Revelación. Sagrada Escritura
Siendo la Biblia, toda ella, fuente de la divina R.
por el hecho de ser inspirada (V. BIBLIA III), es lógico que en ella misma
encontremos abundantemente el concepto de R., su realidad, la forma de llevarse
a cabo y su significación e importancia para el hombre. La S. E. nos presenta el
hecho de la R. de Dios a lo largo de la historia, convirtiendo así a ésta en
«historia de la salvación» (V. SALVACIÓN II). Pues «muchas veces y de muchas
maneras habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas;
pero en estos últimos tiempos nos ha hablado.por medio de su Hijo» (Heb 1,1-2).
Es, por tanto, en el Hijo de Dios, en Jesucristo (v.), donde Dios nos revela su
«Misterio», el «Misterio de su voluntad», «mantenido en secreto durante siglos,
pero manifestado al presente...» (Rom 16,25; Eph 1,9). El Antiguo Testamento
(v.) constituye la preparación para la R. plena del Evangelio (v.) por
Jesucristo, pero ya allí se realiza también verdadera R. de Dios que, aunque
encuentra su culminación en Cristo, va progresivamente y de diversas formas
descubriendo a los hombres la verdad acerca de Sí mismo y de su voluntad
salvífica. La R. se realiza hablando Dios a los hombres y manifestándose en sus
acciones, las cuales van descubriendo y obrando la salvación. Ambas cosas,
palabras y acciones, aparecen intrínsecamente unidas en la R. divina que muestra
la S. E. (cfr. Vaticano II, Const. Dei Verbum, n° 2).
A. La Revelación de Dios en su obra de la creación. La primera obra de Dios que
nos narra la S. E. es la creación del mundo (Gen 1-2). Por medio de ella Dios se
revela de tal manera que todos los hombres pueden conocer su existencia con la
luz natural de la razón, «porque lo invisible de Dios, desde la creación del
mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras...» (Rom 1,20; Sap
13,1-9), y porque además, Dios creó a los hombres «con un corazón para pensar,
los llenó de saber e inteligencia... puso su luz en sus corazones para
mostrarles la grandeza de sus obras» (Eccli 17,6-10). En el orden del universo,
en la inmensidad del mar y del firmamento se manifiesta la gloria de Dios (Ps
19,2; 107, 23; Eccli 42,15-43). «No es un mensaje, ni palabras, ni su voz se
puede oír; pero por toda la tierra se adivinan los rasgos y sus giros hasta el
confín del mundo» (Ps 19,5; lob 25,7-14).
Los fenómenos de la naturaleza se consideran manifestaciones del poder de Dios,
atribuidos a la fuerza de su palabra: «Dijo y suscitó un viento de borrasca...»
(Ps 107,25; 147,15-18); o puestos al servicio de ella para ejecutarla (Ps
148,8). La misma obra creadora se atribuye en el pensamiento bíblico a la
Palabra de Dios (Gen 1,2 ss.; lo 1,3). La experiencia de la eficacia de la R. en
la historia (V. B), cuya palabra se cumple fidelísimamente, ha hecho, sin duda,
descubrir este aspecto a los autores inspirados, y ver en la misma creación y en
los fenómenos naturales la R. de Dios y de su Palabra dirigida a todos los
hombres. De aquí que quienes no reconocen a Dios por este camino no son
excusables (Sap 13,8; Rom 1,20) y menos aún quienes, en vez de adorarle como a
Dios, se fabrican ídolos ante los que suplican y a los que sirven (Sap 13,10-19;
Rom 1,21-23; Dt 4,16-18; V. ATEÍSMO I; IDOLATRÍA).
La R. de Dios en la obra de la creación y en el dinamismo de la naturaleza queda
situada, a lo largo de la S. E., como un punto de apoyo natural para reconocer
al Dios que se revela en la historia por su Palabra. Por otra parte, es la R.
histórica la que hace percibir inequívocamente la significación revelante del
universo y del mundo natural [v. t. in, 1,3(1)].
