Salvación. Nuevo Testamento
 

Lo mismo que la lengua griega profana, el N. T. entiende por s. el hecho de ser conservado sano y salvo, de ser puesto al abrigo de un peligro grave, para recobrar la seguridad y una situación feliz. El «salvador» es el que protege y libera de una calamidad, el que impide que alguno sea destruido o perdido; le perdona o le protege en medio de los peligros (cfr. Dittenberger, Syllogé, 1130; Inscriptions de Délos, 2433, etc.). El matiz de liberación va acompañado del de prosperidad, de felicidad y de desahogo (en hebreo, yááa': estar a sus anchas, estar holgado, cómodo). El estoicismo acentúa la significación de asegurar una continuación, ya se trate de mantener el universo o de conservar la existencia del hombre. En el plano religioso, ser salvado del pecado o de la condenación tiene por resultado la felicidad eterna, dependiendo ambas de una providencia tutelar y de la mediación de un SalvadorLiberador.

La salvación temporal. Si se observa la frecuencia con que se emplean en el N. T. el verbo sózó y los sustantivos sotería, soler, es claro que la predicación de la salvación se ha ido clarificando y concretando progresivamente. El anuncio de la venida del Reino de Dios (v.) en los Sinópticos es sustituido progresivamente por el de salvación. La revelación de la intervención salvífica de Dios en favor de los hombres en el ministerio de Jesús tiene lugar ante todo en la curación milagrosa de los enfermos. Para decir que un hombre o una mujer son librados de sus enfermedades, los Evangelios escriben: «son salvados» (verbo en pasiva), es decir, «curados» (Mt 9,21-22; Mc 5,28,34; 6,56; 10,52; Lc 8,48,50; 18,42; cfr. Heb 14,9). Y es que la enfermedad y el pecado están unidos (1 Cor 11,30; cfr. Ps 32,1; 38,3; 39,9,12; 41,5,69,6; 103,3; 107,17); aquélla es el precio o castigo de éste (lo 9,2), y se atribuye frecuentemente, como todo desorden que es el resultado de una culpabilidad, a la actividad del demonio (Mt 4,24; 17,21; Lc 4,40-41). De ahí por qué sólo Dios puede devolver la salud (2 Reg 5,7; lob 5,18; Sap 6,12), y si se recurre al médico (Eccli 38,1-5), es a Dios a quien se invoca: «Cúrame» (Ps 6,3; Ier 17,14; cfr. Ps 30,30; 103,3). Por consiguiente, cuando Jesús «salva» a los enfermos, da un signo de su autoridad mesiánica sobre la creación que el pecado ha corrompido. En la Iglesia habrá «carismas de curación» (1 Cor 12,9; cfr. Iac 5,14-16) que los Apóstoles continuarán ejerciendo «en nombre de Jesús» (Act 3,6,16; 4,30; 9,34; 16,18). Siendo la muerte el peligro más grande, uno es preservado o librado de ella, «salvado» por la omnipotencia divina (Mt 27,40-42; MC 15,30-31; Lc 6,9; 8,50; 23,35,37; lo 12,27; Heb 5,7), cualesquiera que sean las modalidades de esta amenaza: diluvio (Heb 11,7), tempestad (Mt 8,25; 14,30; Act 27, 20-34), enemigos (Lc 1,71).

