Resurrección de los Muertos
 

Con el nombre de r. de los m., o también resurrección de los cuerpos o resurrección de la carne, se designa en la terminología cristiana uno de los acontecimientos finales y culminantes de la historia: al final de los tiempos, cuando Dios intervendrá con todo su poder y Cristo vendrá en gloria y majestad para juzgar a todos los hombres, los cuerpos resucitarán, es decir, los hombres recuperarán su corporeidad y las almas se unirán de nuevo a sus cuerpos estableciéndose en el estado en que permanecerán por toda la eternidad. Esta verdad revelada es uno de los artículos básicos de la fe, y objeto de la esperanza cristiana, ya que es entonces, en la resurrección de los cuerpos o liberación de la sujeción a la muerte, cuando será llevado a su último cumplimiento la obra de liberación y regeneración iniciada en la justificación (v.) o liberación del pecado. S. Pablo lo dice con palabras claras: la adopción del hombre por Dios culmina en la «redención de nuestro cuerpo» (Rom 8,23); «si la resurrección de los muertos no se da, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, vana nuestra fe» (1 Cor 15,13.14). Entonces no estaríamos redimidos, pues redención significa precisamente unión, comunión con el espíritu y vida de Cristo que habiendo padecido y habiendo sido glorificado, ha vencido al pecado y a la muerte (Conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, 7). De ahí el resumen tajante de Tertuliano: «la esperanza de los cristianos es la resurrección de los muertos» (De resurrectione carnis, 1: PL 2,795).

1. Doctrina de la Iglesia. El tema de la r. de los m. ha sido objeto de predicación constante por la Iglesia; aparece desde los primeros tiempos en los símbolos de la fe y, a partir de ahí, en exposiciones catequéticas, definiciones sobre aspectos concretos, etc. Podemos resumir la doctrina en las proposiciones siguientes, encuadrándola en el conjunto de la escatología:
a) Inmediatamente después de la muerte, cada hombre es objeto del juicio de Dios, recibe la sentencia definitiva, de modo que, según el estado en que se encuentre, es recibido en el cielo, condenado al infierno o destinado a la purificación antes de su admisión en la gloria (Dogma de fe; cfr. Conc. 1 de Lyon, Denz.Sch. 838; Conc. II de Lyon, Denz.Sch. 856-858; Conc. Florentino, Denz.Sch. 1304-1306; V. t. JUICIO PARTICULAR Y UNIVERSAL; CIELO; INFIERNO; PURGATORIO).
b) No hay, pues, después de la muerte, un estado de dormición, aletargamiento o desvanecimiento del hombre, sino que las almas, en cuanto que inmortales por naturaleza (v. ALMA; INMORTALIDAD), entran ya, aunque separadas de sus cuerpos, a participar de su suerte eterna. Siendo, no obstante, almas humanas, es decir, hechas para informar un cuerpo, conservan la relación a éste, que así como estuvo unido a ellas durante la vida terrena, deberá participar de la situación eterna.
c)Habrá, pues, una r. de los m., es decir, un volver a tomar el cuerpo que en la muerte había sido dejado (Dogma de fe; Símbolo de los Apóstoles, Denz.Sch. 11; Símbolo de S. Epifanio, Denz.Sch. 45; Símbolo nicenoconstantinopolitano, Denz.Sch. 150; Símbolo del Conc. I de Toledo, Denz.Sch. 188; Profesión de fe del Papa Pelagio 1, Denz.Sch. 443; Conc. de Braga, Denz.Sch. 462; Profesión de fe Tridentina, Denz.Sch. 1862; Conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, 4,7,9, etc.; Const. Gaudium et spes, 18,22,39; Paulo VI, Credo del Pueblo de Dios, AAS, 60, 1968, 444).
d) La resurrección es universal, es decir, afecta a todos los hombres, tanto los justos como los pecadores (Dogma de fe; Símbolo Quicumque, Denz.Sch. 76; Conc. XI de Toledo, Denz.Sch. 510; Conc. II de Lyon, Denz.Sch. 859; Benedicto XII, Const. Benedictus Deus, Denz.Sch. 1002).
