Teologia. Naturaleza de la Teologia
 

1. La palabra «teología». 2. Objeto de la Teología. 3. Teología, Fe y Filosofía. 4. Presupuestos de la Teología. 5. Funciones de la Teología. 6. Teología, Fe y vida cristiana. 7. La Teología como ciencia. 8. La Teología como sabiduría.


En términos generales se entiende por T. la exposición metódica y estructurada del contenido de la fe cristiana, es decir, de la doctrina revelada. Más técnicamente se la puede definir: a) genéticamente, como aquella actividad por la que el cristiano, que ha aceptado por la fe la Revelación divina, se esfuerza, mediante el estudio y el análisis racional, en comprender hondamente la verdad creída y, a su luz, juzgar de la entera realidad. En palabras de Newmann, «un ejercicio del intelecto con respecto a los credenda de la Revelación» (El asentimiento religioso, Barcelona 1960, 148); o, más exactamente, una « fides discursum rationis assumens», acto por eJ que una inteligencia creyente asume toda su capacidad cognoscitiva a fin de profundizar en lo que por la fe cree y explicitar todas sus virtualidades; b) terminativamente, como el resultado de esa actividad, es decir, una exposición estructurada y orgánica del contenido de la Revelación, poniendo de relieve su íntima unidad y explicitando sus riquezas y virtualidades; en suma, un «conocimiento desarrollado de la fe» (M. J. Scheeben, Handbuch der Katholischen Dogmatik, Friburgo de B. 1873, n° 957), una «explicatio fidei» (S. Tomás, Sum. Th. 2-2 q5 a4).

1. La palabra «teología».

a) Uso precristiano. Etimológicamente, t. proviene del griego, y significa palabra, enseñanza, doctrina sobre Dios. El primero en haberla utilizado parece haber sido Platón (República, 3779a5), que la aplica a los poetas como autores de mitos sobre la naturaleza y la génesis de los dioses y de las potencias sobrehumanas, y, por tanto, como antecesores y precedentes de los filósofos que buscan la verdad contenida en los mitos. Aristóteles la usa también en ese sentido, y así califica como teólogos a Hesíodo y Homero en cuanto creadores de mitos (Metafísica, A 938b29; B 1000a9). En otros lugares la emplea con un sentido distinto, aunque relacionado con la naturaleza del intento filosófico que hereda de Platón; así habla de «teología filosófica» para referirse al estudio del ente en cuanto fundado en el ser o desde sus causas últimas, es decir, como equivalente a lo que también denomina «filosofía primera» (Metafísica, E 1026a19; K 1064b3). Uniendo esas acepciones, y completándolas con la referencia a la función social de la religión y del culto, los pensadores estoicos llegaron a la distinción entre tres teologías, de que habla Varrón: la t. mítica, propia de las leyendas poéticas sobre los dioses; la t. física, propia de los filósofos que se ocupan de determinar la verdadera naturaleza (fysis) de los dioses; la t. política, propia de los legisladores, que atienden al culto público tributado por la ciudad-estado (Antiquitates rerum humanarum et divinarum, citado por S. Agustín, De Civitate Dei, lib. 6, cap. 5-10).

El uso que los autores grecorromanos hicieron de la voz t. pone de relieve los límites de su conocimiento de Dios, cuya personalidad y trascendencia no llegaron nunca a captar de modo pleno. De ahí que oscilen entre una religiosidad sincera, pero vinculada en gran parte al mito, por lo que la t. o saber sobre Dios tiende a confundirse con una explicación de la génesis del universo, degenerando así en teogonía; y una filosofía que, en principio, no niega la religión, sino que la presupone y aspira a ir a su raíz, pero que, no elevándose tampoco a una acabada conciencia de la trascendencia divina, está constantemente expuesta a desembocar en una racionalización atea del saber religioso, reduciendo el Dios vivo del que hablan las religiones a la condición de mera ley inmanente al universo.

b) Sentido cristiano. El panorama cambia radicalmente con la venida del cristianismo, que, de una parte, trae consigo un conocimiento neto y claro de la personalidad de Dios y de su trascendencia sobre el mundo, criatura suya, y, de otra, anuncia nuestra elevación sobrenatural (v.) a participar en la propia vida divina. En el orden epistemológico, del anuncio cristiano se derivan dos consecuencias fundamentales:1) Una facilitación del saber filosófico, al que se le revela el término al que debe dirigirse. El reconocimiento de Dios como Creador implica, en efecto, la advertencia de la absoluta dependencia con que la entera realidad se encuentra con respecto a Él; sólo en Dios y desde Él, puede obtenerse un conocimiento pleno de la realidad. Resulta así patente que la Filosofía (v.), como saber que aspira a fundar al hombre en la verdad, alcanzará su término y su perfección cuando dirija la mente humana al descubrimiento de la verdad de Dios, del que el universo procede y hacia el que el hombre debe encaminarse por el conocimiento y el amor.

2) La manifestación de la posibilidad da un saber de tipo nuevo: aquel precisamente que nos es dado por la palabra que Dios nos ha dirigido, cuando abriéndonos a ella, dejamos que su verdad ilumine por entero la inteligencia. Es a este saber al que la tradición cristiana designa con el nombre de T., dando así un fuerte giro semántico al vocablo, ya que ahora no significa, como ocurría en el mundo griego, una palabra o logos humano sobre Dios, sino más bien una participación del hombre en el logos divino, es decir, en el conocimiento que Dios tiene de Sí mismo y de toda realidad. La T. es, como dice S. Tomás, una huella, una impresión o trasunto de la ciencia divina («impressio divinae scientiae»: Sum. Th. 1 ql a3 ad2), hecho posible por la comunicación que Dios ha hecho de sí en la Revelación.

Si bien la T., en cuanto realidad, ha existido siempre en la Iglesia, ya que es un desarrollo espontáneo de la Revelación, la aplicación a esa realidad del nombre con que hoy la designamos es muy posterior. Ello se explica fácilmente si recordamos que la voz t. estaba, en el griego precristiano, ligada fuertemente al mito: su uso indiscriminado se hubiera prestado a inducir a confusión sobre la naturaleza de la fe cristiana. De ahí que su recepción sea lenta y vaya acompañada de una progresiva decantación. :'En algunos textos primitivos (p. ej., Atenágoras, Legación en favor de los cristianos, 10) se la emplea todavía en un sentido muy próximo al precristiano (enseñanza sobre las potencias sobrehumanas): se designa, en efecto, bajo ese título la enseñanza evangélica sobre Dios y sobre los ángeles; pero pronto pasa a ser referida única y exclusivamente a Dios, recogiendo así, también en el aspecto terminológico, la radical distinción entre Creador y creaturas, consustancial al dogma cristiano. Aun así, continúa apareciendo raras veces, haciéndose más frecuente sólo cuando el paganismo entra en plena decadencia, es decir, a partir del s. iv.

Dos son los usos fundamentales que, en esa época, hacen los Padres de este término. De una parte, durante la polémica antiarriana, acuden a él para significar el conocimiento de Dios y especialmente el de los misterios de la Trinidad y la Encarnación; forma de hablar que es reflejo de una exposición de la catequesis cristiana en la que la «economía» o narración del proceso histórico de la obra redentora y salvadora de Dios se prolonga con la «teología» o parte de la enseñanza cristiana encaminada a poner de relieve la realidad del Dios Uno y Trino que, en la «economía», se manifiesta y comunica a los hombres (así se expresan S. Atanasio, Eusebio de Cesarea, etc.). De otra parte, los autores de origen monástico se sirven del término t. para indicar un conocimiento de Dios de orden místico-espiritual. Aunque este segundo significado se mantiene a lo largo de la historia (y así lo encontramos, p. ej., en S. Teresa de Jesús, que habla con frecuencia de la oración como «mística teología»), fue el primero el que históricamente predominó, aunque sufriendo una modificación o ampliación, anticipada en algunos textos de Dionisio Aeropagita, pero realizada definitivamente por los escolásticos medievales y sus seguidores. Fue así como la palabra t. pasó a significar el estudio o la exposición no ya de una parte del dogma cristiano (la referente a la Trinidad y a Cristo), sino la de la totalidad del mismo, es decir, como se llegó a la acepción moderna del término a la que corresponden las afirmaciones que antes hacíamos.

