SECULARIZACIÓN


1. Los orígenes históricos del vocablo. 2. La crisis del Medievo y sus interpretaciones filosóficas. 3. Secularización y ateísmo. 4. Los equívocos del tradicionalismo. 5. Secularización y pérdida del sentido de lo divino. 6. Secularización y autonomía de las realidades terrenas. 7. Conclusión.
     
      Por s. se entiende ordinariamente la acción, proceso o efecto de secularizar, es decir, de hacer secular lo que era sagrado o eclesiástico. Esa definición nominal no aclara, sin embargo, el significado real de la palabra; más aún: se presta a una considerable ambigüedad, ya que los términos por relación a los cuales la s. resulta definida (secular, sagrado, eclesiástico) son susceptibles de múltiples acepciones. Cualquier otra definición que se intente, en la medida en que pretenda abarcar todos los fenómenos a lós que dicha palabra se aplica, caería en defectos análogos; por eso el camino más viable para enfocar este tema con claridad es trazar la historia de la voz s. y de sus diversos significados, a fin de poner de relieve el sentido y el alcance precisos de cada uno de ellos.
     
      1. Los orígenes históricos del vocablo. La voz s., etimológicamente, deriva de la palabra latina saeculum, siglo, a través de una evolución semántica que merece la pena exponer en sus líneas generales. Los primeros cristianos de lengua latina, para designar las diversas fases o etapas en las que, según la Revelación, se divide la historia, se sirvieron de ordinario de la palabra saeculum; de ahí que hablaran de siglo, o mejor de este siglo, para designar a la etapa presente en cuanto distinta de la definitiva o eterna, es decir, del siglo futuro en el que la salvación alcanzará su plena consumación (v. ESCATOLOGÍA). Entre esas dos etapas o momentos de la historia de la salvación hay claras diferencias, pero también continuidad, porque los tiempos definitivos han comenzado ya y la justificación es real aunque aún no consumada. Cabe, pues, distinguir, dentro de la situación presente, entre las realidades que están destinadas a durar eternamente y los elementos o aspectos caducos y transitorios; o también -aunque desde una perspectiva distinta- entre la Iglesia, en la que el estado futuro se incoa y anticipa, y los hombres y pueblos que son llamados a la salvación y, por tanto, a la Iglesia. Eso explica que, como consecuencia de una suma compleja de factores (que van desde la misma consolidación de la estructura eclesial hasta la experiencia monástica o las vicisitudes históricas medievales), la palabra siglo y sobre todo el adjetivo secular y sus derivados fueran perdiendo en parte su significación primitiva, ligada a la idea de temporalidad, para asumir, en cambio, una connotación eclesiológica y jurídica vinculándose prácticamente a la distinción entre clérigos y religiosos de una parte y laicos de otra. Lo secular vino así a contraponerse a lo eclesiástico; y, como consecuencia de la identificación paralela que se registró entre lo eclesiástico y lo sagrado, lo secular tendió a su vez a identificarse con lo profano (v. SAGRADO Y PROFANO).
     
      Es precisamente del adjetivo secular tomado en este sentido de donde deriva el sustantivo s. Por s. se entiende pues, originariamente, el proceso jurídico-canónico por el que una persona o cosa, que había sido previamente separada y constituida en sagrada o eclesiástica, es privada de la consideración o régimen especial que le otorgaba la legislación canónica, e incorporada de nuevo a las condiciones y usos propios de la vida común u ordinaria. Así, el Código de Derecho Canónico habla de s. para designar el indulto por el que se dispensa a un religioso de los votos a fin de que pueda volver al régimen de vida propio de la mayoría de los cristianos (can. 638-643).
     
      El término s. nace, pues, en un contexto jurídico; presupone, sin embargo, un transfondo amplio y complejo que explica la diversidad de usos y significados que ha recibido posteriormente. Esa idea de una s. como proceso jurídico implica, en efecto, la posibilidad de que existan estados de vida que se definan por su relación a la comunidad cristiana, y objetos, edificios, etc., que se destinen exclusivamente a usos eclesiales, ya que eso constituye el requisito previo imprescindible para que pueda darse un proceso de vuelta de esas personas o cosas a su situación precedente. En otras palabras, la noción de s. connota la realidad de la Iglesia como comunidad visible, es decir, como comunidad distinta de otras comunidades, y capaz, por tanto, de un culto, de una vida y de un ordenamientojurídico propios, y, consiguientemente, de unas relaciones con el resto de las instituciones humanas.
     
      Los diversos problemas filosóficos y teológicos nacidos en torno a la idea de s. presuponen, de una manera o de otra, un juicio sobre el lugar que la Iglesia y el cristiano ocupan en el mundo; o, al menos, conducen a él. Esos problemas surgen, sin embargo, en dependencia directa no de ese significado original del término, sino del matiz que recibió algún tiempo después.
     
      Este nuevo matiz puede ser datado históricamente con precisión, ya que se consagró con ocasión de la Paz de Westfalia (1648; v.), en la que el delegado francés habló de s. para referirse a la confiscación de los señoríos eclesiásticos a fin de atribuirlos al poder civil. Al emplear así la palabra se la está usando en un sentido muy cercano al anterior, pero ampliando considerablemente su alcance: ahora, en efecto, se hace referencia no ya al simple cese en un caso concreto de la competencia de una jurisdicción, que permanece, sin embargo, intacta en cuanto tal; sino a la limitación intrínseca de esa jurisdicción.
     
