Romanos, Epístola a los
La Epístola de S. Pablo (v.) a los fieles de Roma (Rom) es, sin duda, uno de los más grandes escritos del Apóstol. Su importancia radica tanto en la temática como en la lucidez y penetración con que es expuesta. S. Pablo la escribió para anunciar a los fieles de Roma su próxima visita en el viaje que pensaba hacer a España. Ocasión que aprovechó para desarrollar ante los romanos los grandes temas del Evangelio que él «anuncia a los gentiles».
1. Fecha y lugar de redacción. Cuando S. Pablo
escribió Rom finalizaba su tercer viaje de misión y planeaba el futuro de su
acción apostólica. En 15,25.26 afirma que está a punto de partir para Jerusalén
a llevar el dinero recaudado en Macedonia y Acaya en favor de los pobres de la
Iglesia madre de Jerusalén. Si comparamos estos datos con la información de Act
cap. 20 y 21, resulta que S. Pablo salió de Éfeso y, después de recorrer las
iglesias de Macedonia, se detuvo en Grecia por espacio de tres meses (Act
20,1-3), para partir luego, vía Macedonia, por mar hacia Jerusalén (Act 20,6 ss.).
Según los cálculos más probables, el tercer viaje de misión duró desde la
primavera del 53 a la primavera del 58. Hay que pensar, en consecuencia, en una
fecha muy próxima a la primavera del 58 como la fecha en que S. Pablo escribió a
Roma. Dentro de los tres meses pasados en Grecia, probablemente en Corinto,
antes de emprender su viaje a Jerusalén, podría ser el tiempo en que fue
dictando estas páginas al amanuense Tercio (Rom 16,22) en el invierno del 57 al
58.
2. Los destinatarios. Conocer las características y
la tónica dominante en la iglesia de Roma en el momento en que S. Pablo le envía
esta Epístola tiene importancia para situar convenientemente el escrito. Las
fuentes de ínformación para este aspecto concreto son escasas, prácticamente se
limitan a las indicaciones contenidas en la
misma Epístola; la información que proporcionan los Hechos, muy somera por
cierto, pertenece a una época ligeramente posterior y, en estos momentos
fundacionales, la fisonomía de las comunidades cristianas podía cambiar
rápidamente con la incorporación de nuevos elementos.
Desconocemos con exactitud los orígenes de la Iglesia en Roma. La Epístola se
refiere a los cristianos de Roma como bien fundados en la fe y convenientemente
organizados (1,8; 16,19). El iniciador o iniciadores del cristianismo allí hay
que buscarlos, con toda probabilidad, entre judíos que abrazaron la fe,
provenientes de Palestina o de alguna otra ciudad del Imperio que, llegados a
Roma, anunciaron allí el Evangelio. Antiguas tradiciones señalan la presencia de
S. Pedro (v.) durante largos años en Roma hasta su martirio allí en el año 67,
pero no se puede precisar con mucha exactitud la fecha de su llegada a la
capital del Imperio.
El punto que más interesa de esta cuestión es saber qué personas, de origen
pagano o judío, predominaban entre los cristianos de Roma cuando escribe S.
Pablo. Suponiendo que el Evangelio se difundió en Roma empezando por algunos
judíos, podemos preguntarnos si en ese momento éstos eran todavía mayoritarios o
si se habían efectuado ya abundantes conversiones del paganismo, y en qué
proporción se hallaban. La cuestión tiene importancia, pues de ella depende en
parte la lectura que se haga de varios textos de la Epístola. Dos tesis opuestas
dominan entre los estudiosos de S. Pablo. Una defiende que entre los cristianos
de Roma predominaba el elemento proveniente del judaísmo, y que en consecuencia
Rom fue escrita fundamentalmente para los judeo-cristianos. Las razones en que
se apoyan provienen de la interpretación de algunos pasajes: en 3,9, S. Pablo
engloba a los romanos en la condición de judíos como él mismo; habla de los
patriarcas como antepasados suyos, en primera persona de plural (4,1; 9,10);
según Rom 7,4-6, los romanos han sido liberados de la Ley, lo que debería hacer
pensar que anteriormente estaban sujetos a ella, es decir, que eran judíos. La
tesis contraria, que supone se dirigía a cristianos provenientes del paganismo,
se funda en que S. Pablo escribe a los romanos en su condición de «Apóstol de
los gentiles» (1,5.13-15; 15,15) entre los que se encontraban los fieles-de Roma
,(1,6); habla de los judíos como de sus hermanos «según la carne» (9,3; 10,1 ss.)
estableciendo una distinción clara entre él, judeo-cristiano, y los fieles a
quienes escribe. El parecido de Rom con Gálatas (v.) haría pensar en un tipo de
destinatarios parecido, es decir, paganocristiano.