2. Objeto de la Teología.

Para definir un hábito es tradicional señalar los objetos que lo especifican: el objeto material, o realidad de la que se ocupa; el objeto formal quod, o aspecto que se considera en esa realidad; y el objeto formal quo, o luz intelectual bajo la que el objeto es considerado. ¿Cuáles son en el caso de la Teología?a) Objeto material. Siendo la T. una explicación del contenido de la Revelación, encaminada a poner de relieve su inteligibilidad y manifestar todas sus virtualidades, su objeto es el mismo que el de la Revelación (v.), es decir, Dios y su designio salvador, y, consiguientemente, la entera realidad en cuanto gobernada por ese designio divino. Esta descripción del objeto de la T. ha suscitado algunas dificultades, por pensar que si se pone el acento en la universalidad del objeto sobre el que versa (la entera realidad), se acaba poniendo en juego su unidad; mientras que si, en cambio, se insiste en la centralidad que en ella tiene la referencia a Dios, parece que no se presta atención suficiente a la singularidad de los seres creados, al detalle de la historia de la salvación, etc. Tanto el uno como el otro temor nacen de olvidar que Dios no es un ser, aunque supremo, entre seres, sino el Ser por esencia de quien toda la realidad creada recibe su ser por participación. Por eso Dios, conociéndose a sí mismo, conoce todo lo creado en cuanto dependiente de Él (Sum. Th. 1 q14 a5-8 y 11); y la T., huella o participación de la ciencia divina, conociendo a Dios según lo que Él nos manifiesta de Sí mismo en su palabra, conoce perfectamente en Él y desde Él la entera realidad creada. Y así, la T., siendo estrictamente teocéntrica -en ella, dice S. Buenaventura, todo es reconducido a Dios como a su principio (III IV Sententiarum, lib. 1, proemio, ql; ed. Quaracchi, t. 6)-, y tratando principalmente de Dios (Sum. Th. 1 ql a3 adl; a7 III ad2), se extiende también a las criaturas, en cuanto dicen orden a Dios como a su principio y su fin, lo que es conocerlas desde lo que radicalmente las funda y define.

b) Objeto formal «quod». En la Suma Teológica (1 ql a7), S. Tomás escribe que en la T. todo es considerado sub ratione Dei; los comentaristas posteriores han prolongado esa frase, completándola a la luz de otros textos tomistas, para decir que en la T. se habla de Dios -y de la realidad creada por relación a Él- sub ratione Deitatis, es decir, bajo la razón de Deidad, de lo que es propio de Dios. En otras palabras, mientras la Filosofía (v.) alcanza a Dios sólo en cuanto causa de los seres creados, y, por tanto, habla de Él según aquello que de Él ha sido participado a las criaturas, la T., partiendo de la autocomunicación de Sí que Dios libremente nos ha otorgado, habla de Dios en cuanto Dios, es decir, según su vida íntima, según lo que le es propio y exclusivo y a lo que tenemos acceso sólo porque Él se ha dignado libremente revelarlo y comunicarlo (cfr. Mt 11,27; lo 1,18; 1 Cor 2,9-11). La T., en suma, habla de Dios en su vida trinitaria, y de la creación en cuanto que ordenada libremente por Dios a la comunicación de esa vida a ángeles y hombres.

c) Objeto formal «quo». La T. nace como efecto de una fe que asume el discurso o proceder de la razón. Su luz no es, pues, inmediatamente, la luz divinamente infundida de la fe; pero tampoco la mera luz de la razón (lo que nos conduciría a la concepción racionalista, según la cual corresponde a la Filosofía juzgar de lo revelado); sino una razón guiada por la fe («ratio manuducta per fidem»: S. Tomás, In I Sententiarum, prol. a3 so13); una razón ilustrada, esclarecida, por la fe («ratio f idei illustrata»: Conc. Vaticano 1, Const. Dei Filius, cap. 4: Denz.Sch. 3019). En otras palabras, una razón que sabe la verdad de lo creído y que, dirigida por esa verdad, se lanza a la busca de una mayor intelección.

3. Teología, Fe y Filosofía.

a) Teología y Fe. La fórmula que, a nuestro juicio, expresa mejor las relaciones y diferencias entre fe y T. es la acuñada por la escolástica basándose en el «crede ut intelligas» agustiniano, según la cual la fe versa sobre los contenidos de la Revelación ut credibilia, como creíbles, mientras que la T. versa sobre ellos ut intelligibilia, como inteligibles, es decir, como susceptibles de una comprensión cada vez mayor (cfr. S. Buenaventura, In IV Sententiarum, lib. 1, proemio, ql; S. Tomás, Quaestiones quodlibetales, Quodlibetum, 4, q9 a3). Lo propio de la fe es asentir a una verdad en cuanto digna de ser creída, ya que está atestiguada por Dios; lo propio de la T., analizarla poniendo de relieve toda la riqueza que contiene. La luz o motivo formal de la fe es la autoridad de Dios que revela; la de la T., la percepción por la razón de la inteligibilidad de lo creído.

Algunos autores explican las relaciones y diferencias entre fe y T. diciendo que la primera tiene por luz la Revelación formal y explícita, mientras que la segunda está guiada por la Revelación virtual o implícita; es decir, definen la T. como el hábito por el que el creyente afirma una conclusión al percibir, con la luz de su razón, que está pasivamente contenida en una verdad formalmente revelada. Conciben así a la T. como una ciencia de conclusiones. Esta explicación pone acertadamente de relieve que la T. presupone la fe y se basa en ella; ofrece, sin embargo, el inconveniente de nodar razón de todo el trabajo teológico, que no siempre se ordena a deducir conclusiones, sino que procede también explicando una verdad de fe mediante analogías, defendiéndola de los que la niegan, etc. Corre además el riesgo -al menos en algunas de sus formulacionesde presentar el trabajo teológico como un incesante buscar conclusiones nuevas, desfigurando, por un reduccionismo del concepto de T., su verdadero sentido. Consideramos por eso preferible atenernos a la formulación mencionada en primer lugar.

b) Teología y Filosofía. Por lo que se refiere a la comparación entre T. y Filosofía es necesario, ante todo, deshacer un equívoco: la comparación debe establecerse no entre la T. y esa parte de la Filosofía a la que se designa con los nombres de Teodicea (v.) o T. natural (o sea, el estudio filosófico de la realidad de Dios), sino entre la T. y la Filosofía en su integridad, ya que la T., como hemos visto, se ocupa de toda la realidad en cuanto que ordenada a Dios como a su principio y fin, y, por tanto, cubre el entero campo de la Filosofía. En otras palabras, Filosofía y T. se relacionan entre sí como los saberes supremos de orden natural y sobrenatural, respectivamente. La Filosofía, siguiendo el orden del conocer natural, parte de lo sensible, de modo que no se refiere a Dios desde el inicio, sino sólo en un determinado momento de su proceder, aunque ciertamente el decisivo y culminante; la T., basada en la palabra divina recibida en la fe, parte de lo que Dios ha revelado de sí mismo para conocerlo a Él y a toda la realidad como venida de Él, de modo que la referencia a Dios es constitutiva desde el primer instante de su proceder. La Filosofía va de las criaturas al Creador, conocido como causa de los seres; la T. -imitando el orden de la ciencia divina- va del Creador a las criaturas, conocidas como creadas por Dios y ordenadas, las espirituales, a gozar de Él. La Filosofía procede con la luz de la razón natural, y restringe su campo a las verdades alcanzables por esa razón; la T. procede con la luz de la razón elevada o ilustrada por la fe, y se extiende no sólo a las verdades naturales, sino también a otras que nos trascienden pero que Dios nos ha comunicado. La Filosofía es, pues, saber supremo sólo en su orden, la T. lo es de modo total y absoluto.

4. Presupuestos de la Teología.

La determinación de la naturaleza y características de la T. ha dado origen a numerosos debates a lo largo de la historia; en realidad, sin embargo, esos debates suelen versar no tanto sobre la T. en sí misma, sino sobre cuestiones que la preceden. En líneas generales cabe decir que una adecuada comprensión de lo que la T. es puede alcanzarse sólo si se ha reconocido previamente: a) la capacidad de la inteligencia humana para conocer la realidad de las cosas y, consiguientemente, para elevarse a partir de ahí a un conocimiento verdadero y auténtico, aunque analógico, de Dios; b) la trascendencia de Dios, al que podemos conocer, pero cuya riqueza insondable no puede ser nunca agotada por nuestra mente; más aún, cuya vida íntima nos es naturalmente inaccesible, ya que nuestro conocimiento natural alcanza a Dios a partir de las criaturas, y, por tanto, como causa de los seres creados y no en su misma deidad; c) la posibilidad -manifestada por el mismo hecho de la Revelaciónde que Dios nos haga partícipes, mediante una elevación gratuita e indebida, de su intimidad; d) el valor noético de la Revelación y de la fe en cuanto transmisión y recepción de un conocimiento; más aún, su irreductibilidad al conocimiento natural y a la Filosofía, ya que lo que en ellas se comunica y recibe es un saber que trasciende a las naturales fuerzas humanas; e) la legi,timidad, más aún la necesidad, del uso de la capacidad analítica y discursiva de la razón humana para penetrar en la comprensión de la verdad recibida en la fe.

