SITUACIÓN, ÉTICA DE II. ESTUDIO ONTOLÓGICO.


La é. de s., que acaba de ser criticada desde el punto de vista de los valores morales, muestra más claramente su inconsistencia al estudiar la moral en su aspecto ontológico, porque en definitiva la doctrina de los valores sólo deja de ser ambigua cuando se entiende por valor la transcripción al ámbito de la conciencia del orden al fin último, impuesta por Dios a la creación (V. MORAL I, A, 6).
     
      1. La conciencia y los planes de Dios. Dios -llamando de la nada al ser, a cuanto existe- pone en la entraña misma de la creación el orden por el que todas las cosas han de retornar a Él. La moralidad (v. MORAL I) es la dimensión propia del obrar humano, que resulta del deber que el hombre tiene, como criatura inteligente y libre, de conocer y seguir ese orden divino que le conduce hasta su último fin. La inteligencia humana llega a la posesión de este orden, reconociéndolo en la realidad de las cosas y, gracias a la fe, en la enseñanza de la palabra divina (v. TEOLOGíA MORAL), supuesta la recta ordenación de la voluntad a Dios, porque el conocimiento es ya una actividad moral.
     
      Por eso, la primera función de la libertad respecto a la conciencia (v.) es moverla a la búsqueda de los planesdivinos, para alcanzar el máximo grado de identificación consciente con lo que Dios ha proyectado sobre él: juzga los sucesos descubriendo la sabiduría de los designios de la Providencia (v.), va aprendiendo la jerarquía de las cosas -de los valores- según el orden divino, reconoce los bienes que adquiere al renunciar a otros más aparentes: «¿De qué sirve al hombre adquirir el universo, si pierde su alma?» (Mt 16,26). A medida que la conciencia se abre más a la norma moral el hombre se mueve, no ya contando con los planes de Dios como un factor externo, sino dentro de esos planes; pone al servicio de los proyectos divinos toda la capacidad de conocer y toda la responsabilidad de que es capaz: los hace propios, ya que sabe que en ellos y por ellos alcanzará su mayor bien, el bien que Dios proyecta.
     
      Los partidarios de la é. de s., con formulación, a veces, de una apariencia semejante, se apartan radicalmente de esta concepción cristiana, al no admitir el carácter objetivo del orden divino, especialmente en cuanto alcanza a todas las acciones singulares. Según ellos, en las s. concretas -y toda acción se da en una s. concreta-, el hombre no puede descubrir un orden dado que no existe (sería intentar regirse por una abstracción), sino que ha de crearlo según un vago principio de amor a los demás.
     
      Este planteamiento de la peculiaridad de cada s. como ausencia de efectiva ordenación supone un claro desconocimiento de lo que es el orden divino, confundiéndolo con una ordenación humana general. Por el contrario, la realidad es que el designio de Dios, la ley eterna (v. LEY VIL I) contiene no sólo las normas universales sino también las particulares: alcanza a toda acción singular; y no puede ser de otra manera: si Dios hubiera establecido «sólo reglas de carácter universal, no siendo éstas igualmente aplicables a los singulares -especialmente en las cosas variables que no permanecen sin cambio-, sería necesario que el hombre ordenara ciertas cosas sometidas a su provisión, al margen de las normas divinas. Y, por tanto, dispondría de un poder de juicio sobre tales normas, para determinar cuándo fuese necesario obrar según ellas y cuándo dejarlas: lo cual no es posible... porque, ineludiblemente, este juicio corresponde a Dios» (S. Tomás, Contra Gentes, 111,76).
     
      La é. de s. pierde de vista, en definitiva, la concreta relación de dependencia de las criaturas -todas y cada una- respecto al Creador (v. CREACIÓN): Dios no impone a sus criaturas un código arbitrario como puede ser eJ de un legislador humano, sino que les da el ser con una radical ordenación al fin, y lo conserva con esa ordenación. La continua presencia fundante de Dios en lo más íntimo de las criaturas conlleva esa radical ordenación de todo su ser y su obrar: la Providencia alcanza a todas las criaturas en sus más mínimas acciones: «Hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados» (Mt 10,30).
     
      La conciencia no es un árbitro que decida por sí mismo la bondad o maldad de lo que debe hacerse en cada s.: es la capacidad que tiene el hombre de descubrir el orden divino en cada s. concreta; el hombre no puede crear su norma, pero es responsable de que aparezca en su conciencia la norma que le ha sido dada. La ordenación divina para cada hombre penetra lo más íntimo de su ser: existe con independencia del conocimiento que tenga de ella la persona; la Voluntad de Dios no es algo que se añada extrínsecamente a la criatura, sino que en ella «existimos, nos movemos y somos» (Act 17,28). Por eso, cada uno es responsable de encontrarla, de no oscurecer esa luminosidad que brota de lo más profundo del ser. De ahí la necesidad de alcanzar una conciencia recta, a través de la cual llega la luz de la norma que descubre la moralidad de la situación personal y señala el orden objetivo a nuestra conducta subjetiva.
     
