Reino de Dios
 

Concepto. Es uno de los conceptos más importantes de la Revelación. Puede describirse diciendo que es la soberanía de Dios sobre la creación entera y de modo particular sobre un pueblo que elige de entre todas las naciones. Esto explica el hecho de que los términos que designan el R. de D. ( «malkut hasahamayim, malkut Yahwéh; basileía tou Theou, basileía ton ouranon» ) sean de los más usados en la terminología bíblica. Esta importancia capital se deduce también del puesto preeminente que la doctrina sobre el R. de D. tiene en la predicación cristiana.
Efectivamente, cuando S. Juan Bautista comienza su ministerio exhorta a la penitencia porque «el Reino de los cielos está cerca». Decir Reino de los cielos en lugar de R. de D. no es más que un modo de hablar propio de los judíos, que evitaban así el pronunciar el nombre sagrado de Dios. También las primeras palabras de Jesucristo hablan de que «se acerca el Reino de los cielos» (Mt 4,17). Más tarde, cuando envía a sus discípulos para la primera misión, les manda que digan: «El Reino de los cielos se acerca» (Mt 10,7). Al final, cuando deja a los suyos, los envía por todo el mundo para que prediquen el Evangelio a todos los hombres (Mc 16,15), «el Evangelio del Reino» (Mt 9,35; 24,14); misión que llevan a cabo los enviados de Cristo (Act 8,12; 19,8; 20,25). Bien puede afirmar el Catecismo de S. Pío V que «el Reino de los cielos, que pedimos en la segunda petición (del Padrenuestro), es de tal naturaleza, que a él se refiere y en él termina toda la predicación del Evangelio» .El Señor dirá expresamente que ha sido enviado por el Padre para anunciar el R. de D. (Lc 4,23).

I. Antiguo Testamento.

a. Soberanía universal de Dios. La persuasión de que Dios es el Rey del universo estuvo siempre presente en los autores inspirados. Así desde el principio se habla de que Dios es el creador de cuanto existe, el dueño absoluto del orbe que dispone del dominio de todas las cosas y la entrega al hombre (Gen 1,28-30; 2, 15-17). Luego se hablará de que Yahwéh es el Rey que está por encima de todos los dioses, y de que su poder se extiende desde lo más profundo de la tierra hasta lo más alto de los cielos, es dueño de la tierra y el mar (Ps 95,3-5). Los. cielos son el trono de Yahwéh, desde donde abarca toda la tierra y escudriña hasta lo más íntimo del hombre (Ps 11,4; 139,2-12). Como vemos los salmos cantan con frecuencia la realeza de Yahwéh, el Altísimo, el Terrible, el gran Rey de todo el universo (Ps 10,16; 24,8.10; 47,3-9; 103,19).
En todos estos pasajes podemos afirmar que se habla más de la soberanía de Dios que de su condición de soberano o rey. El R. de D. viene considerado como el ejercicio del poder divino y de su providencia sobre los hombres, como la realización de su plan de salvación. Esta idea del R. de D. como salvación hay que tenerla siempre en cuenta, pues pertenece a las líneas esenciales del concepto.

