisdicción (párroco,
rectores de iglesias, superiores religiosos, etc.). Si pierden la forma
primitiva, son vendidos o se emplean indecorosamente pierden la bendición (cfr.
CIC, can. 1.304 y 1.305).
V. t.: COLOR III; INSIGNIAS LITÚRGICAS; LITURGIA; SIMBOLISMO RELIGIOSO III;
SIGNO IV.
J. E. PASCUAL BENNASAR, JORGE IPAS.
BIBL.: M. ANDRIEU, Les «Ordines Romani» du haut
moyen üge, IV, Lovaina 1956; L. DUCHESNE, Liber Pontificalis, I, París 1955; ÍD,
Les origines du culte chrétien, 5 ed. París 1925; P. RADO, Enchirídion
liturgiqum, II, Barcelona 1961; M. RIGHETTI, Historia de la liturgia, I, Madrid
1955; E. ROULIN, Linces, insignes et vétements liturgiques, París 1930; R.
LESAGE, Dictionnaire pratique de liturgie romaine, París 1952; ÍD, Objets et
habits liturgiques, París 19'58; 1. WILPERT, Un capitolo di storia del vestiario,
Roma 1898; M. GARRIDO BONAÑO, Curso de liturgia romana, Madrid 1961, 209 ss.; ÍD,
Las vestiduras sagradas, «Liturgia» nº 86-88; I. GOMÁ, El valor educativo de la
Liturgia católica, 4 ed. Barcelona 1945; A. PÉREZ VILLANUEVA, Los ornamentos
sagrados en España: su evolución histórica y artística, Barcelona 1935; cfr.
también la bibl. de INSIGNIAS LITÚRGICAS.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991