Suicidio
TEOLOGIA MORAL.


1. Gravedad y valoración moral. El s. no puede justificarse nunca a la luz de la moral. El quinto mandamiento del Decálogo, no matar (cfr. Dt 5,17; Mt 5,21) encierra de manera implícita la prohibición del s., prohibición que se desprende de la soberanía absoluta de Dios sobre la vida humana (cfr. Dt 32,29). Dios es el único dueño absoluto de la vida. El hombre la ha recibido sólo en administración; y como garantía de la futura, que será eterna (v. VIDA).

Ninguna circunstancia o motivo puede justificar el s. A la luz del misterio redentor, el sufrimiento físico o moral es la contribución que el hombre pone para hacerse aplicar eficazmente los méritos de Cristo. Negarse a ello, rompiendo con la vida, p. ej., para acabar con el dolor, es sencillamente rebelarse contra Dios: pecado, y grave, puesto que tocamos aspectos sustanciales de las relaciones del hombre con su Creador y su Redentor. «Nadie, escribía S. Pablo, vive para sí mismo, ni muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor, y si morimos, morimos para el Señor. Tanto en la vida como en la muerte pertenecemos al Señor» (Rom 14,7-8).

No debe olvidarse tampoco que el s. se opone al instinto de conservación de la vida, que desde lo más hondo de nuestro ser nos impulsa a seguir viviendo; «instinto» que es una manifestación de la ley natural, y reflejo de la Voluntad divina creadora y de su Providencia, así como del recto amor propio. Ni para evitar el pecado es medio apto darse la muerte, puesto que el pecado está en el consentimiento de la voluntad, a la cual no llega ni puede llegar ninguna coacción externa. Tampoco es lícito el mal llamado «suicidio religioso», como acto supremo del reconocimiento del dominio absoluto de Dios sobre la vida humana y como expiación del pecado.

La hipótesis del espía militar, etc., depositario de secretos cuya revelación pondrá en gravísimo peligro a su patria, hay que resolverla también negativamente: este s. es ilícito, aunque exista la previsión cierta de que el sujeto, narcotizado o torturado, hablaría contra su voluntad. Si, por una parte, pudiera parecer que, en atención al bien común, Dios habría concedido al sujeto, en este caso, dominio absoluto sobre su vida, por otra, ese mismo bien común se resistiría notablemente por el fácil abuso a que podría dar lugar la licitud del s. en circunstancias que son uno de tantos hechos inevitables, que Dios permite y que no tienen remedio humano. Se discute si un juez puede ordenar el s. como pena por un delito. Algunos autores defienden su licitud, sosteniendo que si este acto no es homicidio (se ha impuesto una pena justa) tampoco será s. ejecutar por sí mismo la pena de muerte legítimamente impuesta (cfr. B. H. Merkelbach, Summa Theologiae moralis, II, París 1935, 350; J. Mausbach, o. c. en bibl., 207). De todas formas hay que reconocer al menos que se trata de algo inhumano y reprobable (cfr. S. Tomás, Sum. Th. 2-2 q69 a4).

2. La desesperación y su tratamiento moral. Se ha dicho ya que la causa del s. radica en última instancia en la desesperación, pecado que va directamente contra la esperanza (v.). Aun teniendo en cuenta los casos patológicos -los cuales, dejando clara la inmoralidad objetiva del s., implican una dificultad al juzgar la imputabilidad subjetiva de algunos casos de s.-, en él influye no sólo la inseguridad en sí mismo, sino sobre todo la falta de esperanza, la desconfianza de que Dios pueda ser el remedio de todos los posibles males; ausencia de Dios que lleva al hastío e insatisfacción de la vida, que parece carecer de sentido. Pero hay también muchos otros valores humanos, nobles, que la sociedad debe reflejar. La misma sociedad, sobre todo a través del núcleo familiar, puede infundir en el ánimo motivos dignos de seguir viviendo y de hacer frente a cualquier género de contradicción que pudiera hacer la vida amarga e insoportable. Por el contrario, una sociedad materialista, en la cual apenas si cuentan los valores del espíritu y que, por todos los medios imaginables, predica, como bien supremo, el placer de los sentidos y la huida del dolor (v. HEDONISMO), predispone a la desesperación, preámbulo del s., cuando circunstancias personales o extrañas al sujeto hagan imposible el disfrute de una felicidad tan limitada y tan relativa. El sufrimiento físico o moral no es ciertamente condición indispensable para ser buenos o virtuosos, pues no se opone al plan redentor de Dios el esfuerzo del hombre por disminuir el dolor o por hacerlo desaparecer, en cuanto sea posible. Es más; conforme a una doctrina ciertamente evangélica, es obligación grave la de procurar ordenar la convivencia entre todos los hombres, de manera que ofrezca las máximas garantías factibles de hacer posible y fácil la felicidad relativa temporal a que podemos aspirar en este mundo.

