SOCIEDAD III. DOCTRINA SOCIAL CRISTIANA.
1. Visión de conjunto. La comprensión de la s., en cuanto a su naturaleza y
dinamismo, se halla enlazada directa y necesariamente con la concepción general
del hombre, es decir, con la visión antropológica que cada filosofía profesa. La
concepción cristiana de la s. es material y espiritual al mismo tiempo, porque
mantiene la idea del hombre (v.) como compuesto de alma y cuerpo.
De las diferentes formaciones sociales a las que cabe aplicar con
propiedad la significación genérica del término s., destacan tres
fundamentalmente: la s. familiar, la religiosa y la política. La primera tiene
prioridad de naturaleza sobre las dos restantes. La segunda dispone de un
alcance trascendental, que rebasa con creces a la s. familiar y a la política.
Pero esta última es superior orgánicamente a la familiar e independiente, en su
campo, de la religiosa.
Interesa subrayar el hecho de que el hombre vive en dos s. generales o
perfectas simultáneas: la religiosa y la política Cuando estas dos s. se
identifican, corren peligro ambas y, por consiguiente, también el hombre. El
régimen normal de relaciones entre una y otra s. presupone la vigencia
simultánea de las dos, con sus autoridades respectivas y con su cuadro propio de
fines, funciones y tareas, en régimen de mutua autonomía. La historia muestra
una gran variabilidad en la dosificación del juego de relaciones entre la s.
política y la s. religiosa. Desde la aparición del cristianismo, el deslinde y,
al mismo tiempo, la coordinación, han quedado sustancialmente definidos. Téngase
presente, además, que el sujeto activo y, en cierto modo, pasivo de una y otra
s. es el hombre, en la identidad inescindible de su persona. De aquí, la lógica
consecuencia de que objetivamente deben coincidir, sin estorbarse, los
mandamientos procedentes de ambas sociedades. En caso eventual de conflicto,
sobre todo en el sector propio de las materias mixtas, hay que acudir, para
determinar prioridades, a la prioridad que, por razón de origen, naturaleza,
medios y fines, corresponde en cada campo a una u otra s. (v. IGLESIA IV, 5 y
6).
2. Filosofía general de la sociedad. Lo primero de todo, hay que subrayar
el sentido personalizador que debe tener toda s. o agrupación social. Ésta, en
cualquiera de sus niveles y círculos, se halla subordinada al hombre, tanto en
el orden singular individual de éste como en el orden de sus agrupaciones
sociales. No es, pues, el hombre el que debe subordinarse totalmente a la s.,
sino que es la s. la que debe agotar su dinamismo funcional en el servicio del
hombre. De aquí se deriva la necesidad de que todo el conjunto asociativo, mayor
o menor, dentro del cual el hombre se mueve, opere según un criterio de
convergencia que permita al hombre vivir sin escisiones ni problemas de
conciencia.
Igualmente se deriva del principio personalizador la necesidad absoluta de
que, en cualquier núcleo asociativo, actúen ordenada y simultáneamente los dos
grandes principios dinámicos de toda s.: el ordenador, propio de la necesaria
autoridad (v.); y el creador, propio de la iniciativa privada, individual o
asociada. Si bien la persona humana, en cuanto miembro de una formación social
determinada, debe someterse a las disposiciones ordenadoras de la autoridad de
la misma, es igualmente necesario que la autoridad se subordine a las
finalidades y a los procedimientos que esa formación social tiene; subordinación
que, con el paso del tiempo y a través del desarrollo progresivo del derecho, ha
ido creando líneas de convergencia cada vez más perfectas en el equilibrio del
juego de ambos principios, autoridad y gobernados.
De acuerdo con esta cooperación simultánea de principios activos, toda s.
tiene que estar regida por dos grandes principios o criterios prácticos, los
cuales no son otra cosa que la manifestación sintética de estas dos realidades
que acabamos de señalar. Por un lado, el principio de subsidiariedad (v.), que
refleja el sentido de servicio que la s. y, en concreto, su autoridad debe
prestar al hombre. Y, por otro, el principio de participación (v.), el cual
evidencia el sentido activo y creador que corresponde a los miembros de cada
sociedad. De la conjunción, feliz o desgraciada, que en el despliegue de estos
dos principios logre o no una s. determinada, depende el éxito de la misma, o,
lo que es igual, el que tal s. alcance los fines generales a que debe tender.