B. La Revelación de Dios en la historia. El mismo Dios invisible, que se
manifiesta de una forma indirecta a través de las cosas creadas, lo hace
directamente «hablando a los hombres como amigo, movido por su gran amor» (Dei
Verbum, 2). La S. E. nos testimonia y transmite fielmente esta R. de Dios en la
historia, siendo ella misma, al propio tiempo, Palabra de Dios, por ser Él quien
inspira a los hagiógrafos.
1. En el Antiguo Testamento. La R. divina alcanza su culminación en Jesucristo (Heb
1,1-2); el A. T. va preparando, en sucesivas etapas a través de siglos, el
camino para mostrar a los hombres la verdad completa acerca de Dios mismo por
medio de su Palabra hecha carne (lo 1,14). En el A. T., Dios se revela a los
hombres desde los mismos albores de la historia (Gen 2,16; 3,8-22), y
progresivamente va manifestando su voluntad y abriendo los corazones y las
inteligencias a la Verdad suprema [v. t. in, 1,3(2,a)].
a) Revelación a los Patriarcas. En el Génesis (v.) se narra la R. de Dios en
primer lugar a nuestros primeros padres. Esta R. supone una manifestación
personal de Dios al hombre y un sometimiento de éste a su voluntad (Gen 2,16).
Tras el pecado original, Dios sigue comunicándose personalmente con Adán (v.) y
Eva (v.) manifestándoles ya entonces su voluntad salvadora en la promesa de la
victoria sobre la serpiente (Gen 3,15; v. PROTOEVANGELIO). Dios sigue de cerca
los acontecimientos humanos dirigiendo su Palabra a Caín (v.; Gen 4,6-9) para
maldecirle tras su pecado; a Noé (v.; Gen 6,13-21; 7,14; 9,1-17) para prevenirle
del diluvio y bendecirle por ser el varón más justo de su tiempo (Gen 5,9).
Hasta aquí (los 11 primeros capítulos del Gen) se puede interpretar que se trata
tan sólo de la conservación de la R. natural y también de la R. primitiva, a
través de un resumen de milenios y milenios de historia humana. Con Abraham (v.)
empieza a cumplirse la promesa contenida en el núcleo de la R. primitiva. Dios
se revela a Abraham (Gen 12,2-3) para hacer con él una Alianza; a Isaac (Gen
26,2-5) para protegerle; a Jacob (Gen 28,13-15); y a otros patriarcas.
Esta R. de Dios a los patriarcas dirige la religiosidad de aquellos hombres, y
es expresada en la S. E. como una comunicación directa con Dios, que manifiesta
su voluntad hablándoles directamente. No se nos dice, sin embargo, la forma en
que llegaba a ellos. Únicamente en el caso de Abraham se indica que fue en una
visión (Gen 15,1), o en una aparición (Gen 17,1; 18,1), mientras que a Jacob fue
en un sueño (Gen 28,13), y a Moisés mediante el Ángel de Yahwéh (Ex 3,6). El
contenido de la R. a los patriarcas gira en torno a la promesa hecha a Abraham
de hacerle padre de un gran pueblo, tras llamarle a salir de su tierra y seguir
los caminos que Yahwéh le mostraba: «Vete de tu tierra y de tu patria, y de la
casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y
te bendeciré. Engrandeceré tu nombre, que
servirá de bendición» (Gen 12,1-2). Abraham creyó y por eso le alaba la S. E.
