Revelación. Criterios de la divina revelación
1. Noción y clasificación. 2. Tendencias apologéticas. 3. Valor de los criterios. 4. Necesidad de los signos. 5. Doctrina del Magisterio.
Dios exige un asentimiento absoluto e irrevocable a
su palabra. Pero, ¿cómo saber que Dios ha hablado por caminos extraordinarios y
sobrenaturales además de esa «palabra» suya que es la creación? Si varias
religiones afirman ser verdaderas y reveladas (v. i), ¿cómo distinguir la
verdadera Religión de las falsas? El hombre necesita de signos o criterios
seguros que le permitan descubrir cuál es la verdadera Revelación y, por tanto,
la
verdadera Religión. Los argumentos con que se demuestra el hecho y la verdad de
la Revelación han recibido diversos nombres, según su función. Se llaman motivos
de credibilidad, en cuanto fundan la racionabilidad del asentimiento de fe;
criterios, en cuanto sirven para distinguir la Revelación verdadera de las
falsas; notas, en cuanto caracterizan la verdadera Revelación cristiana sobre
todo aplicadas a la Iglesia; signos, en cuanto conducen al conocimiento de otra
realidad, es decir, la del origen divino de la Revelación. Además, se denominan
preámbulos de la fe (v. FE III, B) a todo el conjunto de motivos o criterios de
credibilidad de los hechos históricos que muestran la existencia de la R.
sobrenatural y de las verdades naturales de carácter filosófico y ético,
cognoscibles por el entendimiento humano en la R. natural, y a los motivos
llamados de credentidad (v.; obligación de creer a Dios, que ni puede engañarse
ni engañarnos).
En la Apologética tradicional de los últimos siglos se habla principalmente de
criterios de la R., porque se negaba menos el hecho y posibilidad de la R., y
fundamentalmente se pretendía discernir la verdadera religión de las falsas. Los
autores actuales prefieren hablar de signos de la R., porque se pone más en duda
el hecho mismo de la R., o su origen divino. La diversidad de acentos y de
terminología supone, sin duda, ciertas variaciones de mentalidad y de enfoque
acerca de la misma cuestión fundamental. Por eso adoptamos las nociones y
divisiones ordinarias de criterios, completándola con algunas indicaciones de la
teología de los signos, para exponer la doctrina fundamental.
1. Noción y clasificación. Criterio, en general, es
un signo o marca sensiblemente cognoscible para reconocer y distinguir una cosa
de otra. Si el signo tiene una relación interna con la realidad que da a
conocer, se llama signo natural o espontáneo: el humo es signo natural del
fuego, el milagro lo es de la Potencia divina. Si sólo tiene una relación
externa o arbitraria, se llama signo convencional: los signos del tráfico son
convencionales. Lo esencial en todo signo, en cuanto tal, más que su realidad
material, es su función indicativa. Toda signo apunta hacia una realidad
ulterior, cuyo conocimiento facilita. Los signos de la R. nos orientan hacia esa
realidad misteriosa de la comunicación divina o nos ayudan a conocer su origen
divino. Prescindimos aquí de otras divisiones y explicaciones del concepto de
signo (v.). Los criterios de la R. los consideramos en su función de signos, que
sirven para demostrar el origen divino de la R. y para distinguir la R.
verdadera de las falsas. Los criterios para conocer la R. sobrenatural podemos
dividirlos en:
(1) Criterios positivos y negativos. Positivos son aquellos cuya presencia basta
para conocer la existencia de la R. divina; son muy variados y de muy diverso
valor. Los negativos indican una cualidad o hecho que es incompatible con la
verdadera religión, por eso se llaman también «excluyentes»; no prueban
positivamente la verdad de una religión, pero si se dan, demuestran su falsedad.
Todos los defectos, errores y circunstancias que se oponen a la bondad,
sabiduría o santidad de Dios deben considerarse como criterios negativos. Son
utilísimos para el método de exclusión, pero su aplicación es delicada. Los
judíos decían rechazar a Cristo, porque le consideraban como blasfemo, como
transgresor de la Ley. En la apreciación de estos criterios es fácil engañar o
engañarse con ciertas ideas humanas, que no responden al plan de Dios.
