SITUACIÓN, ÉTICA DE I. DESCRIPCIÓN Y ANÁLISIS CRÍTICO.


Al hablar de é. o moral de s. conviene distinguir entre dos manifestaciones diferentes, aunque muy ligadas entre sí, dentro de esta corriente moderna: de una parte, una especie de existencialismo ético (V. EXISTENCIALISMO IV), que exagera el valor de la s., de las circunstancias en el obrar moral; de otra la negación de toda norma moral objetiva que hace del «amor» la única regla moral en cada circunstancia concreta. La primera fue analizada y criticada por Pío XII en un discurso del 18 abr. 1952; la segunda, continuación de aquélla, es la que está presente en la llamada teología de la secularización (v.).
     
      1. Descripción de la ética de situación en las enseñanzas de Pío XII. El papa Pío XII en una alocución a la Fédération Mondiale des Jeunesses Féminines Catholiques, el 18 abr. 1952, analiza los rasgos característicos de esta «nueva moral», a la que denomina existencialismo ético, actualismo ético, individualismo ético y é. de s., moral que habrá sido preconizada por algunos teólogos protestantes (K. Barth, F. Gogarten, etc.), llegando a influir en algunos pensadores católicos. El rasgo predominante de esta «nueva moral» radica en el hecho de que el poder de decisión de carácter ético ya no se basaría en leyes morales universales, sino más bien en circunstancias individuales y concretas según las cuales la conciencia del individuo está llamada a actuar, pues -se aduce- toda persona humana es única y la s. individual y concreta en la que se encuentra no puede ser repetida. Resultado de ello es que la conciencia (v.) del hombre, y sólo ella, está en condiciones de poder juzgar la decisión ética invocada en un caso determinado.
     
      La moral de s. o moral de circunstancias, si bien no niega expressis .verbis la validez universal de los principios morales (v. LEY II y VII), los relega a un segundo plano, ya que, de acuerdo con su doctrina, la conciencia del hombre está autorizada a tomar sus propias decisiones (que pueden estar o no de acuerdo con los principios generales de la ley moral), según las circunstancias individuales en las que el hombre se encuentre: la conciencia será «activa» y «creativa», no meramente pasiva y receptiva, ya que a los ojos de Dios, afirman, la conciencia del hombre tendrá prioridad sobre las leyes y preceptos. Es, por tanto, la conciencia la que debe decidir en una s. determinada cuál es la decisión moral correcta. El hombre no puede fiarse de principios morales abstractos que tendrán poca o ninguna validez en la s. individual concreta e irreemplazable en la que él se encuentra.
     
      La é. de s. mantiene una «moralidad individual» en la que el «yo» del hombre se enfrenta al «yo» de Dios. En esta confrontación personal, el hombre toma su propia decisión y acepta el yugo de su responsabilidad individual. Dios, dicen, espera del hombre que se guíe por buenas intenciones y quiere que su respuesta sea sincera, ya que la acción en sí misma no le preocupa a Él. Se afirma que el hombre actual ha alcanzado su mayoría de edad y por ello este tipo de moral se adapta a la medida de las necesidades que esa madurez le impone. Ahora más que nunca está llamado a llevar sobre sus hombros todo el peso de su responsabilidad personal y a no tomar decisiones morales per procura, es decir, confiándose en un código de leyes que le son impuestas desde fuera. Esta «nueva moral» -dicen sus defensores- tiene la enorme ventaja de hacer al hombre mucho más consciente de su libertad y responsabilidad; además, le protege de la hipocresía, de la fidelidad farisaica a las leyes que habría sido la trampa de la moral tradicional.
     
      La é. de s., en la forma descrita, ha sido presentada a veces como una protesta violenta contra una excesiva simplificación de los juicios morales, como si la acción moral sólo se midiese, de un modo abstracto y frío, por la ley, sin contar para nada con la intención del sujeto y con su situación concreta. Efectivamente, una excesiva simplificación de los juicios morales podría llevar a la despersonalización del hombre, dando a la esfera moral un carácter jurídico, duro e impersonal (v. LECALISMO). Conviene recordar, sin embargo, que la doctrina moral católica siempre ha valorado debidamente el fin y las circunstancias en el acto moral, sin dejar de afirmar a la vez que el fin o las circunstancias no pueden justificar una acción intrínsecamente mala según la norma moral. Pío XII refiriéndose a ese carácter universal de la norma moral recordaba que la ley moral comprende y abarca todos los casos individuales. Es, por tanto, erróneo establecer una dicotomía entre la ley misma y su aplicación concreta a los casos individuales. El odio a Dios, la negación de la fe, el perjurio, la blasfemia, la idolatría, el adulterio, la fornicación, el robo, la masturbación, etc., están prohibidos siempre por Dios. Ninguna circunstancia, por muy sutil que ésta sea, puede justificarlos. Sería erróneo creer que la moral tradicional descansa sobre principios abstractos, desconectados de las circunstancias concretas en las que se encuentra el hombre. Por el contrario, siempre se ha afirmado que las circunstancias particulares en las que se encuentra el hombre proyectan luz sobre el modo en que deben aplicarse los preceptos morales.
     
