Sacramentos. Teología Espiritual.
 

La santificación (V. SANTIDAD III) es el desarrollo de nuestra vida en Cristo, una progresiva configuración con Cristo que vive en nuestros corazones por la fe que se nos infunde en el Bautismo (cfr. Philp 3,10.21; Rom 8,29; Eph 3,17). Los medios de santificación están en la misma línea del Bautismo, y son fundamentalmente sacramentales.
El «sacramento» originario es la santa Humanidad de Cristo, instrumento del Verbo para la salvación de los hombres, que nos comunica la vida divina perpetuándose en el «sacramento» que actualiza su acción salvadora, la Iglesia (v.) (Const. Lumen gentium, 1; Sacrosanctum Concilium, 5,6). «Los sacramentos están ordenados a la santificación de los hombres» (Sacr. Concilium, 59) 1) porque realizan lo que significan, 2) porque son signos de la fe, y 3) porque mediante la catequesis sacramental excitan a la imitación de Cristo.
Los sacramentos, signos eficaces. A partir de la Encarnación, Dios nos salva en línea de estricta humanidad: Dios nos salva desde la Humanidad de Cristo, con «acciones de Cristo», signos sensibles, que realizando lo que significan, «al tocar los cuerpos infunden la gracia en el alma» (Paulo VI, Enc. Mysterium fidei).
S. Tomás (Sum. Th. 3 q65 al), apoyándose en la analogía de la vida cristiana con la vida natural, explica la eficiencia de los s. en torno a la vida que dan (Bautismo), acrecientan (Confirmación), alimentan (Eucaristía) y reparan (Penitencia y Unción), y junto a esos s. que atienden al bien de la persona, el Orden y el Matrimonio, que tienen la función social de incrementar el Pueblo de Dios. Naturalmente que esta gracia que dan los s. en bien de la persona, al realizarse en y por la Iglesia, es también para la Iglesia. Los s. confieren la gracia eclesialmente, pues el Bautismo (v.), por el carácter, destina al culto e incorpora a la tarea misionera de la Iglesia; la Confirmación (v.) vincula más estrechamente con la Iglesia, y, al enriquecer a sus miembros con una fortaleza especial del Espíritu, refuerza el compromiso del testimonio en la vida; la Eucaristía (v.), al tiempo que por el culto afianza en los cristianos la comunión con Cristo, los sacia con su Cuerpo y realiza la unidad del Pueblo de Dios, de la que es signo; la Penitencia (v.), al reincorporarnos a la comunidad eclesial, acrecienta en ella la santidad total al vigorizar la vida de un miembro del Cuerpo; y en la Unción (v.) de los enfermos la oración de la Iglesia alivia al enfermo y lo estimula, si lo precisa, a su definitiva incorporación con Cristo en su muerte redentora, a la cual se configura el enfermo con su propia muerte, para que, con la garantía del Viático, realice a su hora la resurrección gloriosa con Cristo. Y así, mediante los s., se realiza la índole sagrada de la Iglesia en la cual los hombres se salvan santificándose (Lumen gentium, II).
Efectivamente, los s. comienzan por comunicarnos la vida divina en la primera gracia o gracia de la justificación (v.): gracia habitual o santificante que se va reafirmando y perfeccionando con la recepción de los demás s. Porque, simultáneamente a la progresiva configuración con Cristo, los s. actúan sobre nuestro organismo sobrenatural disponiéndolo cada vez mejor a realizar las operaciones inherentes a esa configuración, la cual crece en intensidad gracias a sus distintas modalidades: la Confirmación con el testimonio de la vida en cristiano, la Comunión con la caridad que estrecha los lazos de la comunidad y con el mundo, la Penitencia con la decisión que se necesita para las nuevas invitaciones de la gracia, el Matrimonio con la caridad sacrificada y generosa para fundar y sostener la familia, el Orden con la caridad pastoral. Estas modalidades son lo que se llama gracia sacramental, es decir, la gracia específica que otorga cada sacramento.
Por otra parte, los s. son actos de culto, ejercicio cultual del sacerdocio de Cristo, quien en la liturgia reactualiza su sacrificio redentor. Y en esta renovación misteriosa de «la victoria triunfal de su muerte» (Conc. Trento, sess. 13) «los signos sensibles significan y, cada uno de una manera particular, realizan la santificación del hombre», con una eficacia que «con el mismo título y en el mismo grado no iguala ninguna otra acción de la Iglesia» (Conc. Vaticano II, Sacros. Concilium, 10).
