Sexualidad. Estudio General
 

1. La sexualidad en la Sagrada Escritura y en la doctrina de la Iglesia. Ya desde las primeras páginas del A. T. se encuentran referencias importantes a la sexualidad. Los dos relatos de la creación -el yahwista (Gen 2) y el sacerdotal (Gen 1)- terminan con una escena que funda la institución del matrimonio natural, inseparable de la s., y contienen además referencias directas al sentido que en la mente de Dios tiene la existencia de los dos sexos en la especie humana.

En el relato yahwista (Gen 2,18) la intención de Dios se explica de esta forma: «No es bueno que el hombre esté solo, voy a darle una ayuda que le sea apropiada». El hombre, superior a todos los animales, no podía encontrar esa ayuda más que en un ser semejante a él en naturaleza y dignidad, y esto hace que -después de poner Adáq el nombre a todos los seres materiales creados hasta entonces, sin encontrar una ayuda que le satisficiera (Gen 2,20)- Dios creara la mujer y, al verla, el primer hombre exclamara: «Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne» (Gen 2,21). Por esa semejanza de esencia y dignidad, «abandonará el varón a su padre y a su madre y se unirá con su mujer, formando una sola carne» (Gen 2,24). El último sentido de la s. encuentra, pues, sus fundamentos en los dos conceptos que esas frases de la S. E. contienen: la ayuda mutua (en el matrimonio y en todas las manifestaciones de complementariedad entre los dos sexos, en la sociedad humana, en el trabajo, en el hogar, etc.) y la procreación: «serán dos en una sola carne».

Este último concepto se presenta con palabras más explícitas en el relato sacerdotal (Gen 1), concretamente al hablar de la creación del hombre: «Hagamos un hombre a imagen nuestra, conforme a nuestra semejanza ... Creó, pues, Dios al hombre a su imagen, de Dios lo creó, macho y hembra los creó» (Gen 1,26-27). Y a continuación añade el relato bíblico: «Y los bendijo Dios y les dijo: Procread y multiplicaos, y henchid la tierra» (Gen 1,28).

Es de advertir la nobleza y excelencia de la s. en sí misma, como claramente se desprende del relato bíblico hasta ahora comentado, que corresponde a momentos anteriores al pecado original: la s. está exenta de todo sentimiento de vergüenza en el estado de justicia original -«estaban los dos desnudos, el hombre y la mujer, mas no sentían vergüenza» (Gen 2,25)-, y su fin es alabado expresamente por Dios, al terminar la creación de todas las cosas: «examinó Dios todo cuanto había hecho (unos versículos antes se incluye el relato de la creación de los dos sexos y del mandato de la procreación) y he aquí que estaba muy bien» (Gen 1,31).

Cuando Adán y Eva cometen el pecado original (v. PECADO II, B; III, B), las cosas cambian: se desencadenan los efectos de la concupiscencia (v.) desordenada, y las diferencias de sexo, lo mismo que las funciones de la procreación, se verán afectadas por la presencia del mal en la tierra: «se abrieron los ojos de ambos (de Adán y de Eva) y comprendieron que estaban desnudos, por lo cual entretejieron hojas de higuera y se hicieron unos ceñidores» (Gen 3,7); «multiplicaré -dijo Dios a la mujer- las molestias de tu gravidez; con dolor parirás hijos, y buscarás con ardor a tu marido, que te dominará» (Gen 3,16). Con el pecado original, pues, se introduce un elemento nuevo a propósito de la s. humana: el desorden que aquel pecado acarreó en nuestra naturaleza, y a partir de aquel momento no faltarán en las páginas de la Biblia numerosos episodios representativos de las degradaciones sexuales más diversas, junto a normas morales y rituales referentes a la sexualidadLa lectura del A. T., a propósito de las purificaciones (v.) que allí se establecen (cfr. incluso sus consecuencias en el relato evangélico: Lc 2,22-29), no debe, sin embargo, inducir a engaño sobre una necesaria relación entre la impureza -tal como hoy la entendemos- y la sexualidad. En el A. T. es necesario distinguir entre una pureza moral y una pureza cultual, sin relación directa con la moralidad, que incluye, p. ej., la limpieza física y el alejamiento de lo que esté sucio (Dt 23,13 ss.), enfermo (Lev 13-14) o corrompido (Num 19,11-14). Pues bien: la mayoría de las prescripciones del A. T. referentes a la s. tienen el carácter de purificación ritual o cultual, y esto por una razón fácil de entender. La pureza cultual reglamentaba el uso de todo lo que es santo, y las fuerzas vitales -consideradas en la Biblia como sagradas y fuente de bendición divina (cfr. el oprobio con que se miraba la esterilidad)hacen contraer una impureza cultual, incluso al hacer de ellas un uso moralmente bueno (Lev 12 y 15). Con el correr del tiempo, comenzará a abrirse paso en el A. T. la idea de pureza moral como la más importante, e incluso se acentuará la relación entre la pureza -y su contrario, la lujuria- y la sexualidad. Como ejemplo, pueden citarse los preceptos del Decálogo relativos a la fornicación, al adulterio, y a los deseos impuros; la oración de Sara: «Tú sabes, Señor, que nunca codicié varón y que guardé mi alma de toda concupiscencia» (Tob 3,14); los castigos impuestos a los pecados de impureza, y los vicios de lujuria que se señalan y se reprenden en los paganos (Sap 14,23-24). Con la llegada del N. T. queda abolido el concepto de pureza e impureza legal o cultual, y alcanza su plenitud la idea de pureza moral (v. PURIFICACIóN II).