(Gen 15,6; Gal 3,6; Heb 11,8-10). La R. a Abraham abarca la promesa y el hecho
de la elección divina (v.), Alianza (v.) y nacimiento de Isaac (Gen 21,1-6). Con
esto Dios empieza a prepararse un pueblo al que revelarse y con el que
comunicarse personalmente.
b) Revelación de Dios por la Ley. De forma parecida a como lo hizo a los
patriarcas, Dios se revela a Moisés en la zarza ardiente (Ex 3,1-4.17; 6,2-13;
6,28-7,5). Moisés (v.) no ve el rostro de Dios, pues moriría, pero oye su voz,
la misma que habló a Abraham, Isaac y Jacob (Ex 3,6.15-16; 6,3). Dios revela
esta vez a Moisés la misión de liberar al pueblo elegido, esclavo en Egipto, y
revela su propio nombre: «Yo soy el que soy» (Yahwéh=El que es), con el que se
subraya la trascendencia de Dios. Al mismo tiempo, al manifestar su nombre, Dios
se hace accesible al pueblo, que con este nombre reconocerá al Dios que ha
obrado las maravillas de su liberación de Egipto. Tras esta salida, Dios sigue
hablando a Moisés desde el Sinaí, donde su presencia se manifiesta al pueblo en
una teofanía (Ex 19). Por medio de Moisés habla al pueblo, estableciendo con él
una Alianza en la que Dios les revela su Ley (Ex 20,1-17; Dt 5,6-21).
Desde este momento, la voluntad de Dios y su Palabra queda revelada en la Ley,
concepto que abarca el Decálogo (v.) y las disposiciones que regulaban la vida
de Israel (V. LEY vii, 3), en tanto que también éstas provienen de Dios (Ex 25,1
ss.; 35,1 ss.; Lev 1,1 ss.; 11,1 SS.; 15,1 ss.; 17,10; Num 1,1 ss.; 2,1 ss.; Dt
6,1 ss.; etc.). Este nuevo paso en la R. contiene las palabras de la Ley y los
hechos de la liberación de Egipto y donación de la tierra prometida. Con esto se
inicia el cumplimiento de las promesas hechas a los patriarcas, y al mismo
tiempo se prepara el camino para su cumplimiento definitivo en la R. de Cristo (Gal
3,15-18).
Tras la R. a Moisés, Dios sigue hablando a los personajes más destacados de la
historia de Israel. Habla a Josué (los 1,2-9) para confiarle la misión de pasar
el Jordán, y ordenarle las acciones más señaladas (los 3,713; 5,2; 6,2-5;
7,10-15; etc.); habla a Gedeón por medio de su ángel (Idc 6,14-16); a la madre
de Sansón (Idc 13,3-5); a Samuel (1 Reg 3,7-21; 9,15); en sueños se aparece a
Salomón (1 Reg 3,5-15; 9,3-9); etc. Estos personajes tienen conciencia de que
Dios se les lea reveYado y les ha manifestado su voluntad, aunque en la S. E. no
aparezca con claridad la forma de estas revelaciones divinas.
c) La Revelación por los profetas. Cuando una persona recibe la R. de Dios para
que la transmita al pueblo o a otra persona, se la llama profeta (habla en
nombre de Dios; V. PROFECÍA Y PROFETAS). Éste es el modo normal en que Dios
revela su voluntad a partir de la época de la monarquía en Israel. También, en
este sentido, Moisés y Samuel son profetas, pero este nombre se reserva
especialmente a personajes como Natán (2 Sam 7,5-16), por cuyo medio Dios revela
a David el eterno reinado de su descendencia (Cristo); Elías (1 Reg 17,2-19,17;
21, 17-19), por quien Dios recrimina al rey Ajab; Eliseo (2 Reg 2-14), y todos
aquellos hombres que hablaban en nombre de Dios y que constituían una
institución en Israel (1 Reg 18,4; 22,6-23; 2 Reg 2,3-18; 4,38; 6,1 ss.; 9,1 ss.;
etc.). En cuanto al progreso de la R., especial importancia cobran los profetas
escritores, cuyos nombres han recibido los libros canónicos.