Las razones expuestas no deciden la cuestión de forma definitiva. Nos inclinamos
por la tesis que sostiene que en ese momento la comunidad de Roma era de mayoría
pagano-cristiana. Ésta es la impresión que se recoge al leer Rom, cuya semejanza
de temática con Gálatas tiene para nosotros mucha importancia. Nos inclina a
pensar que se trata de un núcleo de razonamientos característicos de S. Pablo
cuando se dirige a cristianos provenientes del paganismo.
3. Problemas críticos del texto. Si exceptuamos las
dificultades y problemas que plantea el cap. 16, el texto no presenta cuestiones
mayormente serias. Las variantes textuales de los códices o familias diversas de
códices son relativamente poco importantes y no afectan al sentido doctrinal de
la Epístola.
La pertenencia del cap. 16 a Rom es problemática. Es bien conocida la costumbre
de S. Pablo de cerrar sus escritos con una doxología. En Rom nos encontramos, al
menos, con tres doxologías (15,33; 16,20 y 16,25-27). El Papiro 46 (pa6) coloca
la solemne doxología final (16, 25-27) al terminar el cap. 15. Otros códices la
repiten después del cap. 15 y del 16. Por otra parte, observamos datos no menos
importantes: en este capítulo, S. Pablo saluda nominalmente a 26 personas y no
resulta fácil explicar cómo podía conocer a tanta gente en un sitio que nunca
había visitado. Algunos de estos nombres pueden ser localizados en otros
lugares, sobre todo en Efeso, como Aquila y Prisca (16,3; cfr. Act 18,2.18-26) y
Epéneto, «primicia de Asia» (16,5). En 16,17-20, S. Pablo interrumpe el tono
expositivo de la Epístola y lanza una violenta diatriba probablemente contra los
judaizantes. Estos datos han hecho plantear la hipótesis de si el cap. 16 no
pertenecería originariamente a Rom, sino que se trataría de un conjunto de
fragmentos paulinos que habrían sido incluidos al final de Rom con
posterioridad.
Que el texto que hoy poseemos sea genuinamente paulino y que fuera enviado
realmente por el Apóstol a los cristianos de Roma es un hecho crítica e
históricamente seguro. La tradición cristiana es unánime en esta afirmación; hay
documentos ya desde la primera mitad del siglo li.
4. Estructura y división. Siguiendo un esquema
tripartito, muy frecuente en S. Pablo, dividimos Rom en tres partes o secciones:
en la primera (cap. 1-8) se exponen los fundamentos de la religiosidad cristiana
basada en la fe y se resuelven las dificultades que la nueva economía religiosa
de la fe suscita al compararla con la veterotestamentaria, fundada en la Ley, en
cuanto ambas obedecen a un plan unitario de salvación trazado por Dios. En la
segunda (cap. 9-11), partiendo del hecho de la universalidad del mensaje
cristiano, se bosqueja la perspectiva de una visión teológica de la historia y
se da razón del hecho paradójico de que Israel, el pueblo escogido, haya
rechazado la fe. La tercera parte es de orden práctico (cap. 1216). Recoge
exhortaciones y recomendaciones que han de guiar a los cristianos en su vida. He
aquí, esquemáticamente, la división que proponemos:
Introducción: 1,1-15.
Primera Parte: Tema: En el Evangelio actúa el poder divino que, por la fe, salva
al hombre (1,16-17).
1° Dios salva del pecado a la humanidad, mediante la fe (1,18-4,25):
a) La humanidad entera, paganos y judíos, están bajo el dominio del pecado
(1,18-3,20); b) exposición de la justificación por la fe (3,21-30); c) la S. E.
atestigua la justificación por la fe (4,1-25).
2° La liberación del pecado y de la muerte se realiza por la fe en Cristo
(5,1-7,25):
a) Doble solidaridad: del hombre pecador con Adán, del creyente con Cristo
(5,12-21); b) cómo se efectúa esta liberación por la fe y el bautismo (6,1-23);
c) liberación de la Ley (su función en la historia de la salvación) (7,1-25).
3° Esta liberación de la muerte se hace realidad por el don del Espíritu que da
vida al creyente (8,1-39):
a) Salvación cristiana y acción del Espíritu de Dios (8,1-13); b) el Espíritu de
Dios y la filiación divina (8,14-17); c) la presencia del Espíritu en la vida
cristiana (8,18-30).