      El Pontífice hace tres consideraciones a las afirmaciones de los defensores de la é. des.: 1) la buena intención, aunque es importante, no basta para garantizar el carácter moral de un acto; 2) el hombre no puede nunca causar un mal para conseguir que de su acción pudiese resultar algún bien (cfr. Rom 3,8); 3) hay situaciones en las que un cristiano está llamado a sacrificarlo todo, incluso su propia vida, con tal de no quebrantar una ley moral (ejemplo de los mártires). Terminaba su breve exposición sobre la «nueva moral» subrayando que la moral tradicional ha insistido siempre en la importancia de velar por la formación de la conciencia que lleva a la auténtica madurez cristiana. Esto no obstante -añade- por muy maduro que pueda ser un hombre, no debemos perder de vista el hecho de que Cristo es y sigue siendo nuestra Cabeza y nuestro Maestro, y en consecuencia la auténtica madurez implica la libre aceptación de las obligaciones morales, que son independientes de los caprichos y deseos humanos.
     
      2. La moral de situación según el pensamiento de los autores de la «teología de la secularización». Desde la alocución de Pío XII, la é. des. va tomando una forma más virulenta. Bajo la influencia de autores como Bultmann (v.), Bonhóffer (v.), E. Brunner (v.), Tillich (v.), Robinson, Fletcher, etc., se ha ido convirtiendo en un ataque abierto a la moral tradicional. Su ética está basada en una regla de oro: sigue la norma moral o quebrántala, de acuerdo con las necesidades del «amor». El «amor» es la clave de la ética de situación. Es una moral que sólo conoce una obligación: amar. Hay un solo absoluto: el «amor». De la sabiduría tradicional hemos heredado muchas reglas generales más o menos verdaderas. Para el «situacionista» ninguna de estas reglas es absoluta. Sólo son buenas en cuanto su aplicación favorezca el «amor» en una s. concreta y particular. Éste es -según ellos- el significado de kairós, es decir, el momento de decisión en el cual el hombre descubre si la sophia, la sabiduría, puede servir al «amor» o no en esta s. concreta. El legalismo (v.), aferrándose a la letra de la ley, según los «situacionistas», puede resultar inhumano. La é. de s., por el contrario, coloca a las personas por encima de los principios y es, por tanto -según dicen-, esencialmente «humana».
     
      La moralidad considerada únicamente como reguladora de los relaciones entre los hombres. Según los «situacionistas», la moral trata de las relaciones humanas, entendiendo esto en un sentido restrictivo o reduccionista. Expliquémoslo con más detalle.
     
      1) En primer lugar porque se pone el acento sobre lo «humano», mientras que la moral cristiana ha subrayado siempre que la obligación primaria es hacia Dios. Hay acciones perversas dirigidas directamente contra Dios mismo (blasfemar, p. ej.); hay acciones que ofenden a Dios al ser dirigidas contra los hombres (el robo). La moral de s. olvida que el pecado (v.) es sobre todo ofensa contra Dios y lo considera sólo como una falta de preocupación por el bienestar del hombre. No es meramente una diferencia de énfasis; es una diferencia esencial, pues la glorificación de Dios a través de las buenas obras, y la ofensa a Dios a través del pecado, quedan ahora sustituidas por una consideración pragmática de lo que es ventajoso al hombre o a la humanidad. Por otra parte, el hecho de que ciertas obras puedan ser malas aunque no incidan en otras personas (p. ej., la masturbación; v.) quedaría también postergado.
     
      2) La é. des. supone además que la moral es un encuentro entre personas en el que no hay ninguna relación a principios éticos, ya que -falsamente- consideran a éstos como «despersonalizantes». Critica la moral tradicional por su tendencia de subordinar las personas concretas a las reglas abstractas de conducta. «Cualquier cosa es `buena' sólo porque es buena para alguien», dicen. Pretende ser, por tanto, una ética «personalista», carecterizada por su calor y su humanidad en contraposición a la «frialdad» e «impersonalidad» de la moral tradicional. La é. de s. se preocuparía por el bien concreto de un hombre concreto, hic et nunc, rehusando sacrificar el bien del hombre en aras de las normas. Las normas serían para las personas y no viceversa. Lo que la é. des. no tiene en cuenta es el hecho de que la auténtica moral tradicional considera a las leyes morales no como normas abstractas, impuestas arbitrariamente, sino más bien como bienes y valores concretos que reflejan la perfección de un Dios infinitamente santo (v. B). Como ya se decía más arriba, el pecado no es algo que va sólo dirigido contra principios abstractos, sino contra el Dios vivo y concreto.
     