e) El cuerpo resucitado es el propio cuerpo, es decir, el mismo cuerpo que perteneció al alma durante la vida terrena, se trata no de una reencarnación, sino de una resurrección (Dogma de fe; Fides Damas¡, Denz.Sch. 71; Símbolo Quicumque, Denz.Sch. 76; Conc. XI de Toledo, Denz.Sch. 540; Símbolo de León IX, Denz.Sch. 684; Profesión de fe prescrita a los valdenses, Denz.Sch. 737; Conc. Lateranense IV, Denz.Sch. 854, Benedicto XII, Const. Benedictus Deus, Denz.Sch. 1002).
f) Después de la resurrección de los cuerpos no habrá ya más cambio, sino que cada hombre permanecerá en su estado definitivo por toda la eternidad; es decir, no habrá ya nueva separación del alma del cuerpo. Los cuerpos resucitados son, en ese sentido, inmortales e incorruptibles.
g) Aunque la resurrección es universal tiene sentido distinto en los justos y en los pecadores; en los primeros es para glorificación, en los segundos es para condenación (Dogma de fe; cfr. documentos ya citados).

2. Sagrada Escritura. La antropología bíblica nos presenta a la persona humana entera, en su condición presente, sujeta al pecado y a caer bajo el poder de la muerte: el alma entrará en el reino de los muertos (seol), el cuerpo se pudrirá en la tumba. Por alma entiende el A. T. la fuente de la vida y de la vitalidad. Cuando Dios inspiró su espíritu (ruaj) en el cuerpo humano formado del polvo de la tierra, el hombre quedó constituido como «alma viviente» (nefes-hajjim, Gen 2,7), como ser vivo. En la S. E. no hay lugar para la concepción, que se encuentra en algunos pensadores griegos y que reapareció después en diversas ocasiones, según la cual el cuerpo es la «cárcel del alma», de modo que ésta, con la muerte, se libera de la materia para existir como puro espíritu. En la Biblia queda claro que el estado del hombre después de la muerte es transitorio, y que luego resucitará por gracia y poder de Dios. Formulada por el A. T., esta verdad adquiere matiz nuevo después de que Cristo la reafirma en su predicación y vuelve Él mismo a la vida en una forma de existencia nueva, como el «primer nacido de entre los muertos», terminando así de revelar la verdad a la resurrección final.
a) Antiguo Testamento. Aunque en el A. T. no se halle ningún término hebreo para designar la resurrección, de su realidad se habla cuando se declara expresamente la existencia de una vida futura después de la muerte. Es precisamente en torno al tema de la muerte y al de la suerte del justo o del pecador como se revela la verdad de la resurrección. Para entender justamente el sentido fundamental de la idea de resurrección en el A. T., así como el proceso de su desarrollo, no se debe olvidar que la Biblia no expone las ideas abstractamente, sino más bien partiendo siempre de la acción de Dios y tendiendo a su mayor desentrañamiento, así como desde el punto de vista de la salvación del hombre y, por tanto, relacionado con el premio o castigo. El conocimiento de Dios es la raíz que alimenta el concepto bíblico de la vida futura, y es en relación con él, y con la idea de premio y castigo, como aparece el mensaje sobre la resurrección. No es, en modo alguno, algo que derive de los mitos de los dioses muertos y resucitados de los cultos naturalistas del antiguo Oriente, inspirados en el ciclo rítmico de la naturaleza vegetativa, que revive al llegar la primavera. Su origen es otro. A lo largo del A. T. está presente el convencimiento de que Dios tiene poder de «vivificar a los muertos», o de «sumergir en el seol y de allí extraer» (1 Sam 2,6; Dt 32,39; Sap 16,13). La revelación del A. T. rompe así completamente con la mitología (v. MITO Y MITOLOGÍA). El Dios único es también el único Señor de la vida y de la muerte, el poder de Yahwéh sobre vida y muerte es absoluto. Las resurrecciones obradas por los profetas Elías y Eliseo (1 Reg 17,22; 2 Reg 4,35; 13,21) reflejan este convencimiento de la soberanía del poder divino. Ciertamente esos milagros no caen dentro exactamente de la noción de resurrección, porque sólo obran un volver a la existencia terrena y no la consecución del estado definitivo de la vida futura; deben valorarse, de todas formas, como un eslabón medio en el desarrollo de la noción de resurrección, y sobre todo como muestra del poder de Dios sobre vida y muerte.