(2) Los criterios positivos pueden ser objetivos y
subdo (v. IGLESIA II) y el testimonio de santidad y de vida cristiana de los
fieles (v. luego, 5 a-b).
Sería erróneo menospreciar estos criterios porque no sean accesibles a todos en
la misma forma; por una parte el conocimiento profundo de la doctrina, de los
valores del cristianismo, de la vida admirable y sorprendente de la Iglesia, de
los hechos y dichos de Cristo pueden ser camino muy eficaz para personas cultas
y de elevados sentimientos; por otra parte el testimonio de una santa vida
cristiana es más accesible a todos; y en todo caso crean disposiciones
favorables para percibir la fuerza probativa de los signos externos. Estos
pueden no hacer mella, si falta esta preparación o disposición previa. Por eso
es preciso unir a las pruebas de los milagros o criterios externos los que se
refieren al contenido religioso y doctrinal de la Revelación. Ambos aspectos se
completan y ayudan, y se deben emplear no sólo en la práctica pastoral, sino
también en la exposición científica de la Apologética. «No se debe renunciar a
los signos externos del milagro y la profecía en consideración a una mentalidad
griega, ni, por otra parte, es lícito menospreciar los criterios internos en
atención a un modo judío de pensar, cuando realmente es necesaria la conexión
inmediata de ambos tipos de criterios con la R. cuya autenticidad divina debe
acreditarse» (H. Schell, Religion und Of fenbarung, Paderborn 1901, 271) (v. t.
APOLOGÉTICA I, 6).
(c) Criterios objetivos extrínsecos. Son los argumentos clásicos de toda la
Apologética. Entre estos criterios ocupan un lugar preeminente los milagros (v.)
y las profecías (v.), porque se acomodan a la inteligencia de todos los hombres
(Denz.Sch. 3009) y no han perdido valor para nuestro tiempo (Denz.Sch. 3537). La
necesidad de estos criterios se funda en la naturaleza misma de las cosas. La R.
cristiana es un hecho histórico. Como tal exige en primer lugar una demostración
histórica de que Dios ha hablado a la humanidad. Para reconocer este hecho se
requieren pruebas inequívocas y asequibles a todos los hombres de tal
intervención divina, como son fundamentalmente los milagros y las profecías.
Estas pruebas, manifestadas a través de la historia del pueblo de Israel, en la
vida y Persona de Cristo y de los Apóstoles constituyen siempre un argumento
válido suficiente. La elevación de la doctrina, el valor moral de una religión,
el gusto y satisfacción de -las aspiraciones íntimas del hombre y de la sociedad
no pueden probar por sí solos el hecho histórico de la Revelación. De ahí que la
Iglesia, depositaria de la R. de Cristo, no puede prescindir de las pruebas
objetivas extrínsecas, que tienen un valor permanente y están al alcance de
todos los hombres. Aunque para muchos hombres el conjunto de los demás criterios
mencionados haya sido suficiente para, con ayuda de la gracia, llegar a la fe, o
para mostrar su firme fundamento; o aunque incluso algunos autores consideren
que el conjunto de todos esos criterios (subjetivos, individuales y sociales, y
objetivos intrínsecos) científicamente examinado formen como un gran motivo
objetivo extrínseco, apodíctico por su calidad y volumen, sin embargo, sería de
difícil aplicación para todos.
Para admitir el carácter sobrenatural de la R. es forzoso recurrir en uno u otro
modo al milagro y al criterio del milagro. Si la R. en cuanto al hecho y a su
contenido, o en cuanto a los efectos que de ella se derivan, se pudiera explicar
por las leyes naturales, no tendría sentido buscar su origen sobrenatural.
Precisamente porque las causas naturales no nos dan una explicación suficiente,
nos vemos obligados a admitir una intervención divina. Para conocer esta
intervención, necesitamos algún hecho sensible, algún signo que nos haga
comprender la acción extraordinaria de Dios. Es lo que llamamos milagro. El modo
cómo se realiza la intervención de Dios no es de importancia para la
confirmación del hecho. No toca al hombre señalar el camino cómo Dios debe
manifestarse ni qué medios debe escoger para que se reconozca su intervención.