      Podemos, pues, definir la s. como el proceso histórico en virtud del cual las instituciones cívicas afirman su autonomía frente a las autoridades eclesiásticas. Proceso que, además, resulta claramente caracterizado cronológicamente, ya que tiene un punto de partida o término a quo definido: la Edad Media. La s. en cuanto proceso de afirmación de la autonomía de las instituciones cívicas se identifica, pues, con el proceso de liquidación de las estructuras medievales, y más concretamente con la superación de la interdependencia que durante esa época reinó entre sacerdotium e imperium y la consiguiente formación de ámbitos de pensamiento o de acción que se desgajan de la autoridad eclesiástica para presentarse como constitucionalmente autónomos con respecto a ella. En este sentido la s. implica, de una parte, la consideración de la Edad Media como una época que tendía hacia una estructuración de tipo sacral o, al menos, hacia una fusión entre los principios cívicos y los eclesiásticos, haciendo de la pertenencia a la Iglesia uno de los elementos integrantes de la participación en la vida ciudadana; y de otra, la interpretación de la historia moderna como un proceso de diferenciación entre lo cívico y lo religioso.
     
      2. La crisis del Medievo y sus interpretaciones filosóficas. Estamos así ya en presencia de todos los datos y apreciaciones históricas que van a dar lugar a la problemática propiamente filosófica y teológica sobre la s., que gira en torno a la siguiente pregunta: ¿qué valor y alcance debe concederse a ese proceso y a los juicios que implica sobre la Edad Media y la Moderna? Es obvio que al formular esa pregunta se ha trascendido el nivel de la historia en su dimensión historiográfica o descriptiva, para desembocar en una filosofía de la historia, o, para hablar más propiamente, en una reflexión filosófica sobre la historia de las culturas (v. HISTORIA V). Lo que está en juego, de ahora en adelante, no son ya sólo los datos históricos, sino también (e incluso sobre todo) las concepciones de fondo sobre el ser del hombre y sobre su destino.
     
      Tres son las posiciones fundamentales que a lo largo de la historia del pensamiento occidental han sido adoptadas frente a ese problema, y tres, por tanto, las definiciones de s., irreductibles entre sí, que existen en la literatura actual:a) Considerar el fenómeno histórico de la separación entre Iglesia y Estado, es decir, la afirmación de la independencia de la vida cívica con respecto a la autoridad eclesiástica, como la primera o una de las primeras etapas de un proceso más hondo cuyo sentido último se alcanza con la reivindicación de la autonomía de la mente humana frente a la autoridad del Magisterio eclesiástico y finalmente frente a Dios. La s. viene, pues, concebida como el proceso de reducción a una dimensión meramente intrahistórica, mundana y secular de las aspiraciones trascendentes del hombre.
     
      b) Ver en ese acontecimiento el inicio de una crisis de la actitud religiosa, ya que -se dice- implica la desvinculación absoluta entre religión y política y, por tanto, la afirmación de la pura profanidad de la historia terrena y la pérdida práctica del sentido inmediato de lo divino. Por s. se entiende, pues, el proceso de formación y desarrollo de una mentalidad caracterizada por la tendencia a juzgar del mundo y de las cosas desde fines puramente humanos y temporales (seculares), prescindiendo de toda perspectiva teologal.
     
      c) Afirmar que los acontecimientos históricos han permitido advertir algunos equívocos en que el Medievo había incidido por lo que se refiere a las relaciones entre religión y política, y han contribuido, por tanto, a estimular un esfuerzo de profundización en el auténtico sentido de la misión histórica de la Iglesia. La s. viene, pues, concebida como un proceso que conduce a una toma de conciencia de la autonomía de las realidades terrenas en el interior de una visión teologal de la existencia.
     
      Intentaremos, a continuación, aclarar el sentido exacto de esas diversas posiciones, exponiendo las opciones que implican y, en su caso, criticándolas.
     
      3. Secularización y ateísmo. La primera de esas tres interpretaciones es debida al pensamiento racionalista e ilustrado, y refleja las ideas propias de una época en la que expresiones como «las tinieblas medievales», la «llegada a la madurez de la razón», el «siglo de las luces», etc., adquieren carta de naturaleza. Es paralela, por tanto, a otra serie de doctrinas características de esa escuela de pensamiento, como son la contraposición entre el primitivo y el civilizado, la afirmación de la primacía de la religión natural sobre la positiva, el intento de expresar mediante la filosofía la verdad de la religión, etc. Todas ellas, en efecto, coinciden en dos puntos: a) considerar la religión revelada como un fenómeno propio de las edades infantiles o ingenuas de la humanidad, destinado, por tanto, a ser superado con la llegada de la razón a su mayoría de edad; y b) identificar esa infantilidad con la obediencia, es decir, con la aceptación de una palabra divina que, por vía de autoridad, comunica al hombre la verdad religiosa. De ahí la consideración de la madurez humana como aquel estado en que el hombre pretende regirse por su sola razón, afirmando que en ella, sin necesidad de ayuda exterior alguna, puede percibir claramente la ley; y la consiguiente interpretación de la autonomía de lo civil frente a lo eclesiástico como el inicio del despertar de la razón en busca de una absoluta autonomía.
     
      En los momentos iniciales de la Ilustración (v.) esas ideas dan lugar a fuertes críticas a la Iglesia católica y en general a las religiones positivas, pero raramente dan origen a una posición claramente atea, sino que se mantienen en una posición deísta; e incluso en ocasiones (aunque esto más que de la Ilustración debe decirse del racionalismo), están acompañadas de ilusiones auténticamente espiritualistas. La historia posterior, a través de las resoluciones filosóficas operadas por Feuerbach, Marx y Nietzsche, ha disipado esos equívocos, poniendo claramente de manifiesto el ateísmo implícito en los postulados del racionalismo. Y eso porque, de una parte, el pretenderdeducir la verdad de la pura razón conduce al oscurecimiento de la íntima armonía que existe entre razón humana y fe (v. RAZÓN II), y a largo plazo al desconocimiento de la subordinación de la razón misma frente a Dios; y, de otra, porque el cortar las relaciones entre inteligencia humana y realidad, encierran al hombre en su propio pensamiento no dejándole más salida que su auto-afirmación absoluta como fuente de todo valor y de todo significado.
     