Himno: Canto a la esperanza cristiana (8,31-39). Segunda Parte: Tema: El plan
salvador de Dios e Israel (9,1-5).
1° La reprobación de Israel no es contraria a las promesas, ni injusta (9,6-29):
a) No es contraria a las promesas (9,6-13); b) no es
injusta (9,14-18); c) manifiesta la sabiduría divina (9, 19-29).
2° Israel es responsable de no haber comprendido el plan salvador de Dios
(9,30-10,21):
a) Lo acontecido a Israel (9,30-10,4); b) demostración escriturística (10,5-13);
c) lo acontecido a Israel estaba anunciado (10,14-21).
3° La reprobación de Israel es parcial y temporal (11, 1-36):
a) Es parcial (11,1-10); b) no es definitiva (11,11-24); c) la futura conversión
de Israel (11,25-32).
Himno: Canto a la sabiduría divina (11,33-36).
Tercera Parte. Exhortaciones y recomendaciones (12,115,13).
1° Primer grupo de consejos (12,1-16x):
a) Consejos generales (12,1-2); b) consejos en relación con las funciones que
cada uno ejerce en la comunidad (12,3-8); c) consejos sobre la caridad fraterna
(12,9-16x). 2° Segundo grupo de consejos (12,16b-13,14):
a) La caridad (12,16b-21); b) obediencia al poder civil (13,1-7); c) más que
nunca, caridad hacia todos (13, 8-14).
3° Tercer grupo de consejos (14,1-15,12):
a) Los débiles y los fuertes (14,1-12); b) deberes de los fuertes (14,13-23); c)
relaciones entre débiles y fuertes (15,1-12).
Saludo final (15,13). Un epílogo circunstancial (15,1433). El cap. 16 contiene:
Saludos y recomendaciones (1-16); advertencias (17-20x); saludos (20b-24).
Solemne doxología final (16,25-27).
5. Perspectivas doctrinales. Recogemos en este
resumen doctrinal los grandes temas que Rom presenta:
a. El Evangelio de Dios. La expresión «Evangelio de Dios» (1,1) es de gran
interés. Con ella indica S. Pablo no solamente el anuncio de una intervención de
Dios en el seno del acontecer humano, sino el hecho mismo de esta intervención,
es decir, el acontecimiento cristiano en todas sus dimensiones. Al principio de
Rom, después de la sección introductoria (1,1-15), S. Pablo describe el
Evangelio como «poder de Dios para la salvación de todo el que crea, judío
primero y también el griego», pues la justicia de Dios se revela en Él por la fe
(1,16.17). Este pasaje contiene las palabras-clave de su mensaje: el Evangelio
es poder de Dios, él efectúa y en él se efectúa la salvación del hombre, el
medio de acceso es la fe, en él se revela la justicia de Dios que justifica al
hombre y le da la vida.
Dos son los sentidos fundamentales que S. Pablo incluye en el término Evangelio.
Destaca, primero, el sentido de acontecimiento salvador en cuanto se refiere a
una acción divina que opera la salvación del hombre. El Evangelio revela,
fáctica y noéticamente, el poder divino. La intervención de Dios dentro de la
historia humana por medio de Cristo y la vida suscitada por el Espíritu de Dios
en los cristianos están implicadas en el término Evangelio. Partiendo de este
sentido básico, el término Evangelio se presenta en S. Pablo con un segundo
matiz importante: la intervención divina en Cristo es dada a conocer al hombre
por la palabra de la predicación. S. Pablo podrá decir que «predica el
Evangelio» (Gal 2,2) o que «evangeliza el Evangelio» (Gal 1,11). El Evangelio
adquiere entonces el sentido de proclamación o enunciado acerca de la salvación,
que coloca al hombre ante la realidad de una intervención divina y en el trance
de una opción de aceptación o de repulsa. La palabra y doctrina de la
predicación es, por lo mismo, parte integrante del Evangelio, pues por su medio
entra en acción el poder de Dios que justifica y salva.
Los presupuestos doctrinales de los que arranca esta concepción del Evangelio
son los de la Biblia y su visión religiosa de la historia. La visión que S.