b. Rey de Israel En el monte Sión está la ciudad del gran Rey (Ps 48,3). Precisamente por ser dueño absoluto de todo lo que existe ha escogido como su propiedad personal al pueblo de Israel (Ex 19,5) (v. ELECCIÓN DIVINA). Su liberalidad y su amor le han llevado a tal elección, y no el valor o los méritos de los israelitas (Dt 7,6-8). A través de toda la historia de la salvación se va viendo cómo Dios actúa con un total dominio y soberanía, con libertad plena y nunca condicionado por nadie. Desde todos los tiempos es el Señor quien toma la iniciativa al llamar o escoger al hombre. Así con Noé, con Abraham, con Moisés, con Saúl, con David, con los Apóstoles, con S. Pablo, etc.
Yahwéh será el rey de su pueblo, el que le guíe y le proteja siempre llevado por su fidelidad y misericordia (Ps 135; 116), el que le conceda la Alianza (v.), ese pacto por el que se compromete a cuidar de su pueblo, y éste a serle fiel en el cumplimiento de su Ley (Ex 19, 3-6; 24,3-11).
Cuando el pueblo llegue a la tierra prometida sentirá el influjo de los pueblos vecinos y querrá tener un rey. El Señor considera este deseo como un rechazo de su soberanía sobre ellos. Samuel les hace ver, de parte de Dios, los inconvenientes de la monarquía. Pero el pueblo sigue suplicando un rey. Dios accede por fin a su petición y les concede un rey a través de Samuel, su profeta. En toda la narración de la elección se ve con claridad que Dios actúa con plena libertad y soberanía, escogiendo a quien le parece. Saúl pertenece a la tribu menor de Israel, y a la familia menor de esa pequeña tribu (1 Sam 9,21). En el caso de David se repetirá la misma idea. Así el más olvidado y el menor de los hijos de Isaí será el elegido para rey de su pueblo (1 Sam 16,12).
Estos reyes y los que vendrán después reciben la unción de manos de un enviado de Yahwéh. Aunque el pueblo aclama al rey (2 Reg 9,13; 11,2), no es quien le elige. La elección la hace Dios a través del que le unge. Esta idea de dominio y realeza de Yahwéh seguirá presente en todo rito de unción (v.), que hace sagrada a la persona ungida (1 Sam 26,9-23; 19,22). Es importante subrayar que ungido equivale a Mesías (v.). Como muestra de esa dependencia de Dios tenemos el que el trono del rey judío se llamará «el trono de la realeza de Yahwéh sobre Israel», o simplemente «el trono de Yahwéh» (1 Par 28,5; 29,23). Los salmos que se cantan en la ceremonia de entronización aluden con claridad a la realeza de Dios, de la que participa el nuevo rey (Ps 2; 23; 72; 110).

c. Decadencia de la monarquía israelita. Predicación profética. Las previsiones que hizo Dios cuando la elección del primer rey se fueron cumpliendo. Aquellos reyes olvidaban a menudo su dependencia de Yahwéh. Eran rebeldes a sus mandatos (2 Sam 12,1-12; 24,10-17), se alejaban de Dios (1 Reg 11,1-4; 12,32-33), rompían la Alianza.
Los profetas, impulsados por el Espíritu de Dios, se enfrentaron decididos contra esa actitud de los reyes con duras y enérgicas amenazas (1 Reg 17,1; 22,19-23; Is 28,1-4; Ier 8,1-7). Sus palabras se cumplieron y los reyes de Israel y de Judá serán deportados (2 Reg 17,22-23; 25,6-12). El pueblo rechazó la realeza de Yahwéh. Ahora, en el exilio, sufrirá las consecuencias de tan nefasta elección.
Pero la bondad de Dios sigue en pie. Los profetas dejaron entrever siempre la luz serena de una esperanza de salvación (Is 29,17-24; Ier 5,18; Os 11; Ez 16,59; 17,22): Al fin de los tiempos vendrá el verdadero rey de Israel, el Hijo de David, que regirá por siempre a su pueblo. Así se hablará de un nuevo éxodo (Is 40,1-11), de una nueva Alianza (Ier 31,31-33; Ez 36,25-29), de una conquista, de un nuevo reinado en el monte santo (Is 2,3-5). El tiempo transcurre y tras la breve historia de los Macabeos (v.) viene de nuevo la depresión. Con Herodes y sus descendientes se llega al punto álgido de la degradación, pues el trono está ocupado por idumeos, hombres que no pertenecen al pueblo santo de Dios. Los ánimos se enardecen cada vez más: Las sucesivas derrotas y humillaciones han llevado las esperanzas y los anhelos de salvación hasta su punto máximo. Todos piensan ydesean la llegada «del que ha de venir». Todos ansían su presencia salvadora.
Pero en la mayoría de los judíos esas esperanzas mesiánicas son interpretadas con un sentido fuertemente nacionalista y político (v. MESIANISMo). Todos soñaban con la vuelta del esplendor de la edad de oro de la monarquía de los tiempos de David. Todas las profecías de universalismo tendrán su cumplimiento con el triunfo del Mesías, el Ungido de Yahwéh, el Rey de Israel.