Ante la visión de una llanura llena de huesos, Ezequiel formula la pregunta de si «estos huesos podrán revivir» a la que contesta con mucha cautela: «Señor Yahwéh, Tú lo sabes» (37,3). Queda claro que atribuye a Dios sabiduría y poder, y no excluye una resurrección universal, pero no la afirma todavía como parte integrante del tesoro de la fe del pueblo escogido. De aquí que en ese texto la resurrección tenga a veces un valor metafórico: los cadáveres significan el pueblo en la «muerte» del exilio y la resurrección ha de entenderse como retorno a la patria. Análogamente deben tomarse las palabras de Amós 5,2 y Oseas 6,1 ss. Cabría también una interpretación semejante de la exclamación de Is 26,19: «vivirán tus muertos, mis cadáveres se levantarán, despertarán y exultarán los habitantes del polvo..., y la tierra espíritus de muertos parirá». Pero aquí sucede algo nuevo: estas palabras no pueden separarse de la promesa de que Dios «destruirá para siempre la muerte» (25,8), ni del contexto que se refiere más bien a una resurrección escatológica. Dios triunfa sobre la muerte para el bien' de su pueblo: «¿Dónde están tus epidemias, oh muerte? ¿Dónde tu peste, oh seol?» (Is 13,14). La resurrección ha de entenderse en sentido real: Dios sacará a los muertos del seol para que participen en el Reino. El profeta Daniel es tajante: la vida nueva en la que entrarán los resucitados no será semejante a la vida del mundo presente, sino que será una vida transfigurada (Dan 12,3). La proclamación de una resurrección real en el apocalipsis de Daniel es indiscutida e indiscutible: «muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, éstos para la vida eterna, aquéllos para oprobio, para eterna ignorancia» (Dan 12,2). Tal es la esperanza que sostiene a los mártires en medio de sus pruebas: se les puede arrancar la vida corporal; pero el Dios que les creó es quien les resucitará. En los Salmos la idea aparece muy clara: «No has de abandonar en el seol mi alma, ni harás que tu santo la corrupción contemple» (Ps 16,10); mientras que en otros se habla de una unión con Dios que supera y vence a la muerte (cfr. Ps 49 y 73). Es igualmente neto el testimonio de 2 Mach: 7,9.11.22; 14,46.
b) Nuevo Testamento. Jesucristo enseña la verdad de la resurrección, que desde el tiempo de los Macabeos pertenecía ya de modo general -pero no unánimemente aceptada- a la fe del judaísmo: los fariseos creen en la resurrección, no así los saduceos. La fe de los judíos creyentes es confirmada por Jesús (Mt 10,28; Lc 14,14) sobre todo en su conversación con Marta: «Tu hermano resucitará. Marta le dijo: Sé que resucitará en la resurrección en el último día. Díjole Jesús: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera vivirá» (lo 11,23-25). Jesús defiende decididamente la fe en la resurrección frente al sentido materialista de los saduceos (Mt 22,31 ss.), pero también corrige la opinión de los fariseos, para quienes la resurrección era un mero volver a la vida terrena. Hace notar que después de la resurrección los hombres tendrán un modo de existencia nueva: «no se casarán ellos ni ellas, sino que serán como ángeles de Dios en el cielo» (Mt 22,30). Enlaza con la Revelación divina anterior, como muestra el argumento según el cual Dios no es un Dios «de muertos, sino de vivos» (Mt 22,33) puesto que el yo de Abraham, Isaac y Jacob sigue viviendo, y la perfecciona diciendo que la salvación futura traerá consigo transformación total. Jesucristo anuncia, por otra parte, que el misterio de la resurrección será inaugurado por él, a quien Dios ha dado el poder sobre la vida y la muerte, poder que manifiesta devolviendo la vida a varios muertos (Me 5,21-42; Le 7,11-17; lo 11). Estas resurrecciones son anuncio velado de la suya, que será, sin embargo, de carácter totalmente nuevo.