Pablo nos da de Dios es dinámica: Dios crea cuanto existe y se manifiesta al
hombre a través de su actuación en la historia humana. Esta historia reviste un
carácter dramático: el hombre ha rechazado a Dios y, lejos de Dios, se ha
precipitado en el dominio de la muerte. S. Pablo nunca abandona la perspectiva
bíblica de la intervención de Dios, que escoge a un pueblo, Israel, a quien hace
el portador de una promesa de salud. Acentúa, sin embargo, el carácter universal
de esta promesa. La realización de esta antigua promesa de salud para el hombre,
efectuada en Jesucristo, constituye el contenido del Evangelio de Dios, es
decir, del feliz anuncio de la salvación que Dios ofrece a todo hombre.
b. El pecado. La sección 1,18-3,20 expone, en dos partes, el tema del pecado
(v.) de la humanidad. Antes y al margen de Cristo, la humanidad entera se halla
dominada por el pecado y condenada a la perdición: pecado del mundo pagano
(1,18-32) y pecado del mundo judío (2,13,20); la conclusión es la universalidad
del pecado.
S. Pablo expone el pecado del paganismo como el pecado de una humanidad que
habiendo conocido a Dios lo ha rechazado, y que en la idolatría, al fabricarse
sus propios dioses, ha ratificado este abandono inicial. El hombre conoció a
Dios, pero no quiso prestarle sumisión y acatamiento, sino que se hizo sus
propios dioses (Rom 1,18-23). La degradación moral del paganismo es interpretada
por S. Pablo como consecuencia y, a un tiempo, como castigo impuesto por Dios (Rom
1,24-32). El pecado del mundo judío es descrito a partir del hecho de la
intervención de Dios que ha escogido a Israel como pueblo suyo al que ha
revelado su voluntad en la Ley. El judío conoce la voluntad divina, pero no la
cumple (Rom 2); es la misma Escritura la que lo atestigua (3,9-20).
Ambas descripciones parten de un supuesto fundamental: el hombre histórico sobre
el que razona S. Pablo se halla de hecho lejos de Dios, dominado por el pecado.
Describe a este hombre como «vendido al pecado» (7,14). De acuerdo con las
fuentes bíblicas, esta rebelión se dio en los orígenes mismos de la humanidad
(5,12 ss.). Este acto inicial de rebeldía se ha ido acrecentando a lo largo de
la historia humana con la multiplicación de pecados. Hay una distinción
claramente perceptible en la terminología paulina del pecado: el pecado,
ordinariamente en singular, corresponde a una potencia o fuerza maléfica que
domina al hombre, a la que el hombre se ha entregado: se expresa en griego con
el término hamartía; los pecados, en cambio, indican las transgresiones
concretas de la Ley o del querer divino y se expresan con los términos paráptoma
y parábasis. Si intentáramos expresar, antropológicamente, esta noción paulina
de pecado, diríamos que describe la situación básica del hombre histórico: ha
abandonado a Dios y se ha rebelado contra El, y ese abandono le ha dejado a
merced de las fuerzas del mal, ha provocado una ruptura interior entre el
dictamen de su inteligencia y sus posibilidades de acción, que le precipitan
fácilmente hacia el mal. En esta situación, el hombre no puede romper por sus
medios el lazo del mal que le circunda. Los pecados, en cuanto transgresiones
concretas de la voluntad divina, son efecto del pecado, dependen de él y lo
manifiestan.
Esta situación radical de pecado es una enemistad del hombre hacia Dios (5,10;
11,28) o como una esclavitud del pecado o de las potencias del mal (6,16.17.20;
cfr. Gal 4,8.9). La relación pecado-muerte tiene particular interés: la noción
de muerte designa la ausencia de una vida divina en el hombre, es decir, de un
nivel de su existir humano que sólo se puede poseer a través de un contacto
vivificador con Dios o con su Espíritu. La muerte física es consecuencia de esa
otra muerte espiritual en que se halla el hombre (5,12 ss.; 6,23). Este status
mortis precipitará al hombre en la muerte eterna, si no es salvado de ella por
el poder de Dios que le abre el camino de la vida eterna (2,7 ss.; 6,21.22; cfr.
Gal 6,8.9). Toda esta situación del hombre es condensada por S. Pablo en la
expresión, compleja y amplia, de injusticia del hombre ante Dios.
c. La justicia y la justificación. La injusticia del hombre tiene su correlativo
en la justicia de Dios. La idea de justicia es fundamental en el lenguaje
paulino. En nuestras lenguas, bajo el influjo greco-romano, la justicia denota
una cualidad del ser y del obrar de Dios o del hombre. En S. Pablo, fiel al
pensamiento bíblico, posee un valor dinámico. Referida a Dios, es inseparable
del actuar divino. Dios no sólo actúa justamente, sino que sus actuaciones
constituyen actos de una justicia que se manifiesta y realiza. Este matiz del
término justicia referido a Dios, en la Biblia y en S. Pablo, es patente: con él
se expresa una actividad divina en la historia, de carácter hondamente salvador.