Cualquier desviación en esos puntos arrastra consigo una deformación de la T., o incluso su misma negación. Una descripción y análisis detallado de todas las posibilidades a ese respecto nos obligaría a extendernos demasiado; limitémonos, pues, a las que derivan de dos cuestiones cruciales: el valor noético de la Revelación y la fe; la legitimidad del uso de la razón en el vivir religioso. El desconocimiento del primero trae consigo la negación de la T.; el del segundo, su debilitación o empobrecimiento.

a. Valor noético de la Revelación y de la fe. La comprensión de la T. en cuanto proceso intelectual encaminado a la plena captación de la verdad que la fe hace posible, depende ante todo del reconocimiento del valor de la fe en cuanto fuente de conocimiento irreductible a la razón. Dos errores la destruyen de raíz: el racionalismo y el agnosticismo.

El racionalismo (v.), al no admitir más fuente de certeza que la evidencia del objeto, niega la fe como conocimiento o, en el mejor de los casos, la admite sólo como expresión de una etapa infantil e ingenua de la humanidad. Tanto en un caso como en el otro, la T. es negada, ya que, desde esas premisas, carece de sentido una actividad de la inteligencia basada en la fe; el progreso del espíritu es en efecto identificado con la Filosofía, entendida como actividad que disuelve la fe, bien mostrando su falsedad, bien asumiendo su posible verdad a un nivel más alto -el de la racionabilidadque la supera y hace inútil, es decir, procediendo a su asunción-abolición en el sentido hegeliano (v. HEGEL).

El agnosticismo (v.), al postular la incognoscibilidad de lo real y encerrar al hombre en el círculo de sus representaciones mentales, no deja lugar -a menos de refugiarse en un fideísmo (v.)- para una Revelación y una fe entendidas como transmisión y recepción de un conocimiento sobre la realidad extramental; de ahí que conduzca o a negarlas de plano, o a admitirlas, pero concibiéndolas como un encuentro de orden arracional o irracional con lo incognoscible. En este último caso es posible que se continúe hablando de T., pero dando a la palabra un significado distinto del que le atribuye la tradición cristiana: se entiende en efecto por ella bien el acto por el que el creyente expresa en conceptos su experiencia de fe, expresión que -dadas las premisasno tiene un valor noético y significativo, sino sólo evocador y simbólico; bien la actividad posterior por la que se someten a crítica las precedentes expresiones de la fe, para destruirlas y dar paso a formulaciones nuevas que sirvan mejor, en las nuevas circunstancias culturales, a esa experiencia de lo incognoscible en que se ha hecho consistir la vida religiosa. En el primer caso, la T. es concebida como momento constitutivo de la misma Revelación, y no ya como actividad de la inteligencia posterior a la aceptación de lo revelado; en el segundo, es presentada como crítica del lenguaje religioso encaminada a poner de relieve su absoluta inadecuación al misterio, y, por tanto, su accidentalidad y mutabilidad radicales. Estamos ante la noción de T. propia del protestantismo liberal (v.), del modernismo (v.) y de sus reediciones posteriores (cfr. Pío X, Ene. Pascendi: Denz. Sch. 3475-3487; Pío XII, Ene. Humani generis: Denz. Sch. 3882; Paulo VI, Declaración Mysterium Ecclesiae, n° 5: AAS 65, 1973, 398-404).

Yendo a la raíz de las desviaciones cuya trayectoria acabamos de trazar, podemos decir que todo gira en torno a la comprensión de la verdadera naturaleza del conocimiento humano, y especialmente en torno al reconocimiento , de la capacidad humana para conocer a Dios. En este campo, como en otros muchos, la verdad se presenta como una cumbre entre dos errores antitéticos: sostener que la inteligencia humana puede agotar de manera absoluta la verdad de los seres y del Ser (racionalismo), lo que lógicamente conduce a negar la trascendencia divina, cayendo en el panteísmo o en el ateísmo; afirmar que la razón humana no alcanza la verdad de las cosas, lo que, por otra vía, conduce también al ateísmo, ya que, aunque en este supuesto se pueda hablar de un «más allá de la razón», de un «misterio», al presentarlo como absolutamente incognoscible, se lo identifica prácticamente con la nada. Frente a esas dos metafísicas y gnoseologías deficientes, el dogma católico afirma que el hombre es capaz de conocer la verdad tanto de los seres creados como del Ser (Dios), pero no de agotarla, ya que esa verdad es inconmensurable por una inteligencia limitada como es la humana.

En resumen, y centrándonos en el punto capital, Dios excede a la inteligencia humana (de ahí el error del racionalismo), pero no porque sea incognoscible (de ahí el error del agnosticismo), sino porque es infinito mientras que nuestra inteligencia es limitada y no puede, por tanto, agotar su infinita inteligibilidad, sino sólo asomarse a ella. En otras palabras, hay trascendencia, excedencia, entre Dios y el hombre, pero no heterogeneidad: el hombre está capacitado naturalmente para conocer a Dios, más aún, ordenado a Él, de modo que sin conocerlo no puede alcanzar su fin, y creciendo en su conocimiento, crece en perfección. Mientras esto no se comprende, todo el edificio de la verdad cristiana está en peligro, y consiguientemente también la T.; cuando se ha entendido, se advierte el inmenso don que supone la gratuita Revelación por parte de Dios de su propia intimidad, y la fuerza con que el hombre al que esa Revelación alcanza se siente impulsado a profundizar en la verdad que ella le comunica con su inteligencia toda entera, es decir, tanto por la vía de la oración como por la del estudio, en espera de la perfecta visión que Dios mismo nos promete en los cielos.

b. Razón humana y fe religiosa. 1) Planteamiento de la cuestión. Admitiendo en principio todos los presupuestos metafísicos y gnoseológicos que acabamos de mencionar, puede, no obstante, darse una actitud que si bien no niega la T. impide su pleno desarrollo. Nos referimos concretamente a la posición de quienes con la preocupación de defender la pureza del vivir religioso, han mirado con desconfianza la actuación de la razón con respecto a la verdad de fe. Si Dios, al dirigirse a nosotros, no sólo ha suplido las deficiencias de nuestra naturaleza, sino que nos ha comunicado su vida y sus designios, ¿por qué detenerse en el análisis y el estudio?; ¿no se corre con ello el riesgo de dejarse llevar por una curiosidad inútil que distrae de lo que realmente importa: la contemplación amorosa de la verdad creída y su traducción en obras inspiradas por la caridad?; y, lo que es peor aún, ¿no se acaba por esa vía situándose frente a la verdad revelada con un espíritu crítico ajeno al respeto religioso con que debe ser escuchada la palabra divina? Como consecuencia, los autores que se mueven en esta línea propugnan una T. entendida como una exposición sencilla, ceñida al texto bíblico, de la doctrina revelada, sin detenerse en especulaciones intelectuales, sino más bien orientando al lector hacia la oración contemplativa o hacia una vida moral cristianamente inspirada. Manifestaciones de esta actitud pueden encontrarse a lo largo de toda la época patrística, y, de modo más decidido, en las discusiones entre dialécticos y antidialécticos durante los inicios de la Escolástica (v.), así como en las disputas sobre los fines y métodos de la T. surgidas en los s. XV y XVI (los capítulos iniciales de la Imitación de Cristo de Kempis, v., y el humanismo de Erasmo de Rotterdam, v., son muy significativos al respecto). En esa línea están también varios de los autores que, entre 1930 y 1940, auspiciaron una «teología kerigmática» o de la predicación como distinta de la especulativa o sistemática; así como algunos de los que, sobre todo a partir de 1960, han propuesto la reducción de la T. a descripción de la historia salutis, o historia de la salvación.

En muchas de las observaciones que hacen los autores a que acabamos de referirnos, así como en las críticas que dirigen a excesos de la dialéctica o de la escolástica, hay ciertamente un punto de verdad, y de una verdad importante: no es en el ejercicio de la capacidad analítica y demostrativa de la razón donde está la perfección y el bien radical del hombre, sino en la contemplación y el amor; puede por eso darse una manera de ejercitar la razón y de cultivar la ciencia que aliene al hombre de lo que radicalmente vale. Es, sin embargo, vital no equivocarse en cuanto al blanco hacia el que esas observaciones y críticas deben ser dirigidas, a fin de no confundir un mal uso de la razón con la razón misma, en cuyo caso se desembocaría en una posición expuesta a graves males.