Por lo que se refiere a la idea de la s. en sí misma, la predicación cristiana tuvo que luchar desde el principio con dos concepciones igualmente equivocadas aunque opuestas. De una parte -y ésta era la idea imperante entre la mayoría de los paganos (cfr. p. ej. Act 24,25)la s. no era más que un modo instintivo de prolongar la especie, de obtener el placer y de engrandecer la tribu, la ciudad o el ejército: de ahí la degradación a que estaba sometida la mujer en la mayoría de los pueblos de entonces, y la dificultad para entender las enseñanzas cristianas sobre la santidad del matrimonio (v.), la excelencia de la virginidad (v.), etc. De otra parte, abundaban también las doctrinas que consideraban la s. como un rebajamiento del hombre. Estas ideas, enemigas generalmente de todo lo corporal, provenían de algunas religiones orientales y de diversos sistemas filosóficos. Más adelante harán también su aparición en el seno de las herejías gnósticas (v. GNOSTICISMO) y maniqueas (v. MANIQUEÍSMO).

La doctrina cristiana rechazó como erróneas esas dos interpretaciones de la s., reconociendo en la diferenciación sexual un designio divino, pero tratando al mismo tiempo de regular el desorden que el pecado original introdujo, concretamente por lo que respecta a la tendencia al placer sensible. Como muestras de esta actitud cristiana, basten estas dos citas de S. Pablo: «Huid de la fornicación; cualquier otro pecado que cometa el hombre, está fuera del cuerpo, pero quien fornica contra su cuerpo peca. ¿O es que no sabéis que vuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo, que habita en vosotros, recibido de Dios, y que ya no os pertenecéis?» (1 Cor 6,18-19). De otra parte advierte el Apóstol que no se ha de dar «oídos a espíritus falaces y a doctrinas diabólicas, enseñadas por impostores llenos de hipocresía, que tendrán la conciencia cauterizada de crímenes, quienes prohibirán el matrimonio y el uso de los manjares que Dios creó, para que los tomasen con hacimiento de gracias los fieles y los que han conocido la verdad: porque toda criatura de Dios es buena» (1 Tim 4,1-4).

Esta doctrina ha sido sostenida y confirmada siempre por el Magisterio de la Iglesia, aun cuando en el ambiente de determinadas épocas históricas resultara chocante. Véase como ejemplos las siguientes proposiciones del Conc. de Toledo (a. 400) y del Conc. de Braga (a. 561): «Si alguno dijere o creyere que los matrimonios de los hombres que son tenidos por lícitos según la ley divina son execrables, sea anatema» (Denz.Sch 206); «Si alguno condena las uniones matrimoniales humanas y se horroriza de la procreación de los que nacen, conforme hablaron Maniqueo y Prisciliano, sea anatema» (Denz.Sch. 461). Afirmaciones semejantes, pero expresadas en sentido positivo, se contienen en los documentos del Conc. Vaticano II: «Dios, dueño de la vida, ha confiado a los hombres la misión de conservar la vida ... La índole sexual del hombre y la facultad humana de engendrar son maravillosamente superiores a todo lo que sucede en los estadios inferiores de la vida; por tanto, los mismos actos propios de la vida conyugal, ordenados según la verdadera dignidad humana, deben ser respetados con gran estimación» (Const. Gaudium et spes, 51; cfr. también n° 49).

Con lo que antecede, se puede resumir la doctrina de la iglesia respecto a la s., diciendo que el cristiano ha de ver en el sexo, y en lo genital también, no algo malo sino una facultad concedida por Dios al hombre, que está relacionada intrínsecamente y en su más profunda dimensión con el matrimonio (v.), porque el poder de transmitir la vida, que es una componente esencial de la genitalidad, está por su naturaleza orientado a un fin que supera lo individual. Es un presupuesto para la conservación y la extensión de la especie humana, de tal modo que S. Tomás llega a llamarlo un «bien de calidad superior» (Sum. Th. 2-2 g153 a2). Y añade que sin la caída del primer hombre la propagación de la especie humana se hubiera realizado también mediante la unión carnal del hombre y de la mujer, incluso con una experiencia sensorial más profunda, pues el hombre -sigue diciendo- poseía antes del pecado original una naturaleza más pura y un cuerpo más sensible (cfr. ib. 1 q98 a2 ad2).