Es una intervención gratuita y misericordiosa, de una misericordia que no se
opone a la justicia, sino que constituye la expresión más clara de una justicia
que hace justo y salva. El término justicia, referido al hombre, dice siempre
relación a Dios. Supone la visión del hombre sumido en el pecado e incapaz de
ser justo ante Dios por sus posibilidades.
Cuando S. Pablo nos habla de la justicia o justificación (v.) del hombre, se
sitúa en esta perspectiva histórica que nunca abandona. Su permanente
contraposición de la justicia de la Ley y de la justicia de la fe ha de ser
leída en esta perspectiva de una historia de salvación: Dios se ha manifestado a
Israel y le ha dado a conocer su voluntad en la Ley. Al hablar de Ley, S. Pablo
piensa directamente en la mosaica, expresión del querer divino; este sentido no
es, sin embargo, exclusivo; el dictamen de la conciencia en el pagano puede
también ser considerado como Ley de Dios (2,12-16). La Ley, por tanto, expresa
en S. Pablo un tipo de religiosidad que, conforme a un plan de salvación trazado
por Dios, cubre el tiempo que media hasta la intervención final de Dios en la
historia humana. En esta etapa, en que aún no está plenamente revelada la gracia
(v.), la religiosidad corre el riesgo de fundar la relación del hombre con Dios
en un principio de retribución entendido a modo humano, de concebir la justicia
del hombre como salario o paga de un recto obrar conseguido con las solas
fuerzas humanas, es decir, con independencia de Dios (4,1-5; 11,6). Una justicia
así entendida es sencillamente imposible para el hombre, creatura dominada
además por el pecado. Afirmarla como postulado universal, además de contradecir
el testimonio explícito de la Escritura (3,19) y de la propia experiencia del
hombre enfrentado con el deber (2,12-16; 7), significaría que Dios se haría
deudor del hombre y que el hombre podría gloriarse ante Dios (2,17.23; 3,27;
4,2).
En el plan histórico de salud trazado por Dios, S. Pablo expresa una doble
finalidad en el régimen de la Ley: De una parte, los preceptos hacen que se
multipliquen los pecados conscientes (4,15; 5,20; cfr. Gal 3,19; etc.), y que
éstos lleven al reconocimiento del pecado, de la condición de pecador (3,20;
7,7): el hombre al verse enfrentado con la voluntad explícita de Dios y verse
impotente para cumplirla, debe descubrirse a sí mismo en estado hostil a Dios.
De otra, y como consecuencia, la constatación de la imposibilidad de alcanzar
una justicia fruto del solo propio obrar debe impulsar al hombre hacia una
justicia que depende de la misericordia divina que justifica y salva.
d. «El don de la justicia» (5,17). Esta expresión se refiere básicamente a una
acción divina en el seno de la historia humana realizada en la persona de
Cristo, don máximo de Dios al hombre. Implica una total gratuidad y lleva como
exigencia la fe para todo aquel que quiera hacerse partícipe de ese don.
Rom 3,21-26 describe la realidad de esa intervención divina en Cristo utilizando
el lenguaje y tipología cultual del A. T.: «Ahora, la justicia de Dios se ha
manifestado sin la Ley» (ver 21), «pues el hombre se justifica gratuitamente por
la redención en Cristo Jesús» (ver 24); «Dios, para mostrar su justicia, ha
hecho de Él el propiciatorio por su sangre, mediante la fe» (ver 25), «de forma
que aparezca justo y justificador del que parte de la fe en Jesús» (ver 26). El
término propiciatorio encierra la clave de este pasaje. El propiciatorio era la
pieza de oro que cubría el Arca de la Alianza. Su importancia religiosa en el
antiguo culto se debía a que la presencia de Dios en medio del pueblo se
realizaba sobre el propiciatorio (cfr. 1 Sam 4,4; Ps 79,1; 89,1). En él, como
lugar de encuentro entre Dios e Israel, se efectuaba el ritual sacrificial de la
expiación del pecado. Si Israel pecaba, su pecado hacía impuro el propiciatorio
y cesaba la presencia salvadora de Dios en medio de su pueblo. Cuando el
arrepentimiento llevaba a purificar el propiciatorio mediante la aspersión de la
sangre, Israel quedaba purificado de su pecado. Cuando S. Pablo concibe a Cristo
como nuevo propiciatorio está indicando que Jesucristo es como el nuevo lugar o
medio en el que se realiza el encuentro salvador entre Dios y el hombre y en el
que es purificado o perdonado el pecado del hombre.