2) La razón en la vida de la inteligencia. ¿En qué consiste ese mal uso de la razón al que acabamos de referirnos y qué es necesario develar para que se reconozca con plenitud la legitimidad de la intervención de la razón en T. y se esté atento frente a sus desviaciones? Intentemos explicarlo acudiendo al análisis tomista del conocer humano tal y como se expresa en su distinción entre intellectus y ratio (cfr. Sum. Th. 1 q79 a8; 2-2 q49 a5 ad2, etc.): la mente humana comienza su vivir con un acto de inteligencia, con una percepción de la verdad que se le ofrece como evidente; siendo limitada, no agota en una sola intuición toda la luz incluida en la verdad que se le presenta, y necesita, por consiguiente, prolongarse como razón, es decir, como capacidad de análisis y demostración que va explicitando la verdad contenida en las premisas; ese proceso analítico y demostrador, racional en una palabra, termina en un nuevo acto de inteligencia, en una percepción de la verdad en la que descansa la mente. La razón en cuanto capacidad de raciocinio y análisis no es, en suma, la sustancia del conocer, sino su instrumento. La perfección del conocimiento no está ni en analizar ni en demostrar, sino en ver; si analizamos y demostramos es porque no vemos, y lo hacemos sostenidos por el deseo de ver con toda la profundidad que resulte posible a nuestra inteligencia. Digamos más, puesto que la realidad a la que el conocer nos abre es una realidad que, en última instancia, es personal -los demás y Dios- y, por tanto, merecedora de amor, el término al que en definitiva se ordena el conocer no es dominar un objeto, sino unir el sujeto cognoscente con la realidad conocida en un acto contemplativo que incluye en sí el amor, la entrega de la propia persona en una comunicación interpersonal.

Otro dato debe ser tenido en cuenta para completar nuestro análisis: el hombre no está anclado todavía definitivamente en la fuente del vivir, Dios, y por eso se encuentra en una situación concupiscente, expuesto a adulterar los bienes que posee. Todo crecimiento humano es, por eso, ambivalente; también el crecimiento en el orden intelectual: los hábitos intelectuales dan, en efecto, a conocer la verdad, pero no producen por sí solos la actitud existencial que de ese conocimiento deriva; no son, pues, virtudes en sentido pleno (cfr. Sum. Th. 1-2 q57 al). Es el hombre con sus decisiones voluntarias quien gobierna su propio vivir. En sus manos está -volviendo al punto que nos ocupa- ordenar la razón a aquello para lo que está hecha: la consecución de la verdad y, en ella y por ella, del amor; o, en cambio, apartarla de su fin, recrearse en un razonar buscado por sí mismo, iniciando así una inversión que puede traer consigo enormes consecuencias, ya que si, en un principio, puede ser sólo manifestación de una actitud egocéntrica que lleva a colocar la satisfacción de la curiosidad o el placer de la búsqueda por encima de la ordenación a la verdad, puede, radicalizándose, dar origen a una filosofía materialista y atea: es, en efecto, un mundo compuesto de sólo cosas el único que puede satisfacer a una inteligencia que se concibe a sí misma como razón meramente analítica y raciocinadora.

Tales son los datos del problema, que nos muestran, de una parte, la necesidad ineludible de un ejercicio de la razón para un desarrollo adecuado de la vida de la inteligencia; y, de otra, la necesidad de una ética de la razón, de una intervención de la voluntad que regule la vida de la razón evitando sus desviaciones existenciales. La confrontación entre esas dos afirmaciones impone una conclusión: la regulación de la razón no puede consistir en aherrojarla o atrofiarla -con ello se atrofiaría a la vez la entera inteligencia y se contribuiría a mantener en pie una falsa oposición entre razón y vida, en lugar de promover su conciliación en la verdad-, sino en usarla según virtud, en fundarla en la verdad de las cosas, librándola de la alienación que implica la caída en una actividad meramente raciocinante y situándola en el contexto que le es propio: el de una inteligencia ordenada al momento contemplativo, y en la que, por tanto, el razonar está informado por el sentido de la riqueza del ser, de la hondura de lo personal, de la trascendencia de Dios; es decir, por la humildad, el respeto, la reverencia, la adoración y el amor, ya que son ésas las actitudes adecuadas a la verdad de las cosas: sólo en un ambiente de respeto mutuo cabe la comunicación entre personas; sólo en la adoración cabe la unión entre el hombre y Dios.

3) Razón y piedad en la Teología. Todo lo cual, en términos de T., conduce a reconocer:a) La legitimidad del recurso a la capacidad analítica y raciocinante de la inteligencia con vistas a profundizar en la comprensión de la verdad revelada; más aún, su necesidad: dada la limitación de nuestra inteligencia no nos es posible percibir toda la riqueza de lo manifestado por Dios, sino pasando a través del análisis y del razonamiento. Cohibir la T., con todo lo que implica de recurso a la razón, es condenarse a no captar todas las implicaciones intelectuales y metafísicas de la Revelación, y, por tanto, exponer la vida de oración a caer en el sentimentalismo, la moral a degenerar en moralismo, la pastoral a reducirse a pragmatismo...; y, más radicalmente, exponer la propia comprensión cristiana a ser influida por filosofías opuestas en realidad a ella. Es lo que advirtieron claramente los Padres griegos cuando señalaron que no bastaba con narrar la economía, los beneficios de Dios, sino que era necesario desarrollar la teología, es decir, poner de manifiesto la verdad de ese Dios cuyos beneficios recibimos. Y es lo que, a lo largo de los siglos, ha sostenido el esfuerzo de los grandes maestros y doctores: no era por curiosidad humana, ni por olvido de las realidades centrales del vivir cristiano, sino al contrario, para servirlas por lo que han cultivado y desarrollado la Teología.

b) La necesidad de que el teólogo esté advertido frente a la tentación que le amenaza de encerrarse en su propio proceder racional, en lugar de ordenarlo a lo que, por su naturaleza, tiende: un crecimiento en la vida contemplativa y un compromiso más radical con las exigencias cristianas. Ciertamente en su proceder racional se ocupa principalmente de Dios, pero ello no le exime por sí solo de peligro, ya que trata de Dios, pero no lo ve, sino que lo conoce por el intermedio de la palabra reveladora, de frases y proposiciones que nos lo dan a conocer, pero que no son xrl mismo; de modo que, al centrar su atención en los enunciados de la fe, en la palabra dicha por Dios -y así lo requiere la naturaleza misma de su intento- corre el riesgo de dejar en un segundo plano a Aquel que dice esa palabra y la entrega a la que llama. El teólogo, en suma, tiene necesidad, y necesidad estricta, de vida de oración, de trato piadoso y filial con Dios, de participación afectiva en el servicio y amor cristiano a los otros. Va en ello no sólo la armonía de su vivir como cristiano, sino también la hondura de su mismo teologizar: una T. separada de su ambiente natural -la oración contemplativa y la participación en la vida y el apostolado de la Iglesiaestá como privada de savia, y degenera inevitablemente en logicismo y juego de palabras. Por eso si antes decíamos que no se sirve a la fe despreciando a la razón y, consiguientemente, cohibiendo la labor teológica, añadamos ahora que tampoco se la sirve con una exaltación indiscriminada de la misma. Lo que la naturaleza de las cosas pide es reconocer el valor y la grandeza de la T., pero advirtiendo a la vez sus reales condiciones de ejercicio, situándola, por consiguiente, en el contexto religioso que, protegiéndola de falsos intelectualismos, le permite desarrollarse de manera adecuada, y llevar a la fe hasta esa hondura en la posesión intelectual de su objeto que sólo a través de ella puede alcanzarse.

Para un ulterior desarrollo del tema por lo que se refiere al uso en T. de nociones filosóficas, v. II, 3; v. t.: RAZÓN II; REVELACIÓN IV.

5. Funciones de la Teología.

Ante todo una observación de orden negativo: la T. ni puede demostrar las verdades de fe ni aspira a ello. Lo que debemos a la Revelación no es el haber conocido más fácilmente verdades que, de por sí, eran accesibles a las fuerzas de la razón natural, sino el tener acceso a realidades que, siendo del orden de la vida íntima de Dios, trascienden a todo lo creado, y que, por tanto, ni nos son inmediatamente evidentes, ni podemos demostrarlas por reducción a una evidencia anterior (cfr. Conc. Vaticano I, Const. Dei Filius: Denz. Sch. 3005,3028). Un más allá de la fe se obtiene sólo, con la gracia de Dios, en la visión beatífica; pretender alcanzarlo durante la vida presente, sea por la vía de la experiencia vital, sea por la vía de la demostración -como pretendió el semirracionalismo de Hermes (v.) y Günther (v.)- es dar muestras de no haber captado por entero lo que el cristianismo dice de sí mismo. En otras palabras, la fe noes un punto de partida que resulta superado por el posterior progreso del teologizar, sino un fundamento que se mantiene a lo largo del entero proceder del teólogo: la T. se encuentra con respecto a la fe en una situación de dependencia que no es meramente genéticohistórica, sino constitutiva (cfr. J. L. Illanes, o. c. en bibl., 433-435).

