Unión con Roma y Unión de los Cristianos I. los Cristianos Orientales Separados y la Unión con Roma.
 

La Iglesia es Una por voluntad de Cristo, que, en su oración sacerdotal, rezó encarecidamente por la unidad: «No ruego sólo por éstos (los Apóstoles que en aquel momento estaban junto a Él), sino por cuantos crean en mí por su palabra, para que todos sean uno como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros y el mundo crea que tú me has enviado» (Io 17,20 ss.). Esa unidad es unidad de fe y unidad de comunión, que encuentra su centro en la Sede Romana, «por la que tiene principio la unidad entre los obispos» (S. Cipriano de Cartago, Epistola 59,14). La ruptura de la comunión con los demás cristianos es algo ajeno a la voluntad dé Cristo; no es, pues, extraño que, en la medida en que el espíritu cristiano se mantiene, se sienta la separación como algo doloroso y se aspire a restablecer la unión. A lo largo de la historia de la Iglesia encontramos numerosos cismas (v.), herejías (v.) y divisiones, y también el testimonio tanto de la preocupación de la Sede de Roma por atraer a los cristianos separados (v.) hacia la comunión, como de la de éstos por volver a recuperar la unidad que habían perdido. A continuación se hace la historia de esos movimientos de unión, considerando las dos divisiones más graves que se han dado históricamente: el cisma de los cristianos orientales y la escisión protestante. Para una consideración teológica de fondo de la unidad de la Iglesia y
de las vías a través de las cuales debe promoverse la unión de los cristianos, Y. IGLESIA II, 2; II, 6 y III 2; ECUMENISMO II.

