Santidad. Sagrada Escritura
 

1. Etimología. La raíz hebrea qds, que en los libros del A. T. se emplea para expresar el concepto de s., en su mera acepción etimológica insinúa, sin abarcar del todo, el complejo y rico significado que los hagiógrafos inspirados por Dios han querido expresar al adoptarla. Qddós, como palabra derivada probablemente de gitddd (cortar) parece que significaba originariamente: distinto, separado. En la S. E. expresa aquella persona o cosa que ha sido separada de lo profano e impuro (hol) y destinado, consagrado, constituido o reservado al servicio y culto de Yahwéh. Este término implica la idea de trascendencia sobre todo lo común o profano y va unida a la idea de pureza o ausencia de pecado. El nombre santo corresponde principal y esencialmente a Dios. De hecho la s. por excelencia de Dios viene afirmada reiteradamente en la Biblia. En los Setenta (A. T. griego) Y en el griego del N. T., gádós ha sido traducido por hagios, que no tuvo un uso tradicional en el griego clásico.
Afín al «santo» es el de «puro» (hebreo táhór). Pero para que lo puro llegue a ser tanto es necesario que haya sido elegido o designado por Dios, que es quien puede reservar o sustraer a las personas o cosas de lo común o profano y consagrarlas a Sí, haciéndolas entrar, en cierto modo, en la esfera divina: santificarlas (V. SAGRADO Y PROFANO).
A continuación estudiamos el uso que de los vocablos santo, santos, etc., se hace en el A. y el N. T.; para una profundización de Teología bíblica, encaminada a analizar el concepto de santidad que esos usos implican, V. IV, 1.

2. Antiguo Testamento. En los libros del A. T. Yahwéh mismo es llamado el Santo en absoluto: «No hay santo como Yahwéh» (1 Sam 2,2). Dios mismo se designa como el Santo: «santificaos, pues, y sed santos, porque santo soy yo» (Lev 11,44; cfr. Lev 20,26). Su nombre es santo: «No profanéis mi santo nombre» (Lev 22,32; cfr. Ez 39,7). Algunas veces es llamado «el santo de Israel», nombre divino usado preferentemente por Isaías (29 veces; fuera de este libro aparece 6 veces). Esta expresión en cierto modo es paradójica, puesto que encierra en sí lo trascendente y lo histórico y creado: indica ante todo la intimidad de relación entre Yahwéh, que es «El Santo», y su pueblo, que debía ser santo como Yahwéh, purificado de toda impureza. El trisagio que cantan los serafines en la visión de Isaías: «Santo, Santo, Santo es Yahwéh Sabaoth» (Is 6,3), expresa la absoluta s. de Dios. Quien contempla esta s. necesariamente también siente la propia indignidad moral. Es el temor de Isaías delante del trono de Dios: «Ay de mí, estoy perdido, pues hombre de labios impuros soy y en medio de un pueblo de labios impuros habito; sin embargo, al rey Yahwéh Sabaoth han visto mis ajos» (Is 6,4). Es un temor que obedece al reconocimiento de su condición de hombre pecador frente a la s. de Dios que se le ha revelado.
Por relación a Yahwéh son llamados santos los lugares en los cuales Dios, por Sí o por medio de su ángel enviado, se había manifestado, y también aquellos lugares que Yahwéh había elegido para recibir culto: Jericó, donde Josué tuvo la revelación del ángel «príncipe de los ejércitos de Yahwéh» (los 5,16); el lugar donde Dios habló a Moisés desde la zarza ardiente (Ex 3,5); Jerusalén (Is 52,1); el monte Sión (Is 52,1); Palestina, la Tierra Santa (Zach 2,17); las ciudades de Israel, porque estaban en la tierra prometida y santificada por la presencia de Yahwéh (Is 64,10). Igualmente los objetos materiales destinados al culto son llamados santos: el sagrado tabernáculo (Ex 28,43); su parte anterior llamada el «Santo» (latín sancta; Ex 26,33) y su estancia posterior más excelsa, sede del arca de la Alianza, que recibió el nombre de «Santísimo» (latín sancta sanetorum; Ex 26,33); el atrio (Ex 29,31); el altar (Ex 29,37); todos los utensilios del santuario (Num 4,15); las vestiduras sacerdotales (Ex 29,29); el Templo de Jerusalén (1 Reg 9,3); etc. También se denominaban santos los días señalados por Yahwéh para que los israelitas le rindiesen culto público; el sábado (Gen 2,3; Ex 35,2), los días de fiestas (Ex 12,16; Lev 23,4 ss.). Santas son también las víctimas del sacrificio y sus partes (Ex 28,38; Lev 2,3; 6,18; 7,1; Num 18,9); los panes de la proposición (Lev 24,9); las personas y las cosas que se ponían en contacto con el altar después de realizada su purificación: «Durante siete días realizarás la expiación del altar y lo santificarás; el altar resultará así santísimo; todo cuanto toque el altar quedará santificado» (Ex 29,37). Podemos señalar, finalmente, que son llamados santos los sacerdotes, que están al servicio de Dios y consagrados a este fin (Ex 29,1); los fieles piadosos (Ps 16,3); el cielo, en cuanto trono de Yahwéh (Ps 11,4; 20,7). El pueblo de Israel por ser elegido especialmente por Dios entre todos los demás pueblos, es por esto un pueblo santo: «porque eres un pueblo consagrado a Yahwéh, tu Dios, que te ha elegido» (Dt 7,6; cfr. Dt 14,21).
