Teología Moral. Objeto de la Teología Moral
La T. m. es la parte de la Teología (v.) que estudia
la vida del hombre en la necesaria relación de todas sus acciones con su fin
último: Dios. Dar gloria a Dios, por el conocimiento y el amor, es el fin
radical de todas las acciones del hombre en la tierra; y en la visión beatífica,
con el lumen gloriae -que da el perfecto conocimiento sobrenatural de Dios,
fijando en Él la voluntad humana- se alcanza la bienaventuranza eterna.
Etimológicamente, la palabra moral deriva de mos, que significa tanto costumbres
de un pueblo, como disposiciones del alma individual; así, pues, la T. m. se
preocupa de la conducta del hombre a la luz de su relación con Dios, que es el
solo punto de mira que elimina toda ambigüedad de su conducta y la llena de
sentido.
1. Dimensión moral de la vida humana. La fe (v.) permite contemplar la entera
realidad del hombre como ser creado y redimido por su Hacedor y Santificador,
por Él amado y llamado en libertad a unirse para siempre a su Dios, su único y
su Todo. Éste es el punto de partida fundamental de la T. moral. De un modo
general, la dimensión moral de la vida humana dice relación al modo de ser del
hombre, conforme al cual marcha libremente hacia su fin, que es Dios; es decir,
como una criatura que posee la facultad radical de autodeterminarse en todas sus
acciones, de ir haciendo la historia, mientras labra la definitiva fijación de
su destino. Por tanto, hace relación al carácter dinámico de su ser que,
partiendo de la perfección que ya tiene recibida, es llamado a una perfección
que es libre y responsable de alcanzar, para la cual tiene señalado un camino,
que es el orden moral. Cuando esta realidad se examina a la luz de la fe, no es
el perfeccionamiento del hombre -aun rectamente entendido- lo primero que se
contempla, sino el hecho de que Dios ha intervenido en la historia abriendo al
hombre su intimidad y descubriéndole cuál es el entero plan de su Providencia.
Dios, que había creado al hombre a su imagen y semejanza (Gen 1,26), se le fue
manifestando de diversos modos, a través de los Patriarcas y los Profetas, hasta
que llegada la plenitud de los tiempos, por la Encarnación de Jesucristo, el
Verbo Divino (lo 1,14) quiso redimirnos del pecado, darnos a conocer el entero
plan de su Providencia y hacernos participar de la misma vida divina (2 Pet
1,4). «Este rasgo -este progresivo acercamiento de Dios al hombre, esta gratuita
apertura al hombre de la intimidad divina- caracteriza de modo propio y singular
la religión proclamada por Jesucristo, y la distingue radicalmente de cualquier
otra: el cristianismo, efectivamente, no es una búsqueda de Dios por el hombre,
sino un descenso de la vida divina hasta el nivel del hombre (...). Olvidar este
hecho supondría reducir la vida del cristiano a una especie de humanismo
religioso -a la búsqueda puramente racional de un Dios lejano, para que se nos
muestre propicio- o, en el plano de las relaciones con los demás hombres, a un
mero sociologismo o a un moralismo antropológico, sin más horizontes que la
ética de los valores» (Á. del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, Madrid
1970, 107-108).
De aquí, el realismo de la moral cristiana: sus exigencias no son un ideal
maravilloso, más o menos extrínseco y superpuesto al hombre, sino fruto de la
realidad en la que existe y vive, «el orden moral no es una ficción útil, sino
una realidad, como real es la Sabiduría divina que lo dispone y su Voluntad
Santísima que lo quiere: y objetivos y reales son nuestro fin, nuestra
naturaleza y la gracia que nos hace hijos de Dios» (J. Escrivá de Balaguer,
texto del 19 mar. 1967).
2. Enseñanzas morales de la Sagrada Escritura. Las verdades morales vienen en la
S. E. expresadas de diversas formas: manifestaciones del trato de Dios con el
hombre y de las consecuencias que implica para la conducta; mandatos de Dios o
de sus enviados, bienaventuranzas o reproches, juicios del Señor o del
hagiógrafo con respecto a una conducta, etc. La antigua ley cesó al entrar en
vigor la ley de Cristo, como indicaron los Apóstoles en el Conc. de Jerusalén (Act
15); la predicación de S. Pablo está impregnada de esta idea: la ley mosaica es
un pedagogo que prepara la venida de Cristo. Sin embargo, aunque los preceptos
ceremoniales y judiciales quedan sin vigor, el Decálogo y gran parte de la
enseñanza moral de los libros sapienciales y proféticos son preceptos de la ley
natural, o concreciones y explicaciones de los mismos; por tanto, su valor es
constante (v. LEY VII, 1-3; sobre la santidad en la S. E., v. BIBLIA v). Aunque
en el A. T. son frecuentes las llamadas a la conversión del corazón (Ps 51,12;
etc.), es precisamente en el Evangelio donde se pone de relieve la total
prioridad de la moralidad interior: la nueva ley no consiste principalmente en
palabras o escritos, sino en la gracia del Espíritu Santo que se manifiesta en
la fe por las obras de la caridad (cfr. Sum. Th. 1-2 8108 al; v. LEY VII, 4).