1. Intentos de unión en los s. XI a XIII. Trazar una historia de los cismas que se sucedieron a lo largo de la historia antigua, así como de las uniones que consiguieron superar muchos de ellos, obligaría a extenderse demasiado. Remitiendo para todo ello a las voces generales de Historia de la Iglesia, comenzaremos nuestra exposición a partir de la ruptura de la Sede de Constantinopla con Roma en el año 1054 (v. ORTODOXA, IGLESIA). Esa ruptura fue considerada por los que la vivieron y presenciaron como algo definitivo. Ya en los siglos anteriores se habían dado otras rupturas de la comunión, que fueron luego superadas; y esta nueva separación no fue vivida como algo insuperable. De hecho, a pesar de la separación, las relaciones entre Roma y Bizancio siguieron siendo en muchos aspectos cordiales a lo largo de todo el s. XI, si bien poco después, las Cruzadas (v.), especialmente la cuarta en concreto, tras la ocupación de Constantinopla y el establecimiento de un Reino latino (v. LATINO, IMPERIO) en la capital del Imperio de Bizancio, enconaron esas relaciones amistosas. En el mismo s. XI hubo dos tentativas bajo los pontífices Gregorio VII (1073-85) y Urbano II (1088-99). El propio Emperador Miguel VII (1073-85), movido en parte por la necesidad de ayuda militar contra la creciente presión de los turcos, ofreció halagadoras esperanzas de unión en el campo religioso. La proposición imperial fue aceptada en Roma, pero desgraciadamente no pudo llevarse a cabo, pues, destronado Miguel por Nicéforo III, cambiaron radicalmente las relaciones político-religiosas. Unos años más tarde Urbano II, que era partidario de una discusión amistosa con los bizantinos, lanzó varias propuestas de diálogo, que, sin embargo, no llevaron a ninguna reunión. Pero en el 1095 llegó al Sumo Pontífice una nueva llamada de socorro a los orientales para ser ayudados frente a los mahometanos. La Europa latina conoció las penalidades a que estaban sometidos los cristianos orientales, y el Papa, impresionado por aquellos relatos, comenzó a planear proyectos de la primera Cruzada, a fin de liberar los Santos Lugares. En el terreno de la unión se llegó a reunir en Bari, en el penúltimo año del pontificado de Urbano II, un pequeño Concilio o Sínodo, en el que se pretendió clarificar con conversaciones amistosas las divergencias teológicas y disciplinares. Lo mismo se intenta después en otro Concilio más amplio reunido en Roma en el 1099. No pudo, sin embargo, llegarse a nada concreto y eficaz.
Tampoco faltaron los coloquios particulares todo a lo largo del s. XII. Fueron más bien de carácter privado, como los celebrados por el obispo Anselmo de Havelberg en Constantinopla y Salónica los años 1136 y 1155; la discusión que el arzobispo Pedro Grossolano, de Milán, tuvo con los griegos en Constantinopla el año 1133; finalmente, los coloquios de Hugo Aetheriano hacia el 1169. Las tentativas se reiteraron en el s. XIII, comenzando por Inocencio III (1198-1216), que acudió al Emperador bizantino proponiendo negociaciones para la unión, y pidiéndole colaboración en la Cuarta Cruzada. Al desviarse esta Cruzada de los objetivos señalados por el Pontífice y dar lugar a la ocupación latina de Constantinopla, se cortaron las negociaciones de unión y, como ya dijimos, se enturbió el ambiente. A pesar de eso no dejaron de hacer contactos, unos de carácter oficial y
otros de carácter privado. Ejemplo, las conversaciones que presididas por un Prelado de rito latino hubo en Constantinopla los años 1204, 1206 y 1214; y especialmente las discusiones entre embajadores de Gregorio IX y representantes de los griegos en Nicea y Ninfea en 1234. Los legados pontificios fueron cuatro Maestros en Teología, dos franciscanos (Haymo de Faversham y Rodolfo de Reims) y dos dominicos (Pedro y Hugo de Sezane), enviados el 18 mayo 1233 con cartas para el patriarca Germán II, en respuesta a una carta que este Patriarca, animado a ello por algunos franciscanos que habían llegado precedentemente a Nicea (sede del Emperador y del Patriarca durante la ocupación latina de Constantinopla), había escrito al Papa en 1232. Las conversaciones comenzaban el 19 feb. 1224 y se prolongaron luego en Ninfea hasta el 4 mayo; materias principales de discusión: la doctrina de la procesión del Espíritu Santo y la consagración con pan ázimo. Al no llegarse a ningún resultado, quedaron rotas por algún tiempo las conversaciones con los bizantinos, aunque se entablaron con otros cristianos separados, como los armenios, los nestorianos, y los griegos de los Patriarcados de Antioquía y Jerusalén, etc.
La ocupación de Constantinopla por los latinos vino a ahondar el abismo que iba abriéndose cada vez más entre los bizantinos y los latinos, aunque en cierto modo forzó a los emperadores de Bizancio a entablar nuevas negociaciones, ya que vencidos por los latinos y temiendo su ulterior avance, preferían ponerse al habla con ellos, interesándose por una futura unión. Ésta fue la línea seguida por el emperador Juan Vatatzes, bajo cuyo reinado se tuvieron las ya mencionadas reuniones de Nicea y que en 1248 volvía a insistir ante el Papa, que era entonces Inocencio IV, ofreciendo el reconocimiento del Primado Romano, la sumisión del clero griego, y la prestación por todos del juramento de fidelidad y obediencia; pedía a cambio la entrega de Constantinopla y el alejamiento de todos los eclesiásticos latinos. Para iniciar las negociaciones envió a la Corte Pontificia al franciscano Salimbene, hijo de padres grecolatinos, que conocía a la perfección los dos idiomas; y solicitaba que se le enviara como Legado al General de los franciscanos. En ag. 1250 se preparó una nueva legación doctrinal. Estaba ya casi todo preparado para llegar a un acuerdo común, cuando casi simultáneamente, en 1254, fallecieron el Papa y el Emperador.