      2. La situación en la moral cristiana. Desde esta perspectiva, la moral cristiana se muestra en su radical oposición a la ética de situación.:a) Las nociones de bien y mal están primariamente relacionadas con Dios, no con el hombre, ya que nada tiene razón de bien sino en cuanto participa de la semejanza de Dios; y viceversa, el único verdadero mal es el pecado (v.) por la aversio a Deo que supone. Como el mundo no está fundamentado en una ordenación humana sino divina, el pecado es esencialmente una ofensa a Dios y, aunque en algún caso pueda lesionar los derechos de otros hombres, siempre el principal ofendido es Dios.
     
      La consecuencia es que no se trata de que los hombres construyan un mundo a su criterio, sino que en cada situación concreta respeten y obedezcan el orden querido por Dios; por eso, nadie puede sentirse dispensado por el ambiente, aunque el ambiente sea contrario, de replantear en su raíz si una determinada conducta está o no conforme con el orden divino: la instancia decisiva es el querer de Dios, y no el acuerdo de los hombres ni su criterio de lo justo y de lo bueno. A diferencia de la é. de s., la actitud cristiana no lleva a dejarse dominar por el ambiente, ni tampoco a «crearlo», a construirlo: induce a desentrañar los requerimientos humanos y cristianos que hay en cada s., a situar a cada uno frente a las exigencias concretas de su vida, ayudándole a descubrir lo que Dios le pide en cada momento. Un ambiente cristiano es un ambiente en el que el orden divino brilla en cada situación.
     
      b) Hay una única vocación cristiana que se realiza en múltiples situaciones: el querer de Dios abarca a todos los hechos singulares, y debe llevar al hombre a empeñarse, libre y responsablemente, por realizar en la propia s. las exigencias de la común vocación cristiana a la santidad. La propia s., por tanto, no es esencialmente modelante sino, en este preciso sentido, «modelable» según el querer de Dios. El cristiano no está hecho ni para doblegarse al ambiente, ni para construirlo a su arbitrio, sino para vivir en él según Cristo: busca en cada s. integrarse en el orden divino y mostrar el verdadero sentido de todos los acontecimientos.
     
      El sentido cristiano de la trascendencia del mundo v de las cosas -el diálogo con el Dios vivo, que hace saber sus exigencias y sus proyectos- no aparta al hombre de los afanes y situaciones temporales; al contrario, la radical intimidad y dependencia de las criaturas respecto al Creador permite al cristiano, en la medida que mejor conoce y sigue el plan divino, penetrarlas en lo más profundo de su ser. No se trata sólo de que la conciencia no sea tributaria del ambiente, sino de percibir que, mientras no la oscurecemos, es receptáculo de las llamadas de Dios para recordarnos que hemos de informar de sentido cristiano cada una de las s. concretas: en cada s. humana por la que atraviesa nuestra vida, hemos de descubrir ese «algo divino» que nos pide una respuesta personal de amor y entrega a Dios y a los demás. Esto acuña el sentido y la ambiciosa magnitud en que la moral cristiana, esencial y necesariamente, influye en el mundo: no porque el hombre se sienta llamado a configurarlo a su medida, sino porque abre al hombre a la dimensión más alta de su existencia, le invita a sacar de cada s. de la jornada el mayor partido posible, la gloria que Diosespera. El cristiano sabe que «cada situación humana es irrepetible, fruto de una vocación única que se debe vivir con intensidad, realizando en ella el espíritu de Cristo» (J. Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, 8 ed. Madrid 1974, n° 112).
     
      El cristiano toma así conciencia de la dignidad de su vocación, porque «la redención no tuvo sólo la virtud de curar nuestra enfermedad, sino de concedernos santidad y, con ello, una dignidad, gloria, majestad y fuerte atractivo que sobrepujan con mucho nuestra propia naturaleza» (S. Juan Crisóstomo, In Rom. hom., X,3). La llamada de Dios, el carácter bautismal y la gracia, hacen que cada cristiano pueda y deba encarnar plenamente la fe; a través del testimonio de vida cristiana, de la palabra, y de la acción responsable, debe reconciliar todas las cosas con Dios, colocando a Cristo en la cumbre de todas las actividades y situaciones humanas.
     
      V. t.: MORAL I; LEY; CONCIENCIA; PECADO.
     
     

BIBL.: O. N. DERISI, Los fundamentos metafísicos del orden moral, 3 ed. Madrid 1969; C. FARRO, Il valore permanente della morale, en Atti del Convegno del Comitato Cattolico Docenti Universitari, Roma 1968; D. VON HILDEBRAND, Moral auténtica y sus falsificaciones, Madrid 1960; J. MAUSBACH, Die neuesten Vorschldge zur Reform der Moraltheologie und ihre Kritik, «Theologische Revue» 1-VIII (1902) 41-46; B. H. MERKELBACH, Quelle place assigner au traité de la conscience?, «Revue des Sciences philosophiques et théologiques» 1923; R. GARCÍA DE HARO, La conciencia cristiana, Madrid 1971; Pío XII, Discursos de 23 mar. 1952: AAS 44 (1952) 273, y 18 abr. 1952: AAS 44 (1952) 414; Decr. del Santo Oficio de 2 feb. 1956: AAS 48 (1956) 144.

 

R. GARCÍA DE HARO , ENRIQUE COLOM.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991