Esta referencia inicial a Cristo como propiciatorio nuevo se completa en S.
Pablo con la visión e interpretación de la incidencia de Cristo en la vida
humana. Dos son los hechos básicos que constituyen el núcleo de la acción de
Cristo: su Muerte y su Resurrección. Cristo se ha solidarizado primero con la
humanidad pecadora. Las frases de S. Pablo a este respecto son fuertes en
extremo (8,3; cfr. Gal 3,13; 2 Cor 5,21). Cristo, como miembro de una humanidad
pecadora, aceptó la muerte (6,10) y en él fue destruido el «cuerpo de pecado»
(6,6). La Muerte de Cristo en la cruz expresa el juicio divino condenatorio de
todo pecado e injusticia; muestra en toda su dramática veracidad la realidad del
existir del hombre en el pecado y en la muerte. La Muerte de Cristo va seguida
de la Resurrección (v.), consecuencia obligada de quien, no teniendo pecado
propio, murió como miembro de la humanidad pecadora. La Resurrección encierra el
sentido de una vida nueva que es donación total de Dios y que se ha construido
sobre los despojos de una humanidad muerta. En el Resucitado, Dios ha creado un
hombre nuevo, animado de forma permanente por su Espíritu (v. HoMBRE 11, 3).
Cristo resucitado constituye el inicio de una humanidad que ha vuelto a ser
propiedad entera de su Creador.
e. Fe, bautismo y justificación. El verbo justificar significa en S. Pablo la
cancelación de un estado de injusticia y la donación de una justicia (v. GRACIA
SOBRENATURAL). Indica, en último término, la liberación del pecado y
consiguientemente la donación de una nueva vida. La terminología paulina a este
respecto es variadísima: si el pecado es concebido o descrito como una
esclavitud, su liberación será llamada redención; si como mancha o impureza,
hablará de purificación o santificación en un contexto cultual; si como
condenación, de salvación; si como muerte, de vida; si de injusticia, de su
cancelación por la justificación. Con matices diversos y complementarios estas
expresiones están refiriéndose siempre a un mismo hecho fundamental.
El análisis paulino de la justificación por la fe encierra una profunda
psicología religiosa. S. Pablo dice expresamente que el cristianp cree «en aquel
que resucitó a Jesús, Señor nuestro, de entre los muertos, el cual fue entregado
por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación» (4,24-25). El objeto
de la fe cristiana es, por tanto, Dios vivificador de la muerte (4,17). Creer en
Dios que efectúa la salvación es lo mismo que creer en Cristo, por quien Dios
salva al hombre. Ambos modos de expresar el objeto de la fe aparecen en 3,22.26;
4,24; 9,33; cfr. Gal 2,16; 3,22.26. La fe cristiana, tal como se enseña en Rom,
no puede reducirse a una fides historica, ni tampoco a sólo el assensus
intellectus. Por la fe el creyente retiene, ciertamente, por verdadera una
acción divina operada en Cristo, que llega hasta él y le incluye, y
consiguientemente las verdades (doctrina) en esa acción implicadas y
manifestadas por la palabra de Dios. El creyente, a la luz del acontecimiento de
Cristo y de su palabra, toma conciencia clara de la realidad de Dios y su amor y
de su propia existencia en el pecado, se arrepiente (el término arrepentimiento,
metanoia, sólo aparece en S. Pablo en 2,4; pero este concepto tan importante en
los textos del N. T. ha sido incluido en la noción paulina de fe), su espíritu
se abre a la misericordia divina que, en la vida de Cristo, el resucitado de
entre los muertos, llega hasta él, le justifica y le da la vida. El creyente
puede ser denominado por S. Pablo como un viviente salido de entre los muertos
(6,13). El cristiano sabe que posee ya una nueva vida, una vida en Dios, que no
es sino la nueva vida de Cristo que se desarrolla en él (Gal 2,19-21).