¿En qué consiste, pues, positivamente esa aplicación de la razón a la fe de la que nace la Teología? Tengamos presente que si bien la fe trasciende a la razón, no la contradice. De ahí que la razón pueda preparar el camino hacia la fe conociendo y demostrando los llamados preambula fidei, es decir, aquellos hechos y verdades de los que depende la fe en cuanto acto razonable (existencia de Dios, realidad de los milagros y demás signos de credibilidad, etc.); y, recibida ya la fe, intentar comprender mejor las verdades creídas y defenderlas de las objeciones que puedan dirigirse contra ellas (cfr. S. Tomás, In Boetii de Trinitate, proemio q2 a3; la misma doctrina en el Conc. Vaticano I, Const. Dei Filius: Denz. Sch. 3009,3015-3016). Glosando estos dos últimos puntos, que son los que corresponden a la T. propiamente dicha, podemos decir que las funciones de la T. son: a) recoger las verdades de la fe, poniendo de manifiesto todos los aspectos y matices que sobre ellas nos testifican la S. E., la Tradición, el Magisterio, etc.; b) considerar cada verdad revelada a fin de penetrar en su sentido, explicarla por medio de analógías y comparaciones, etc.; c) reflexionar sobre las verdades de la fe en su conjunto, con la intención de captar su armonía y unidad, es decir, relacionarlas unas con otras de manera que se ponga de manifiesto el nexo que las une y la inteligencia las posea a modo de un todo ordenado y estructurado; d) analizar críticamente las objeciones que se hayan podido presentar contra las verdades de fe para poner de manifiesto su error o vaciedad; e) considerar, partiendo desde la fe, las diversas ciencias y ámbitos en que se estructuran el saber y el vivir humanos, a fin de juzgar de ellos de acuerdo con el saber radical sobre las cosas que nos da la Revelación. Las tres primeras funciones pertenecen a la T. en cuanto ciencia (v. 7); las dos últimas, a la T. en cuanto sabiduría (v. 8).

6. Teología, Fe y vida cristiana.

¿Qué lugar ocupa esa profundización intelectual en el contenido de la fe, a la que llamamos T., en el conjunto del vivir cristiano? Ya algo ha sido dicho precedentemente; completémoslo mediante cuatro afirmaciones sucesivas.

a) La Teología es un desarrollo natural de la fe y un signo de la intensidad en el creer. El creyente, que en el acto de fe ha prestado su asentimiento a la verdad que la autoridad divina testimonia, se siente movido, en virtud del mismo impulso que le llevó a creer, a procurar conocer cada vez mejor la verdad a la que ha prestado asentimiento: «ansiamos -escribe S. Agustín- comprender y entender mejor lo que hemos creído» (cfr. De Trinitate, 4,1; 15,27,40; 15,28,51: PL 42,961,1096 y 1098). De ahí esa «fides quaerens intellectum», de que habla S. Anselmo (Proslogium, proemio), esa fe que busca la inteligencia de lo creído, o, más exactamente, que aspira a pasar de las primeras comprensiones -las que precedieron o acompañaron al primer o a los primeros actos de fe- a otras de algún modo más plenas y perfectas.

Precisando más ese momento genético de la T., podemos decir que en su raíz se encuentra un hecho funda mental: la excedencia o trascendencia de la verdad creída sobre la inteligencia humana. El creyente se ve así llevado, inevitablemente, hacia una de estas dos direcciones: si su fe es remisa o vacilante, experimentará la tentación de buscar razones humanas que le faciliten la fe, y, en última instancia, de disolver la fe en razón; si, en cambio, su fe es firme, amará la verdad creída, y procurará comprenderla bien, sirviéndose para ello de cuantas luces pueda encontrar (cfr. Sum. Th. 2-2 q2 al0). La ausencia de T., es decir, de un esfuerzo por profundizar, en la medida de la personal capacidad, en lo creído, es, por eso, señal de una insuficiente intensidad en el asentimiento dado a la palabra divina, o de un error en la comprensión de la naturaleza de la fe, que bloquea lo que sería el movimiento espontáneo de la inteligencia. La presencia de la T. es, en cambio, un signo de la intensidad en el creer y un homenaje a la verdad de la fe. Es porque cree firmemente en la verdad de lo que Dios le ha revelado por lo que el creyente vuelve sobre ello en busca de una comprensión cada vez mayor y, consiguientemente, de una mayor irradiación de la verdad creída en su inteligencia y en su vida entera. De ahí que S. Tomás llegue a comparar el mérito de los doctores al de los mártires, ya que así como estos últimos perseveraron en la fe aun en medio de la persecución, los primeros no vacilaron ante las razones alegadas contra la fe por filósofos y herejes, antes bien, usaron de su razón para defenderla y manifestar la sinrazón de lo que contra ella se alegaba (cfr. Sum. Th. 2-2 q2 a10 ad3 y 1 ql a8).

De esa profunda relación que existe entre teologizar y afirmación de la verdad de lo creído, deriva que sin fe no pueda hacerse T. en el sentido auténtico del término. Ciertamente, es posible que un no creyente comprenda el sentido de las palabras de la predicación cristiana e incluso capte la conexión que reina entre una y otra verdad revelada o alguna de las consecuencias que de ellas derivan (la fe versa sobre realidades que trascienden a la razón, pero que no son irracionales, sino verdaderas), pero de ahí a la T. hay un profundo trecho. Razonar sin fe sobre lo afirmado en la Revelación no es T., sino una actividad raciocinante ejercida sobre afirmaciones que no se aceptan plenamente como verdaderas; algo, pues, carente de sustancia, al menos de sustancia teológica. Más aún, abocado al error: el hombre está hecho para la verdad y busca irremisiblemente lo absoluto; por eso, si no acepta la verdad de la fe, acabará o desentendiéndose de lo que la Revelación afirma, o interpretándolo reductivamente para acomodarlo a lo naturalmente cognoscible o a lo que su fantasía haya postulado como absoluto. La fe -dice Tomás de Aquino- es quasi habitus theologiae, como el hábito, alma o espíritu de la T. (In Boetii De Trinitate, q5 a4 ad8); de la fe recibe la T. sus principios y su impulso vital.

b) La Teología no descubre el contenido de la le ni pretende agotar su inteligibilidad. Situándonos en el nivel propio de la T., es decir, en el de la comprensión de la verdad creída, conviene señalar que su esfuerzo se encuentra enmarcado por dos datos fundamentales:1) Genéticamente, la T. no parte de un desconocimiento de lo revelado, sino de una posesión de lo revelado en la fe, que no es un movimiento ciego, sino un asentir a lo que se conoce. Digamos más, la comprensión de lo revelado alcanzada por el cristiano en el momento de creer no agota ciertamente la inteligibilidad de locreído -y por ello puede darse ese desarrollo que es la T.-, pero abarca todos sus elementos sustanciales. La fe del cristiano singular se mide, en efecto, por la fe de la Iglesia (v.), y ésta ha sido dotada por Dios con el don de la indefectibilidad; su predicación en todos y cada uno de los momentos de la historia recoge la predicación de los Apóstoles en su integridad, sin que pueda caer en olvido ningún elemento esencial. Pueden, pues, darse casos anómalos -recepción insuficiente de catequesis, etc.-, pero, si atendemos a la normalidad del existir cristiano, hay que afirmar que entre el cristiano que acaba de recibir la fe y aquel que ha desarrollado su conocer elevándolo a T. no hay ruptura, sino continuidad, y eso no sólo desde el punto de vista de la actitud, sino también desde el de los contenidos: el teólogo no es alguien que alcanza una doctrina esotérica desconocida para el común de los fieles, sino alguien que percibe más matices, y que está en condiciones de explicar más fácilmente lo que todo fiel cree y vive. Señalemos, por lo demás, que siendo la T. un movimiento natural y espontáneo en el vivir creyente se da de hecho en todo cristiano: la meditación sencilla y a veces incluso implícita sobre el contenido de la fe, inseparable de toda existencia cristiana auténtica, y la dedicación estable -digamos profesional- al estudio y explicación del mensaje revelado no son dos actividades distintas, sino dos grados o niveles de una misma realidad.