Lo único que se exige es que si Dios habla a los hombres éstos deben poseer los
medios adecuados para percibir el hecho y la capacidad suficiente para acoger el
mensaje divino. De hecho Dios ha querido sellar su Palabra con signos internos y
externos: «Quiso Dios unir a los auxilios interiores del Espíritu Santo las
pruebas externas de su revelación, a saber, aquellos hechos divinos,
principalmente los milagros y las profecías, que, por mostrar claramente la
omnipotencia y la sabiduría infinita de Dios, son signos ciertísimos de la
revelación divina y se acomodan a la inteligencia de todos» (Denz. Sch., 3009).
En definitiva, todo criterio o signo cierto de la R. divina reviste el carácter
de milagro. La propagación admirable de la Iglesia, la elevación de la doctrina,
la constancia de los mártires (v.), etc., son signos ciertos de la R. en cuanto
superan las fuerzas naturales y no tienen explicación satisfactoria sin una
intervención extraordinaria de Dios. Precisamente esta intervención divina es la
que le confiere el carácter y valor de signo. Y esto cabalmente es lo que
entendemos por milagro en sentido amplio: todo hecho y toda intervención divina
que supera las posibilidades naturales. La R. cristiana se presenta desde su
origen como una irrupción de Dios en el curso de la historia. Por lo mismo el
cristianismo va ligado al milagro. Negar el milagro o su fuerza demostrativa
equivaldría a negar el origen divino de la R. y destruir el fundamento del
cristianismo (v. MILAGRO; PROFECÍA Y PROFETAS; JESUCRISTO I).
4. Necesidad de los signos. Ya S. Tomás señalaba con
precisión la necesidad de los signos para prestar el asentimiento de fe: «Los
que asienten por la fe a estas verdades 'que la razón humana no experimenta', no
creen a la ligera 'como siguiendo ingeniosas fábulas', como se dice en la II de
S. Pedro (1,16). La divina Sabiduría, que todo lo conoce perfectamente, se dignó
revelar a los hombres 'sus propios secretos', y manifestó su presencia y la
verdad de doctrina y de inspiración can señales claras, dejando ver
sensiblemente, con el fin de confirmar dichas verdades, obras que excediesen el
poder de toda la naturaleza. Tales son la curación milagrosa de enfermedades, la
resurrección de los muertos, la maravillosa mutación de los cuerpos celestes y,
lo que es más admirable, la inspiración de los entendimientos humanos, de tal
manera que los ignorantes y simples, llenos del Espíritu Santo, consiguieron en
un instante la máxima sabiduría y elocuencia» (Cont. Gent. 1,6). S. Tomás resume
en este capítulo de la Summa contra Gentiles los principales criterios que
prueban el origen sobrenatural de la R. cristiana. Por estar destinada a todos
los hombres y a todos los tiempos, debe estar garantizada con signos que estén
al alcance de todas las inteligencias, como son los milagros y las profecías. La
doctrina de la salvación ha sido «atestiguada por Dios con señales y prodigios y
diversos dones del Espíritu Santo» (Heb 2,4).
Para conocer el hecho de que Dios ha hablado son necesarios los signos divinos.
Pero es preciso distinguir entre R. inmediata o transmitida. El profeta o legado
divino que recibe directamente de Dios el mensaje de salvación debe estar cierto
de que es Dios quien le habla. Para no confundir alucinaciones o ilusiones
personales con auténtica R. divina, Dios puede obrar y manifestarse de tal modo
que al vidente no le queden dudas sobre el origen del mensaje. De hecho toda
comunicación divina, que ha de ser transmitida, va acompañada de signos internos
o externos que acrediten su origen divino. El mismo vidente pide a Dios signos
inequívocos, que le acrediten como mandatario o profeta de Dios, para poder
comunicar al pueblo la Palabra divina. Moisés hizo señales y prodigios ante el
pueblo y le creyeron (Ex 4,30), Isaías hizo retroceder diez grados la sombra en
el reloj de Acaz para convencer al rey Ezequías que era enviado por Yahwéh (2
Reg 20,8-11). Generalmente los profetas del A. T. no tienen dudas de que es Dios
quien les habla o envía. Si piden signos, es para convencer al pueblo de su
misión.