Dios, en su pedagogía divina, exigía, a veces bajo pena de muerte, que lo declarado santo por Él se reverenciase y se mirase con temor y respeto. Desde la zarza ardiente Moisés recibió la orden de quitarse las sandalias de sus pies, porque el lugar que estaba pisando era tierra sagr.lda (cfr. Ex 3,5; los 5,16); Nadab y Abihu murieron abrasados por las llamas que salieron del tabernáculo por haber puesto en el incensario un fuego que Yahwéh no había mandado (cfr. Lev 10,1-3); Dios prohibió bajo pena de muerte a los sacerdotes que tomaran vino u otra bebida alcohólica antes de entrar en la tienda de reunión, para que pudieran discernir con claridad entre lo sagrado y lo profano, entre lo puro y lo impuro (cfr. Lev 10, 9-11); Uzza murió en el acto por haber tocado el arca de Dios no siendo levita (2 Sam 6,6). El comportamiento irreverente de los sacerdotes hijos de Helí, tolerado por su padre, fue tan odioso para Dios que anunció al mismo Helí que la dignidad sacerdotal le sería quitada a su descendencia y entregada a otras manos (cfr. 1 Sam 2,27-36). Estos casos y muchos otros semejantes que nos narra la S. E. son una enseñanza patente de que Dios por ser infinitamente Santo, y todo aquello que hacía referencia a Él, especialmente el culto, debía ser tratado con la máxima veneración exterior e interior: con temor a su Santo Nombre.
A la vez que revela y manifiesta que su nombre es santo, Dios da a conocer a los hombres su pequeñez e indignidad frente a Él. Nadie tiene derecho, por piadoso que sea, a gloriarse de su santidad: «¿Podrá un hombre ante Dios ser justo? ¿Ante su hacedor ser puro un varón?» (lob 4,17). «¿Qué es un hombre para que sea puro?» (lob 15,14). Esa conciencia de la propia indignidad no rebaja al hombre, sino que lo eleva, puesto que Dios impone a todos los hombres la obligación de ser santos, como Él lo es: «habéis de ser santos, porque yo soy santo» (Lev 11,45). Es lo que Dios exige al pueblo de Israel antes de darle la Ley en el Sinaí: «Vosotras debéis ser un reino de sacerdotes y un pueblo santo» (Ex 19,6). Las minuciosas prescripciones relativas a la pureza, todo un «Código de santidad». (Lev 11-26), miraban a educar a los israelitas para una vida moral y de s. interior, sin la cual no podían agradar a Dios Santo. Camino para llegar a la s. era, por tanto, la observancia de los preceptos: «Santificaos, pues, y sed santos, porque Yo soy Yahwéh, vuestro Dios. Observad mis leyes y practicadlas. Yo soy el que os santifico» (Lev 20,7). De estas palabras se desprende también que no bastaba el mero cumplimiento de la ley para santificarse: es Dios el que santifica. El abismo entre Dios y el hombre sólo puede llenarse partiendo de Dios mismo. En el N. T., y especialmente en las Epístolas de S. Pablo, se dirá con especial claridad que la Antigua Ley no santificaba por sí misma: era ocasión para que, por la fe en el Mesías, Dios concediera gratuitamente su gracia en previsión de los méritos de Cristo. Dios, en su s., odia al pecado: «Pues no eres tú un Dios que se complace en la impiedad, no es huésped tuyo el malo. No, los insensatos no resisten delante de tus ojos. Detestas a todos los que obran el mal» (Ps 5,5-6). Pero el Amor de Dios se manifiesta en que no deja al hombre abandonado sino que, una vez perpetrado el pecado, viene en su búsqueda, hasta culminar en la Encarnación del Verbo, que redime a la humanidad. El amor y misericordia de Dios tendió un puente entre su s., que abomina el pecado, y el hombre, que nace en pecado y de por sí tiende al pecado.