2) Terminativamente, la T. no alcanza ni puede alcanzar una comprehensión total de la verdad revelada, es decir, no puede agotar su inteligibilidad: la trascendencia de la verdad revelada sobre la razón implica no sólo el que no podemos tener acceso por nuestras solas fuerzas naturales, sino que, una vez conocida, no podemos abarcarla por entero (Conc. Vaticano I, Const. Dei Filius: Denz. Sch. 3016). La vida divina, de la que la Revelación nos habla, es insondable, inabarcable por el hombre; de ahí que, como dice S. Tomás, si bien el hombre debe interrogarse sobre Dios, peca si actúa movido por presunción, es decir, «si escruta las cosas divinas como alguien que tiene derecho a comprenderlas perfectamente» (In Boetii De Trinitate, proemio, q2 al). En verdad, una tal actitud implica no sólo desconocer la trascendencia de Dios y, por ello, negarle el honor debido y exponerse a una caída en el ateísmo, sino olvidar a la vez la naturaleza contemplativa de la inteligencia, concibiéndola no como apertura al ser, sino como capacidad de dominio. Es eso lo que explica que la percepción de algo que nos trasciende sea sentida como limitación y humillación, y se intente, mediante un esfuerzo racional, desvanecer toda trascendencia. Quien, en cambio, ha percibido la verdad de las cosas, es decir, quien ha reconocido el proceder de la inteligencia como conocimiento que funda el amor, no se siente en modo alguno humillado al percibir la trascendencia divina, sino, al contrario, exaltado al comprobar la inmensidad del don que Dios nos ha hecho llamándonos a su intimidad. En suma, si la T. presupone, como fundamento, la fe, se abre, en su culmen, a la contemplación, sin la que el impulso que llevó a teologizar quedaría truncado e incompleto.

c) La Teología no absorbe la totalidad del vivir cristiano. El conocer teológico es un conocer al modo de ciencia; de una ciencia peculiar, que participa de algún modo de la perfección del saber divino, pero que participa de ello a modo humano y, por tanto, conceptual y abstractivo, con todas las limitaciones que de ahí derivan, y la consiguiente necesidad de que la completen otras dimensiones del conocer y del vivir. La T., en efecto, no sólo debe abrirse, de una parte, a la contemplación amorosa de Dios y, consiguientemente, al amor de los demás tal y coma Dios los ama, y, de otra, a la decisión prudencial de la voluntad por la que las diversas acciones son ordenadas de acuerda con ese amor, sino que -y éste es el punto-, aunque esté ordenada a todo ello, no lo produce por sí misma. Y eso por dos razones: en primer lugar, porque, como ya decíamos (v. 3,b), es un hábito intelectual, es decir, un hábito que perfecciona al hombre, pero no por entero; es decir, un hábito que hace conocer, pero que no produce por sí solo la actitud vital que de ese conocimiento deriva; en segundo lugar, porque es un conocer desde la perspectiva del destino y significado último de los seres y, en cuanto tal -y dada la limitación de nuestra inteligencia-, no nos hace poseer un conocimiento detallado de su naturaleza.

La T. debe ser, pues, completada, en primer lugar, por la voluntad que ordena la vida entera hacia el amor de Dios y de los demás conocidos tal y como nos los revela la palabra divina; y, en segundo lugar, por las diversas ciencias humanas y los juicios y apreciaciones prudenciales que, integrando la luz de fondo proyectada por la T. mediante un saber sobre la naturaleza concreta de los seres y una valoración de la coyuntura situacional, permiten llegar a una decisión adecuada a la realidad de las cosas. Del primer tema nos hemos ocupado ya precedentemente. Por lo que se refiere al segundo, limitémonos a añadir que si un desconocimiento de la primacía que a la T. le corresponde en la jerarquía de las ciencias conduciría a la ruptura de la unidad del vivir cristiano, un absolutismo teológico mal entendido llevaría a desconocer la realidad de las causas segundas y a atropellar la naturaleza concreta de los seres. Tanto de una manera como de otra se sería infiel a la T. misma, ya qye a ella le corresponde precisamente mostrar cómo cada' ser recibe de Dios aquello que le constituye y es gobernado y dirigido por Dios hacia su fin, no de una manera violenta, sino de acuerdo con su naturaleza propia y con los dones que El, libremente, haya querido otorgarle (v. II, 2, c).

d) La Teología refuerza la vida creyente. La T. ocupa un lugar subordinado en el conjunto de la existencia cristiana; pero no es algo marginal o irrelevante de lo que pudiera prescindirse sin consecuencia alguna, sino una realidad requerida para la perfección de la vida creyente: no en vano S. Tomás, preciso siempre en su lenguaje, califica de «huella de la ciencia divina» no a la simple fe, sino a la T., es decir, a aquella fe que posee su contenido captando, en cuanto le es posible, su inteligibilidad y percibiendo la íntima armonía que reina entre todas sus partes. Precisamente porque, como decíamos al principio, la inteligencia humana, dada su limitación, no capta de una manera intuitiva toda la riqueza de la verdad, sino que debe proceder por medio de la consideración, del estudio, del esfuerzo, una fe que no engendrara T. se encontraría, tanto a nivel personal como colectivo, en situación precaria, ya que, de una parte, no conseguiría informar plenamente la vida humana, y, de otra, estaría expuesta a ser herida-por las objeciones y dificultades que otras personas, o la existencia misma, pudieran plantear.

De la T. depende que se alcance unidad y jerarquía en la vida intelectual, estableciendo un orden entre las verdades de fe y, en dependencia de ellas, entre todoslos saberes humanos; que se esté en condiciones de «dar razón de la propia esperanza» (1 Pet 3,13) y de educar y auxiliar la fe de los otros; que se edifique. sobre fundamento sólido la propia piedad, evitando esas «devociones a bobas» que criticaba Teresa de Jesús (Libro de la vida, cap. 13, n° 16); que se adquiera una connaturalización de la mente con la verdad cristiana, de manera que resulte hacedero afrontar serena y eficazmente cuestiones nuevas, etc. En definitiva, la Iglesia encuentra en la T. uno de los auxiliares fundamentales para la explicitación y formulación de sus dogmas y para la evangelización de las diversas culturas y pueblos; y cada cristiano le debe la asimilación personal en profundidad de la predicación que la Iglesia le dirige y que él con su fe acepta.

No olvidemos, por otra parte (v. 4, b), que si bien la T. refuerza el vivir cristiano, ese vivir constituye el ambiente en el que ella misma puede desarrollarse adecuadamente. Digamos por eso, a modo de resumen de todo este apartado, que la perfección del existir cristiano requiere unir piedad de niños y doctrina de teólogos (J. Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, 8 ed. Madrid 1974, n° 10): una piedad sin T. está abocada a un devocionalismo sentimental y, en última instancia, subjetivista; una T. sin piedad reseca el alma cayendo en un intelectualismo vacío. Y, análogamente, unir cultivo de la inteligencia y afán de almas: una actividad pastoral, un apostolado no alimentado por la T. está expuesto a degenerar en el activismo o en la superficialidad; una T. que no esté acompañada por la preocupación por acercar a los demás a Dios, acaba reducida a una técnica carente de verdadera sustancia.

7. La Teología como ciencia.

a. Planteamiento general. A lo largo de las páginas que preceden hemos aplicado alguna que otra vez a la T. el calificativo de ciencia. Debemos detenernos ahora para precisar qué alcance damos a ese término. Con la palabra ciencia (v.) se indica, en líneas generales, un conocimiento perfecto o pleno; los filósofos griegos, atendiendo a la plenitud que alcanza un conocimiento cuando capta un objeto percibiendo no sólo su existencia fáctica, sino explicándolo desde su raíz, la definieron como «conocimiento cierto por las causas»; modernamente, dando un sentido más amplio a la palabra y fijándose sobre todo en las exigencias de rigor y método requeridas para la obtención de un conocimiento estructurado, se la define como una disciplina que, poseyendo un objeto y un método propios, está en condiciones de analizar una parcela de lo real y llegar a observaciones y síntesis comunicables. Sin entrar a discutir cuál de esas dos definiciones es preferible; subrayemos lo que presupone la idea misma de ciencia: la visión de la mente como una facultad hecha para la verdad, que sólo se rinde ante lo evidente, que aspira a una comprensión plena y radical de las cosas. Es éste un punto en el que coincide toda filosofía de las ciencias, tanto si concluye declarando el carácter ilusorio de una tal pretensión, y cayendo, por tanto, en el escepticismo (v.), como si sostiene que un tal conocimiento es alcanzable sólo en el orden de lo experimentable y lo verificable empíricamente, negando, por tanto, el carácter de ciencia a la Filosofía (v. POSITIVISMO; NEOPOSITIVISMO); O Si, POniendo de relieve que el conocer humano trasciende lo sensible para captar el ser, la sustancia, el en sí de las cosas, afirma el valor científico de la Filosofía como saber que procede por deducción a partir de evidencias inmediatas (v. CIENCIA I).

Aparece ahora con claridad todo lo que implica aplicar a la T. el calificativo de ciencia: equivale, en efecto, a afirmar que la verdad que la fe transmite puede llenar la inteligencia. No es, pues, extraño que le nieguen a la T. el carácter de ciencia todos aquellos que niegan el valor noético de la fe, tanto en la línea del racionalismo como en la del agnosticismo (v. 4, a); y que, por el contrario, el cristiano, apenas se plantea la cuestión, tienda a darle una respuesta afirmativa: lo contrario sería poner de algún modo en tela de juicio la luz de la fe, o, al menos, hacer de ella un saber de segundo orden, inferior a la Filosofía. Sin embargo, ese movimiento espontáneo se ha visto, en repetidas ocasiones, frenado por indecisiones. Algunas de esas indecisiones son propias de quienes temen que el recurso a la razón humana destruya la vivencia religiosa; preocupación a la que ya antes nos referíamos, mostrando el alcance que debía concedérsele (v. 4, b); no es, pues, necesario detenernos más en ello. Otras indecisiones provienen, en cambio, de un plano estrictamente epistemológico: la percepción de la dificultad que supone atribuir el carácter de ciencia a un saber que, como el teológico, parte de lo no evidente. ¿No es eso, se preguntan, abusar de la palabra ciencia, dándole un sentido contrario al que tiene en el ordinario lenguaje humano?, y, más radicalmente, ¿no es exponerse a negar la ordenación de la inteligencia a la verdad, cayendo así en un irracionalismo o, al menos, en un voluntarismo? La dificultad es real y, sin embargo, se desvanece si se consideran despacio las condiciones de ejercicio de la inteligencia humana. Es mérito de S. Tomás haber clarificado este punto con su doctrina sobre la T. como ciencia subalternada de la ciencia de Dios y de los bienaventurados, completando así un camino abierto por toda la tradición precedente (los textos fundamentales de S. Tomás al respecto son: Sum. Th. 1 ql a2; In Boetü De Trinitate, proemio, 42 a2 ad5 y ad7; De Veritate, q14 a9 ad3).