La doctrina bautismal (6,1-23) contiene la explicitación más densa de esta fe
justificante: el realismo sacramental está expresando cada uno de estos momentos
del acto de fe: el cristiano ha sido bautizado «en la muerte de Cristo» (6,3-4),
ha sido «concrucif¡cado» con Cristo (6,5; cfr. Gal 2,19), ha sido «consepultado»
para que el «cuerpo de pecado» fuera destruido de la misma forma que el de
Cristo en la cruz (6,6). Lo afirmado por S. Pablo es, en resumen, que la Muerte
y la Resurrección de Cristo no son acontecimientos extrínsecos al creyente, sino
que todo creyente debe asumirlos y reproducirlos en su propia existencia. La fe
es aceptación rendida de la palabra divina; obediencia y sumisión total a Dios,
que devuelve a Dios una creación hecha insumisa por el pecado (1,5; 6,16;
15,18); confianza, por la que el hombre no confía en sí, sino en Dios que le
justifica; esperanza, pues el creyente sabe que vive y que esta vida le
conducirá a la vida eterna (2,7; 5,17.21; 6,4.22.23; etc.).
f. La ética cristiana. Ser siervo o servir a la justicia son dos expresiones que
indican en S. Pablo el sentido de la ética cristiana. Al hombre se le abren dos
posibilidades: o es siervo del pecado (6,6.17.20) o es siervo de Dios y de su
justicia (6,18.19.22). En la doctrina paulina ser siervo de Dios es equivalente
a ser libre (6,20 ss.; 8,21; cfr. Gal 5,1.13), porque Dios ha sacado al
cristiano de la antigua servidumbre y ha hecho de él un hijo, sometido en el
amor (8,14 ss.; cfr. Gal 4,6.7). Servir a la justicia (6,18.19) presupone el
acto inicial de la justificación y se refiere directamente a la prosecución,
durante la existencia del cristiano, de ese acto radical por el que Dios le ha
hecho justo.
Por la muerte bautismal con Cristo el cristiano ha muerto al pecado (6,1-11).
Esta muerte debe ser la tónica su existencia (6,12-14). Con ello S. Pablo está
indicando la vertiente negativa de la moralidad cristiana, que consiste en una
morti f icatio en su sentido real y etimológico de dar muerte a un viejo mundo
de pecado e injusticia.
Servir a la justicia expresa, sin embargo, la vertiente positiva de la moralidad
cristiana y debe ser leída en la perspectiva de la nueva creación y de la nueva
vida (6,4). Si bien el cristiano ha sido hecho partícipe de la justicia de Dios
y de la nueva vida, vive todavía en la carne y el pecado sigue acechándole. Está
situado entre el nuevo mundo, del que posee las primicias, pero del que sólo
participará plenamente en la resurrección (8,23), y el viejo, en medio del que
se desarrolla su existir (8,19-25). La imagen del Resucitado señala el punto
final de su esfuerzo haciendo de su vida una realísima imitatio Christi. Deberá
practicar el bien, en todas sus formas, siguiendo el impulso del Espíritu y de
la gracia divina que se lo posibilita (12,9-12; 13,8-10). El amor a los
hermanos, sobre todo, a imitación de Cristo, hará que en este mundo, dominado
por el mal, la conducta del cristiano aparezca como un reflejo y manifestación
del amor benevolente de Dios que justifica y salva. Esta vida del cristiano de
servicio a la justicia manifiesta a su vez una justicia que no es de este mundo.
Es, sin duda, un servicio doloroso como lo fue el de Cristo (8,17.18). Pero
estos sufrimientos siguen siendo el trance escatológico que se extiende a lo
largo de toda la historia cristiana y que están realizando el alumbramiento de
un nuevo mundo para Dios (8,19-24).
g. El misterio de Israel (cap. 9,11). La actitud de incredulidad observada por
Israel frente a la predicación cristiana constituye un problema que preocupa
hondamente a S. Pablo (9,1-3). El Israel depositario de la promesa se ha
mantenido en la incredulidad cuando ésta ha llegado. A la luz de los textos
bíblicos, S. Pablo tratará de descubrir el plan divino de salvación universal
que le permitan integrar la situación histórica de Israel ante la predicación
cristiana.
Israel es el pueblo escogido de Dios por una elección gratuita (v. PUEBLO DE
DIOS). El bien máximo de esta elección fue la promesa. S. Pablo hace resaltar
cómo la respuesta a la promesa es la fe incondicional a lo prometido y su
aceptación. Israel, en cambio, hizo derivar su respuesta a la promesa y elección
hacia una práctica exclusivista de la Ley que, en el fondo, eliminaba el sentido
gratuito de la promesa. Esta actitud se manifestó en toda su profundidad cuando
Israel se enfrentó con la predicación cristiana. Israel no fue capaz de
verificar la corrección que se imponía a su religiosidad, el pasar de una
justicia del mero obrar humano a una justicia de la fe, y Cristo se transformó
para Israel en piedra de escándalo (9,30-33).