2. Nuevo Testamento.

a. La llegada del Rey. Un acontecimiento turbó por unos momentos la vida de Jerusalén. En el palacio del rey Herodes el Grande se presentaron unos personajes que, procedentes de lejanas tierras, preguntaron por el recién nacido rey de Israel, para rendirle pleitesía. Los rabinos respondieron a la pregunta del rey, que, receloso de perder el trono, intentó matar a ese niño. Pero el acontecimiento se quedó sólo en un hecho esporádico que se borró con el tiempo (v. EPIFANíA). Herodes murió antes de que ese recién nacido hiciera su aparición por tierras de Palestina.
Muchos años después un nuevo personaje volvió a despertar el ansia y la esperanza de los israelitas. La austera figura de Juan Bautista (v.), su palabra recia y encendida, su mensaje exigente, su bautismo de penitencia, todo ello atrajo a las muchedumbres. En las orillas del Jordán la voz de Juan el hijo de Zacarías resonó con fuerza y claridad: « ¡Arrepentíos, el Reino de los cielos está cerca! ». Es el Precursor del Rey de Israel, el amigo del Esposo, la voz que clama en el desierto para abrir el camino al que viene: ese que es antes que él, la Luz verdadera, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, el Mesías esperado, el Hijo de Dios, el Rey de Israel. Su testimonio es valiente, decisivo (Mt 3,1-15 y par.; lo 1,19-36).
Ese hombre que vino de Nazareth, tan sencillo, fue señalado por el Bautista. Juan y Andrés fueron los primeros discípulos; después Pedro y Felipe. Luego será Natanael, que se resiste a reconocer a Jesús como el Mesías, pero que acabó rindiéndose y confesándole como «el Rey de Israel» (lo 1,35-51).
El Rey de Israel ha llegado. Este rumor corre de boca en boca. Las muchedumbres le siguieron esperanzadas, aliviadas por el consuelo de sus palabras, remediadas en sus dolores y enfermedades. Pero los fariseos recelaban de Él, le envidiaban. En unos despertaba entusiasmo y en otros odio. Jesús no era un guerrero, un hombre avezado a la lucha, no tenía la pretensión de escalar el poder. Pero era persuasivo. Sus palabras llegaban al alma de sus oyentes, sus milagros confirmaban su doctrina, su misericordia atraía poderosamente, su valentía al hablar, su serenidad. Había dicho que el «Reino de Dios está cerca» y esto abría los corazones a la esperanza en las grandes promesas de los profetas.

b. La predicación del Reino de Dios. El primero de los grandes discursos que nos transmite S. Mateo es el sermón de la montaña (Mt 5-7). Los exegetas han llamado a este sermón la «Carta Magna» del R. de D. Efectivamente, en estas perícopas tenemos el núcleo central de toda la doctrina de Jesús. Comienza con las bienaventuranzas (v.). En la primera se habla de los pobres de espíritu que son bienaventurados precisamente porque de ellos es el Reino de los cielos. La última bienaventuranza, dedicada a los que padecen persecución por ser justos, habla también de que ellos son los poseedores del Reino de los cielos. Con esta inclusión, tan del estilo semita, se está recalcando una idea determinada, la de que el R. de D. es el premio de los bienaventurados, la salvación divina.
En todo ese sermón está presente de algún modo la Ley del antiguo reino de Yahwéh. Esa Ley es como el punto de arranque para llegar a la nueva situación en la que el orden antiguo se renueva, lo anunciado se cumple, lo prefigurado se culmina y perfecciona. Aquella soberanía de Dios que se identificaba con su voluntad salvífica viene expresada con un lenguaje nuevo que pone el acento en la Providencia de Dios, ese Padre que cuida de los hombres con más esmero que cuida de los lirios del campo o de los pajarillos de poco precio (Mt 6,25-32). Soberanía de Dios que vela por las necesidades de los suyos, de tal forma que no es admisible la inquietud por el mañana, la preocupación por el alimento o el vestido. Sólo es necesaria una cosa: buscar el R. de D. y su justicia y lo demás se nos dará por añadidura (Mt 6,34).
A lo largo de su predicación Jesús va proclamando la salvación, la llegada del R. de D. con sus exigencias y con las grandes promesas que lleva consigo. De nuevo será Mateo, justamente llamado el evangelista del Reino, quien agrupe las parábolas relacionadas con nuestro tema, y que los demás evangelistas las colocan en un contexto diverso, o las omiten. Jesús aclarará a los suyos el misterio del Reino de los cielos (Mt 13,11) que a los demás les está oculto. Les explica cómo la semilla del sembrador de la parábola es la palabra del Reino, que unos aceptan y otros rechazan, que en unos fructifica y en otros se seca. Hablará de la acción del enemigo que nunca duerme, de la cizaña que nace junto a la buena hierba. Del grano de mostaza que simboliza el humilde comienzo del Reino que un día será un frondoso árbol, cuyas ramas alcancen los confines de la tierra y cobijen a todos los hombres del universo. La levadura, el tesoro escondido, la perla maravillosa, la red barredera. Fuerza expansiva del R. de D. que irá penetrando con su poder fermentador en todos los entresijos del tiempo y del espacio. Bien único por el que vale la pena el sacrificio total. R. D. que ha de pasar por una fase terrena, en la que buenos y malos vivan mezclados, hasta el momento definitivo en el que Cristo venga como Rey con gran poder y majestad, sobre las nubes, para juzgar a vivos y muertos (Mt 25,31-46), para dar el Reino a los que fueron fieles y para rechazar eternamente a los que no lo fueron.