Sin embargo, es ciertamente contrario a la voluntad salvífica de Dios rebelarse contra el dolor inevitable, cuando, por divina permisión, nos sale al paso. Un primer deber de la sociedad, por consiguiente, será el de crear un ambiente a favor del cual el hombre dé por descontado los trabajos y penalidades, como necesariamente inseparables de su vida, en una cierta medida; y entienda al mismo tiempo que soportarlos con dignidad humana o, mejor, con cristiana resignación, puede proporcionar satisfacciones íntimas, a propósito para neutralizar la acidez y el amargor del alma y hasta la misma incomodidad corporal. Si no se tiene esto presente el germen de la idea suicida encontrará siempre calor para incubarse y desarrollarse en el deseo insaciable y en la limitación de los medios que se ofrecen para satisfacerlo.

Pero el ambiente exterior más favorable será poco eficaz sin una educación social y religiosa conveniente, que lleve a la mente la persuasión del verdadero significado de la existencia del hombre sobre la tierra, tal y como de hecho se da: con esa mezcla, pocas veces proporcionada a gusto nuestro, de lo dulce y de lo amargo, de lo grato y de lo ingrato. La fortaleza del espíritu, única que puede valer para las crisis graves, no es ni la capacidad de resistencia física, ni siquiera la fortaleza de ánimo que se inspira en ideales, acaso dignos, pero no supremos yeternos; sino la que resulta del convencimiento interior, mejor, de la fe firme en la existencia de un más allá que justifica plenamente la esperanza cierta de que en las amorosas trazas de la Providencia divina el final de una vida, al parecer insufrible, puede significar el comienzo de la felicidad auténtica y absoluta. «La lucha contra el suicidio, decía Pío XII a los predicadores de Roma, el 18 feb. 1958, entra de lleno en los deberes del ministerio sacerdotal». «Enseñad a vuestros fieles el horror a este delito, educadlos para soportar las desventuras, atemorizadlos -si es necesario para su salvación- con aquellos argumentos divinos y humanos que la moral católica expone ampliamente». Salvada la debida proporción, estas palabras valen para quienes tienen la responsabilidad de la educación integral del niño y del joven: los padres, en primer lugar, los maestros, los profesionales de la información. El mal que psicologías deficientes suelen recibir de los relatos sensacionalistas de personajes que han suprimido violentamente su vida sólo se evitará con la exaltación de tanto héroe callado, que proclama el valor sobrenatural de la resignación. La medicina social puede hacer mucho, a condición de que no se eche en olvido el factor religioso. Cualquier labor reeducadora que no cuente con él está condenada al fracaso.

V. t.: VIDA; EUTANASIA; DUELO.


A. PEINADOR NAVARRO.
 

BIBL.: C. SALICRU, Suicidio y eutanasia, Barcelona 1956; C. Rizzo, Suicidio, en Diccionario de Teología Moral, Barcelona 1960; G. PERIcó, A difesa della vita, 3 ed. Milán 1964, 231-257; W. SCHL)LLGEN, Ética concreta, Barcelona 1964, 168-178; 1. MAUSBACH, G. ERMECKE, Teología Moral Católica, III, Pamplona 1974; A. PEINADOR, Moral profesional, 2 ed. Madrid 1968, 98-103; ID, Cursus brevior Theologiae Moralis, III, Madrid 1954, 423-435; M. ZALBA, Theologiae Moralis Summa, II, 2 ed. Madrid 1960; 55-62; L. SIMEONE, De suicidio quaedam, Roma 1956; M. VAN VYVE, La notion de suicide, «Ephemerides Theologicae Lovanienses» 32 (1954) 593-618.
 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991