3. Nuevo Testamento. En el N. T. la palabra hágios, santo, se usa en línea de continuidad con el A. T., si bien enriquecida, en su contenido conceptual, por la plenitud de la Revelación sobrenatural que vino por Cristo. Así se designan santos los lugares o cosas honrados por la presencia especial de Dios: el Templo (Mt 24,15); el monte de la transfiguración (2 Pet 1,18). También es llamada santa la Ley antigua (Rom 7,12); los ángeles (Mc 8,38); los profetas y hagiógrafos (Le 1,70; Me 6,20). En un sentido pleno, Santo es sólo Dios: uno en sustancia y trino en personas. María alaba en el Magnificat a Dios, reconociendo que es Todopoderoso y su nombre, su esencia, Santo (Le 1,49). En el Apocalipsis, como haciendo eco del texto de Is 6,3, los cuatro seres que están en medio del trono y a su alrededor exclaman el reconocimiento de la absoluta s. de Dios: «Santo, Santo, Santo Señor Dios Todopoderosa» (Apc 4,8).
Cristo en su oración sacerdotal se dirige al «Padre Santo» (lo 17,11) y en la oración del Padre Nuestro (Mi 6,9) nos exhorta a pedir la santificación del nombre de Dios. Por contraste con todo lo bajo y pecador, Jesús es el «Santo» de Dios: al aplicarse ahora el Nombre que en el A. T. sólo era propio de Dios, se muestra, también en este aspecto, el misterio de su Persona y naturaleza divina. El arcángel Gabriel anuncia a María que el fruto de su entraña será llamado Santo: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísima te cubrirá con su sombra; por eso el que de ti ha de nacer será Santo y llamado Hijo de Dios» (Le 1,35). Los mismos espíritus inmundos reconocen a Cristo como «el Santo de Dios» (Me 1,24; Le 1,70); Pedro le confiesa como el «Santo de Dios» de quien provienen las palabras de vida eterna (lo 6,69). En la visión de S. Juan éste ve al Hijo del Hombre, Cristo, que se le presenta como el «Santo y Verdadero» (Apc 3,7).
Si en el A. T. se inculcaba la s. al fiel israelita puesto que Yahwéh es santo (cfr. Lev 11,44; 19,2), en el N. T. se nos revela que Cristo es «el camino, la verdad y la vida» (lo 14,6). En Cristo quiso Dios Padre santificarnos y llamarnos a la s. (cfr. 1 Cor 1,2). De manera parecida, S. Pablo nos dice que Cristo se entregó por la Iglesia para «santificarla, purificándola por el bautismo en agua» (Eph 5,26). En su discurso de despedida (cfr. lo 14-17) Cristo promete otro Paráclito que el Padre enviará en su nombre (cfr. lo 14,26). Hasta después de la glorificación de Jesús no difundirá, por un admirable orden de la Providencia, el Espíritu Santo su abundancia de dones (v. PENTECOSTÉS). Desde entonces se abrieron las fuentes de agua viva (cfr. lo 4,13). Al Espíritu Santo (v.) se atribuye esta obra de santificación del cristiano (cfr. 2 Thes 2,12; 1 Cor 6,11; Rom 5,5) por la configuración con Cristo: «Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, este tal no es de Jesucristo» (Rom 8,9). Y puesto que el Espíritu Santo habita en el alma en gracia, somos llamados «templos del Espíritu Santo» (1 Cor 6,19); «todos los que anima el Espíritu Santo son hijos de Dios» (Rom 8,1417). El cristiano en gracia tiene en su alma la fuente de la s., que le hace sentir y comportarse como hijo de Dios y miembro de la sociedad de los santos (V. IGLESIA 11, 3).