2. Los Concilios de Lyon y Florencia. El sucesor de Vatatzes, Teodoro Láskaris II, repitió ante el nuevo papa Alejandro IV los deseos del envío de una persona idónea para reanudar las conversaciones. Se nombró, efectivamente, al dominico y obispo de Orvieto, Constantino. Emprendió de hecho el camino, pero hubo de regresar poco después, porque el Emperador había declarado la guerra a los búlgaros, y había cambiado de política y de intención. En 1258 moría Láskaris, y le sucedía Miguel VIII Paleólogo (1258-82), que en 1261 arrebató Constantinopla a los latinos. Como, no contento con eso, inició campaña contra todos los latinos, Urbano IV promovió la predicación de una nueva Cruzada contra él. Temiendo el Emperador que todo ello pudiera llevar a una nueva ocupación de Constantinopla cambió de actitud, y pidió nuevamente que se abrieran negociaciones con Roma. En julio de 1263 se le envió como Legado Pontificio al franciscano Simón de Auvergne, con tres compañeros más; luego se les añadieron dos legados más, Gerardo de Prato y Rainerio de Sena. Existen discrepancias entre los autores en lo relativo a valorar el comportamiento de esta Legación. Así algunos autores acusan a los Legados de haber sobrepasado las facultades recibidas, y haber hecho concesiones que no se podían admitir. En cualquier caso Clemente IV, que había sucedido a Urbano IV, escribió en 1267 al Emperador, hablándole de cierto compromiso ajustado entre los Legados y el Emperador, en el que se trataba de inclinar a la Santa Sede hacia determinadas concesiones para preparar la unidad y que fue rechazado por el Papa, en razón de algunas cosas «ni cómodas ni útiles, sino costosas y dañosas». Clemente IV declaraba no obstante que estaba dispuesto a enviar nuevos legados. Su muerte vino a interrumpir temporalmente estas negociaciones de unionismo.
Elegido Gregorio X, se apresuró el Emperador bizantino a enviarle como legado suyo al franciscano Juan de Barastro con cartas de felicitación. Le contestó el Papa el 24 de oct. 1272 dándole cuenta de que había sido convocado un Concilio ecuménico para el 1274 en Lyon, y enviándole como legados a los franciscanos Jerónimo de Ásculo, Raimundo de Berengario, Bonagracia de San Juan de Persiceto, y Buenaventura de Mugello. Cumplimentada la misión, regresaron al año siguiente Berengario y Mugello, y se quedaban en la Corte bizantina los otros dos: aquéllos para anunciar al Pontífice cuanto habían visto y oído; y éstos para que pudieran intimar lo que se determinara en concreto, después de las conversaciones habidas. Y así se llegó al Concilio II de Lyon (v.), en el que los bizantinos aceptaron y sellaron la unión.
Por desgracia, no fue muy duradera, pues se había debido más que a razones religiosas a razones políticas, y quizá también a determinadas exigencias impuestas por Roma para que constara de la sinceridad de su sumisión. Con esa ruptura desapareció durante largo tiempo toda otra iniciativa seria de negociación, aunque sí hubo algunas durante el siglo y medio siguiente, con frecuencia cuando los turcos aumentaban sus amenazas contra los territorios del Imperio bizantino. En concreto, en los años 1333, 1339, 1343, 1352, 1367 y 1417. En 1430 una nueva tentativa más eficaz llevó en el 1439 a una nueva unión firmada en el Conc. de Florencia (v.). Al Concilio habían asistido entre autoridades civiles, eclesiásticas y correspondiente acompañamiento, hasta un total de unos 700 griegos, entre ellos el propio Emperador y el Patriarca constantinopolitano José II, que moriría durante las sesiones del Concilio; participaron también representantes de los cristianos rusos, etc. Figuras insignes como el metropolita Isidoro de Kiev y el metropolita de Nicea, Bessarian, impulsaron la unión. Por desgracia también aquí la reunión fue efímera, y al caer Constantinopla bajo el poder turco se cerró la puerta para un contacto global entre el Oriente y Roma.

3. Del s. XVI al XIX. A lo largo de esos siglos se producen algunas uniones particulares que desembocan en la vuelta a la unidad de la Iglesia Católica de diversas ramas de los diferentes ritos. Así, han ido uniéndose a Roma los caldeos (nestorianos) desde 1553, en que se erige Patriarcado católico de ese rito; y los malabares de la India desde 1599, tras el sínodo de Diamper; los coptos de Egipto desde 1741 con la unión a Roma de uno de sus obispos que crea el Patriarcado en el 1895; los armenios desde 1740 con su Patriarcado de Cilicia con sede en Alepo; los sirios de Antioquía desde 1774 con la unión del obispo Miguel Giarweh; los malankares de la India, desde 1930 con Mar Ivanios; los coptos de Etiopía desde 1930 con la primera jerarquía católica unida, extendida en 1961 a una eparquía en Addis Abeba con dos sufragáneas, en Asmara y en Adigrat. Y, por lo que toca ya a las comunidades de rito bizantino: los blancorrutenos (bielorrusos) y ucranianos en 1596 en Brest Litowski; los ucranianos de Galitzia en 1700, los yugoslavos desde 1628 con las primeras misiones, y la erección de la eparquía de Krizevci en 1777; y los rumanos en 1698 con la unión suscrita en Alba Julia; los melquitas de Antioquía en 1716 con Cirilo V; los búlgaros en 1860 con la consagración de su obispo Sokolski; los griegos en 1911 con su exarca Papadopoulos. Para más datos sobre estos católicos de rito oriental, v. ORIENTAL CATÓLICA, IGLESIA; UNIATAS.