La salvación del alma (Iac 5,20; 1 Cor 5,5; 1 Pet 1,9). Cuando Dios da libre curso a su misericordia, no limita sus beneficios (Iac 1,5), da «gracia sobre gracia» (lo 1,16). También Jesús, habiendo venido para «salvar lo que estaba perdido», asegura a Zaqueo que «la salvación ha llegado a esta casa» (Lc 19,9-10), y a la pecadora: «tu fe te ha salvado» (Lc 7,50; 17,19). Se trata, pues, de la remisión de los pecados (Le 1,77; Mt 1,21). El alegre y buen mensaje proclamado por Jesús se resume en esta afirmación: «El que crea y sea bautizado, se salvará» (Mc 16,16). Afirmación vigorosamente reforzada por S. Pablo: «El Evangelio es la fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rom 1,16; cfr. 1 Cor 15,2; Eph 1,13; Act 5,31). No se trata solamente de una liberación en cierto modo negativa, aunque este aspecto sea subrayado con fuerza: uno es salvado de la perdición (Me 8,35; Lc 9,24-25; 15,32; 19,10; 2 Thes 2,10), de la condenación (lo 3,17; 12,47; cfr. Rom 8,1-3; 1 Pet 4,18), de la muerte eterna (Rom 7,5-6,13; Iac 5,20; Apc 1,18; 2,11; 20,6; 21,8), de la cólera divina (Rom 5,9; 1 Thes 5,9). En realidad, existe una novedad radical, una modificación fundamental del estatuto del hombre ante Dios, la de la paz (en el sentido semítico de plenitud y de felicidad, Lc 1,79; 2,14; 19,42; lo 14,27; Rom 1,7, etcétera); ser salvado viene a ser sinónimo de vivir (Mt 7,14; 18,8; 19,16-29; 25,46; lo 3,15-16; 6,63; 10,28; 17,3; Rom 5,10; 6,4,22; 1 Tim 4,8; 6,12; 2 Tim 1,10), lo que 1 Tim 6,19 llama «la verdadera» vida, la única que es digna de este nombre. Ahora bien, esta salvación es universal (Le 2,30; 3,2-6; Ids 3), incluidos los pecadores (1 Tim 1,15); no está reservada a una raza o a algunos privilegiados; todos son llamados a ella: todo Israel (Rom 11,26; Act 5,31; 13,23; cfr. lo 4,22), los gentiles (Act 28,28; Rom 11,11; 1 Thes 2,16), todos los pueblos (Lc 2,30; 3,6), todos los hombres (1 Tim 2,4; 4,10; Tit 2,11), el mundo (lo 3,17; 4,42; 1 lo 4,14), especialmente la Iglesia (Eph 5,23) que agrupa a los creyentes, «herederos de la salvación» (Heb 1,14).

Dios Salvador. Mientras que en el A. T., y sobre todo según la piedad farisea, el hombre se salvaba por sus buenas obras y merecía una recompensa de la que Dios era el deudor, los bienes prometidos por la Nueva Alianza son tan inaccesibles al hombre que sólo se le pueden conceder por un favor absolutamente gratuito. Por eso, todo el N. T. afirma que la s. es dada por Dios, que tiene la iniciativa exclusiva de ella, determina su plan de realización y su ejecución en el tiempo propicio. Cuando los Apóstoles preguntan a Jesús: «Entonces, ¿quién se podrá salvar?», les responde: «Para los hombres eso es imposible, mas para Dios todo es posible» (Mt 19,25-26). Sólo Él tiene esta fuerza, dynamis (Iac 4,12; cfr. 1 Pet 1,5), prepara o suscita la s., sotería (Lc 1,69; 11,30), elige los modos y los beneficiarios (1 Cor 1,21; 2 Thes 2,13), y se le pide que intervenga (Rom 10,1; Iac 5,15), puesto que «Dios quiere que todos los hombres se salven» (1 Tim 2,4; 4,10). Han llegado a ser una afirmación de la fe las frases «Dios nos ha salvado» (2 Tim 1,9), «Dios me salvará en su reino celeste» (2 Tim 4,18), y se precisa que es «por misericordia» (Tit 3,5) o «por gracia» (Act 15,11; Eph 2,5), una salvación que viene de Dios (Le 3,6; Act 28,28). No sólo se califica a Dios de sótér (Le 1,47; 1 Tim 1,1; 2,3; 4,10; Tit 1,13; 2,10; 3,4) sino que se le aclama como tal en las doxologías: «Al Dios único nuestro Salvador» (Ids 25; Apc 7,10; 12,10; 19,1).