No es extraño, por eso, que los primeros cristianos empleasen el término «santo» como apelativo común para llamarse entre ellos. Era una denominación muy corriente en la Iglesia primitiva (cfr. Act 9,13.32; 26,10; etc.). S. Pablo la emplea unas 30 veces en sus Epístolas (cfr. Rom 12,13; 15,26, etc.), y también es usada repetidas veces en el Apocalipsis (cfr. 5,8; 8,3.4; 13,10) y demás escritos del N. T. Este usa de la palabra refleja una realidad muy profunda: el hecho de que los cristianos se llamen santos entre sí indica la persuasión íntima de que al estar siendo santificados por la gracia de Dios se divinizan, quedando separados, segregados, del mundo del pecado: son consagrados por medio del Bautismo (v.), entrando a formar parte, por la gracia (v.), del nuevo «pueblo santo», que sustituye al Antiguo Israel (cfr. 1 Pet 2,9); no salen del mundo, pero están preservados del mal (cfr. lo 17,15).
Como consecuencia de esa vida recibida recae sobre ellos la obligación de llevar una vida que esté en consonancia con la gracia recibida de Dios: «Revestíos, pues, como escogidos que sois de Dios, santos y amados, con entrañas de compasión, de benignidad, de humildad, de modestia, de paciencia... Pero sobre todo mantened la caridad, la cual es el vínculo de la perfección... Todo cuanto hagáis, de palabra o de obra, hacedlo en nombre de nuestro Señor Jesucristo, dando por medio de Él gracias a Dios Padre» (Col 3,12.14.17). La llamada a la s. adquiere así en el N. T. un carácter particular, en cuanto se nos revela que su realización es en, por y con Cristo. Cristo tiene que vivir en nosotros, y para eso el hombre necesita morir con Cristo por la mortificación y la penitencia (Col 1,26), para que así como Cristo resucitó para la gloria de Dios Padre, así también nosotros procedamos con un nuevo tenor de vida (Rom 6,4). S. Pedro inculca esta verdad cuando enseña, con una imagen gráfica, que el cristiano debe seguir las huellas de Cristo (1 Pet 2,21).
S. Juan contempla en el Apocalipsis a la «Ciudad Santa», la Nueva Jerusalén, que baja del cielo, desde Dios. Es la ciudad celeste que van a habitar todos los que, después de haber vivido según Dios, santamente, disfrutarán con Él para siempre: «Pero no vi Santuario alguno en ella; porque el Señor, Dios Todopoderoso, y el Cordero, es su Santuario. La ciudad no necesita ni sol ni luna que la alumbren, porque la ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el Cordero... Nada profano entrará en ella, ni los que cometen abominaciones y mentida, sino solamente los inscritos en el libro de la vida del Cordero» (Apc 21,22-23.27). Teniendo a la vista este premio imperecedero, recomienda que «el santo siga santificándose» (Apc 22,11), y exhorta a la conversión y penitencia para purificar los pecados: «Dichosos los que laven sus vestiduras; así podrán disponer del árbol de la Vida y entrarán por las puertas de la Ciudad. ¡Fuera los perros, los hechiceros, los impuros, los asesinos, los idólatras y todo el que ame y practique la mentira! » (Apc 22,14-15).

V. t.: Dios III, 2 y IV, 6; SALVACIÓN II.


M. A. TÁBET BALADY.
 

BIBL.: J DE VAUX, Santo, en Vocabulario Bíblico, Barcelona 740-744; E. PAx, Santo, en Diccionario de Teología Bíblica, Barcelona 1967, 971-976; A. FIGUERAS, Santidad, en Enc. Bibl. VI,482488; F. PUzo, Santo (Santidad), en Diccionario Bíblico, Barcelona 1959, 539-540; P. HEINISCH, Teología del Vecchio Testamento, Turín 1950, 72-81; P. VAN IMSCHOOT, Teología del Antiguo Testamento, Madrid 1969, 85 ss.; F. H. LEENHARDT, La notion de sainteté dans l'Ancien Testament, París 1929; C. SrtcQ, Teología moral del Nuevo Testamento, Pamplona 1970; M. MEINERTZ, Teología del Nuevo Testamento; Madrid 1966, 186; 192; 236; 243; 384-385; 619; 624; 1. DILLENSBERGER, Das Heilige im N. T., Kufsein 1929; 0. GARCÍA DE LA FUENTE, La búsqueda de Dios en el Antiguo Testamento, Madrid 1971.
 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991