¿Cómo puede conjugarse una promesa de Dios hecha a Israel, en primer lugar, con
esta reacción de incredulidad y consiguientemente de repulsa del pueblo
escogido? La primera respuesta que S. Pablo encuentra a este problema la halla
en la historia misma de Israel. Una vez más se repite la historia santa en la
que un puñado de fieles se constituyen en portadores de la promesa, e Israel
sobrevive como pueblo en un pequeño grupo (9,27-29; 11,1-11). Es lo que ahora ha
sucedido: la gran masa ha rechazado la fe, pero un pequeño grupo, un «resto»
santo (11,5), ha sido hecho portador de la promesa. En este «resto» se encuentra
el mismo S. Pablo (11,1) y todos los venidos del judaísmo (v. ISRAEL, RESTO DE).
¿Habrá que pensar que Israel ha caído de forma irreparable? S. Pablo responde
categóricamente que no (Rom
11,11). Su experiencia apostólica le ha hecho descubrir un nuevo elemento que
integrará en este conjunto: ha percibido, particularmente a través de la
polémica judaizante, que la aceptación en masa de la fe por parte de Israel
podría haber dificultado seriamente la difusión del Evangelio entre los
gentiles. Y descubre en la permisión de la infidelidad de Israel un sabio acto
del gobierno divino que, en definitiva, está ordenado a la salvación universal
(11,11.12.28.30). La vuelta de Israel a la fe y su integración en la comunidad
de salvación es un hecho indudable. Cuando el conjunto de los paganos reciba el
Evangelio, entonces «todo Israel será salvo» (11,25.26). En cualquier momento en
que Israel deponga su incredulidad será acogido (11,23). ¿Cuándo sucederá esto?
Es un interrogante lleno de oscuridad. Se trata de una historia cuya clave es
conocida, pero cuyo desarrollo se ignora.
Esta perspectiva evangélica en la que S. Pablo sitúa la historia del pueblo
escogido, encierra el misterio de un Israel «según la carne» cuya vida se
desarrolla en paralelo con la historia cristiana. Este pueblo infiel al
Evangelio podrá seguir siendo llamado por S. Pablo «masa santa», «raíz santa»
(11,16), hechos enemigos por los gentiles, amados, en cambio, por los padres
(11,28). A él pertenece la llamada irrevocable de Dios que un día se hará
realidad. «Dios ha encerrado a todos en la desobediencia para tener misericordia
de todos. ¡Oh profundidad de riqueza y de sabiduría y de conocimiento de Dios!
¡Qué insondables son sus juicios y qué incomprensibles son sus caminos!»
(11,32-33).
V. t.: NUEVO TESTAMENTO;EPÍSTOLAS;FE 1;JUSTICIA I; JUSTIFICACIÓN; LEY III y IV;
PABLO APÓSTOL, SAN.
MIGUEL ÁNGEL R. PATÓN,
BIBL.: S. TOMÁS DE AQUINO, In omnes S. Pauli
epistolas comentarla, Turín 1902; J. CAMBIER, La epístola a los Romanos, en
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1962, 76-170; J. M. LAGRANGE, Saint Paul, Épitre aux Romains, en Études
bibliques, París 1950; V. JACONO, L'Epistola al Romani, en La Sacra Bibbia, dir.
S. GAROFALo, Turín-Roma 1951; A. VIARD, Épitre aux Romains, en La Sainte Bible,
dir. PIROT-CLAMER, París 1951; J. HUBY, S. LYONNET, Saint Paul, Épitre aux
Romains, en Verbum Salutis, París 1957; S. LYONNET, Les Épitres de saint Paul
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Carta a los Romanos, en La Sagrada Escritura, Nuevo Testamento, vol. 2, Madrid
1962; L. TURRADO, Epístola a los Romanos, en Biblia comentada, Madrid 1965.
Estudios generales: L. CERFAUX, une lecture de l'épitre aux Romains, Tournai
1947; S. LYONNET, Quaestiones in epistulam ad Romanos, Roma 1955; íD, La
historia de la salvación en la carta a los Romanos, Salamanca 1967; 0. Kuss, Der
Rómerbrief übersetz und erkliirt, Ratisbona 1957; A. FEUILLET, Le Plan
salvifique a Dieu d'aprés 1'Építre aux Romains, «Revue Biblique» (1950) 336-387;
489529; 1. SICKENBERGER, Die Brief des Hl. Paulus an die Korinter und Rómer, en
Die heilige Schrift des N. T. übersetzt und erklürt, Bonn 1932. Una amplia y
ordenada bibl. acerca de todo lo escrito sebre Rom puede hallarla el lector en:
R. RABANos, Boletín bibliográfico de la Carta a los Romanos, «Salmanticensis»
(1959) 705-790.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991