      Si se quiere llegar a una resolución adecuada de la temática que plantean los procesos históricos antes mencionados, es imprescindible.. advertir con nitidez el significado esencial de las ideas con las que ahora estamos enfrentados. Digamos, pues, claramente que la humildad no es en cuanto tal una actitud propia de un hombre inmaduro e intelectualmente poco desarrollado, sino la única actitud lógica de la criatura frente a su Creador: a Dios el hombre puede acercarse sólo en la humildad y la adoración, es decir, con temor y temblor, por emplear las palabras de la Escritura. Añadamos que es en el conocimiento y ordenación a Dios donde está la perfección y felicidad del hombre. Y concluyamos, por tanto, que el hombre maduro, es decir, el hombre plenamente desarrollado en cuanto hombre, no es aquel que deifica la propia razón o la propia voluntad, sino el que se abre a Dios reconociendo en Él la fuente de su ser, de su vida, de su felicidad.
     
      Decretar la superación de la religión no conduce, por tanto, a unas relaciones con Dios más "adecuadas a la espiritualidad del hombre, sino sencillamente a negar a Dios y a afirmar que el hombre es la única realidad. De ahí que un racionalismo consecuente -y ha sido mérito de Feuerbach (v.) haber advertido esta exigencia- es necesariamente ateo en cuanto humanista y humanista en cuanto ateo, ya que hace de la negación de Dios la condición de la afirmación del hombre. Y, por eso mismo, es programáticamente pos-religioso y pos-cristiano, ya que se presenta inevitablemente a sí mismo como superador de la religión, y, por tanto, del cristianismo y de la fe, es decir, como etapa suprema de la historia de la humanidad que trasciende e incorpora lo que de válido pudiera haber en las edades precedentes, realizando así finalmente la plena humanización del hombre.
     
      De ahí el sentido y el valor absolutamente definitivos y radicales que adquiere aquí la palabra s., que viene a convertirse en cierto modo en el concepto clave de esa filosofía racionalista. Todo el esfuerzo filosófico se dirige en efecto a superar la ilusión religiosa afirmando la pura mundanidad del hombre, y a reducir, por tanto, a lo mundano o secular los afanes y ansias que el creyente proyectaba hacia lo divino. En esta perspectiva s. y ateísmo (v.) se identifican; o si se distinguen es sólo en cuanto que el ateísmo indica la visión teorética de fondo, mientras que la s. aparece como el proceso que al presentar lo secular o mundano como la única realidad existente hace posible la realización de una actitud vitalmente atea.
     
      4. Los equívocos del tradicionalismo. Antes de seguir adelante y de pasar al examen del segundo de los sentidos fundamentales de la palabra s., será oportuno hacer referencia a otra interpretación o valoración de la historia moderna que, en cierto sentido, es solidaria con la anterior. Nos referimos concretamente a la posición adoptada por uno de los adversarios fundamentales del pensamiento racionalista e ilustrado: el fideísmo (v.) o tradicionalismo de De Maistre, De Bonald, Donoso, etc. Porque paradójicamente (tal vez no tanto, pues es corriente en las polémicas resultar condicionado por el adversario, aunque no sea más que al recibir de él el terreno en que se plantea la disputa) ambas escuelas del pensamiento coinciden en este punto: los tradicionalistas aceptan, en efecto, de los ilustrados la consideración de la ruptura del orden medieval como el primer paso de un itinerario que conduce al ateísmo. Sólo que, como es obvio, las valoraciones divergen diametralmente: mientras el racionalismo ilustrado ve en ello el inicio de la afirmación de un hombre nuevo, finalmente adulto, los tradicionalistas lo consideran el comienzo de la era de las revoluciones, es decir, la sustitución del orden cristiano por una situación de conflictualidad y crisis permanente para la civilización.
     
      Quizá se pueda decir que el punto en que los tradicionalistas acertaron fue su fuerte percepción de las relaciones que existen entre verdad y humildad, y de la analogía que, por consiguiente, cabe establecer entre actitud ante la verdad y actitud frente a la autoridad, intuyendo así algunas implicaciones del racionalismo, que luego, con mayor rigor teorético, fueron puestas de relieve por sus críticos filosóficos. Pero tendieron a pasar indebidamente de la analogía a la univocidad o identidad, con el riesgo de divinizar toda autoridad, y de desconocer la limitación que acompaña a toda construcción cultural humana, incurriendo, por tanto, en una idealización indebida de la Edad Media o, en términos generales, en un inmovilismo histórico.
     
      En la raíz de la posición racionalista -y aparte posibles condicionamientos sociales o políticos- se encuentra una no plena superación de la filosofía racionalista de la inteligencia, hecho que ha sido múltiples veces señalado con respecto al tema de la fe y de los preambula fidei (V. APOLOGÉTICA), pero que es igualmente real por lo que se refiere a la filosofía de la historia. En este sentido el tradicionalismo ha constituido una fuente o causa de ambigüedad, ya que ha dificultado la realización de una crítica radical de la criteriología histórica ilustrada e idealista, y ha provocado, en cambio, la producción de múltiples cortos circuitos entre los juicios filosófico-teoréticos y los político-culturales, obstaculizando así un adecuado discernimiento histórico.
     