La R. de Dios llega a los profetas de diversas formas: normalmente por audición
(Is 8,1.5; Ier 1,4; Ez 1,3; Os 1,1-2; Ioel 1,1; Ion 1,1; etc.), que puede
entenderse como inspiración interior que el profeta tiene de una forma
repentina, o con ocasión de alguna circunstancia particular (Ier 1,11; 18,1-4;
24); pero de cualquier forma crea en él la conciencia clara de ser Palabra de
Yahwéh, R. de Dios. Otras veces esta R. acontece en visiones (Is 1,1 ss.; 6,1 ss.;
Ez 1,1 ss.; 8,1 ss.; Dan 8-12; Am 1,1 ss.; Zach 1,6; etc.), sin que se nos
especifique cómo se realizan éstas. En algunas ocasiones tienen lugar de noche (Num
12,6; Dan 7,2), pero son algo muy distinto de los sueños (Dan 2,3-45; 4,1-24).
Parece tratarse de visiones intelectuales, provocadas por alguna iluminación
especial de Dios.
Por la R. a los profetas, Dios va explicitando más su voluntad salvífica hacia
los hombres. Por medio de ellos Dios echa en cara al pueblo y a los reyes de
Israel y de Judá su infidelidad a la Alianza, su pecado, y les anuncia el
castigo (Is 2,6-22; Os 5,9-14; Ioel 2,1-2; Soph 1,14-18; etcétera). Pero también
mantienen viva la esperanza en el cumplimiento pleno de las promesas en los
tiempos mesiánicos, que los profetas vislumbran por la R. de Dios (Is 11,10-13;
Ier 30-31; etc.). Predicen la venida del Mesías (v.) y los rasgos que le
caracterizarán (Is 7,14; Mich 5,2; Is 42,1-9; 49,1-6; 50,4-11; 52,13-53,12;
etc.). Por medio de ellos Dios se revela, siguiendo en la línea de la R.
yahwista anterior, como el Dios único sobre todos los pueblos de la tierra (Am
1,2; 9,7; Is 10,12; Ier 27,5-8), el Dios Santo y Transcendente (Is 6; 40,25; Os
11,9; Ier 50,29; etc.), y a la vez cercano y amante de su pueblo (Os 2; Ier
2,2-7; 3,6-8; Ez 16 y 23).
Con la R. de Dios a los profetas ésta adquiere su punto culminante en el A. T.;
pero también en la reflexión y vivencia religiosa de los sabios de Israel,
puesta por escrito bajo la inspiración divina (v. SAPIENCIALES, LIBROS), Dios va
manifestando su Misterio, su Sabiduría, que el hombre por sí no es capaz de
comprender (lob 28; 38-39; Prv 8,22-32; Sap 7,22-8,1), su designio de salvación
'por medio del Mesías (Ps 2; 110), y el mismo misterio del hombre con la R. de
la vida y retribución tras la muerte (Sap 2-3,12; cfr. 2 Mach 12,38-46). De esta
manera se va preparando el camino a la R. evangélica.
2. En el Nuevo Testamento. La R. de Dios a los hombres tiene su culminación en
Jesucristo (v.), el Hijo de Dios hecho hombre. El Nuevo Testamento (v.) es el
testimonio divino de la R. que el Padre hace del Hijo y el Hijo del Padre,
siendo el Espíritu Santo, enviado, el que hace comprender el misterio de Dios en
Cristo y su designio de salvación universal a los Apóstoles y a la Iglesia [v.
t. ni, 1,3 (2,b)].
a) La Revelación de Dios acerca de Jesucristo. «Al llegar la plenitud de los
tiempos envió Dios a su Hijo nacido de mujer» (Gal 4,4). Si en el A. T. Dios
había revelado este misterio como promesa (cfr. Is 7,14), en el momento
definitivo de su cumplimiento lo revela por medio del ángel Gabriel a María,
elegida para madre de su Hijo (Lc 1,26-38); a S. José mediante un ángel
aparecido en sueños (Mt 1,18-24; 2,13-14.19), a los pastores (Lc 2,8-14), y a
los magos por medio de la estrella (Mt 2,2). Por un ángel revela a Zacarías el
nacimiento de Juan Bautista (Lc 1,11-22), y a los magos por un sueño cómo han de
volver a su tierra (Mt 2,12). Se trata de estos casos de la R. de Dios dirigida
a personas concretas, al modo como ocurría en el A. T. En el Jordán, al ser
bautizado Jesús, Dios revela su identidad por medio de una paloma, símbolo del
Espíritu, que desciende sobre Él, y de una voz: «Éste es mi Hijo amado...» (Mt
3,16-17 y par.). Juan Bautista (v.), considerado como el último y mayor de los
profetas del A. T. (Mt 11,11-15), manifiesta quién es Jesucristo: «El Cordero de
Dios que quita el pecado del mundo» (lo 1,29.36), y prepara a las gentes para
recibirlo mediante un bautismo de penitencia (lo 1,31; Mt 3,2 ss. y par.). La
misma R. que en el Jordán ocurre en el monte Tabor, ante tres de los discípulos
(Mt 17,1-8 y par.), con la manifestación de la presencia del Padre en la nube (cfr.