Sin pretensiones de exhaustividad, reseñemos a continuación algunos puntos
capitales:Fin último sobrenatural: En todo el N. T. está incluida la idea de que
todos los hombres, en el actual orden, están llamados a un fin último
sobrenatural. En el pasaje en que Cristo describe el juicio final (Mt 25,
31-46), esta idea queda subrayada, pues se nos dice que en él serán congregadas
todas las naciones; sólo hay dos posibilidades definitivas, al menos para los
adultos: la herencia del Reino o el fuego eterno; una y otra posibilidad
dependen de la libre elección del hombre en el cumplimiento de los deberes
impuestos.
Preceptos naturales: «Cuando los gentiles, que no tienen ley, practican por
naturaleza lo que manda la ley, no teniendo ley, son para sí mismos ley; como
quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón,
atestiguándolo su conciencia con sus juicios contrapuestos que los acusan y
también los defienden» (Rom 2,14-15): es evidente que se aprueba la ley natural
en general. Además existen otros muchos pasajes en que se afirman preceptos
concretos de ley natural. Se mantiene el Decálogo (Mt 20,18-19; 22,36-40; etc.),
pero con nuevas precisiones, sobre el trato con el prójimo, la venganza (Mt
5,20-48), moral familiar (Eph 5,21 a 6,9; 1 Pet 3,1-12), etc., que tienden
principalmente a interiorizar y completar la ley antigua (Rom 12,1-2).
Toda la S. E., y especialmente el N. T., resalta la importancia de la razón para
llegar a la verdad, y para juzgar el comportamiento: se da por supuesto que el
espíritu humano es capaz de razonar correctamente (2 Cor 10,12), y que puede
discernir los medios convenientes para un fin (1 Cor 9,24-27); se reconoce un
sentido religioso innato (Act 17,22), y la posibilidad de descubrir a Dios por
medio de las criaturas (Rom 1,1921), etc.
Preceptos sobrenaturales: S. Pablo, hablando de las virtudes teologales, indica:
«Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad» (1 Cor 13,13). El Señor
concreta: «el que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se
condenará» (Mc 16,16), por tanto, para la salvación es necesario el asentimiento
a las enseñanzas de Cristo y de los Apóstoles, que se nos transmiten por la
autoridad infalible de la Iglesia. La fe es continuamente exigida por el Señor
antes de hacer cualquier milagro. Por otra parte, la fe no es un acto meramente
interno, sino que ha de tener repercusiones externas (lac 2,14-26); con
obligación en ocasiones de confesarla públicamente (Mc 8,35-38), y siempre de
ajustar a ella nuestra vida y costumbres.
«Somos salvados en la esperanza» (Rom 8,24), el objeto de nuestra esperanza es
la vida eterna (Tit 3,7; etc.), y, por tanto, la visión de Dios; la esperanza se
fundamenta en Dios auxiliante, y no en nuestras fuerzas (Lc 12,32; 1 Pet 1,21).
La mayor de las virtudes es la caridad (1 Cor 13,13), que es el vínculo de la
perfección (Col 3,14); el Señor dijo que el primer mandamiento consistía en amar
a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente, y el segundo
en amar al prójimo como a nosotros mismos (Mt 22,36-39), de tal manera están
ligados estos preceptos que «quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede
amar a Dios, a quien no ve» (1 lo 4,20). La caridad se basa en que Dios nos amó
primero (1 lo 4,10); esta caridad se ha de manifestar con obras y de verdad (1
lo 3,18), guardando los mandatos del Señor (lo 14,21).