Al hablar de la resurrección en el N. T. se hace referencia las más de las veces a la resurrección de los justos, pero también se trata de la de los pecadores. Es sobre todo en la revelación del juicio universal donde se trata de una resurrección tanto de justos como de pecadores (Mt 11,22; 12,41 y paralelos). De «resurrección tanto de justos como de injustos» habla S. Pablo en Act 24,15; aunque de ordinario al tratar de la resurrección, el Apóstol de las gentes contempla en primer lugar la resurrección de los justos, es decir, la generosa retribución divina a los que viven «en Cristo» (cfr. 1 Cor 15). El Evangelio de S. Juan enseña que «todos los que están en los sepulcros oirán su voz», que unos «saldrán para resurrección de vida» los otros «para resurrección de condenación» (5,29). El mismo sentido de universalidad tiene el anuncio profético del Apocalipsis: cuando vuelva el Señor por segunda vez «le verá todo ojo, y también los mismos que le traspasaron» (Apc 1,7); de modo que todos serán juzgados «conforme a sus obras» (Apc 20,12).
Con respecto a la resurrección de vida o gloriosa, se dice en el Evangelio según S. Juan que Cristo resucitará en el último día a quienes creen en él (6,39.43); condición para esta resurrección gloriosa es la obediencia a la Palabra de Dios (5,24-30), y la unión con Jesús a través de la fe y la comunión eucarística (6,54-57; 11,25.26). También S. Pablo enseña que la prenda de la resurrección vivificante radica en la unión con Cristo. Por medio de imágenes, afirma la solidaridad entre nosotros y Cristo, principio clave de toda la obra de la reparación humana, que culmina en la resurrección gloriosa. La conexión entre la resurrección de Cristo (v.) y la de los cristianos es netamente afirmada. Él es el «primero en la resurrección de los muertos» (Act 26,23), «primicias de los que reposan» (1 Cor 15,20), «el primogénito de los muertos» (Col 1,18). Su resurrección es ya el comienzo de la resurrección total (1 Cor 15,23). Porque así como por Adán vino la muerte, así también «en Cristo serán todos vivificados» (1 Cor 15,21 y 22). Los cristianos mueren y resucitan sacramentalmente con Cristo en el bautismo (Rom 6,5). Vivir «en Cristo» es el presupuesto previo para «estar siempre» con él (1 Thes 4,14 y 16). La unión entre nuestra resurrección y la de Jesucristo descansa en todos esos textos sobre la misma base: la unión místico-sacramental de todos los cristianos con Cristo, Cabeza viviente de la Iglesia viviente. Gracias al Espíritu de Cristo, presente en nosotros, somos como englobados en la vida misma de Cristo, y si no rompemos ese contacto, llegaremos hasta donde ha llegado Él (Rom 8,11).

3. Exposición sistemática. La Revelación divina recalca y acentúa la transformación del hombre entero con la resurrección, como término de la esperanza cristiana. Al actuar así no desconoce la inmortalidad o incorruptibilidad del alma, en cuanto sustancia espiritual. Al contrario, es ésta también una verdad declarada como verdad dogmática por la Iglesia (cfr. Denz.Sch. 1440, 2766, 3771, 3998). La esperanza cristiana, sin embargo, no tiene por objeto una vida eterna de la sola alma incorruptible, sino una vida eterna de la unidad espiritual-corporal de la persona humana. La verdad de la resurrección nos dice que hay una salvación del hombre entero. Hay una vida eterna que será de salvación, participando en la resurrección de Jesucristo, o de condenación, prosiguiendo la ruptura con Dios que se realizó durante la vida presente, pero que afectará en cualquier caso a todo el hombre en su integridad espiritual y corporal. Analicemos con detalle esta doctrina.