      5. Secularización y pérdida del sentido de lo divino. Son bien conocidas las frases de Max Weber, según las cuales el «desencantamiento de la conciencia», es decir, la pérdida del sentido del misterio, y la difusión de una actitud deshumanizada, tecnocrática y planificadora, son características centrales de nuestro momento cultural. Prescindiendo del alcance que pueda darse a esos análisis y juicios sociológicos, se nos presenta ahí un nuevo sentido de la s. vista no ya como afirmación teorética y programática o como proceso histórico, sino como un hecho que se supone sociológicamente comprobable o, si se prefiere, como el resultado de un proceso: indica en efecto el estado del hombre secularizado, es decir, del hombre que ha perdido la relación con Dios y vive en un horizonte puramente mundano.
     
      El creyente, que sabe que la criatura racional está ordenada a Dios, ve en esta experiencia o, mejor dicho, en la desazón y angustia que la acompañan, un signo del desgarramiento del hombre que sigue inevitablemente a la pérdida del conocimiento de Dios; y la apologética clásica ha comentado ampliamente ese tema. El ateo advierte la dificultad que ese hecho implica para su postura, e intenta superarla acudiendo de nuevo a la idea de la religión como etapa infantil de la humanidad, es decir, presentando la pervivencia de la fe, o de las actividades que se relacionan con ella, como un residuo de esa edad primitiva que se considera en trance de ser superada, ypostulando, por consiguiente, la llegada de un momento histórico futuro en el que el hombre alcanzará una posesión tranquila y sosegada de su plena s., es decir, en la que no experimentará ninguna ansia de Dios. De esa forma el ateísmo, aunque nazca de una desviación teorética a nivel metafísico, se alimenta de una filosofía de la historia, que da al ateo la ilusión de poder presentar su postura como exigida por los hechos.
     
      La idea de s. como hecho sociológico está, pues, íntimamente ligada al ateísmo, ya que es o una consecuencia de éste o un intento de justificarlo a través de la historia. No sería por eso necesario que nos detuviéramos más en este aspecto del problema, como no fuera tal vez para criticar algunos excesos retóricos de la apologética del s. XIX, o, sobre todo, para exponer el auténtico sentido y valor cristianos del trabajo y de la técnica (v. TRABAJO HUMANO VII), y para señalar la debilidad de la posición del ateo, que vivifica su ateísmo mediante el recurso a un futuro ilusorio que lo aliena de la realidad presente, y, por tanto, de sí mismo. Un hecho, sin embargo, nos obliga a examinarlo despacio: el intento de asumir este concepto de s. dentro de una visión cristiana de la vida realizado por algunos autores contemporáneos, que llegan incluso a considerarlo como un acontecimiento que conduce, o puede conducir, a una purificación del mensaje cristiano, liberándolo de elementos que se le habrían sobreañadido a lo largo de la historia. Nos encontramos así ante la segunda de las interpretaciones de la historia moderna antes mencionadas, y en las que coinciden, con acentuaciones y matices diversos, autores como Bonhóffer (v.), Gogarten, Vahanian, van Buren, Cox, Altizer, Metz, etc. (V. TEOLOGÍA RADICAL).
     
      Reducida a sus líneas estructurales la postura de esos autores es la siguiente:a) Parten, como de un dato de hecho, del supuesto de que se ha llegado ya a una situación de s. en el sentido dicho: el hombre actual -afirman-, como consecuencia del desarrollo de la ciencia y de la técnica, ha superado la sensación de insuficiencia y está en condiciones de resolver los problemas de su existencia mundana basándose en sus solas fuerzas; es, pues, un hombre que no advierte la necesidad de lo divino. Esa situación sociológica -añaden- debe considerarse como irreversible, y, por tanto, toda la teología precedente como radicalmente superada: las formas tradicionales de hablar de Dios carecen de sentido para el hombre moderno.
     
      b) Para, habiendo llegado a este punto, no dar razón a las filosofías ateas, se esfuerzan a continuación por separar la idea de s. de la del ateísmo, reduciendo la s. al ámbito de la comprensión de la situación mundana en cuanto puramente mundana, y afirmando que ese ateísmo de la comprensión de los proyectos terrenos no se opone a la afirmación de la fe. El hombre moderno no encuentra a Dios en su experiencia del mundo; pero -añadentampoco encuentra ningún absoluto, sino situaciones puramente profanas y mundanales, y, por tanto, provisorias y limitadas. De esa forma -y éste es el punto central de su tesis- si bien la s., en cuanto experiencia psicológica y sociológica de la pura profanidad y limitación de la existencia humana, puede derivar hacia el secularismo, es decir, hacia una filosofía totalitaria por la que el hombre se centra absolutamente en sí mismo negando a Dios, nada impide que, por el contrario, impulse al hombre a que, aun no necesitando de Dios para su caminar terreno, opte por Él y se proclame creyente.
     
      En resumen: lo que estos autores pretenden es abrir en la vida humana un lugar para la fe sin pasar a través de la reflexión sobre la condición creatural del hombre y, por tanto, del reconocimiento de la ordenación natural de la inteligencia a Dios. Empresa desesperada, puesto que equivale a pretender al mismo tiempo afirmar a Dios y aceptar una visión racionalista y atea de la inteligencia, que desemboca en una concepción voluntarista de la fe y en una arbitraria reducción de la inteligencia al ámbito de lo efímero desconociendo su capacidad de absoluto. De ahí la superficialidad de la solución que proponen: un concordismo que yuxtapone un cristianismo fideísta a un ateísmo filosófico, y en el que, por tanto, las referencias a Dios y a la salvación eterna aparecen como puro postulado, carente además de auténtico sentido, e incapaz, por consiguiente, de superar la crítica del ateísmo.
     