4. Los siglos XIX y XX. A partir de mediados del s. XIX, todos los Sumos Pontífices han manifestado una viva preocupación por el problema de la unión de los cristianos y del contacto directo con los ortodoxos.
Pío IX, desde su subida al Sumo Pontificado, dirigió su atención al Oriente. En 1847 recibió una embajada del Sultán de Constantinopla que le proponía el restablecimiento del Patriarcado latino de Jerusalén. A comienzos de 1848 envió, por su parte, un delegado suyo al Sultán, encargado de expresarle su satisfacción por el arreglo hecho, y le entregó una Carta Apostólica dirigida a todos los cristianos del Oriente, exaltando los ideales de sus antepasados y dirigiéndoles una paternal invitación a la unidad. Les prometía respeto absoluto de sus ritos y ceremonias, veneradas por su antigüedad, magnificencia y piedad. Prometía así mismo conservar en sus rangos y puestos de dirección a todos los obispos y dignidades que aceptasen la unión. Esta invitación fue mal acogida en el Oriente; una reunión que se celebró en Constantinopla en mayo de ese mismo año y en la que participaran 4 Patriarcas y 29 obispos, dirigió al Papa una contestación de tono duro y amargo.
Al pensarse en el Conc. Vaticano I, ya desde el 1864, el Papa volvió a pensar en los ortodoxos, a los que dirigió una carta, invitándoles a participar en las sesiones conciliares. También fue mal acogida esta nueva invitación. Las razones eran varias: los prejuicios y desconfianzas existentes, la dependencia en que muchos de los obispos ortodoxos se encontraban con respecto a las autoridades civiles de sus respectivos Estados, etc. Algunos se quejaron de que la carta de invitación hubiera sido publicada en la Prensa romana antes de que hubiera llegado a conocimiento de los mismos interesados.
León XIII también se rigió en su gobierno por el deseo de fomentar la unión. Al redactar una carta encíclica del 20 jun. 1894, con ocasión de su jubileo episcopal, tomó como tema central de la misma la unión de los cristianos. En la Enc. Satis cognitum del 29 jun. 1896 insistía particularmente en la nota de unidad de la Iglesia de Cristo. No ignoraba que la unión habría de costar quizá sensibles sacrificios, pero podían darse por bien empleados con tal de conseguir esa unión de todos los cristianos. No se contentó por lo demás con solas palabras. Como gesto de fraternidad extendió a la Iglesia universal la festividad litúrgica de los Santos Cirilo y Metodio, apóstoles de los eslavos. Poco después elevaba al cardenalato al Patriarca de los armenios católicos Antonio Hassoum, y al ucraníano Silvestre Sembratovic, primeros cardenales orientales (junto con el metropolita ucraniano Lewickyj, elevado a esta dignidad por Pío IX en 1856) desde los ya lejanos Isidoro de Kiev y Bessarion. A partir de 1894 se multiplicaron las intervenciones del Pontífice, como consecuencia del Congreso Eucarístico internacional celebrado en Jerusalén el 1893. El Congreso había transmitido al Papa una serie de peticiones, con miras al acercamiento mutuo: a) que algunas plegarías de las liturgias orientales pudieran ser introducidas también en los Manuales de piedad de los occidentales; b) que las revistas católicas teológicas y científicas de Occidente se ocuparan también de las cuestiones religiosas del Oriente; c) que se desarrollasen y multiplicasen las asociaciones piadosas en favor de la unión; d) que se crease una Congregación Romana entre los Dicasterios de la Santa Sede, y desligada de la de Propaganda Fide, que atendiera comúnmente a todos los asuntos de las Iglesias Orientales. En oct. 1894, León XIII convocó en Roma al Cardenal Legado en ese congreso y a varios Patriarcas católicos orientales para estudiar conjuntamente el modo de dar mayor impulso a las Iglesias de rito oriental ya unidas a Roma. Publicó la Enc. Orientalium dignitas, en la que definía las directrices que iba a seguir la Santa Sede en este apostolado unionístico; y algunas semanas después la Christi nomen, en la que hacía un llamamiento a todos los fieles, para que prestaran su ayuda en la reunión de las cristiandades orientales. Las ilusiones fomentadas por toda esa labor sufrió un rudo golpe cuando el Patriarca constantinopolitano Anthimo VII publicó una encíclica patriarcal en la que recordaba con tono acerbo las antiguas querellas entre latinos y griegos y en la que decía que la existencia de comunidades uniatas era un obstáculo para el diálogo.
S. Pío X tuvo que hacer frente durante su Pontificado a grandes problemas internos de la Iglesia, como consecuencia del modernismo (v.). Sin embargo, tampoco se mantuvo al margen del problema oriental. En carta al Card. Vannutelli, el 22 jul. 1907, con ocasión del XV Centenario de S. Juan Crisóstomo, insistía en la importancia que esta celebración había de tener desde el punto de vista de la unión. En otra carta del 26 dic. 1910 recordaba nuevamente que la Santa Sede no había cesado de interesarse en el problema de la vuelta de las Iglesias Orientales a la unidad. Insistía en la importancia de la oración; precisamente él mismo había aprobado en dic. de 1909 el Octavario de oraciones para la unidad.
Benedicto XV instituyó el nuevo Dicasterio Romano dedicado a los problemas de la Iglesia Oriental, y el Instituto Pontificio de Estudios Orientales en Roma. Pío XI, en su Enc. Rerum orientalium del 1928, abogaba por una investigación a fondo de los problemas que separan, con miras a instaurar un ambiente pacífico y fraternal que fuera acercando a quienes estando en lo profundo tan cerca estaban alejados en la práctica. Sobre ello volvió en múltiples cartas y alusiones. Pío XII se ocupó de los orientales en sus Enc. Orientales Ecclesiae omnes, de 1945; Orientales Ecclesiae, de 1952, y Sempiternus Rex, de 1951, con ocasión del decimoquinto centenario del Conc. de Calcedonia.