a) Pérdida de la inmortalidad corporal por el pecado y seguridad de una resurrección de vida en virtud del poder de Dios. Al primer hombre, aunque conforme a las leyes naturales su vida estaba sujeta a la muerte, le había sido ofrecido el don de la inmortalidad, si perseveraba en la fidelidad a Dios (V. PARAÍSO II; PECADO III, B). Los primeros hombres no fueron creados en estado de non posse mori, es decir, en una inmortalidad definitiva, sino de posse non mori, es decir, de poder no caer en la muerte: la inmortalidad corporal debía ser expresión de una vida terrestre en la cercanía de Dios, fuente de la vida. La creación y elevación del hombre es el inicio de un diálogo amoroso de Dios. Respondiendo con amor y obediencia al diálogo divino, el hombre sería feliz en la tierra y más aún en una vida eterna con Dios. Pero el hombre interrumpió el diálogo, se amó a sí mismo más que a Dios, no quiso obedecer: pecó. Dado que la inmortalidad no le era propia, no la poseía por sí mismo, sino como don de Dios, al aislarse de ÉI quedó abocado a la muerte. La muerte es consecuencia del pecado: el pecado de desobediencia de Adán trajo consigo la muerte para él y para todos los demás (V. PECADO III, B; MUERTE VI). «Por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron» (Rom 5,12).
La muerte no es, pues, en el actual orden de cosas, un mero fenómeno biológico. La relación que media entre pecado y muerte nos muestra que ésta es el castigo por el intento del hombre de igualarse a Dios. El intento de existir independiente del Creador le conduce al hombre a la muerte, porque no puede existir por sí mismo. La lección de la muerte es clara: el hombre no es absoluto. Si el hombre no perece del todo, si después de la muerte el alma individual de cada uno no deja de existir -aunque sufra un cambio profundo y trágico, pues ya no puede cumplir su función esencial de forma sustancial del cuerpo- se debe a que Dios es fiel a sus dones y no aniquila lo que ha creado; y si después habrá resurrección y vida eterna se debe a que Dios, que nos ama personalmente y nos quiere para siempre, perdona nuestro pecado y nos da su gracia. Dios, que es Caridad, reanudó, en efecto, el diálogo roto por el hombre. Culmen de ese diálogo, que se delinea en todo el A. T., es la encarnación del Verbo divino: el Hijo de Dios Padre se hace hombre para salvarnos. S. Agustín dice: «Quien hizo al hombre, hízose lo que hizo para que no pereciese lo que hizo» (Sermón 127). Jesucristo tiene «la vida en sí mismo» (lo 5,26). Con su muerte vence al pecado y nos reconcilia con Dios; y su victoria se manifiesta ante todo en la gloria de su propia resurrección (V. RESURRECCIóN DE CRISTO). Nuestra resurrección es posible a partir de ahí: Quien se une a Cristo y, por la obediencia y el amor, que su gracia nos hacen posibles, mantiene el diálogo con Dios durante la vida terrena resucitará en el cuerpo para una vida eterna gloriosa; quien no se convierte a Dios antes de su muerte, resucitará en el cuerpo para una vida de condenación. Nuestro yo personal, individual, el que ahora es en el tiempo y espacio, este yo con toda su historia personal existirá después de la muerte y resucitará con cuerpo al fin de los siglos, y todo eso de un modo que depende del vivir presente. El cristiano toma la vida presente con absoluta seriedad, haciendo ver que es un peregrinar hacia la eterna, es decir, hacia lo definitivo, y hacia una definitividad que afecta a todas las dimensiones de la persona -alma y cuerpo- y a la misma creación corporal toda entera, que será transformada para dar lugar a unos nuevos cielos y una nueva tierra. La resurrección anunciada por Cristo y en Él ya realizada revela que los hombres no terminan con la muerte, sino que seguirán viviendo, y con una vida total, espiritual y corporal; y recuerda a la vez que esa vida eterna no la tiene el hombre como venida de sí mismo, sino recibida de Dios.