      La posición de estos autores implica ciertamente haber advertido la gravedad de los problemas que plantea el ateísmo, pero es, en última instancia, el resultado de una huida intelectual: no sabiendo (o no queriendo) enfrentarse con los problemas planteados por el racionalismo, de los que procede teoréticamente gran parte del ateísmo contemporáneo, se refugian en las ideas luteranas sobre el pecado y sobre la corrupción total de la naturaleza humana, que, al dar cierta apariencia de verosimilitud a la presentación del ateísmo como la condición óptima para la fe pura, permiten evitar el terreno de la crítica filosófica. Pero de esa forma lo sobrenatural queda confinado en una historia de la salvación que planea sobre la historia humana sin conseguir nunca incidir en ella: se ha dejado así la puerta abierta al naturalismo (v.) y a una inversión radical del problema que disuelva la gracia en un supuesto movimiento inmanente de la humanidad y destruya la dimensión trascendente de la vida humana.
     
      Para desarrollar con amplitud esas afirmaciones sería necesario recordar algunas de las verdades centrales de la teología y la antropología cristianas, y especialmente profundizar en el dogma de la creación (v.), que nos revela a la vez la trascendencia de Dios y la realidad del hombre como ser hecho a imagen y semejanza divina; analizar fenomenológica y filosóficamente la vida de la inteligencia para mostrar su ordenación nativa a Dios, criticar los presupuestos deístas latentes en la posición de los autores que ahora consideramos, etc. Lo que importa poner de relieve es que la capacidad de conocer a Dios y la aspiración a realizarla están indeleblemente impresas en la naturaleza humana; de modo que toda consideración de la s. como posesión tranquila y sosegada de una comprensión atea del mundo o, lo que es lo mismo, la visión del hombre contemporáneo (o futuro) como un hombre que no experimenta ninguna necesidad de Dios, es una pseudo-idea, invención a priori derivada de una posición teoréticamente incoherente e incapaz, por tanto, de hacer frente a las necesidades espirituales e intelectuales de nuestro tiempo. Todo el debate sobre el proceso de s. está, en su dimensión más profunda, íntimamente vinculado al problema del ateísmo, y, por tanto, dominado por la contraposición de dos antropologías entre las que no cabe término medio y ante las que, por consiguiente, es necesario definirse aceptando todas sus consecuencias: de una parte, la visión del hombre como ser centrado sobre sí mismo y que, por tanto, para afirmarse, necesita postular la negación de Dios; y de otra, la consideración del hombre como ser creado por Dios, y que, por consiguiente, advierte que se desarrolla y realiza como hombre precisamente en la medida en que progresa en el conocimientoy amor de Dios y en la comprensión de toda la realidad por relación a Él (V. HOMBRE; HUMANISMO; MUNDO).
     
      6. Secularización y autonomía de las realidades terrenas. Ocupémonos finalmente de la tercera y última de las interpretaciones del proceso de diferenciación entre lo religioso y lo cívico que tiene lugar a partir de la consumación del Medievo: la que ve en él el inicio de una toma de conciencia de la autonomía de la vida cívica y, en general, de las llamadas realidades terrenas, situando esa toma de conciencia en el interior de una visión teologal del mundo y de la historia. En cierto modo se puede decir que enlazamos así con las consideraciones hechas al describir ese fenómeno histórico, una vez excluido el obstáculo que supone la interpretación racionalista o las que, de algún modo, derivan de ella.
     
      ¿Cuáles son, pues, las perspectivas teoréticas en las que el proceso histórico de la separación entre sacerdotium e imperium puede hacernos profundizar? Señalemos en primer lugar que el aspecto de la posición medieval que presta el flanco a la crítica no es su actitud teocéntrica (al pensar así los medievales, al igual que antes los autores de la época patrística o después los de la época barroca española o los del clasicismo francés, fueron sencillamente cristianos), ni tampoco su aspiración a informar con el espíritu cristiano la cultura en que vivían (deseo y propósito consustancial a toda personalidad coherente), sino su tendencia a identificar de manera prácticamente casi absoluta Reino de los cielos e Iglesia visible, y a unir la suerte de esta última con la de la cristiandad o civitas christiana, viendo, por tanto, en la cristianización de la civitas terrena un trasunto o signo perfecto de la edificación de la ciudad celeste.
     
      Ciertamente esa actitud es más compleja de lo que a veces se afirma, ya que en ella confluyen elementos muy dispares: en efecto, si, de una parte, implica una valoración del poder y del esfuerzo humano en cuanto factores que contribuyen a la edificación de la civitas christiana, de otra, en cambio, presupone una depreciación de las actividades seculares como consecuencia del influjo de las ideas apocalípticas y de una teología de los consejos evangélicos (v.) de inspiración exageradamente monástica. La actitud medieval es, pues, en sus líneas generales, antitética a la milenarista (excepto, claro está, en los círculos influidos por las ideas del abad Joaquín de Fiore; v.); tiene, sin embargo, con ella algunos puntos de contacto, y está expuesta, aunque en menor grado, a riesgos análogos: a) conducir a una cierta debilitación o deformación de la esperanza, ya que lleva a poner el acento no en la vida eterna y en la consumación escatológica, sino en la trama intrahistórica del acontecer; y b) enfeudar a la Iglesia en los poderes y fuerzas temporales, exponiéndola así fuertemente a sus intentos de presión.
     