5. El Conc. Vaticano II y los años posteriores. Al convocarse el Conc. Vaticano II (v.) se invitó a los orientales a participar; esta vez, a diferencia de lo que ocurrió con el Conc. Vaticano I, la invitación fue aceptada. En la sesión de clausura del Concilio se decretó la cancelación oficial de las excomuniones mutuas entre Constantinopla y Roma, como gesto que sirviera para facilitar un diálogo común. Las relaciones directas con el Patriarca de Constantinopla Atenágoras, iniciadas ya en tiempos de Juan XXIII, se intensificaron sobremanera bajo Paulo VI y continuaron después de la muerte del Patriarca con su sucesor (se ha publicado una obra, Tomus Agapé, traducción castellana: Al encuentro de la Unidad, Madrid 1973, con referencia pormenorizada de
todos esos encuentros fraternos). Con la Iglesia Ortodoxa Rusa, que desde un principio envió sus observadores oficiales al Vaticano II, se han intercambiado diversas visitas, y se ha creado una comisión de estudios, mixta, que ha tenido reuniones en Leningrado, Bari, Zagorsk, etc. Visitas y contactos ha habido también con los griegos, rumanos, búlgaros, etc. Por lo que respecta a las comunidades monofísicas los mismos Patriarcas han visitado al Papa en Roma: Vasken I de los armenios en mayo de 1970; Ignacio Jacob III de Antioquía en octubre de 1971; Shenouda III de la Iglesia copta de Alejandría en mayo de 1973. Todo ello, obviamente, no es todavía la unión, pero pueden ser pasos que, superando divergencias y prejuicios, preparen el restablecimiento de la comunión.

V. t.: ORIENTAL CATÓLICA, IGLESIA; ORTODOXA, IGLESIA.


A. SANTOS HERNÁNDEZ.
 

BIBL.: A. SANTOS HERNÁNDEZ, Iglesias de Oriente, II. Repertorio bibliográfico, Santander 1963, 688-714; R. AUBERT, La Santa Sede y la unión de las iglesias, Barcelona 1969.
 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991