b) La resurrección como culminación de la salvación del hombre en y por Cristo. La vida del justificado es vida en Cristo (V. GRACIA SOBRENATURAL; JUSTIFICACIÓN). Con la muerte termina el tiempo de merecer y el justificado, unido a Cristo, recibe el don de la visión beatífica (V. CIELO). La gracia de Cristo produce así en él su mayor fruto. Pero aún no ha manifestado, en lo corporal, toda su virtualidad: eso lo hará con la resurrección gloriosa el día de la consumación final. Cristo, Cabeza de la Iglesia, comunica su vida a los fieles, configurándoles a sí mismo cuando aceptan su palabra con fe, obediencia y amor y reciben la gracia de los sacramentos (v.). Cristo tiende, por así decirlo, a encarnarse en la vida de cada uno, a plasmar su imagen en todos los hombres a fin de que lleguen a ser alter Christus. El sentido último de la justificación radica en que la vida de la Cabeza informe plenamente la vida de los miembros, llevándoles a la máxima intensidad de igualación posible, o sea, haciéndoles participar en su vida de resucitado. La vida cristiana tiene ya ahora carácter pascual. En el bautismo hemos muerto y resucitado con Él (Col 2,12; cfr. Rom 6; Pío XII, Enc. Mystici Corporis, 29 jun. 1943; Conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, 7). La unión con Cristo durante la vida mortal no pasa de un estado imperfecto -el pecado puede herir o matar esa unión-, pero tiende a un estado definitivo. Esa plenitud se alcanza después de la muerte, si se ha perseverado en la gracia, puesto que entonces se recibe la confirmación en la gracia y en la amistad con Dios, es decir, una existencia del todo libre de pecado, más aún, libre del mismo poder pecar; y finalmente, con la resurrección de los cuerpos, con la cual la muerte corporal, signo del pecado, es vencida y superada por entero y la gracia redunda en todo el orden de lo corporal.
c) Situación del hombre entre la muerte y la resurrección final. El hombre no desaparece con la muerte, sino que su alma, sustancia espiritual incompleta, puesto que está hecha para informar un cuerpo, pero incorruptible, continúa existiendo. Existe, pues, un estado intermedio entre la muerte y la resurrección, en el que las almas son recibidas en el cielo, acceden al purgatorio o caen en el infierno, según su situación. Esta verdad ha sido negada por algunos autores protestantes que afirman que la muerte es total, e implica el «romperse» o desaparecer de todo el hombre; la resurrección es, pues, para ellos una nueva creación, de manera que en el tiempo que media entre la muerte de cada individuo y la resurrección final, el hombre existe sólo in mente Dei, en la memoria divina. Esta opinión está en contradicción clara con bastantes lugares del N. T. que nos dicen que la vida recibida en la gracia es vida eterna -«quien cree en el Hijo posee vida eterna» (lo 3,36; 5,24)-, y que el que muere en estado de justificación entra en una situación cualitativamente nueva de diálogo y relación con Dios, que es la Vida que vence a la muerte. Con la fe recibe el cristiano «las primicias del Espíritu» (Rom 8,23), que es «prenda de la herencia» (Eph 1,14), restaurándose internamente todo el hombre hasta que llegue «la redención del cuerpo» (Rom 8,23). La idea de la muerte como ruptura total, o como caer en el sueño y en la inconsciencia hasta la resurrección no es sostenible según la Revelación: quien cree y ama a Dios, quien «está en Cristo» comienza ya en la tierra, de modo oculto pero real, la vida eterna, tiene en sí una vida que supera la muerte. S. Pablo declara que ansía poder estar con Cristo después de la muerte (Philp 1,23; 2 Cor 5,8; 1 Thes 5,10), deseo que sería incomprensible si la muerte fuera una «ruptura total», de modo que después de ella quedara sólo un ser dormido sin relación personal con Cristo hasta la llegada de la resurrección. Ciertamente S. Pablo sabe que la situación final, en su estado último, es la que sigue a la resurrección (Philp 3,20; 2 Cor 5,1-3), pero al mismo tiempo tiene la certeza de que ya antes podrá gozar de la unión con Cristo, con Dios. Esta verdad fue definida como dogma por Benedicto XII en 1336 (Denz.Sch. 1000-1002; V. t. MUERTE; JUICIO UNIVERSAL Y PARTICULAR).