      La regla de oro del «amor». Según los «situacionistas», el legalismo consistiría en identificar el amor con la obediencia a las leyes. Esta crítica estaría en parte justificada si por ley sólo se entiende ley humano-positiva. Su error está en que la é. de s. no distingue claramente entre la ley divina y humana, entre la ley natural y positiva (v. LEY VII). Despreciando olímpicamente las palabras de Cristo: «Quien me ama, guarda mis mandamientos», afirman que las leyes hay que obedecerlas o quebrantarlas según las exigencias del «amor».
     
      Estamos de acuerdo en que si una persona ama de verdad su acción estará de conformidad con este amor, pero esto no nos autoriza a identificar la prueba de amor -hacer el bien al prójimo- con el amor mismo. La dificultad se ve todavía más agravada por el hecho de que el amor queda, finalmente, equiparado con la justicia (v.): amar es dar a uno lo suyo, es decir, calcular en una situación dada cómo se servirá mejor el interés de esta persona.
     
      Con el fin de captar el abismo que separa la concepción del amor situacionista de la concepción cristiana, sólo necesitamos comparar la afirmación de que «el amor es algo que nosotros hacemos por el prójimo» con el capítulo 13 de la Epístola de S. Pablo a los Corintios: «Si yo doy a los hombres todo lo que poseo... y no tengo caridad... no soy nada, nada me aprovecha». Es aquí donde la é. de s. revela verdaderamente las fuentes de su pensamiento: comparte los dogmas fundamentales del utilitarismo (v.) de J. Bentham (v.) y J. Stuart Mill (v.), cuyas únicas normas morales serán un «amor» que tiende a conseguir el mayor bien para el mayor número de personas. Esto implica un cuidadoso cálculo de las consecuencias mediatas e inmediatas de una acción cuya justificación está precisamente en que aportará un aparente aumento general del bien.
     
      Nueva jerarquía de valores. En tanto que la moral cristiana ha dado siempre prioridad a los valores o bienes morales (la justicia, la pureza, la generosidad) por encima de otros valores (p. ej., bienes como la vida, la propiedad, etc.), la moral de s. tiende a trastocar completamente esta relación y enfoca los valores morales como medios para la realización de aquellos otros valores. Esto es cierto a pesar del énfasis que pone en el amor (un valor moral), ya que éste en realidad sólo es un medio empleado para llevar a cabo la realización de bienes extra-morales tales como la felicidad humana. Estos bienes -aunque nos imponen obligaciones morales- no son por sí mismos los portadores de los valores morales.
     
      Una clave para llegar a entender la é. de s. es percatarse de que, según ellos, el bien y el mal no son «propiedades» sino «atributos», concepción de la que se originaque la misma cosa pueda ser a veces buena y a veces mala. Esta postura lleva a destruir uno de los criterios de la moral: la diferencia entre valores que son intrínsecamente buenos (justicia, pureza) y aquellas cosas que reciben el carácter de buenas porque pueden, p. ej., beneficiar a una persona.
     
      Para los «situacionistas» ninguna cosa puede ser llamada buena ni mala en sí misma; recibirá su carácter de buena o mala de acuerdo con la situación. De ello resulta que el adulterio o el aborto, la fornicación (que la moral cristiana ha calificado siempre como males) pueden ser calificados de «buenos» en ciertas ocasiones y bajo determinadas circunstancias. Los «situacionistas» no dicen que el adulterio sea intrínsecamente bueno, sino que hay circunstancias que pueden hacer que lo sea, porque contribuye a la realización de algún fin deseable. El aborto puede ser legítimo si realiza algún bien; si sirve, por ej., a la salud mental de la madre. Aquí tenemos un caso claro de un dis-valor moral (el aborto) que se ve «legitimado» porque puede servir -o se pretende que puede servir- a la salud mental de la madre (un bien moralmente relevante). La prioridad absoluta que los valores morales permanentes tienen sobre los valores moralmente relevantes es negada de facto por los «situacionistas» (sobre esta terminología, cfr. D. von Hildebrand, Ética Cristiana, o. c. en bibl. cap. 17 y 19; v. MORAL I, B). La é. de s. renuncia al carácter categórico de la ley moral y lo sustituye por obligaciones hipotéticas: «si esta acción en particular resulta que sirve para el amor, entonces debes realizarla». El resultado de este criterio de moralidad lleva en definitiva a la tesis de que el fin justifica los medios.
     
