Sacerdocio. Formación Sacerdotal
 

Por formación sacerdotal o formación para el s. se entiende la educacjón que debe impartirse a los candidatos a las sagradas órdenes para que sean idóneos a ejercer el ministerio, presuponiendo que ya reúnan los requisitos humanos y espirituales necesarios para ser ordenados. Otro sentido es el que hace referencia a la necesidad de que los presbíteros sigan cuidando constantemente de su propia formación, para responder siempre plenamente a las exigencias espirituales y apostólicas de su ministerio. En el primer sentido, la formación sacerdotal es tarea específica de las personas encargadas por la Iglesia de preparar a los futuros sacerdotes, lo que se realiza ordinariamente a través del seminario (v.); aquí vamos a considerar, de manera directa, lo referente a este primer sentido de la formación sacerdotal. Por lo que se refiere al segundo aspecto, además de remitir a lo que se dice expresamente al hablar del presbítero (v.), hacemos notar que los criterios para la formación de los futuros presbíteros indican claramente cuáles han de ser las preocupaciones constantes del propio presbítero para mantenerse fiel a su vocación de servicio, completando y desarrollando lo que recibió en los años de formación inmediata.
Para ordenar en forma esquemática una materia tan amplia, hablaremos primero de los objetivos generales de la formación sacerdotal, y luego de sus diversos aspectos y del método.

1. Metas fundamentales. Todos los objetivos de la formación sacerdotal se resumen diciendo que debe tender a desarrollar en el candidato al s. todas las cualidades humanas y sobrenaturales que requiere el ejercicio de su ministerio al servicio de la Iglesia. Está claro, pues, que la determinación en concreto de estas cualidades deriva, por lo que se refiere a los elementos inmutables y fundamentales, de la esencia del s. ministerial en la Iglesia de Cristo (v. nú; y, por lo que se refiere a los elementos variables, circunstanciales, deriva de las necesidades concretas de la Iglesia en cada época de la historia y en cada lugar. El Magisterio de la Iglesia ha proporcionado a los que se dedican a la formación sacerdotal unas orientaciones claras y profundas, riquísimas de consecuencias prácticas, tanto por lo que se refiere a la exacta comprensión de la esencia perenne del s. católico, como también por lo que se refiere a los «signos de los tiempos», que la Iglesia reconoce acertadamente, porque Cristo le ha garantizado la asistencia del Espíritu Santo, la indefectibilidad en la propagación del Reino de Dios por toda la tierra. Estas orientaciones se contienen en numerosos documentos en los últimos papas (ya citados en III, bibl.); también el Conc. Vaticano II es rico en enseñanzas: cfr. Const. Lumen gentium y Decr. Presbyterorurn ordinis (aspectos dogmáticos) y Const. Gaudium et spes y Decr. Optatam totius (aspectos pastorales).
La finalidad de la formación sacerdotal, según esta doctrina del Magisterio, no está en función de lo que pueda pedir la mentalidad corriente de determinados ambientes sociales, ni tampoco en función de hipótesis arbitrarias acerca de la disciplina eclesiástica en el futuro: no se puede plantear la preparación espiritual y apostólica de los sacerdotes sobre la base de atender a lo que -según la opinión, no siempre científicamente fundada por lo demás, de los sociólogos- «el mundo espera de los sacerdotes». La función sobrenatural del s. cristiano, determinada con los criterios propios de la fe, es lo que debe presidir siempre cualquier consideración sobre las cualidades sacerdotales, también en relación con las necesidades del apostolado en el mundo de hoy. Y, según el criterio de la fe, la función específica, perennemente necesaria, del sacerdote es el ejercicio de unos poderes sagrados propios del s. (cfr. Lumen gentium, 10), que derivan de una peculiar configuración con Cristo Sacerdote, Profeta y Rey del Pueblo de Dios (cfr. Presbyterorum ordinis, 12): por consiguiente, el sacerdote, aunque no está incapacitado para realizar tareas seculares, está, sin embargo, destinado, en virtud del sacramento del Orden (v.), a dedicarse principalmente y siempre al sagrado ministerio (cfr. Lumen gentium. 31); y a esto va encaminada necesariamente su formación. Se tratará, pues, antes que nada, de preparar el futuro sacerdote a ejercer la función profética (ministerio de la Palabra, evangelización, apostolado de la doctrina), la función sacramental (culto, celebración eucarística, administración de los sacramentos), la función pastoral (ejercicio de la autoridad y del servicio a todas las almas): todo con el sentido de la fraternidad cristiana -basadas en la igualdad radical de la condición de bautizados, de miembros vivos de Cristo-, y como cooperador del Cuerpo u Orden episcopal. La capacidad de adaptarse a las necesidades pastorales concretas; el saber mandar y el saber obedecer; la disposición de entrega humilde y sacrificada a las almas; el espíritu de iniciativa; la valentía para anteponer los intereses del Evangelio al espíritu del mundo: todo esto es consecuencia de una formación acertada en lo esencial del ministerio sacerdotal, en la verdadera situación del presbítero ante los fieles y ante los Pastores.