Las Bienaventuranzas (Mt 5,1-12; v.) resumen la actitud espiritual de los que
quieren participar en el Reino de los Cielos; estas bienaventuranzas son actos
de las virtudes infusas y de los dones del Espíritu Santo (v. VIRTUDES; ESPÍRITU
SANTO III), y constituyen junto con ellos el organismo de nuestra vida
sobrenatural. Ahora bien, esta vida sobrenatural comienza y crece por medio de
los sacramentos (lo 3,5), cuya cumbre es WS. Eucaristía, que nos une de tal
manera a Cristo, que El lo compara a la unión intratrinitaria: «Lo mismo que me
ha enviado el Padre, que vive, y yo vivo por el Padre, también el que me coma
vivirá por mí» (lo 6,57).
Llamada universal a la santidad (v.): Esta verdad, punto clave para la T. m., ha
sido, aunque parezca paradójico, poco estudiada en la ciencia moral. Sin
embargo, baste observar que en el N. T. el cumplir el primer mandamiento,
obligatorio para todos, con la intensidad con que lo indica el Señor -con todo
el corazón, con toda el alma y con toda la mente- es camino seguro, y por cierto
único, para la santidad. El Sermón de la Montaña, que resume una vida de
santidad, está dirigido a la muchedumbre (Mt 5,1 y 7,28); para seguir a Cristo
es necesario tomar su Cruz (Lc 9,23), renunciar a todos los bienes (Lc 14,33),
no conformarse con realizar lo estrictamente mandado (Lc 17,10), ser fiel en las
cosas pequeñas (Lc 19,17). Todos los cristianos debemos vivir una vida nueva (Rom
6,5), según el espíritu (Rom 8,4), poniendo empeño en afianzar nuestra vocación
y nuestra elección (2 Pet 1,10), siendo hostia santa y agradable a Dios (Rom
12,1), para que Cristo se manifieste en nosotros (2 Cor 4,10), pues si hemos
muerto con Él, también viviremos con Él (2 Tim 2,11), y todo ello por influjo
del Espíritu Santo (1 Cor 12,3). Tenemos -como resumen- el mandato explícito de
Jesucristo: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48).
3. Fundamentos naturales del orden moral cristiano. La acción íntima de Dios en
la vida del hombre no destruye la naturaleza humana; es más, no sólo tiene en
cuenta la base natural de su condición de criatura, sino que la aclara y la
confirma; la hace más segura, más comprensible, más atractiva, más patente.
Ciertamente, Cristo, al encarnarse y redimirnos en la Cruz, obra una nueva
creación, instaura un nuevo orden de vida, que consiste en identificarse con Él,
«camino, verdad y vida». Pero este nuevo orden de plenitud, al modo en que
Cristo es perfectus Deus et perfectus Homo, comporta el total cumplimiento del
orden natural, que queda asumido por el sobrenatural en una perfecta unión sin
confusión. Esto explica por qué el Magisterio puede definir dogmáticamente el
contenido de la ley natural, y la necesidad de contar con una metafísica
cristiana del obrar humano en la construcción de la moral católica.
De ahí, el engaño de cualquier intento de cristianizar una filosofía moral
«laica», es decir, un sistema de pensamiento moral que no fundamente la
ordenación de la conducta del hombre en su Fin último, que es Dios. La idea de
la moral laica es, en realidad, el reverso de la negación del orden moral
objetivo, que no es conciliable con la fe, por ser contrario a la recta razón.
Es de notar, sin embargo, que tal intento se está repitiendo y es causa de no
pocos de los actuales confusionismos entre los cultivadores de la Teología
moral. El problema puede remontarse a Kant (v.) y al influjo de su concepción
del deber moral como imperativo categórico, que el hombre se impondría con su
propia voluntad, comunicando a cada norma de conducta su fuerza de obligar. Es
cierto que la norma moral aparece al hombre como un imperativo categórico, pero,
si sólo se fundara en su voluntad, su contenido resultaría arbitrario.
Únicamente Dios puede imponer categóricamente al hombre una norma de conducta;
por eso, si se suprime este fundamento, es inútil pretender conservar la idea de
un orden moral vinculante. Si el orden moral natural se constituye como un
imperativo, es por ser el mandato de Dios impreso en la creación, que manifiesta
el orden final querido por el Creador. Se entiende que sea así: la razón última
de una obligación moral que se me impone con total rigor -hasta llevarme si es
preciso a dar la vida- es sóloDios, no una posible pérdida de «mi perfección»,
ya que por mí, podría renunciar a ella, ante. otros bienes que al menos de
momento me satisfacen más. Lo que debe impulsarme a no renunciar a la búsqueda
de mi propia plenitud es que, de hacerlo, ofendo a Dios: me aparto del Ser a
quien lo debo todo y que me sostiene con su amor.