Ex 13,12); y en otra ocasión, ante la muchedumbre, la misma voz del cielo
anuncia la glorificación de Cristo (lo 12,28-30). Por medio de un ángel se
anuncia también a las mujeres la resurrección de Cristo (Mt 28,1-8 y par.). Así
Dios va revelando de diversas maneras y a distintas personas, en la misma vida
histórica de Jesús, la verdad acerca de Él y de su Obra. Esta R. que el Padre
hace acerca del Hijo es el testimonio divino que ratifica la verdad de la R. que
el Hijo lleva a cabo acerca del Padre y de Sí mismo con sus obras y sus
palabras.
b) La Revelación de Dios por Jesucristo. «Dios últimamente nos ha hablado por
medio del Hijo» (Heb 1,1), Jesucristo. En efecto, en los Evangelios Sinópticos
aparece Jesús predicando y enseñando como verdadero profeta. Para eso ha venido
al mundo, y cumple su misión recorriendo los pueblos y aldeas (Mc 1,38; Lc
4,43),. enseñando en las sinagogas (Mc 6,2) y en el Templo (Lc 19,47; 20,1). El
contenido de su predicación es fundamentalmente el hecho de que las promesas
divinas se han cumplido y el Reino de Dios (v.) ya ha aparecido sobre la tierra.
Como señal de ello Jesús arroja los demonios (Mt 8,28-34; 12,28 y par.) y sana
toda enfermedad y dolencia (Mt 4,23 y par.; 9,35; etc.). Por eso el pueblo lo
considera como un profeta (Mt 16,14; 21,46; Lc 7,16; 24,19; etc.) y Él mismo se
atribuye indirectamente dicho título (Mt 13,57 y par.; Lc 13,13). Pero Jesús no
es uno más entre los profetas, sino el Profeta esperado (lo 6,14; 7,40; cfr. Dt
18,15.18; Num 12,7), el Mesías (v.) que manifestará todas las cosas acerca de
Dios (lo 4,25), superior a Juan Bautista (lo 1,21; Lc 7,18-23), a Moisés y a
Elías (Mt 17,12; Mc 9,13) y al mismo David (Mc 12,35-37). Jesús sobrepasa la
categoría de profeta y revela a los que Él quiere y como quiere los misterios
del Reino de Dios (Mt 13,11 ss. y par.), porque Él es quien instaura el Reino y
en Él se cumplen las promesas hechas por Dios mediante los profetas: es el
Mesías anunciado por Isaías (Lc 4,18-21; cfr. Is 61,1-2; Soph 2,3); el Hijo del
hombre que profetizó Daniel (Mt 8,20; 13,37 y par.; Mc 2,10; Lc 6,5; etc.). En
Jesucristo y en su obra se cumple la promesa revelada por Dios y contenida en la
S. E. (Mt 26,31; lo 5,39; 19,24.28.36-37; etc.); de ahí que Él sea la clave y la
luz para entenderlas (Lc 24,25-27). Por ello, enseña con autoridad (Mc 1,27),
dando pleno cumplimiento en Sí mismo a la Ley y a los profetas, al proponer, en
su propio nombre («Pero Yo os digo...»), la nueva Ley del Reino de Dios (Mt
5,17-18.21-43). Jesús puede revelar los misterios de Dios porque es el Hijo,
superior a los antiguos profetas (Mt 12,1-12) y todo le ha sido entregado por el
Padre y «nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni nadie conoce al Padre sino el
Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27; Lc 10,21-22).