2. Aspectos y métodos. a) Formación humana y cristiana. Ya en el N. T. se encuentra recogida la necesidad de desarrollar en el sacerdote las virtudes (v.) humanas, base de las sobrenaturales y condición elemental para el trato con los hombres: honradez, prudencia, cortesía, lealtad, mansedumbre, amor a la justicia y a la paz, espíritu de servicio, etc. (1 Tim 3,1-13; 2 Tim 2,24-26). El Conc. Vaticano lI ha insistido en este punto, indicando que «hay que cultivar también en los alumnos la madurez humana» (Optatam totius, 11), que se manifiesta con la estabilidad de ánimo, la prudencia, la sensatez, la reciedumbre, la sinceridad. Como justamente hace notar Á. del Portillo, «no puede olvidarse que el sacerdote no deja de ser hombre por ser sacerdote, sino que es extraído de entre los hombres -ex horninibus assumptus (Heb 5,1)- y ésa es la razón profunda de que él necesite también de una recia formación humana»... «Se entiende por formación humana del sacerdote la preparación del sacerdote en cuanto hombre que debe trabajar entre sus semejantes. Comprende, por tanto, esta formación el conjunto de virtudes humanas que se integran directa o indirectamente en las cuatro virtudes cardinales, y el bagaje de cultura no eclesiástica indispensable para que el sacerdote pueda ejercitar con facilidad -ayudado, desde luego, por la gracia- su apostolado» (o. c. en bibl. 24-25). Para esta función integrante humana es fundamental que la educación de los candidatos al s. se base en la confianza (sin la cual no habrá sinceridad) y en la libertad, con la consiguiente responsabilidad personal. Por lo que se refiere a la formación cristiana de base, el objetivo fundamental es hacer comprender el sentido de la llamada universal a la santidad (v.), cuya consecuencia inmediata es la necesidad de luchar por santificarse en el propio estado: así el sacerdote se dispondrá a buscar la santidad cristiana mediante el perfecto cumplimiento de los deberes propios de su ministerio, reconociendo en ellos la voluntad de Dios.
b) Formación doctrinal. «Desde el momento en que el sacerdote está constituido en orden a la salvación de los hombres, la ciencia que se le exige es una ciencia de salvación, y ésta sólo la Iglesia la puede proporcionar» (F. Suárez, o. c. en bibl., 147); por consiguiente, todos los elementos de la formación doctrinal -ciencias propiamente eclesiásticas y ciencias profanas, ciencias especulativas y metodología, etc- deben girar alrededor de la auténtica doctrina propia de la Iglesia; en este sentido, no se trata de formar a eruditos o especialistas, sino a hombres capaces de orientarse a sí mismos y de orientar a los demás, en medio de la diversidad y mutabilidad de las opiniones humanas, con un criterio de fe claro y definitivo. En concreto, esta formación llevará a desarrollar un hondo sentido de fidelidad al Magisterio, junto con una sincera apertura a cualquier contribución positiva del pensamiento teológico y profano, sabiendo conjugar con el criterio la firmeza en lo dogmático y la más amplia libertad en lo legítimamente opinable. Para esto, la formación espiritual -sobre todo por lo que afecta a la vida de fe, a la humildad, a la piedad- resulta no sólo una ayuda indispensable, sino realmente el presupuesto siempre necesario.