c. Un Rey inesperado. Jesús continuó hablando a los hombres del R. de D., recordándoles su proximidad, su presencia ya actual en medio de ellos (Lc 17,21). Sus palabras iban acompañadas de grandes signos, obras extraordinarias que sólo quien tiene a Dios consigo, o el que es el mismo Dios, podía realizar. Pero por otra parte la actitud de Jesús desconcierta al pueblo. Su modo de entender el R. de D. difiere totalmente del modo de pensar de los judíos de su época. Así ante el dominio de los romanos bajo el imperio del César, Jesús no toma una postura de repulsa, ni tampoco de aceptación. Él se niega a tomar parte en la vida política de su tiempo. Cuando, para tentarle, le preguntan sobre la licitud de pagar el tributo, Jesús les da la célebre respuesta que entraña todo un programa de vida: «Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22, 15-22). En otra ocasión también intentan mezclarle en una cuestión meramente temporal. A esos herederos que no llegan a un acuerdo en el reparto de la herencia y que acudieron a Jesús para que resolviera la cuestión, Jesús les contestó que no había venido a resolver semejantes litigios (Lc 12,13).
Es más, hay una etapa en su vida en la que rehúye que se le conozca como Mesías, como el Hijo de David. Y así recomendaba con insistencia a los que le siguen que nopropaguen sus milagros. Hablaba de sí y de su misión en un tono un tanto misterioso bajo el título de Hijo del Hombre, poco conocido para sus oyentes. Es cierto que habló de un triunfo y de una glorificación, de una exaltación; pero ese acontecimiento futuro lo relaciona con una cruz, con un padecer y morir. Ante la incredulidad de los judíos, Jesús llega a decir que cuando sea levantado en alto entonces le conocerán (lo 8,28). El mismo evangelista S. Juan refiere cómo ante la inminencia de la terrible hora de la pasión Jesús se turba hondamente. Pero en seguida se repone tras la voz del Padre que habla de su glorificación. Entonces Jesús afirma que cuando sea levantado sobre la tierra atraerá a todos los hombres hacia sí (lo 12,32). Pero hasta que llegue ese momento Jesús huyó del entusiasmo de las muchedumbres que se empeñaban en hacerlo rey. Ante este impulso de la multitud Jesús se marcha solo al monte (lo 6,15). Pero antes obliga a los discípulos a que suban a la barca y se alejen de allí (Mc 6,45), como temeroso de que también ellos se sumen al entusiasmo enardecido del pueblo.
Jesús no habla de lucha violenta contra los opresores de Israel, como solían hacer los falsos mesías que surgían de cuando en cuando (Act 5,35-37); Jesús no habla de odio. Él habla de amor a todos los hombres, incluidos los mismos enemigos (Mt 5,43-48); enseña la renuncia de uno mismo, la necesidad de coger la cruz y de caminar tras sus pasos si se quiere ser discípulo suyo (Lc 9,23).