d) El cuerpo resucitado. La doctrina de la resurrección implica el presupuesto antropológico de que para un existir pleno del hombre se requiere el cuerpo. La unidad total del hombre -cuerpo animado o alma espiritual que informa un cuerpo- es la llamada a gozar de la beatitud eterna o a padecer una eterna incomunicación con Dios. El fin último de la Redención se alcanza con la resurrección del cuerpo; la Redención debe expresarse también en el cuerpo y éste tiene, por tanto, que llegar a una forma de existencia diferente a la actual. Resucitar no significa, pues, comienzo de una repetición de la vida terrena, sino de una vida nueva. El resucitado no es reintegrado a la existencia temporal, sino que recibe una transformación. Vita mutatur, non tollitur, la vida no es quitada, sino que cambia, dice el prefacio de difuntos. Con la resurrección se dará una transformación radical de la vida humana, sobrepasando las formas actuales de existir (cfr. Mt 22,30).
¿Qué nos dice la Revelación acerca del cuerpo resucitado de quienes han sido redimidos? ¿De qué cualidades estará dotado ese cuerpo transformado pero no distinto del cuerpo que ahora tenemos, o mejor dicho, somos? S. Pablo menciona cuatro cualidades en 1 Cor 15,35-44: incorruptibilidad, gloria, poder, espiritualidad. Nuestros conceptos no son del todo adecuados para expresar esa forma nueva de existencia más allá del espacio y tiempo históricos; podemos, no obstante, intentar glosar esas afirmaciones peculiares. Incorruptibilidad, en contraposición al estado actual de sujeción a desgaste y muerte (cfr. Le 20,36): para los resucitados no habrá ya muerte ni pasibilidad, ni «tendrán ya más hambre ni más sed... y enjugará Dios toda lágrima de sus ojos» (Apc 7,16). Gloria o claridad, palabra que nos recuerda que la gloria es una cualidad de Dios, así como de Cristo resucitado, y, por tanto, nos dice que de esa gloria es hecho partícipe el justificado de modo que abarque también a los cuerpos resucitados: los justos -dice el Evangelio- brillarán como el sol (Mt 13,14). Poder o fortaleza y agilidad en contraposición a la debilidad y torpezas actuales. Espiritualidad, propiedad que resume las tres anteriores. Al cuerpo así transformado lo llama, en efecto, S. Pablo cuerpo espiritual, distinto del animado sólo por un principio de vida natural. El cuerpo resucitado estará animado por el espíritu, entendiendo por tal el principio vital del hombre regenerado, que vive bajo influjo y moción del Espíritu Santo. La vida en la patria celestial estará traspasada por el Espíritu Santo. El cuerpo sujeto a las leyes de crecimiento y corrupción es el que recibimos de Adán, hecho ser viviente por el alma que Dios le infundió; el cuerpo «espiritual», en cambio, lo debemos a la virtud del segundo Adán, Jesucristo, hecho para nosotros «espíritu vivificante» (1 Cor 15,45), que nos transmite una vida muy superior a la del alma, capaz de transformar nuestros cuerpos. El versículo 50 de ese cap. 15 de 1 Cor es como el resumen y clave de todo lo anterior: «Os digo, hermanos, que la carne y la sangre no pueden poseer el reino de Dios, ni la corrupción heredará la incorrupción». Es necesaria una transformación. Realismo superior al terreno, más allá de lo que los conocimientos físicos y biológicos nos permiten intuir. La resurrección es un acontecimiento escatológico, un acto de la omnipotencia divina, por el que se realizará la consumación de la humanidad y, con ella, del mundo entero para dar lugar a una tierra nueva y a un cielo nuevo (v. MUNDO III).