Jesús es el Hijo de Dios hecho hombre para salvar a los hombres. En Él culmina
la R. de Dios gestis et verbis, en hechos y en palabras, pues es la Palabra, el
Verbo hecho carne (lo 1,14). La R. de Dios en Cristo, contemplada en esta
profundidad, aparece en el Evangelio de San Juan. Cristo es el Verbo de Dios,
eterno junto al Padre, por quien fue creado el mundo. Él es la luz que ilumina a
todos los hombres, y por quien se ha realizado la R. vete rotestamentaria (cfr.
Is 55,10; Prv 8,22-36; 24,6-23; lo 1,1.9.11). Este Verbo de Dios se ha encarnado
manifestándonos la Gloria de Dios en la humanidad de Cristo y revelándonos al
Dios indivisible, porque Él le conoce como Hijo Unigénito (lo 1,14.18). A lo
largo del Evangelio, Jesucristo se presenta como el enviado de Dios, que habla
no por su cuenta sino las Palabras de Dios (lo 3,11.34; 7,17-18; 12,49-50;
14,24; 17,14; etc.), lo que ha visto junto a su Padre (lo 8,28-38).
Pero al mismo tiempo que Jesús es el que revela las Palabras de Dios, Él mismo
es el contenido de esa R., porque es el Verbo de Dios, y por eso exige tener fe
en Él (lo 3,18; 6,34.40; 7,38; etc.). Jesús se revela en íntima relación con el
Padre (lo 5,19-23) hasta el punto de declararnos: «El Padre y Yo somos una sola
cosa» (lo 10,30). De aquí que sea en la presencia de Cristo entre los hombres
donde realmente se contempla al Padre: «El que me ha visto a mí, ha visto al
Padre...» (lo 14,8-11). Así da a conocer el nombre, la persona del Padre (lo
17,6.26) y se atribuye a Sí mismo el nombre divino revelado a Moisés (Yo soy, lo
8,24; cfr. Ex 3,14), revelando a la vez el mandamiento nuevo del amor. Las
mismas obras que Jesús realiza pertenecen a la esfera de la R., pues son
testimonio de que, en efecto, Él es el enviado (lo 5,36).
Por otra parte, su misión tiene como fin realizar la obra que el Padre le ha
confiado (lo 4,34; 17,4), que no es otra sino llevar a término la salvación
universal mediante la redención por su muerte (lo 19,30) y por la fe en Él (lo
6,39-40). La muerte de Cristo y su resurrección gloriosa constituyen el momento
supremo de su R. a los hombres. Es la hora de Jesús, de su glorificación (lo
17,5), de su vuelta al Padre (lo 16,28), tras la cual los discípulos comprenden
el significado profundo de sus palabras y de sus acciones (lo 2,22), así como de
la S. E. (lo 20,9). Este comprender los discípulos la R. de Dios en Cristo se
debe sobre todo a la acción del Espíritu Santo en ellos, tal como Cristo les
había prometido para que les enseñara todas las cosas (lo 14,26), y les envía
tras su glorificación y ascensión al Padre (lo 16,5-7; cfr. lo 20,22), el día de
Pentecostés (v.; cfr. Act 2,1-4).
De esta manera el Verbo Encarnado, Jesucristo, «con toda su presencia, y
manifestación, con sus palabras y obras, prodigios y milagros, pero, ante todo,
con su muerte y resurrección y, finalmente, enviando el Espíritu de verdad,
cumple perfectamente la Revelación, y la confirma con el divino testimonio de
que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y de la
muerte y resucitarnos para la vida eterna» (Dei Verbum, 4).
c) Los Apóstoles al servicio de la Revelación. Con la iluminación del Espíritu
Santo, los Apóstoles (v.) comprenden profundamente la R. de Dios que ha
culminado en Cristo. Pero esta R. sigue actualizándose en la historia por medio
de la predicación apostólica, y de la Iglesia que, por mandato de su Señor,
invita a todos los hombres a la conversión y a la fe en Jesucristo (Mt 28,
17-21).