d. Un Reino que no es de este mundo. Una vez que Cristo ha dejado bien claro en qué consiste su reinado y de cuáles son las condiciones para entrar en él, entonces reconoce su condición de Rey. Entonces los suyos habrán comprendido, aunque sólo sea en parte, que su Reino está lejos de lo que pensaban los dirigentes de Israel, habrán olvidado en algún modo sus ansias de poder y dominio. En esa etapa de la vida de Cristo, ya la última, Jesús no duda en entrar triunfalmente en Jerusalén, aclamado por la gente, vitoreado por los niños, acompañado con palmas y ramos de olivo. La profecía de Zac 9,9 se cumple en ese momento en el que el Rey avanza, sereno y sencillo, montado sobre una humilde bestia de carga (Mt 21,4-11). Y luego, cuando le tengan maniatado, cuando la multitud le desprecie a grandes gritos, no dudará en reconocer su propia realeza.
En la pasión el Maestro hace ejemplo vivo esa doctrina de renuncia que había predicado, de fidelidad heroica a los planes de Dios. Así, cuando el pueblo grita que no tiene otro rey que el César, el Señor dirá ante Pilato que Él es Rey. En lo 18,36 Cristo afirma categóricamente: «Mi reino no es de este mundo; si de este mundo fuera mi reino, mis ministros habrían luchado para que no fuese entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí». Con una construcción literaria de inclusión y de concatenación se subraya con fuerza la idea de que ese reino no es de este mundo. Su reino es el reino de la Verdad, y sólo los que son de la Verdad escucharán su voz, pertenecerán a su Reino (lo 18,33-37).
La pasión de Cristo relatada por S. Juan viene a ser como un recorrido triunfal del gran Rey que camina majestuoso hasta el elevado trono de la cruz, dando así el primer paso de su camino ascensional hacia la cumbre de su gloria. Levantado como la serpiente de bronce en el desierto es el signo de salvación para todos los que lo miren con ojos de fe (lo 3,14; Num 21,8 ss.), será el centro de atracción para los dispersos que constituyen el resto de Israel (Ier 31,3-8; lo 12,32). Jesús clavado en la cruz es el Cordero degollado que con su sangre redime al mundo entero (Apc 5,6; lo 1,35), el Rey de reyes (Apc 17,14), el signo definitivo que muestra a los hombres el infinito amor del Padre por el mundo (lo 3,16; 1 lo 4,9-10). Creer en ese Rey crucificado es participar en el R. de D. En el Calvario hubo un hombre que supo descubrir a través de la desastrosa apariencia de un ajusticiado la realeza grandiosa del Rey de Israel. «Acuérdate de mí cuando estés en tu Reino», le dijo. y ese Rey extraño pero imponente le responde con majestad: «En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,42).

e. Los ciudadanos del Reino. Un hombre entra en el Reino, un ladrón que se arrepiente de sus pecados y que suplica con humildad. El hecho está en perfecta consonancia con la doctrina de Jesús, con las frecuentes situaciones que vivió en su vida pública. Efectivamente, él era amigo de publicanos y de pecadores, se reunía con ellos ante el escándalo manifiesto de los fariseos. A éstos, los orgullosos, los engreídos, les llega a decir que los publicanos y las rameras les precederán en el Reino de los cielos (Mt 21,36). Con estas palabras indica Jesús la necesidad de la contrición, de la penitencia, de la compunción del corazón para entrar en el R. de D. En otras ocasiones también apuntará a lo mismo, aunque desde un punto de vista distinto. Así pone a un niño en medio de los apóstoles que discuten acerca de quién será el primero en el Reino. Ante esas ambiciones, el Maestro les asegura que sólo el que se hace como un niño entrará en el R. de D. y añade que el que quiera ser el primero que sea el último, el servidor de todos (Mt 20,27). Los pobres de espíritu, los que no ponen su confianza en las riquezas, los que sólo se apoyan en Dios, los que sufren y lloran, los que saben perdonar, los que se esfuerzan hasta violentarse a sí mismos (Mt 11,12), los que sepan descubrir a Cristo tras el hombre necesitado (Mt 25,31-46), esos serán los que entren en el Reino de Dios.
Los otros no entrarán: los que no perdonaron (Mt 18, 21-35), los que despreciaron a los demás (Lc 18,9-14), los ricos que se olvidaron de los pobres (Lc 16,19-31), los que no cumplieron los mandamientos. «No os engañéis: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los avaros, ni los ebrios, ni los maldicientes, ni los rapaces poseerán el Reino de Dios» (1 Cor 6,16). En el mismo sentido se pronuncia el Apóstol en Gal 5,21 y Eph 5,5.