      De acuerdo con su posición, el empleo de cualquier medio puede ser legitimado si es para conseguir un bien: por ej., un disvalor moral (el aborto) puede ser empleado legítimamente como un medio para la realización de un bien moralmente relevante. Aquí es donde el abismo que separa la é. des. de la moral tradicional se hace más visible. Para la moral cristiana, ningún bien moralmente relevante, por muy elevada que sea su categoría, y aunque pueda ser deseable, podrá justificar jamás un acto moralmente perverso (esto es, un acto que en sí mismo y por sí mismo sea moralmente malo). Hay acciones cuya inmoralidad es tal que están marcadas por un velo absoluto. Ninguna circunstancia por muy importante que sea, ninguna «buena intención» puede legitimar nunca tales acciones. Empero existen también acciones cuya naturaleza está modificada por las circunstancias y por la intención con que se realizan. Si un cirujano al tratar de salvar la vida de un enfermo le opera, y el paciente fallece durante la intervención, la muerte que resulta no puede ser en modo alguno calificada de asesinato.
     
      3. Conclusión. La é. de s. no es un fenómeno aislado. Es más bien la expresión ética de una serie de ideas teológicas y filosóficas bien organizadas que se están difundiendo en el mundo contemporáneo. Aun cuando no se mencione el movimiento de la muerte de Dios, la é. de s. respalda tácitamente los principales puntos de vista sustentados por esta corriente: nociones tales como pecado, ofensa a Dios, recompensa o castigo, retroceden a un último término (o desaparecen del todo) siendo reemplazadas por el «bienestar de la humanidad», el «futuro y el progreso del hombre». La obligación moral primaria ya no es hacia Dios sino hacia sus semejantes, es decir, el hombre está llamado por encima de todo «a servir al mundo», a beneficiar a la humanidad, a trabajar por el progreso (v. SECULARIZACIÓN).
     
      Asimismo deforma el sentido de la libertad del hombre, identificándola con una supuesta «llegada a la mayoría de edad», habiendo sido, por tanto, liberado del yugo de las obligaciones formales que pudo estar legítimamente impuesto sobre las anteriores generaciones En la é. de s. encontramos una abierta rebeldía contra la concepción del hombre como criatura. La noción de «madurez» implica sutilmente que los hombres ya no estamos atados por la obediencia, sino que ahora estamos totalmente desarrollados para tomar la vida y el destino en nuestras propias manos.
     
      Ni Bentham ni J. Stuart Mill jamás intentaron presentarnos una concepción auténticamente cristiana de la moral, pero la moral de s. pretende ser fiel al espíritu del Evangelio. Es fácil ver que esta pretensión está totalmente injustificada. Se menciona el nombre de Dios, pero de hecho Él no juega ningún papel en las decisiones humanas: ni su santidad es el ejemplo y norma de las acciones humanas ni sus mandamientos son tomados como expresiones válidas de su divina voluntad. Bastaría recordar que en el Evangelio se da prioridad absoluta al amor de Dios: «Amarás al Señor tu Dios, con todo tu espíritu, todo tu corazón, toda tu alma...» y el segundo mandamiento es igual al primero: «amarás a tu prójimo como a ti mismo». Si los «situacionalistas» tuviesen razón al afirmar que amar es hacer bien a alguien, este tipo de amor no puede aplicarse al amor del hombre para con Dios; en otras palabras, si su interpretación del Evangelio fuese correcta el primer mandamiento perdería todo significado. Esto pone en claro que la moral de s. niega la resonancia eterna de los valores morales; implícitamente rechaza radicalmente las famosas palabras de Kierkegaard: «Lo ético es el soplo mismo de lo eterno».
     
      V. t.: ACTO MORAL II; CONCIENCIA; EXISTENCIALISMO IV; LEGALISMO; LEY; MORAL; SECULARIZACIÓN; SINCERIDAD.
     
     

BIBL.: D. VON HILDEBRAND, Moral auténtica y sus falsificaciones, Barcelona 1960; íD, Ética cristiana, Barcelona 1962; íD, Deformaciones y perversiones de la moral, Madrid 1967; A. PAREGo, L'Etica della situazione, Roma 1956; P. PALAZZIM, La moral de la situación, «Nuestro Tiempo» 27 (1956) 31-40; J. M. MARTÍNEZ DE LA LAHIDALGA, La moral «nueva» ante la Iglesia, Barcelona 1959; J. FORD, G. KELLY, Problemas de teología moral contemporánea, 1, Santander 1962, 99-131.

 

ALICE VON HILDEBRAND.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991