Conclusión. Como corolario de todo lo anterior, podemos decir que -para adoptar una actitud justa y correcta ante la s. es preciso no perder de vista tres puntos fundamentales, ya expuestos implícitamente en todo lo que antecede. Hay que advertir, sin embargo, que estos tres puntos han de considerarse simultáneamente y no aisladamente uno del otro. Las coordenadas a que nos referimos son: a) el sexo, y por consiguiente la s., es obra de Dios y esencialmente es algo bueno; b) el pecado original ha herido la naturaleza humana, y esto ha repercutido en la manera de manifestarse la s. y en la actitud del hombre ante ella, pues ya no es lícito seguir sin discernimiento los impulsos sexuales, que ahora están desordenados y faltos de armonía, sino que esos impulsos se han de encauzar y regular según la recta razón y la ley divina; c) la Redención no ha modificado ese desorden de nuestra naturaleza y de sus tendencias, sino que nos ha dado la capacidad sobrenatural para vencerlas (la gracia, v.), ordinariamente a condición de poner en práctica los medios humanos que estén a nuestro alcance.

2. Errores y prejuicios sobre el sentido de la sexualidad. Las tres dimensiones mencionadas más arriba dan razón de otras tantas direcciones por las que se han dirigido y se dirigen los errores sobre el sentido de la s. humana. Naturalmente se trata de direcciones fundamentales, que luego se diversifican en multitud de manifestaciones, pero que suelen tener en común el hecho de olvidar uno de los citados elementos.

a) Si se olvida que la s. es obra de Dios, se cae en un falso espiritualismo, en un desprecio del cuerpo, en un odio a todo lo que sea materia, que con frecuencia se centra en lo referente a la sexualidad. Es de notar, sin embargo, que -con excepción de algunas deformaciones ascéticas, consecuencias quizá inconscientes de antiguos errores doctrinales- este falso enfoque de la s. no suele presentarse masivamente en nuestros días, aunque no falten casos de deformaciones graves en personas singulares. Con frecuencia, no obstante, más que deformaciones doctrinales son verdaderas anormalidades psíquicas.

b) Si se prescinde del sentido trascendente de la s., de su ordenación fundamental a la procreación (y la procreación está ligada estrictamente al matrimonio) y a la mutua ayuda, y si se olvidan las consecuencias del pecado original, se cae en un error de signo opuesto al antes mencionado, error que reviste formas muy variadas: el animalismo más abyecto en el uso y en la consideración de la genitalidad; un pragmatismo pagano o paganizante, que prescinde de toda consideración doctrinal (ética, religiosa, racional, etc.) para explicitarse en modos de conducta superficiales y, lo que es peor, contrarios a la ley de Dios; teorías antropológicas o filosóficas polarizadas alrededor del sexo, que enfocan equivocadamente, etc. En este último grupo de errores cabe señalar la importancia que han tenido las teorías de M. Hirschfeld (18681935), sexólogo y director del Institut für Sexualwissenschaft. Sus ideas -difundidas especialmente por 1. Bloch (1872-1922) y H. H. Ellis (1859-1939)- han sido la base doctrinal para muchas aberraciones en materia de s., aunque a veces partieran de presupuestos humanitarios y razonables: p. ej., cuando Hirschfeld luchó para que la homosexualidad no fuera considerada sistemáticamente un delito punible, sino que se tuviera en cuenta la componente patológica y a veces irresponsable de algunos casos. De ahí, sin embargo, se pasó a afirmar la imposibilidad de la castidad (v.) formal, la licitud- de cualquier práctica sexual (legitimidad del amor libre, de la homosexualidad, del divorcio, etc.). Otras consecuencias de las doctrinas de la llamada reforma sexual, derivadas esta vez de un desconocimiento o una negación de las consecuencias del pecado original, son, p. ej., el hecho de preconizar -con pretexto de la naturalidad- un naturalismo que a la corta o a la larga lleva a conductas contrarias al verdadero sentido de la sexualidad. En este grupo de tendencias pueden enumerarse las doctrinas nudistas, las pretensiones de abolir las barreras impuestas por el pudor (v.) y la modestia (v.), el favorecimiento de una promiscuidad indebida entre ambos sexos, los modos equivocados de impartir la educación sexual (V. EDUCACIÓN V), etc.

c) Por último, si para encontrar el sentido de la s. tal y como se da ahora en el género humano se olvida el significado y el valor de la Redención, se cae en un pesimismo moral, también ilícito y condenable, que considera como inevitables las caídas en materia de castidad y que suele desembocar en la desesperación.

V. t.: Además de las referencias ya indicadas, AMOR II; CASTIDAD; CONCUPISCENCIA; HEDONISMO; MATRIMONIO 1, 1-2; V, 1 y 5.


J. L. SORIA SAIZ.
 

BIBL.: A. BERGE, L'éducation sexuelle et affective, París 1964; J. GUITTON, Ensayos sobre el amor humano, Buenos Aires 1957 (esta obra ofrece algunas consideraciones marginales algo imprecisas, que podrían desorientar a un lector poco formado); 1. LECLERCQ, El matrimonio cristiano, Madrid 1954; G. MARAÑóN, La evolución de la sexualidad y los estados intersexuales, Madrid 1930; G. SANTORI, Compendio del sexo, Madrid 1969; J. L. SORIA, Paternidad responsable, Madrid 1969; íD, El sexto mandamiento, Madrid 1970; G. THIBON, Sobre el amor humano, Madrid 1955.
 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991