Jesús Salvador. Esta salvación Dios la realiza históricamente por un mediador, su Hijo, a quien delega enviándolo desde el cielo a la tierra (1 lo 1,1-3); S. Juan lo repite: Dios ha enviado a su Hijo al mundo «para que el mundo sea salvo por Él» (lo 3,17); «Nosotros damos testimonio de que el Padre envió a su Hijo el Salvador del mundo» (1 lo 4,14; cfr. lo 4,42; 1 Tim 1,15; esta última fórmula se aplicaba frecuentemente a los emperadores romanos) (cfr. A. Deissmann, Licht vom Osten, Tubinga 1923, 311 ss.) La fe descubrirá en esta venida una «epifanía», es decir, una luz y una ayuda eficaz del amor divino (Tit 3,4,6; 2 Tim 1,10). El mismo nombre de Jesús, «Dios salva», expresa esta función (Mt 1,21; Le 2,11), «el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Le 19,10; cfr. lo 12,47). No solamente se repite que Dios es el autor de esta intervención salvífica (Act 13,23; Tit 2,11; 3,5; 1 Cor 1,18-21), sino que ha instituido a Cristo como el responsable supremo y el jefe de toda la economía de la s.: «Él dará la remisión de los pecados» (Act 5,31; cfr. Heb 2,10; 5,9; 6,20). Con este fin, lo perfeccionó mediante el sufrimiento (Heb 2,10) y la obediencia hasta la muerte (Heb 5,8-9), para que sea un gran sacerdote misericordioso y fiel (Heb 2,17; 4,14-16); lo resucitó de entre los muertos (Rom 10,9; 1 Thes 1,10) y lo hizo sentar a su derecha (Heb 1,4). De este modo, Jesús intercede por nosotros y no cesa de salvar a todas las generaciones cristianas hasta el fin de los tiempos (Heb 7,25). Lo esencial de la fe de la Iglesia es confesar lo siguiente: «La salvación no está en ningún otro, porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros podamos ser salvos» (Act 4,12; cfr. lo 10,9); «Todo el que invoque el nombre del Señor se salvará» (Act 2,21; 16,31; Rom 10,13; 2 Cor 2,15). Ya no se contenta con la fórmula «Cristo Jesús nuestro Salvador» (Tit 1,4), sino que se asocia los títulos de Kyrios y de Soter: «Nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (2 Pet 1,11; 2,20; 3,2,18) y se llega hasta la fórmula «Nuestro Dios y Salvador Jesucristo» (2 Pet 1,1). Estas designaciones y estos textos dan a entender que el Salvador de la Iglesia (Eph 5,23) está ya en el cielo; ahora bien, debe volver otra vez a la tierra (Heb 9,28), pero en una manifestación gloriosa (Tit 2,13), y la vida cristiana -fundada sobre la primera epifanía de Jesús- no es otra cosa que la espera de su vuelta como salvador definitivo (Philp 3,20; 1 Thes 1,10; 2 Tim 4,8). Con Cristo está inaugurada la era de la s. escatológica: «Fuimos salvados en esperanza» (Rom 8,24; el verbo está en aoristo). Sólo al final de los tiempos (1 Pet 1,5), en el día del Señor (1 Cor 5,5), entraremos en cuerpo y alma en posesión de la s. consumada (1 Thes 5,9).
Hasta entonces, uno se «reviste de la esperanza de salvación» como de un yelmo (1 Thes 5,8). Los convertidos eran capaces de comprender este mensaje, porque en la época helenística la invocación de la sótéria era universal: se invocaba a los dioses «salvadores», es decir, a los que curaban y hacían beneficios, de quienes se pensaba que libraban de las calamidades, de los males temporales, de la enfermedad; se pedía a las religiones de misterios que procurasen la inmortalidad: una vez regenerado, el iniciado salía victorioso de la muerte. El emperador divinizado era aclamado sobre todo como salvador en calidad de bienhechor; se esperaba de él una era de prosperidad y de felicidad. La fe cristiana confiesa la unicidad y la eficacia de Jesús-Salvador.