Antes de exponer con detalle la doctrina tomista, hagamos una advertencia, a fin de prevenir un posible equívoco: es totalmente insuficiente, cuando se plantea la cuestión de valor científico o noético de la T., responder diciendo que la T. procede con rigor y método, análogamente a como lo hacen las ciencias. Puede, en efecto, estudiarse metódicamente un conjunto de afirmaciones prescindiendo de su verdad, más aún, dando por supuesto su carácter ilusorio (piénsese, p. ej., en un estudio sobre la mitología griega). Una respuesta de ese estilo bastaría, pues, para justificar una T. entendida como estudio histórico de las ideas cristianas o como fenomenología de la existencia creyente, abstrayendo, tanto en un caso como en el otro, de su verdad; pero en modo alguno para justificar la T. como lo que auténticamente es: un saber que habla de la realidad misma. La T. parte ciertamente de las afirmaciones de la fe, pero habla no de esas afirmaciones, sino de la realidad a la que esas afirmaciones se refieren: trata no de las ideas que los cristianos tienen acerca de Dios, de Cristo, del pecado, del hombre..., sino de Dios, de Cristo, del pecado, del hombre... en su realidad misma. Por eso la justificación del carácter de ciencia propio de la T. pasa necesariamente a través de una clarificación gnoseológica que, en primer lugar y contra el positivismo, ponga de manifiesto que la inteligencia humana no está limitada al ámbito de lo empíricamente verificable; y que, en segundo lugar y contra c1 racionalismo, subraye el valor noético de la fe, tal y como lo hizo la tradicióncristiana hasta culminar en la doctrina tomista sobre la subalternación. Dando por supuesto el primer punto, que es más bien un preámbulo de la fe misma, ocupémonos del segundo.

b. La Teología, ciencia subalternada de la ciencia de Dios. Aristóteles había advertido que las ciencias humanas están ordenadas y jerarquizadas entre sí, y que en algunos casos esa jerarquización afecta a lo que funda una ciencia: sus principios. Es decir, mientras algunas ciencias parten de principios evidentes para la observación o conocimiento inmediato (o sea, evidentes por sí mismos), otras, en cambio, proceden de principios no evidentes por sí mismos, sino objeto de demostración en otra ciencia; hay, pues, ciencias que están esencialmente subordinadas o subalternadas a otras, a las que se llama subalternantes. Si el sujeto que cultiva esa ciencia subalternada posee además la ciencia subalternante, puede reducir las conclusiones de la ciencia subalternada a los principios de los que parte, y éstos, a su vez, a los de la subalternante, que son, por hipótesis, evidentes por sí mismos. Su saber se encuentra así en estado perfecto, ya que reverbera en todo él la luz de la evidencia. Pero puede suceder que un científico posea sólo la ciencia subalternada, es decir, que, sin detenerse a comprobar por sí mismo la verdad de lo afirmado por una ciencia superior (la subalternante), acepte sus conclusiones y a partir de ellas inicie su trabajo.

Esta forma de obrar implica, obviamente, un acto de fe en virtud del cual se aceptan como verdaderas, sin comprobarlas, las conclusiones a que ha llegado quien ha cultivado y desarrollado la ciencia superior. No hay, sin embargo, en ello nada ilegítimo: la inteligencia humana es limitada y para progresar necesita apoyarse en el conocer de otros. Por lo demás, aunque ello presupone ciertamente reconocer nuestra limitación, no rompe la ordenación de la inteligencia a la verdad. Es claro, en efecto, que, en el caso que estamos ana-. lizando, la ciencia subalternada se encuentra en un estado imperfecto, ya que, propiamente hablando, el que la posee no tiene evidencia alguna; mejor dicho, tiene sólo la evidencia de su modo lógico de proceder, pero no de lo afirmado, puesto que cuanto afirma lo hace en dependencia de unos principios cuya evidencia no posee. Pero quien así procede no renuncia en modo alguno a la verdad, sino al contrario, actúa presuponiendo la verdad de los principios en que se basa y convencido de que podría vencer la imperfección en que se encuentra su ciencia si, saltando al nivel de la ciencia subalternante, verificara los principios de los que ha partido, haciendo así que la luz de las primeras verdades, evidentes por sí mismas, redundara en todos los niveles de su saber.

En otras palabras -y la precisión es importante-, una ciencia subalternada que se encuentra en estado imperfecto -es decir, no unida a la subalternante- es posible sólo gracias al acto de fe que lleva a aceptar como verdaderas las conclusiones de la ciencia subalternante, pero a lo que está subalternada no es al acto de fe, sino a la ciencia superior de cuya verdad vive, y con la que aspira a estar unida para gozar así de la luz de la evidencia. Porque la inteligencia humana es limitada no cabe reducir el ámbito de lo verdadero al de lo evidente para mí; y consiguientemente, hay que admitir la legitimidad de la fe como fuente de conocimiento. Con lo que, al mismo tiempo, se pone de relieve el error que implica toda reducción de la fe a lo irracional,ya que en la fe lo que hace es precisamente reconocer como verdad algo que para el sujeto que cree no es evidente, pero que es evidente para otro que atestigua su verdad. En suma, aunque en el proceso del conocer haya intervenciones de la voluntad -y muchas más de las que a veces se dice-, lo que lo sustenta no es la voluntad, sino la ordenación de la inteligencia a la verdad y la verdad misma.

Tales son las consideraciones que S. Tomás tiene presentes al abordar la cuestión del status epistemológico de la T., y que le permiten llegar a las conclusiones siguientes:1) La T., en cuanto desarrollo ordenado y estructurado del contenido de la fe, es ciencia en sentido verdadero y propio. Ciertamente no posee la evidencia de sus principios, pero no porque éstos sean inevidentes en sí mismos: al contrario, son máximamente evidentes y objeto del conocimiento que Dios tiene en Sí mismo. De ese conocimiento perfecto hace Dios partícipe al hombre en la fe, en espera de otorgárselo con mayor plenitud, si es fiel a la gracia, en la visión beatífica. No hay, pues, obstáculo alguno para reconocer a la T. carácter de ciencia, análogamente a como se le reconoce a las ciencias humanas que dependen de otras superiores; en ella reverbera, en efecto, la luz de esa ciencia perfectísima que es el conocer de Dios y de los bienaventurados.

2) En cuanto ciencia subalternada, poseída por un sujeto que no posee a la vez la ciencia subalternante, la T. es ciencia real y verdadera, pero en estado imperfecto: implica, pues, una referencia constante a la ciencia superior a la que aspira a reducirse. El proceder teológico incluye en su propia esencia la ordenación a la visión beatífica, en la que se salvaría la imperfección de que está marcado, y hacia la que el alma, elevada por la gracia divina, tiende desde lo más hondo de su ser.

c. Peculiaridades de la subalternación teológica. Al resumir la solución dada por S. Tomás al status epistemológico de la T. hemos dicho que la relación que hay entre T. y ciencia divina es análoga a la que existe, en el orden de las ciencias humanas, entre ciencias subalternadas y subalternantes. En efecto, aunque existe una profunda semejanza entre ambos supuestos, hay también fuertes diferencias; la aplicación que se realiza de ese esquema no es, pues, unívoca, sino análoga:1) En primer lugar, porque en el caso de las ciencias humanas, quien cultiva una ciencia subalternada puede cultivar, si lo desea, la ciencia subalternante; de modo que, incluso en el caso de que acepte sin verificarlas las conclusiones de ésta, y realice, por tanto, un acto de fe en quienes la hubieran desarrollado, subyace siempre en su actitud la conciencia de esa posibilidad de verificación. Hay, pues, confianza en quien o quienes han desarrollado la ciencia subalternante, pero no una entrega a ellos; la aceptación de los resultados de una ciencia no implica por eso necesariamente una comunión con el científico en cuanto persona. En cambio, el cristiano, que acepta en la fe la palabra de Dios, está basándose en una verdad que sabe que le trasciende y a la que podrá acceder sólo en la visión beatífica, es decir, en un estado al que por naturaleza no tiene derecho alguno, y cuya consecución depende del don absolutamente gratuito de la gracia; se da, pues, en él una entrega plena en las manos de Dios. La fe supone unmovimiento de la entera persona hacia Dios y es, en cuanto tal, inicio de comunión con Dios mismo.