El principio de la acción subsidiaria, combinado con el principio de la
primacía de la iniciativa privada, lleva a otro criterio, máximo definidor de la
esencia de toda s.: es el principio unificador o, lo que es igual, pacificador,
que debe combinar la unidad con la pluralidad. A la esencia de toda s. pertenece
la pluralidad de sus miembros, y cuando las formaciones sociales revisten
dimensiones territoriales y demográficas grandes, la necesidad de respetar este
pluralismo es mayor. Pero, además, admitido el respeto e incluso el fomento de
este elemento pluralista de toda s., es necesario insistir en la necesidad de un
principio que unifique y concentre a todas esas fuerzas en torno a unos ideales
comunes, esto es, en torno a la comunidad. Si el pluralismo se merma o perece,
se acentúa la concentración unitaria hasta límites que llegan a rebasar lo
aceptable. Si el pluralismo prevalece con deficiencia sensible del principio
unificador, el riesgo de desintegración se acentúa sensiblemente. Para lograr y
mantener el engranaje correcto de la energía centrípeta, de la que es custodio
la autoridad, a cuyas normas jurídicas están obligados todos los miembros, y de
las tendencias centrífugas propias del pluralismo, es necesario alcanzar el
punto de equilibrio que dé variedad espontánea y permanente conexión a todo el
cuerpo social.
3. La sociedad política. Como la s. familiar y la s. religiosa tienen
tratamiento propio en esta Enciclopedia (V. FAMILIA IV; IGLESIA II y III;
RELIGIÓN), es la s. o comunidad política la que debe ser estudiada en este
artículo. La finalidad propia específica de la comunidad política es el bien
público general de orden temporal. En esta finalidad se hallan los elementos que
la caracterizan frente a cualquier otra formación humana de carácter social.
Pero esta temporalidad del bien común propio de la s. política, aunque, por
razón de su contenido, es inmanente y se agota en el tiempo, posee una
ineludible apertura al desarrollo en el tiempo de los valores trascendentales
del hombre. La s. política, en efecto, no puede quedar desvinculada de la
suprema realidad de la vida, que es Dios. Sin Dios, perecen la libertad y la
seguridad del hombre. S. sin Dios equivale a s. caída en la bancarrota del
hombre.
Todos los elementos -cultura, economía, socialización, política, etc- que
constituyen la vida profunda y la expresión externa de la s. civil tienen que
tener siempre a la vista esta vertiente espiritual del hombre, cuya plenitud
sólo puede darse dentro de la s., pero manteniendo abierta esta s. a las
realidades trascendentales. El desarrollo de la persona humana y el progreso de
la s. política están mutuamente condicionados. La s. no es sobrecarga accidental
para el hombre. Es vía para el despliegue de todas las potencialidades de éste.
Pero siempre a condición de que la s. respete su puesto y reconozca sus límites
dentro del orden absoluto de los seres y de los fines.
Pertenecen asimismo al bien general público de orden temporal ciertas
realidades, complementarias pero fundamentales, como son el territorio y la
tradición. Estos elementos se dan en toda s. política, sean los que sean el
nivel y el radio de ésta. No puede haber presente social bien orientado ni
futuro garantizado sin la aceptación previa de las herencias permanentes
transmitidas por la tradición.
Por lo que toca a la significación del principio de subsidiariedad en la
s. política contemporánea, no ha tenido este principio, hoy día, portavoz más
decidido y enérgico que el magisterio social contemporáneo de la Iglesia
Católica. De este principio se deriva una serie de líneas de actuación o
funciones de la s. política a través del Estado como gestor de la misma. Tres
son las líneas fundamentales: a) la primera es la del fomento, es decir, la
creación de condiciones exteriores y la creación de estímulos que permitan el
fácil desarrollo expedito de la iniciativa privada; b) la segunda, el servicio,
esto es, la realización, por sí o por medio de particulares reconocidos, de
ciertas prestaciones cuya cantidad, calidad e intensidad están dadas por el
grado de desarrollo de cada comunidad política; y c) la tercera, la gestión
directa, indelegable, de todas las funciones que corresponden a la obligación de
unificar y, por lo mismo, de pacificar, propia de la instancia suprema del
Estado. En conexión con la segunda idea directriz antes expuesta, está la
función supletoria, por virtud de la cual el Estado tiene que intervenir en el
campo propio de la iniciativa privada, cuando ésta, por una u otra razón, o no
existe o es insuficiente. Y en conexión con la función tercera, se halla la
previsión o el castigo de las conductas que se aparten del camino jurídicamente
establecido para la sana convivencia.