San Pablo considera el conjunto de la R. proyectada en la historia. Así nos
describe con gran riqueza de términos que Dios mismo ha revelado, descubierto,
hecho patente, dado a conocer, iluminado el misterio de su voluntad, que no es
otra cosa que el Evangelio, es decir, Cristo. En efecto, lo que S. Pablo predica
es «la Revelación de un misterio mantenido en secreto durante siglos eternos,
pero manifestado al presente por las Escrituras que lo predicen, por disposición
del Dios eterno, dado a conocer a todos los gentiles para obediencia de la fe» (Rom.
16,25-26; cfr. Col 1,25-27; Heb 1,1-2; Eph 3,5.910; etc.). Al igual que los
demás Apóstoles, se sabe depositario de la R. (Eph 3,5; Col 1,24-25; 1 Cor 2,10;
etcétera) y siente sobre sí la misión y la responsabilidad de manifestarla
mediante la predicación del Evangelio (1 Cor 15,11 ss.; 2 Cor 4,1-5; Tit 1,3) y
la enseñanza de la doctrina (Rom 6,17; 16,17; Col 2,7). Así, la predicación del
Apóstol pertenece también a la R., pues el Evangelio que él anuncia no lo recibe
de hombre alguno, sino de Jesucristo (Gal 1,11-12), y quienes reciben su
palabra, no lo hacen en cuanto que sea palabra de hombre, sino como Palabra de
Dios (1 Thes 2,13-15). El contenido del Evangelio predicado por S. Pablo es
Cristo, el Hijo de Dios (Gal 1,13-16; 1 Cor 2,1-4), en el que se ha manifestado
la ira de Dios, tanto para los judíos como para los gentiles, ya que no
reconocieron a Dios ni por la Ley ni por la creación (Rom 1,18-3,20); pero sobre
todo se ha revelado la justicia de Dios por la fe en Jesucristo, pues todos,
judíos y gentiles, «son justificados por el don de su gracia, en virtud de la
redención realizada en Cristo Jesús» (Rom 3,21-24; 1,16-17; etc.). Este aspecto
de la universalidad de la salvación por la fe en Jesucristo, mediante la
aceptación del Evangelio, pertenece esencialmente al misterio de R., que S.
Pablo proclama (Rom 16,26; Col 1,27; 1 Tim 2,4-6; etc.).
Por la fe el cristiano posee la gracia de la sabiduría y la R. (Eph 1,17), por
la que va llegando al conocimiento pleno de Cristo y al estado del hombre
perfecto (Eph 4,7.11-13). Por la R. de Cristo se quita el velo que ocultaba el
A. T., por lo que queda desvelada la S. E. y la Gloria del Señor se refleja en
el creyente, que se va transformando en la misma imagen de Cristo conforme a la
acción del Señor, que es el Espíritu (2 Cor 3,14-4,6). Pero al mismo tiempo, el
creyente vive también en la esperanza de la R. plena de Jesucristo al final de
la historia, en su segunda venida (1 Cor 1,7; 15,23; 1 Tim 6,14; cfr. Mt
24,17-18 y par.), cuando se revelará definitivamente la salvación (1 Pet
1,5.7.13) (v. PARUSIA). Antes de la R. de Cristo, tendrá lugar también la R. del
impío, que en la hora presente actúa también sobre el mundo (1 Thes 2,3-4.7; cfr.
1 lo 2,18; 4,3). Entretanto la R. de Dios va arraigando en el mundo mediante la
predicación y la obediencia de la fe, aunque en alguna ocasión se manifieste
mediante revelaciones carismáticas (1 Cor 14,26-33; 2 Cor 12,1-7).