Cuando se trata de una R. pública, que debe ser transmitida con carácter
obligatorio a la posteridad, la proclamación y transmisión de la Palabra divina
va acompañada de signos extraordinarios. Es la norma ordinaria que observamos en
el A. y N. Testamento. Un cúmulo de prodigios acompañan la promulgación de la
Ley y de la Alianza antigua. Los milagros han sido el criterio más eficaz para
distinguir a los verdaderos profetas de los falsos. Baste recordar la escena
impresionante de Elías (v.) en el monte Carmelo frente a los cuatrocientos
cincuenta sacerdotes de Baal y la conversión del pueblo a Yahwéh como efecto del
milagro (1 Reg 16,40). Jesús apela al testimonio de sus obras, si no quieren dar
crédito a sus palabras (lo 10,38). La predicación de los Apóstoles va acompañada
de signos y milagros (Mc 16, 20; Heb 2,4) y en sus sermones recurren a esta
prueba irrefragable (Act 2,22; 10,38). Tenía razón Pascal para afirmar: «En la
fe habría demasiada oscuridad, si no tuviera signos visibles» (Pensées, 857).
No es necesario, sin embargo, que estos signos se repitan en cada generación y
para cada hombre, pues, como advierte S. Tomás, perduran en sus efectos (Contr.
gent. I,6). Basta que esto suceda una vez históricamente, y los signos
realizados puedan ser transmitidos por testigos y pruebas históricas fidedignas,
como cualquier hecho histórico. No obstante, de hecho no faltan signos
suficientes en todo tiempo para el hombre que busque con sinceridad la fe. Y la
presencia de la Iglesia en el mundo es un signo permanente de la acción y
voluntad salvífica de Dios. Los judíos piden signos y señales, recuerda el N. T.
(1 Cor 1,22; lo 2,18; 6,30). Nos parece una exigencia justa y humana. Dios no
niega esas señales, al imponer una obligación o proclamar su mensaje de
salvación, y las ha dado abundantes en el momento de la R. y a lo largo de la
historia; pero el hombre debe estar atento y abrir su espíritu para reconocer
los «signos divinos» y acoger con fe la Palabra de salvación.
5. Doctrina del Magisterio. Hemos indicado ya textos
fundamentales del Magisterio, por eso seremos breves. La Iglesia, recogiendo el
texto de S. Pablo, ha insistido siempre en la necesidad de que el obsequio de
nuestra fe sea razonable (Rom 12,1); debemos estar siempre dispuestos a dar
razón de lo que esperamos (1 Petr 3,15).
Pío IX en la encíclica Qui pluribus enumera por extenso los argumentos y
criterios que demuestran el origen divino de la religión cristiana,
reconociéndoles pleno valor y eficacia (Denz.Sch. 2778-2779). Su mayor fuerza
apodíctica proviene de la convergencia de tantos signos, por los que podemos
conocer con certeza que Dios ha hablado y que sus promesas no son vanas.
El Vaticano I ha dado particular relieve a esta cuestión. Los protestantes,
siguiendo su línea ordinaria de subjetivismo, sólo reconocen como criterio
válido el testimonio interior del Espíritu Santo y la experiencia religiosa.
Dicho Concilio, sin negar su verdadero valor a los «auxilios interiores del E.
Santo», insiste en la importancia y validez de los signos externos,
especialmente en los milagros y profecías, a los que concede un primado
indiscutible (Denz.Sch. 3009; 3033-3034). Pero la novedad más señalada del
Vaticano I fue el haber introducido el signo de la Iglesia, que por sí misma,
por su origen, por su admirable propagación, por su inquebrantable unidad y
fecundidad en el bien es un motivo perenne de credibilidad y testimonio
irrefutable de su misión divina (Denz. Sch. 3013). Esta breve indicación abre
una vía incitante para la Apologética moderna. No se trata de un signo del
pasado, sino de un signo presente y perpetuo, cuyo valor y eficacia aumenta con
el tiempo. No es un signo simple, sino complejo y múltiple, porque abarca
diversos aspectos de la Iglesia. No se basa en un testimonio histórico, sino que
está patente a las miradas de todos los que consideren sin prejuicios y con
sinceridad su ser, su doctrina, las dificultades en mantenerla y su fecunda
acción en el bien.