4. La sociedad internacional. La s. política posee, como característica,
la elasticidad creciente de sus dimensiones territoriales. Lo prueba la
historia. Así como las comunidades nacionales modernas constituyeron un
desarrollo respecto de la situación anterior fragmentaria, polarizada en torno a
regiones más o menos extensas, así hoy la unificación de las s. políticas está
uniendo a los pueblos hacia comunidades de carácter internacional o continental
primero, y de carácter mundial después.
Varias son las motivaciones subyacentes a esta tendencia integradora. La
razón más profunda es la sociabilidad natural del hombre, unida a los fines
nuevos que plantea el desarrollo. Es el impulso general íntimo derivado de la
unidad de la especie humana el que tiende a unidades políticas supranacionales.
Pero, además, está el hecho de la interdependencia creciente de los Estados en
lo cultural, en lo social y en lo económico. Las unidades nacionales resultan ya
insuficientes.
En esta expansión continental o mundial de la comunidad política se
observa que rigen y deben regir los mismos grandes principios generales de
organización de toda s. política. Necesitará una autoridad política firme, de
alcance mundial. Deberá ésta regirse por el principio de la acción subsidiaria,
con respeto pleno al principio de participación, aplicado ahora a las entidades
nacionales integradas. Tendrá que mantener las líneas de fomento, de servicio y
de integración, que son consustanciales con el concepto genérico de s. política.
Y, por último, deberá mantener el equilibrio adecuado entre el esfuerzo
unificador, del cual es responsable la autoridad siempre necesaria
absolutamente, y el respeto a un pluralismo enriquecedor, lo cual lleva consigo
que la comunidad mundial, lejos de constituir un elemento divisor de las
entidades nacionales agrupadas, contribuya a reforzar los elementos de
convivencia y comunidad de éstas, como base firme para la estabilidad, seguridad
y desarrollo de la propia comunidad mundial.
Impónense a esta nueva dimensión de la s. política el respeto a los
valores religiosos de la humanidad, el fomento de los elementos consolidados de
las tradiciones genuinas de cada pueblo, la liberación frente al riesgo de un
unitarismo mecánico que pretenda convertir las nuevas estructuras en
automatismos desconocedores del valor primordial de la persona humana, también
en la nueva coyuntura.
BIBL.: Para un estudio directo de los textos pontificios en que se basa la exposición, cfr. J. L. GUTIÉRREz GARCÍA, Convivencia y Sociedad, en Conceptos fundamentales de la doctrina social de la Iglesia, I y IV, Madrid 1971. Además: P. BIGO, La doctrine sociale de 1'Église, París 1965, 55 ss.; J. I. CALVEZ, L'Église et la société économique, I, París 1959; A. KLOSE, Katholisches Soziallexikon, s. v. Gemeinschaft, Innsbruck 1964, col. 301-303; L. SÁNCHEZ AGESTA, Nociones de teoría política, en Curso de doctrina social católica, ed. BAC, Madrid 1967, 333 ss.; J. VILLAIN, Venseignement social de 1'Église, I, París 1953-54; O. VON NELL-BREUNING, Einzelmensch una Gesselschaft, Heildelberg 1950; R. COSTÉ, Moral internacional, Barcelona 1967; F. J. SHEED, Sociedad y sensatez, Barcelona 1963, 99-151; G. FAssó, Cristianesimo e societá, Milán 1956; É. GILSON, La metamorfosis de la ciudad de Dios, Madrid 1965; R. GóMEz PÉREZ, Conciencia cristiana y conflictos políticos, Barcelona 1972; G. LOBO MÉNDEZ, Persona, familia y sociedad, Madrid 1973.
J. L. GUTIÉRREZ GARCÍA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991