Toda solución correcta al problema del conocimiento del ser y del deber ser -y,
por tanto, del fundamento de una ciencia de la conducta- encierra un
sometimiento al Ser de Dios; el admitir, como posibilidad fundada, una moral
laica es un error teológico, una desviación de la actitud religiosa en el orden
natural y, por tanto, no puede dejar de minar los mismos fundamentos de la moral
cristiana y de todo diálogo positivo con los no creyentes.
4. La conducta humana bajo la acción de la gracia. Esta armonía entre el orden
natural y el sobrenatural (v.) no debe hacer olvidar su perfecta distinción; si
bien es verdad que la criatura ha recibido de Dios cuanto tiene, lo es
igualmente la radical diversidad de los caminos seguidos por Dios en la donación
del ser natural y en la donación de la gracia: si es exacto afirmar que en el
hombre todo es «don», no lo es, en cambio, que todo sea «gracia»; la
participación natural y sobrenatural son muy distintas.
Sin la plenitud del orden natural reconocido como consistente y suficiente a su
propio nivel, ni siquiera podría entenderse el significado del orden
sobrenatural: si el dinamismo natural no bastase para hacer accesible a la
criatura la finalidad y perfección propios de su ser natural, la gracia sería
una condición necesaria para esa perfección y, por tanto, constituiría una
exigencia de la naturaleza creada, desdibujándose toda posibilidad de la
Redención como nuevo don. Por eso, la incapacidad que comprobamos en nuestra
naturaleza para cumplir el orden moral es necesariamente un decaimiento culpable
de la misma -por el pecado original-, no una falta natural de capacidad; y la
realidad de esta herida en nuestra naturaleza es objeto de un dogma de fe.
La S. E. insiste en la esencial transformación que ha sufrido el cristiano, el
modo en que su dinamismo ha sido renovado. En un doble plano: primero, en cuanto
precisa el cristiano ser sanado de una herida en su naturaleza -el pecado
original-, que le incapacita para alcanzar su mismo fin connatural; y, además,
porque Dios nos confirma de nuevo en el destino sobrenatural, imposible de
alcanzar sin que se nos faciliten los medios adecuados. La radical novedad de la
moral del N. T. se afinca ahí: los cristianos no pueden siquiera corresponder a
su vocación antes de ser profundamente transformados.
El realismo de esta renovación es tal que la S. E. no duda en calificarlo de
nueva criatura; desde muy diversas perspectivas se recalca con distintas
metáforas este «realismo» de la transformación operada. La transformación del
bautizado -divinización- es tan fuerte, que todas las demás diferencias entre
los hombres vienen como a desaparecer: «todos sois hijos de Dios por la fe en
Cristo Jesús. Porque cuantos en Cristo habéis sido bautizados, os habéis
revestido de Cristo. No hay ya judío o griego, no hay siervo o libre, no hay
hombre o mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3, 26-29). El
bautizado, por tanto, ha sido llamado a un destino que excluye la mediocridad;
experimenta su imperfección y su miseria, pero no puede perder de vista el plan
de Dios sobre él: un proyecto que le excede Teología pastoral. Es suficiente
recalcar que es imposible desempeñar el oficio pastoral sin. un adecuado
conocimiento de la T. m., que estudia el camino del hombre a su fin último o
bienaventuranza, a la que Dios nos ha destinado (cfr. Conc. Vaticano II, Decr.
Presbyterorum Ordinis, 19).
Ética. Basta indicar que son dos ciencias que no se contraponen, sino que se
complementan: la Moral tiene un mayor grado de certeza, por basarse en verdades
de fe, y, por tanto, proporciona el más seguro criterio de discernimiento para
las construcciones de la Ética cristiana.
Ciencias auxiliares.La T. m. se sirve de otras ciencias, p. ej., de la
Psicología (v.), de la Sociología (v.), etc., aprovechando sus conclusiones para
la profundización de aquellos factores psicológicos y sociológicos que influyen
en las acciones humanas, consideradas desde un punto de vista moral. Sin
embargo, existe el peligro de aceptar sus conclusiones como principios para la
T. m.. y no como aportaciones de ciencias subsidiarias, que pueden servir para
una mejor comprensión del actuar humano cuando son juzgadas bajo la luz de la
Teología. Se cae entonces en un psicologismo (v.) o sociologismo (v.) ético que
desnaturaliza el sentido de la Teología moral.
R. GARCÍA DE HARO , ENRIQUE COLOM.
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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991