Por lo que se refiere a la enseñanza de la Teología (v.), las indicaciones del Conc. Vaticano II son: «Las disciplinas teológicas se deben enseñar a la luz de la fe, bajo la dirección del Magisterio de la Iglesia; de tal forma que los alumnos extraigan cuidadosamente de la divina Revelación la doctrina católica, penetren profundamente en ella, la conviertan en alimento de su propia vida espiritual y sepan anunciarla, exponerla y defenderla en su ministerio sacerdotal» (Optatam totius, 16). En el estudio y profundización en los misterios de la fe, y en las cuestiones filosóficas, ha sido constante la recomendación -más aún, la norma- del Magisterio de seguir a S. Tomás (v.) de Aquino (cfr. León XIII, Enc. Aeterni Patris Filius, 4 ag. 1879; S. Pío X, Enc. Pascendi, 8 sept. 1907; Pío XII, Aloc. 24 jun. 1939: AAS 31, 1939, 247; Paulo VI, Aloc. 10 sept. 1965: AAS 57, 1965, 788-92; Conc. Vaticano II, Decr. Optatam totius, 16; S. Congregación para la enseñanza católica, Documento sobre la enseñanza de la Filosofía en los seminarios, marzo 1972).
c) Formación litúrgica y pastoral. «La solicitud pastoral, que debe impregnar toda la formación de los alumnos, exige que también se les forme con esmero en todo lo que de modo particular se refiere al ministerio sagrado, principalmente en la catequesis y en la predicación, en el culto litúrgico y en la administración de los sacramentos, en el ejercicio de la caridad, en el deber de ayudar a los que están en el error y a los incrédulos y en las demás obligaciones pastorales» (Optatam totius, 19). El Magisterio de la Iglesia ha establecido normas concretas para llevar a cabo esta formación. Así, p. ej., la Inst. Inter oecumenici de la S. C. de Ritos de 26 sept. 1964 establece la creación de cátedras de liturgia en las Facultades teológicas y la erección de institutos litúrgicos pastorales para la formación ulterior del clero. También recomienda las celebraciones litúrgicas en los centros de formación, en los que los clérigos desempeñan con frecuencia las funciones de su orden y aprendan así también a realizar la liturgia de la Iglesia con dignidad (n° 11-13) (V. LITURGIA; PASTORAL, ACTIVIDAD).
Por lo que se refiere a la formación apostólica se pueden recordar las páginas que en la Enc. Sacerdotii nostri primordia (1 ag. 1959) dedicaba Juan XXIII a comentar la figura de S. Juan Bautista María Vianney (v.), como modelo de celo pastoral que deban tener los sacerdotes y, por tanto, los candidatos al sacerdocio.
d) Formación espiritual. «Si el sacerdote descuida su santificación no podrá ser sal de la tierra» (S. Pío X, Enc. Haerente animo). De ahí la necesidad de que adquiera una recia y profunda espiritualidad, mediante la práctica de «los ejercicios de piedad recomendados por la venerable costumbre de la Iglesia» (Optatam totius, 8), y viviendo según la forma del Evangelio; aprenderá así «a cimentarse en la fe, la esperanza y la caridad, para alcanzar, con la práctica de estas virtudes, el espíritu de oración, conseguir la fortaleza y defensa de su vocación, lograr el vigor de las demás virtudes y aumentar el celo por ganar a todos los hombres para Cristo» (ib.; v. v).

V.t.: SEMINARIOS Y UNIVERSIDADES ECLESIÁSTICAS.


ANTONIO LIVI.
 

BIBL.: Para los documentos del Magisterio de la Iglesia, v. III, bibl.; Á. DEL PORTILLO, Escritos sobre el sacerdocio, Madrid 1970; VARIOS, Les prétres. Formation, ministére et vie, París 1968; L. 1. ALONso, El sacerdote y su formación, Madrid 1967; O. GONZÁLEZ, ¿Crisis de seminarios o crisis de sacerdotes?, Madrid 1967; G. MONTORSI, II sacerdote dopo il Vaticano II. Bolonia 1969; F. SUÁREZ, El sacerdote y su ministerio, Madrid 1969.
 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991