En el libro de los Hechos, se describe la realización de la misión de los
Apóstoles de dar a conocer la R. de Dios en Cristo. Ellos son, tras la ascensión
del Señor y con la luz y el poder del Espíritu Santo, quienes dan testimonio de
Cristo y anuncian la salvación por Él realizada (1 lo 1,2-3). Proclaman por
todas partes el kerygma (v.), cuyo contenido es el cumplimiento de las promesas
en Cristo, resucitado de entre los muertos, exaltado por Dios a su derecha,
constituido juez de vivos y muertos y emisor del Espíritu. De Él procede el
perdón de los pecados, la salvación, la vida (Act 2,14 ss.; 3,12 ss.; 5,29 ss.;
17,22 ss.) que alcanzan a todos aquellos que creen la Palabra (Act 2,38-41;
10,43; etc.). Con la predicación de los Apóstoles se hace realidad la R. de
Dios, no sólo porque anuncian lo que Jesús fue, hizo y dijo, sino porque por su
predicación de Cristo y la aceptación de los oyentes se cumplen las promesas de
salvación, cuyo fruto es la efusión del Espíritu (Act 2,15-21; 37-40; 10,44-48;
etc.), y cuya señal de cumplimiento son los prodigios obrados por los Apóstoles
(Act 3,1-10; 5,15-16; etcétera) y la vida de los creyentes (Act 2,42-47; 4,2335;
etc.).
De esta manera, la R. total de Dios en Cristo Jesús se va transmitiendo
fielmente por los Apóstoles, «que en la predicación oral comunicaron con
ejemplos e instituciones lo que habían recibido por la Palabra, por la
convivencia y las obras de Cristo, o habían aprendido por la inspiración del
Espíritu Santo. Y no sólo por los Apóstoles, sino también por los sucesores que
ellos instituyeron. E igualmente por aquellos varones apostólicos que, bajo la
inspiración del Espíritu Santo, escribieron el mensaje de la salvación» (Dei
Verbum, 7). Así, la R. divina no sólo queda relatada en la S. E. (V. BIBLIA) y
en la enseñanza de la Iglesia (V. MAGISTERIO; TRADICIÓN), sino que ellas son,
para el hombre que posee el Espíritu de Dios (2 Cor 2,10-16), la Palabra misma y
la R. de Dios actuante en la historia, hasta que llegue el final de los tiempos,
con la segunda venida de Jesucristo, en su poder y gloria (v. PARUSÍA), en la
que se consumará toda la R. [v.t. 111, 1,3(3)].
V. t.: BIBLIA I, 4 y III; PALABRA DE DIOS; PROFECÍA Y PROFETAS; MESÍAS;
JESUCRISTO I-II; CONOCIMIENTO III.
G. ARANDA PÉREZ.
BIBL.: CONO. VATICANO I, Constitución dogmática «Dei
Filius» ; CONO. VATICANO II, Const. dogm. «Dei Verbum»; S. Pío X, Encíclica «Pascendi»;
Pío XII, Enc. Humani generis; A. GELIN, Las ideas fundamentales del Antiguo
Testamento, Bilbao 1958; H. LESÉTRE, Revelation, en DB (Suppl.) V, 1080-83; 1.
ALEO, Revelación, en Enc. Bibl., VI, 199-216; G. Auzou, La Palabra de Dios,
Madrid 1964; L. A. SCHUEL, Comentarios a la Constitución Dei Verbum, Madrid
1969; R. LATOURELLE, Teología de la Revelación, Salamanca 1967; P. GRELOT, La
Biblia palabra de Dios, Barcelona 1968. Sobre la R. primitiva y sobre la R.
natural en la Biblia: 1. DANIÉLOU, Les saints paiens de 1'Ancien Testament,
París 1956; L. ARNALDICH, El origen del mundo y del hombre según ta Biblia, 2 ed.
Madrid 1958; E. BEAUCAMP, La Bible et le sens religieux de 1'univers, París
1959.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991