Los sacramentos, signos de fe. Aparte de estas gracias, que los s. confieren como signos eficaces, santifican en cuanto signos de la fe. «No sólo suponen la fe, sino que, mediante las palabras y las cosas, también la alimentan, la robustecen y la expresan» (Sacros. Concilium, 59). El acercarse a un s. es una confesión de fe, que está o viva o en vías de ser vivificada por la caridad, puesto que los llamados s. de muertos requieren al menos atrición (v.), que es ya deseo de esa caridad que se adquiere en su plenitud o se robustece al recibir los s. Son, pues, los s. confesión y ejercicios de la fe y de todas las demás virtudes con ella unidas -humildad, abandono en la misericordia de Dios- u otras que ella presupone o exige por la conexión íntima que todas las virtudes guardan entre sí.
Este contexto de fe tiene lugar sobre todo en los dos s. eje de toda vida cristiana y sostén de la lucha ascética: la Penitencia, en la cual cada cristiano reconoce su necesidad constante de purificación y recibe la gracia, y para el cual la_ Iglesia colabora a la conversión de sus miembros con la caridad, el ejemplo y la plegaria (cfr. Lumen gentium, 8); y la Eucaristía, donde los fieles «gracias a la mediación de Cristo día tras día tienden a perfeccionar su unión con Dios y entre ellos mismos para que al fin Dios sea todo en todos» (Sacros. Concilium, 48).
Los s. como ejercicio del sacerdocio de toda la Iglesia unida a Jesucristo se ordenan a lo que es aspiración de toda santidad, la gloria de Dios: «Y esta gloria está en que los hombres reciban en sí mismos la obra de Dios realizada en Cristo dándose cuenta, con libertad y agradecimiento, y la manifiesten con toda su vida» (Presbyterorum Ordinis, 2).
La catequesis sacramental. La santificación, en la que Dios tiene la iniciativa, es también obra de nuestra respuesta. Los s. son eficaces de por sí (ex opere operato), pero confieren la gracia según las disposiciones del sujeto. El revestimiento de Cristo (Rom 13,14), esa renovación que causa la gracia, para que no sea pura ilusión, ha de ir acompañada del esfuerzo por comportarse al modo de Jesucristo. La acción interior del Espíritu Santo que nos instruye en la intimidad del corazón se completa con la palabra exterior que nos indica el camino a seguir, recordándonos los hechos y las palabras del Maestro.
Esto se realiza en la catequesis sacramental. Como acciones litúrgicas que son los s. contienen gran instrucción para el pueblo fiel (Sacros. Concilium, 33). En ellos se sigue anunciando el Evangelio, y el que los recibe y conscientemente ejercita su fe se eleva a Dios por la oración y recibe la gracia de un impulso más para la renovación interior y para la realización de una vida en todo conforme a las directrices del Evangelio. Efectivamente, los s. -algunos de manera solemne, como el Bautismo, el Matrimonio o la Eucaristía- contienen la proclamación de la Palabra de Dios, acompañada de la debida catequesis (cfr. Presbyt. Ordinis, 4). Toda catequesis ha de conducir a un encuentro personal con Cristo para empaparse de sus sentimientos (Philp 2,5) y aprender, mediante la meditación de su Palabra, los criterios divinos que nos proporcionan una visión sobrenatural del mundo: «buscar la voluntad de Dios en todos los acontecimientos, ver a Cristo en todos los hombres, allegados o extraños, y juzgar rectamente del verdadero significado y valor de las cosas temporales en sí mismas consideradas y en su relación con el fin del hombre» (Apostolicam actuositatem, 4). Todo lo cual es un avance real hacia la santidad (ib.). Y aun en los casos en que falta esa catequesis específica, la recta administración y recepción de los s. es un medio eficacísimo de auténtica iluminación y exhortación, pues «no sólo cuando se leen las `cosas que se han escrito para nuestra enseñanza' (Rom 15,4), sino también cuando la Iglesia ora, canta o actúa, se alimenta la fe de los que toman parte y son excitadas sus mentes hacia Dios para que le presten su obsequio racional y reciban con mayor abundancia su gracia» (Sacros. Concilium, 33). Lo cual supone que se toma parte en la liturgia de los sacramentos con aquellas disposiciones que hacen que la acción de la Iglesia sea también y plenamente acción personal del que toma parte en la liturgia sacramental.


LAURENTINO M" HERRÁN.
 

BIBL.: C. DILLENSCHNEIDER, El dinamlsnio de nuestros sacrainentos, Salamanca 1965; M. M. PHILIPON, Los sacramentos en la vida cristiana, 2 ed. Barcelona 1950; E. WALTER, Sacramentos y vida cristiana, Barcelona 1953; J. BELLAVISTA, La participación de los fieles en los sacramentos, «Phase», 6 (1966) 201-218; A. PASTEAu, Les sacrements sources de vie spirituelle, París 1966; M. SCHMAUS, Teología dogmática, t. V : Los Sacramentos, Madrid 1961; J. THOMAS, Sacrements et vie chrétienne, «Revue diocesanne de Tournain, 4 (1949) 43-50.
 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991