El juramento contra el modernismo no añade nada nuevo a este propósito. Se
limita a inculcar el valor de los argumentos externos, sobre todo los milagros y
las profecías, como signos certísimos del origen divino de la religión
cristiana. Estos signos son válidos para todos los tiempos y para todos los
hombres, incluso para los de nuestro tiempo (Denz.Sch. 3539).
La encíclica Humani generis, de Pío XII, repite la doctrina tradicional, da
mucho relieve a las disposiciones morales e intelectuales del hombre y señala la
importancia de la acción de la gracia para que tengan eficacia. Defiende el
valor objetivo de los signos externos, pero el Papa explica cómo el hombre,
debido a su educación, a sus prejuicios o pasiones, puede encontrar obstáculos
serios en la búsqueda de la verdad y en el conocimiento de la verdadera fe. Sólo
la iluminación interior puede llevar al hombre al conocimiento efectivo de la
verdad. De hecho el hombre nunca llega a la aceptación de la fe sin la acción de
la gracia divina, que nunca falta por parte de Dios (Denz.Sch. 3875).
La doctrina expuesta en el Vaticano II supone todas las exposiciones doctrinales
anteriores y amplía las perspectivas que podrían llamarse personalistas o más
subjetivas. Desarrolla con más extensión estas perspectivas que antes, como, p.
ej., en el Vaticano I cuando se propone a la Iglesia «por su misma presencia y
manifestación a través de los siglos» (Denz.Sch. 3013) como signo de su
manifestación divina, se trataban más brevemente. Los documentos anteriores
desarrollaban más ampliamente los signos externos y objetivos de la R.
histórica, principalmente lo referente a los milagros y profecías. La
terminología, por otra parte, era muy variada para designar los criterios de
discernimiento de la verdadera R.: argumentos, criterios, motivos de
credibilidad, indicios, testimonios, hechos divinos, signos (cfr. Denz.Sch.
27792780,3009,3013,3538,3875). En documentos recientes se ha usado con
frecuencia el nombre de «signo»: Vaticano I (Denz.Sch. 3009), enc. Aeterni
Patris de León XIII (AAS 11, 1878-79, 101), juramento antimodernista (Denz. Sch
3558) y enc. Humani generis de Pío XII (Denz.Sch. 3875). El Vaticano II ha
adoptado en general esta terminología, que parece más adecuada a la época, y ha
puesto de relieve otro vocablo, muy usado también en este tiempo, el de
«testimonio» (cfr. R. Latourelle, Vatican II et les signes de la Révélation, «Gregorianum»
49, día una lámpara de aceite (Ex 27,20; Lev 24,2-4; 1 Sam 3,3). El uso de luces
con sentido de r. lo vemos también en el Apc 1,12-13; 4,5 y en Act 20,8; más
tarde dio ocasión a un rito especial: el Lucernario (v. PASCUA II). Como escolta
de honor se acompañaba con luces a altos funcionarios del Estado en el Imperio
Romano. El uso de la lámpara encendida ante el sagrario (v.) es al menos del s.
XIII. La liturgia actual utiliza las luces con profusión en las celebraciones
litúrgicas, en la veneración de los Santos, en las exequias como símbolo de
inmortalidad y de honor. La incensación coma signo de r. aparece en el s. IV;
antes había peligro de idolatría por el uso que hacían los paganos de ella.
Eteria (v.) la menciona en la liturgia de Jerusalén (cfr. L. Duchesne, Origines
du culte chrétien, París 1925, 515). San Ambrosio (v.) alude a su uso en la Misa
(Expositio in Lucam, 1,28: PL 15, 1625). Los libros litúrgicos del s. viii
mencionan las incensarios, cuyo uso ha llegado hasta nuestros días como signo de
reverencia.
V. t.: GESTOS Y ACTITUDES LITÚRGICOS, 2.
M. GARRIDO BONAÑO.
BIBL.: R. GUARDIM, Los signos sagrados, Barcelona
1957; H. LUBIENSKA DE LENVAL, La liturgia del gesto, San Sebastián 1957; F.
CABROL, Le livre de la priére antique, Poitiers 1900, 119-131.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991