La vida de los salvados. Los discípulos de Jesucristo son designados por un participio presente de continuidad empleado como sustantivo: hoi sozoménoi (Act 2,47; 1 Cor 1,18; 2 Cor 2,15), que señala la duración y la orientación de un acto: «los que se salvan» o «están en vías de salvarse». Es una realidad cotidiana (2 Cor 6,2; Heb 3,7 ss.), y se progresa hacia la salvación (1 Pet 2,2; cfr. 2 Pet 3,18), hacia la realización completa (Philp 2,12; 1 Pet 1,5; Heb 9,28). Esto supone varias condiciones subrayadas en las exhortaciones de Jesús y de sus Apóstoles: en primer lugar el bautismo (Tit 3,5; 1 Pet 3,21), arrepentirse por consiguiente (Lc 13,3.5) y separarse de un mundo pervertido (Act 2,40), librarse de la influencia del diablo (Le 8,12; 2 Tim 2,26); sobre todo el amor de la verdad (2 Thes 2,10) y la fe (Mt 9,22; Le 8,50; Act 14,9; 16,31; Rom 10,9-13; 2 Thes 2,13; 1 Pet 1,5.9); por consiguiente, recibir el Evangelio (1 Cor 15,2; Eph 1,13), la Palabra de Dios (lo 5,34; Act 11,14; 13,26.47; lac 1,41) y a sus ministros (Act 16,17; cfr. 2 Tim 2,10), especialmente la predicación de la cruz (1 Cor 1,18.21), alimento muy fortificante (1 Pet 2,2) que posibilita las más costosas renuncias (Mt 10,39; 16,25; Me 8,35; Lc 9,24; 2 Cor 7,10); formar parte del rebaño entrando por la puerta angosta (Lc 13,24; 10,10), estar siempre vigilante (Rom 13,11-14) y perseverar hasta el fin (Mt 10,22; 24,13). Uno es ayudado en esto por la incansable paciencia de Dios (2 Pet 3,15), por la virtud santificadora del Espíritu Santo (2 Thes 2,13; cfr. Rom 8,22,25), por la asistencia de los ángeles (Heb 1,14), por la solicitud de los Apóstoles (1 Cor 9,22; 10,33; 2 Cor 1,6; 1 Tim 4,16; Ids 3), por la consolación y la educación permanente de la Escritura inspirada (Rom 15,4; 2 Tim 3,15), por el apoyo fraterno (lac 5,20; Ids 23; cfr. 1 Cor 7,16) y la mujer por la maternidad (1 Tim 2,15), y ante todo por la oración constante (Lc 18,1 ss.; Act 2,21).

V. t.: REDENCIÓN' I; JESUCRISTO II; REVELACIÓN III; CIELO II; ESCATOLOGÍA II; SANTIDAD II.


CESLAS SPICO.
 

BIBL.: E. B. ALLo, Les dieux-sauveurs du paganisme grecoromain, «Rey. des Sciences philosophiques et théologiques» (1925) 5-34; B. COLON, La conception du salut d'aprés les Évangiles synoptiques, «Revue des Sciences Religieuses» (1929) 472-507; (1930) 1-38, 189-217, 370-415; (1931) 27-70, 193-223, 382-412; W. STAERK, Soter, Gütersloh 1933; W. C. VAN UNNIK, L'usage de sozein «sauver» et des dérivés dans les Évangiles synoptiques, en La Formation des Évangiles. Recherches Bibliques II, Brujas 1957, 178-194; 1. DUPONT, Le salut des Genti1s et la signilication théologique du livre des Actes, «New Testament Studies», VI (1960) 132-155; J. CAMBIER, L'Espérance et le salut dans Rom VIII, 24, Lovaina-París 1968, 77-107; A. FEUILLET, Le plan salvilique du Dieu dans l'épitre aux Romains, «Revue Biblique» 57 (1950) 336-387; F. X. DURRWELL, La resurrección de Jesús, misterio de salvación, Barcelona 1962; J. HuBY, Mystiques paulinienne et johannique, París 1946; S. LYONNET, La soteriología paulina, en A. RoBERT y A. FEUILLET, Introducción a la Biblia, Barcelona 1965, II,746-787; J. M. BOVER, Teología de San Pablo, Madrid 1952, 321-431 (Soteriología).
 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991