      Este segundo peligro se manifestó claramente durante la propia Edad Media, y, sobre todo, en la época de las monarquías absolutas y de las guerras de religión, provocando así un proceso de revisión y análisis cuyos hitos fundamentales son la polémica de la escolástica barroca contra la teoría del derecho divino de los reyes y el absolutismo regio, y la doctrina de León XIII sobre la líbertas ecclesiastica y las relaciones entre la Iglesia y el Estado (v. IGLESIA IV, 5); y del que los documentos del Conc. Vaticano 11 pueden considerarse como una culminación (cfr. especialmente Const. dog. Lumen gentium, 31-36; Const. past. Gaudium et spes, 36,40-43,76,89; Decr. Dignitatis humanae, 1-3,13-14).
     
      Al exponer o comentar esta doctrina se suelen subrayar, de ordinario, tres temas fundamentales: a) la trascendencia de la Iglesia sobre las cuestiones temporales, en las que, por tanto, la autoridad eclesiástica no debe inmiscuirse indebidamente, ya que eso equivaldría a apartarse de la función que le es propia; b) la toma de conciencia de la laicidad del Estado y de la vida cívica, social, económica, etc., en cuanto realidades dotadas de valor en sí -y no meramente por su servicio a la estructura eclesiástica-, y en cuanto campo propio de la acción y actividad de los laicos; y c) la afirmación de la autonomía de las realidades terrenas, es decir, el reconocimiento de que cada orden de actividades tiene sus leyes propias y requiere una competencia específica, con la consiguiente crítica de todo intento de manipulación de tipo clerical.
     
      Esos tres puntos -por lo demás íntimamente ligados entre sí- son realmente fundamentales, y, desde el punto de vista de las conclusiones prácticas, dan una visión completa y adecuada del tema. Es necesario, sin embargo, poner de relieve el trasfondo teológico que presuponen si no se quiere que la afirmación de la autonomía de lo temporal sea interpretada como la afirmación de una separación absoluta entre lo religioso y lo político, desnaturalizando así la doctrina y exponiéndose a caer en las visiones de la s. ya criticadas.
     
      Si se analizan los escritos teológicos y los documentos del Magisterio a que se acaba de hacer referencia, se advierte en seguida que la posición alcanzada por la doctrina y la teología católica se caracteriza por sostener contemporáneamente, de una parte, la ordenación finalista de toda la vida humana, y, por tanto, la subordinación de todo el existir a la perspectiva ética, moral y religiosa; y, de otra parte, la necesidad de respetar las leyes naturales por las que se rige cada realidad concreta; o, en otras palabras, la unidad de la visión de fondo y el pluralismo de los juicios y opciones que, en conciencia, formule cada cristiano sobre su coyuntura histórica y su misión terrena.
     
      Reduciéndola a sus elementos centrales, esa posición implica: a) una afirmación neta del fin meta-histórico del hombre, y, por tanto, de la condición peregrina propia del estado presente; y b) una nueva profundización en la distinción entre los momentos sapiencial v científico del conocer humano, y entre la Iglesia y el mundo, como consecuencia y signo de la situación pre-escatológica en que se encuentra la humanidad.
     
      La fe -podemos decir glosando y ampliando esas afirmaciones- da a conocer al hombre el carácter trascendente y supererogatorio del fin al que Dios le llama, haciéndole ver con absoluta nitidez que ninguno de los bienes que ahora alcanza o puede llegar a alcanzar de modo pleno constituye su verdadero fin. El hombre se ve así invitado a enfrentarse con las diversas situaciones de su vida teniendo clara conciencia de que el estado final hacia el que debe encaminar sus pasos está más allá de la historia e implica el tránsito a la eternidad. Afirmaciones éstas que no presuponen en modo alguno el no-valor de lo histórico, ni tampoco, hablando con propiedad, su mera provisionalidad, sino -digamos- su relatividad o finalización: la historia, en efecto, desde una perspectiva cristiana, tiene un pleno valor por relación a esa Ciudad de Dios y Reino de los cielos que, de una manera en su mayor parte oculta a la experiencia humana, pero absolutamente real, se va edificando a través de los tiempos.
     
      Lo que -pasando a los aspectos gnoseológicos del tema- equivale a afirmar que la fe (v.), al juzgar la realidad desde la perspectiva última y definitiva, laalcanza en su capa más profunda, configurando, por tanto, ese núcleo íntimo y radical de toda acción que son la intención originaria de la voluntad, la jerarquía de valores, el criterio que inspira y mueve las decisiones ulteriores. La fe (y la caridad) sostiene y explica, pues, desde el interior todo el actuar temporal del cristiano en su camino hacia la salvación, si bien -y precisamente porque esa salvación no está aún consumada, y caminamos, por tanto, en la fe y no en la visión (cfr. 2 Cor 5,7)no la determina en todas sus formalidades. Al hombre, situado en el tiempo, no le es dado abarcar con una sola mirada todos los aspectos de esa historia en la que la salvación se opera; y un variado y amplio conjunto de conocimientos científicos, juicios históricos, valoraciones culturales, apreciaciones prudenciales, intuiciones prácticas, etc., debe, pues, confluir hasta configurar en sus diversos aspectos la decisión. Es eso lo que explica tanto la experiencia de la mezcla entre seguridad y riesgo, certeza y opinión, que caracterizan el decidir humano, como el pluralismo y la divergencia de pareceres en todo aquello que no pertenece a la regla de la fe que son propios del existir cristiano en la etapa presente.
     