2) En las ciencias humanas, la ciencia subalternada depende de la ciencia subalternante, pero a la vez se extiende más allá de lo que ésta es capaz: el hombre no procede en su conocer de manera absoluta deductiva, sino que está necesitado de constantes vueltas a lo real y, en ocasiones, de vueltas a lo real que implican nuevas principalidades científicas; así, p. ej., la astronomía, la óptica, etc., están subalternadas a las matemáticas y a la geometría, pero no son un desarrollo de la geometría, sino una ciencia diversa. En el conocer de Dios las cosas cambian, ya que Dios con una ciencia una y única se conoce plenamente a Sí mismo y la entera realidad creada; y algo análogo hay que decir de la ciencia de los bienaventurados que, al ver a Dios de manera inmediata y sin intermedio alguno, conocen en Él todo aquello a lo que la visión de la divinidad les ordena (Sum. Th. 1 q12 a8-10). Hablar, pues, de la T. como ciencia subalternada a la ciencia de Dios y de los bienaventurados no es, obviamente, concebirla como una ciencia gracias a la cual el hombre se extiende a más allá de donde alcanza la ciencia divina, sino, sencillamente, afirmar que lo que Dios y los bienaventurados ven el cristiano lo cree y, creyéndolo, vuelve sobre la verdad recibida en la fe para captarla cada vez con más hondura. Lo que implica comprender -y éste es el nervio de todas las consideraciones que preceden- que el ideal o prototipo del conocer es el conocer divino: una participación perfecta, dentro de la limitación humana, en ese conocer puede darse sólo en la visión beatífica; fuera de ella caben sólo aproximaciones más o menos deficientes, aunque cada vez más perfectas, mientras más se aproximen al conocer de Dios. La T., en cuanto saber subalternado a la ciencia de Dios tal y como nos ha sido comunicada en la Revelación, tiene una continuidad con el saber divino radicalmente superior a la que puede alcanzar ninguna ciencia meramente humana: no sólo es, pues, ciencia, sino que lo es a mayor título que ningún otro saber de los que son accesibles al hombre durante su peregrinar terreno.

8. La Teología como sabiduría.

a. La Teología como saber supremo. Se conoce con el nombre de sabiduría (v.) a aquel saber que, conociendo a partir de las últimas causas, está en condiciones de regular el ámbito sobre el que versa, asignando a cada uno de los elementos que lo componen su lugar y valor exactos: es, pues, un saber a la vez teórico y práctico, capaz de gobernar la acción humana (cfr. Sum. Th. 1-2 q57 a2; q66 a5). Esta capacidad de juzgar sobre las acciones puede tener un doble origen, lo que da lugar a dos tipos de sabiduría: la de quien juzga movido por inclinación o instinto, como es el caso de quien, poseyendo un hábito, percibe de modo casi instintivo lo que conviene a ese hábito, y la de quien juzga en virtud de un conocimiento científico de la realidad de que se trata (Sum. Th. 1 ql ad3). La sabiduría por vía de inclinación o connaturalidad confiere la capacidad para juzgar de manera cierta y rápida sobre las situaciones, pero no otorga, en cambio, un saber reflejo. La sabiduría por vía de ciencia puede, en cambio: a) Poner de relieve lo fundado del modo de proceder de la inteligencia humana en su busca de la verdad y, para ello, volver sobre los principios, no ciertamente para demostrarlos -el conocimiento humano no se inicia por vía de demostración, sino por la de la recepción de la verdad-, sino para mostrarlos -es decir, hacerlos ver- y defendiéndolos frente a posibles críticas poniendo de relieve la inconsistencia de las mismas. b) Juzgar sobre los saberes inferiores, estableciendo así una jerarquía entre los conocimientos y las actividades humanas.

Digamos, finalmente -y con ello terminamos de perfilar eJ concepto-, que si bien cabe hablar de sabiduría en un orden dado, más propiamente el nombre le corresponde a aquel saber que versando sobre las causas absolutamente últimas esté en condiciones de regular la totalidad del existir. Habiendo sido ordenada la creación a un fin sobrenatural, conocible sólo por Revelación, es claro que sólo cabe una sabiduría absolutamente suprema a partir de la fe. Esa capacidad sapiencial se despliega en dos direcciones, de acuerdo con las dos posibilidades antes señaladas: una sabiduría por modo de inclinación, que es la sabiduría de los santos, fruto del don del Espíritu Santo (cfr. Sum. Th. 2-2 q45), y una sabiduría por modo de conocimiento, es decir, por profundización por la vía del análisis y estructuración del contenido de la fe, que es la Teología (Sum. Th. 1 ql a6).

Sobre la forma como la T. asume las funciones científico-sapienciales volveremos más adelante (v. III, 2). b. La Teología como saber afectivo. Hemos tenido hasta ahora presente la noción de sabiduría como saber supremo, pero en la tradición clásica y después en la cristiana está presente otra noción de sabiduría: la «sapientia quae dicitur a sapore», la sabiduría que es llamada tal por su sabor; es decir, la sabiduría como ciencia que no sólo mueve a la inteligencia mostrándole la verdad, sino también a la voluntad y al afecto presentándole la bondad de lo verdadero. Diversos Padres de la Iglesia -entre ellos S. Agustín- y autores medievales -p. ej., S. Bernardo y S. Buenaventura-, así como escritores más modernos, han enfocado de esta forma su labor intelectual: «esta ciencia -escribe, p. ej., S. Buenaventura- manifiesta cosas ocultas (la verdad revelada), pero no se detiene ahí: sino que ordena esa revelación al afecto, al amor» (In I Sententiarum, proemio, q3 adl). Cuando se practica así la T., el proceder teológico-científico, o teológico en sentido estricto, se ve doblado -o completado- con un discurso encaminado a poner de manifiesto la amabilidad de lo que precedentemente ha sida conocido como verdadero. Un tal modo de actuar es obviamente legítimo -el conocimiento debe estar abierto al amor a lo conocido-, si bien con una condición: que la preocupación por la piedad no lleve a forzar la mano en el rigor con que debe ser servida la verdad; y ello no sólo por coherencia intelectual, sino como servicio al amor mismo: un amor no fundado en la verdad es, en efecto, engañoso.


J. L. ILLANES MAESTRE.
 

BIBL.: Magisterio: GREGORIO IX, Ab Aegyptiis, 7 jul. 1228: Denz.Sch. 824; íD, Parens scientiarum Parisius, 13 abr. 1231: Chartularium Universitatis Parisiensis, I, 136 ss. (orientando sobre los límites del recurso a la filosofía); GREGORIO XVI, Breve Dum acerbissimas, 26 sept. 1835; Denz.Sch. 2738-40 (contra el semirracional¡sino de Hermes); íD, Denz.Sch. 2751-56 (contra el tradicionalismo de Bautain); Pío IX, Enc. Qui pluribus, 9 nov. 1846: Denz.Sch. 2775-80 (contra los errores racionalistas); íD, Decr. Sagr. Congr. del indice, 12 jun. 1855: Denz.Sch. 2811-14 (contra el tradicionalismo de Bonnetty); íD, Breve «Eximiam tuam», 15 jun. 1857: Denz.Sch. 2828-31 (contra Günther); íD, Ep. Gravissimas inter, 11 dic. 1862-: Denz.Sch. 2850-61 (contra Frohschammer); CONO. VATICANO I, sess. 3«: De fide catholica: Denz.Sch. 3000-45; LEóN XIII, Enc. Aeterni Patris, 14 ag. 1879: Denz.Sch. 3135-40; S. Pío X, Ene, Pascendi, 8 sept. 1907, Denz. Sch. 3475-3500 (contra el modernismo); Pío XII, Enc. Humani generis, 12 ag. 1950: Denz.Sch. 3875-99; CONO. VATICANO II,Const. Dei Verbum y Decr. Optatam totiUS; PAULO VI, Carta y alocución con ocasión del Congreso Internacional sobre la Teología del Conc. Vaticano II: AAS 58 (1966) 877-881 y 889896; íD, Sagr. Congr. para la Educación Católica, Normas para la revisión de la Const. ap. «Deus Scientiarum Dominus», 20 mayo 1968; íD, Exhort. ap. a los obispos, 8 dic. 1970: AAS 63 (1971) 97-106; fi), Sagr. Congr. para la Educación Católica, Doc. sobre la enseñanza de la filosofía en los seminarios, marzo 1472; íD, Sagr. Congr. para la Doctrina de la Fe, Decl. Mysterium Ecclesiae, 24 jun. 1973: AAS 65 (1973) 396-408.
 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991