Aunque la diferencia entre el cuerpo mortal y el transformado sea tan grande, no por eso deja de darse una entrañable relación entre ambos, de modo que en las dos distintas maneras de existencia el cuerpo es en definitiva el mismo. El cuerpo resucitado es específicamente y numéricamente idéntico al terreno. «Porque es preciso que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y que este ser mortal se revista de inmortalidad. Y cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal...» (1 Cor 15,53-54). El empleo del demostrativo este, repetido cuatro veces, recalca la identidad del cuerpo resucitado con el que ahora tenemos, verdad que, como ya decíamos (cfr. 1), ha sido definida como dogma de fe. Intentando explicar un poco más este punto, los teólogos se han dividido en dos corrientes, según que sostengan que para que el cuerpo sea numéricamente el mismo se requiere que, al menos en parte, se componga de la misma materia que ahora; o que piensen (siguiendo a Durando de San Porciano, v.) que basta una identidad formal, ya que, cualquiera que sea la materia de que está hecho un cuerpo, éste es mi cuerpo por el hecho de estar informado por mi alma. Sobre este punto no ha habido decisiones del Magisterio, aunque cabe decir que la Tradición se inclina más bien hacia la primera opinión.
e) La resurrección de los cuerpos de los condenados. Hasta aquí hemos hablado de la resurrección gloriosa, o resurrección de los cuerpos de los muertos en gracia, que es el objeto de la esperanza cristiana. Conviene decir algunas palabras sobre la resurrección para la condenación o para la muerte eterna. Obviamente esta resurrección no es efecto de la gracia (como, en cambio, lo es la de los justos), sino expresión de la unidad anímico-corporal del ser humano, de modo que es justo que «los cuerpos, de que usan los hombres como de compañeros del pecado, sean castigados o premiados juntamente con el alma» (Catecismo romano, p. 1, c. 12, n. 5). Sobre las condiciones que tengan esos cuerpos la Tradición es muy escueta, limitándose prácticamente a repetir que es un reasumir los propios cuerpos, y un reasumirlos no para gloria sino para condenación, con todo lo que eso implica (V. INFIERNO).

V. t.: RESURRECCIÓN DE CRISTO; ESCATOLOGÍA; MUNDO III; PARUSíA; JUICIO PARTICULAR Y UNIVERSAL; CIELO III.


L. GOROSTIZA GONZÁLEZ.
 

BIBL.: C. Pozo, Teología del más allá, Madrid 1968, 81-126; A. Royo MARIN, Teología de la Salvación, Madrid 1956, 522-545 y 574-598; M. SCHMAUs, Teología dogmática, t. 8, Los novísimos, 2 ed. Madrid 1964, § 297-298, 194-234; M. 1. SCHEEBEN, Los misterios del cristianismo, 4 ed. Barcelona 1964, § 94-97, 711-744; 1. DANIÉLOU, La Resurrección, Madrid 1971; A. ORozco DELCLÓS, Resurrección, Madrid 1970; O. SCHILLING, Der lenseitsgedanke im A. T., Maguncia 1951; L. SIMEONE, Resurrectionís iustorum doctrina in epistolis S. Pauli, Roma 1938; M. E. DAHL, The resurrection of the body. A study of I Corinthians 15, Londres 1962; F. REFOULE, Immortalité de Páme et résurrection de la chair, «Rev. d'histoire et de philosophie religieuse» (1963) 11-52; F. SEGARRA, De identitate corporis mortalis et corporis resurgentis, Madrid 1929.
 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991