      Formulando esta doctrina en términos eclesiológicos, más cercanos a la temática que la s. plantea, diríamos que a lo que todo eso nos conduce es, en primer lugar, a la visión de la Iglesia como comunidad en la que se anuncia y anticipa el Reino futuro, y, por tanto, como realidad que con su presencia juzga al mundo, es decir, al hombre en cuanto tentado a encerrarse. en sí mismo, recordándole que todas las realizaciones intraterrenas son sólo un anticipo de esa plenitud de los Cielos a la que se dirige, como a su objeto verdadero, la esperanza cristiana. Superioridad, pues, de la Iglesia sobre el mundo que, sin embargo, no destruye la realidad de éste, ya que -como decíamos- la dualidad Iglesia-mundo (v. IGLESIA IV, 4), o más exactamente la distinción entre la Iglesia y los diversos órdenes que integran la creación, es paralela a la distinción entre el momento sapiencial y el científico del conocer humano, y elemento integrante de la condición peregrinante de la humanidad.
     
      De ahí deriva una consecuencia jurídica de gran importancia: la autoridad eclesiástica no puede, basándose en su propia naturaleza, pretender asumir o gobernar con un auténtico poder de jurisdicción las empresas humanas, y eso no por insuficiencia de la luz y de la vida que en la Iglesia habitan, sino precisamente por respeto a ellas y a la finalidad hacia la que están ordenadas. El fin, en efecto, de la Iglesia no es asentarse en el tiempo estableciendo un orden perfecto sobre la tierra, sino anunciar y traer a la tierra una vida que va más allá de las posibilidades temporales (v. IGLESIA III, 3).
     
      La autonomía de las realidades terrenas (v. AUTONOMíA IV) con respecto a la autoridad eclesiástica es por eso a la vez relativa y verdadera. Relativa, no sólo porque, como decíamos, la existencia misma de la Iglesia les revela su necesidad de una finalización ultraterrena, sino también porque, al estar situadas en un contexto ético, pueden, incluso por lo que se refiere a sus contenidos específicos, ser objeto de un juicio magisterial ratione peccati. Verdadera, sin embargo, porque la ordenación a Dios de esas actividades no implica su clerical ización, y porque un eventual juicio magisterial sobre ellas no podría llegar hasta proponer una imagen perspectiva y acabada de la sociedad, y abriría, por tanto, campo a una multiplicidad de valoraciones históricas y de apreciaciones teoréticas.
     
      La doctrina cristiana auténtica se sitúa por encima de esos errores antitéticos que son, en el terreno de la acción política, el clericalismo (v.), que temporaliza la Iglesia y oscurece la trascendencia de sus fines, y el laicismo (v.), que escinde en dos la vida humana e implica a la larga el naturalismo (v.); y, en el de la comprensión histórica, el integrismo (v.), que pretende realizar una lectura exhaustiva del acontecer e imponer, por tanto, una única solución a cada coyuntura histórico-cultural, y el agnosticismo (v.) de lo salvífico, que confina la fe en un mundo etéreo y renuncia a todo juicio cristiano sobre el acontecer mundano.
     
      La s., en cuanto liquidación de las estructuras medievales, con todos los problemas, luchas y esfuerzos teológicos que la siguieron, nos conduce así a superar los equívocos ínsitos en una presentación de la Iglesia como conductora del mundo hacia grados más perfectos de civilización, y a subrayar, por tanto, su carácter de misterio, es decir, fruto de la acción divina que salva al mundo, signo y sacramento del siglo futuro. O, lo que es lo mismo pero desde otra perspectiva, a una conciencia renovada de la historia como el desenvolverse de las vidas y afanes humanos, en una trama que la fe sabe unitaria, ya que es un único Dios el que la gobierna orientándola hacia la consumación escatológica, pero que la experiencia inmediata nos presenta como varia e irreductible a una única línea, obligándonos así a reconocer la limitación de nuestros propios puntos de vista y a respetar la legítima variedad de vocaciones, caminos y opciones (v. LIBERTAD; PLURALISMO), con la seguridad de que, superando nuestras divergencias y nuestras luchas, Dios podrá reunir los hilos de la historia, hasta unificarlos en la fraternidad acabada de los cielos.
     
      7. Conclusión. El vocablo s., como ponen de relieve los análisis hechos hasta el momento, es una categoría propia de ese estilo de pensar al que suele designarse con los nombres de filosofía de la historia o filosofía de la cultura: mediante él se aspira en efecto a dar juicio sobre la historia moderna y, consiguientemente, a comprender el ser del hombre en el mundo a la luz de esa historia. La importancia concedida a esa temática por la literatura filosófica y teológica de nuestros días es un signo de que estamos todavía en una época intelectual en la que perviven fuertes influencias románticas (y más concretamente hegelianas), con la consiguiente tendencia a hacer de la historia una materia privilegiada del filosofar. Sin negar la utilidad de ese método, más aún, reconociendo positivamente sus méritos, es necesario a la vez ser consciente de sus límites, a fin de soslayar los peligros encontrados de un totalitarismo ideológico o de una pulverización historicista del conocimiento.
     
      Es precisamente esa precaución metodológica lo que nos ha llevado en las páginas anteriores a proceder por grados, distinguiendo entre diversos niveles y problemas. De una manera sintética podemos decir ahora que de s. se habla a dos niveles diversos:a) a nivel de la ciencia histórica para referirse a un proceso histórico determinado: la asunción por parte de la autoridad civil, a fines de la Edad Media, de competencias que hasta entonces estaban en manos de la autoridad eclesiástica, o de algún modo vinculadas a ella;b) a nivel de la filosofía para designar las interpretaciones teoréticas de ese proceso.
     
      Esas interpretaciones son -como hemos visto- fundamentalmente tres. En dos de ellas (la racionalista ilustrada y la de Bonhóffer, Cox, Metz, etc.) la palabra s. tiene un sentido absoluto y se aplica a la historia entera, cuyo sentido se alcanza precisamente cuando se la concibecomo orientada hacia una s. o reducción del hombre a la esfera mundana. El acontecimiento de la s., es decir, la toma de conciencia de ese sentido, es considerado, por consiguiente, como el momento central de la historia, a partir del cuál debe ser juzgado todo el pensamiento precedente; de ahí que unos (los autores racionalistas) interpreten la religión, la metafísica, etc., como etapas que son superadas e integradas por el ateísmo, y que otros (los llamados teólogos de la s.) postulen la necesidad de reformar todo., el lenguaje cristiano precedente.
     
      La tercera de esas interpretaciones da, en cambio, a la palabra s. un significado restringido y más cercano al histórico-jurídico original: la aplica en efecto a ese proceso histórico concreto, reconociendo su importancia pero afirmando al mismo tiempo que tiene un alcance y unas consecuencias limitadas. Afirma, pues, su positividad, pero no lo considera un punto de partida radical que permita partir en dos la historia humana. De ahí que cuando critica posiciones teoréticas anteriores, no llega a una ruptura total; más aún, reconoce claramente que existe una continuidad fundamental; piensa, pues, que la misión histórica del filósofo o teólogo de nuestros días no es la de revelar una verdad absolutamente nueva, sino la de profundizar en una verdad que ya antes se había de algún modo manifestado. Y, precisamente por eso, sí ve en el proceso de liquidación del Medievo una ocasión de profundizar en la visión teologal de la existencia; pero sostiene a la vez que esa profundización no es en sí misma constitucionalmente dependiente de ese proceso, y que puede, por tanto, darse, y se ha dado de hecho a mayor o menor grado, en circunstancias históricas absolutamente distintas.
     
      Las dos primeras interpretaciones son, a nuestro juicio, inaceptables: la racionalista, obviamente, porque implica el ateísmo; la de los llamados teólogos de la s. porque es fruto de un compromiso concordista que compromete la verdad de la fe. Ambas presuponen una concepción de la filosofía de la historia que ve en ésta el proceso de la construcción absoluta de la verdad, es decir, que reduce la verdad a devenir, concibiendo, por tanto, la historia no como el realizarse de los seres, sino como la génesis de los estados de conciencia, con el consiguiente riesgo de caer en el totalitarismo ideológico o en el historicismo a que antes hacíamos referencia. Y, más radicalmente, de hacer del devenir inmanente del mundo la única realidad, negando, por tanto, a Dios; consecuencia ésta implicada en su propio punto de partida y que, si se evita, será -a nuestro parecer- gracias sólo a la incoherencia intelectual o a una pirueta de tipo irracionalista.
     
      La tercera interpretación -que compartimos- ve, en cambio, la historia como el radicarse de los seres en el Ser (Dios), y, por tanto, como el comenzar a existir de los seres creados y el sucederse de las intervenciones de Dios, Verdad primera en sí trascendente a la historia, que se manifiesta, sin embargo, en ella para llamar al hombre y elevarlo a participar de la vida divina. La historia tiene, pues, su medida no en el hombre, sino en Dios; de ahí que la perfección del conocimiento histórico se obtiene no mediante la pretensión de alcanzar una visión humana omnicomprensiva de la historia universal (intento ilusorio y contradictorio), sino cuando se reconoce la propia y constitutiva limitación creatural, y se advierte, por consiguiente, la necesidad de abrirse a Dios en la fe para recibir de Él la verdad, el bien, la felicidad.
     
      Esa diversidad de valoraciones históricas, y, explicándolas y motivándolas, esa diversidad de presupuestos metafísicos y de formas de entender la naturaleza y los fines de una reflexión filosófica sobre la historia, es lo que hace que la palabra s. tenga la ambigüedad que señalábamos al principio. El trabajo teológico correría, pues, un grave riesgo, al menos de equivocidad, si la asumiera acríticamente e hiciera sin más de ella una de sus categorías estructurales.
     
     

BIBL.: G. M. M. COTTIER, La mort des idéologies et 1'espérance, París 1969; A. DEL NOCE, L'epoca della secolarizzazione, Milán 1970; A. DESQUEYRAT, L'enseignement politique de l'Église, París 1960; C. FABRO, Introduzione all'ateismo moderno, Roma 1964; A. GARCÍA SUÁREZ, Existencia secular cristiana, «Scripta Theologican 2 (1970) 145-165; É. GILSON, Las metamorfosis de la Ciudad de Dios, Madrid 1952; J. HOEFFNER, Weltverantwortung aus dem Glauben, Munich 1969; J. L. ILLANES, Hablar de Dios, 2 ed. Madrid 1974; íD, Cristianismo, historia, mundo, Pamplona 1973; G. DE LAGARDE, La naissance de 1'esprit laique au déclin du Moyen Áge, 5 vol., París 1956-69; K. LOEWITH, Meaning in History, Chicago 1949 (versión alemana algo ampliada: Weltegschichte und Heilsgeschehen, Stuttgart 1953); ensayo penetrante sobre el tema, si bien en los puntos en que toca cuestiones teológicas se deja sentir la confesionalidad protestante del autor; H. LUEBBE, Sékularisation, Friburgo Br. 1965; H. I. MARROU, Théologie de l'histoire, París 1968.

 

J. L. ILLANES MAESTRE.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991