f. Reino de Dios e Iglesia. El R. de D, está proclamado. Una nueva etapa de la soberanía de Dios se vislumbra, la etapa de la restauración auténtica del verdadero Israel. Un nuevo término aparece en el evangelio de S. Mateo: Iglesia, ekklesía en griego. Término por otra parte que se va a ir imponiendo, sobre todo a partir de los escritos paulinos. Y así del silencio casi absoluto de los evangelios, se pasa a la abundancia de referencias, especialmente en las epístolas paulinas de la cautividad.
El vocablo ekklesía ya fue utilizado por la versión griega de los Setenta, que traducían así el término hebreo qahal. Por tanto, en esta dimensión del qehal Yahwéh del A. T. hay que ver el uso del vocablo ekklesía en S. Mateo. Así se nos presenta a la Iglesia de Cristo como el nuevo pueblo de Dios, el anunciado por )os profetas, el que nacería del «resto de Israel» que había permanecido fiel a la Alianza (v.).
Respecto a la relación que existe entre el R. de D. y la Iglesia los autores se dividen. Unos se inclinan por la identificación total o parcial, mientras que otros hablan de una diferencia absoluta o parcial. Para solucionar la cuestión es necesario ver antes la relación que se daba en el A. T. entre el antiguo pueblo de Dios y el R. de D., para de este modo ver la relación entre el nuevo pueblo de Dios y ese mismo Reino.
Al estudiar el R. de D. en el A. T. vimos que Dios venía presentado como el dueño absoluto de cuanto existe, con una potestad soberana sobre todas las criaturas. Veíamos también como esa soberanía se ejercía de forma particular sobre el pueblo escogido, sobre Israel, que viene a ser el R. de D. Según los profetas ese Reino extendería sus fronteras hasta los confines más remotos del universo. Así llegaría un momento en que el R. de D., entendido como reinado de Dios o aceptación rendida de ese dominio, sería universal.
Pues análoga relación se da entre el R. de D. y la Iglesia (v.). El nuevo Rey de Israel ha fundado su Iglesia, su pueblo, a través de la cual el reinado de Dios se irá extendiendo a todos los hombres, para que así se salven. Por tanto, llegará un momento en que todo quedará sometido a Cristo (1 Cor 15,24; Apc 12,10). Entonces toda la creación será partícipe de esa salvación y surgirán «los cielos nuevos y la tierra nueva en que tiene su morada la justicia, según la promesa» (2 Pet 3,13; cfr. Rom 8,22).

g. Fase escatológica del Reino de Dios. En la predicación del R. de D. se apunta a veces a su fase definitiva. Pero también está muy claro que el triunfo de Cristo, la llegada del R. de D., es ya una realidad actual que los justos que mueren en el Señor están ahora gozando (Apc 14,13; 18,20). Ya vimos cómo Jesús en la cruz promete al buen ladrón la entrada inmediata en su Reino (Lc 23, 43). No podemos olvidar que junto a la Iglesia peregrinante ya la purgante, está la Iglesia triunfante, es decir , la porción del pueblo de Dios que ya ha llegado a la tierra prometida y que disfrutan actualmente los bienes definitivos del Reino.
Así, pues, se habla de que los tiempos se han cumplido (Mc 1,15) y de que el R. de D. está cerca (Mc 13,29; Lc 10,9; 12,54), incluso de que ya está presente (Lc 17,21). En algunos momentos se tiene la impresión de que la Parusía (v.) es algo inminente (Lc 21,32 y par.). Pero por otra parte Jesús habla de que esa hora sólo es conocida por el Padre (Mc 13,32 y par.; Act 1,8). Se da, pues, una aparente contradicción. Para resolverla unos dicen que son expresiones correspondientes a distintos estados de ánimo de Jesús. Otros opinan que los pasajes referentes a la inminencia son del Señor, mientras los que hablan de un futuro lejano e incierto son interpolaciones de la comunidad. Ninguna de esas soluciones es convincente. Más bien hay que pensar en la intención de poner en sobreaviso a los cristianos de la llegada del R. de D. Por una parte insistiendo en su inminencia, incluso en su presencia actual como fase intermedia, y por otra parte hablando de la Incertidumbre del último momento. Con todo esto se da una poderosa razón para vivir en actitud vigilante, con el anhelo de quien espera la llegada del esposo, con la pronta disposición del criado bueno y fiel (Mt 24,42-51 ; 25,1-12). Ese deseo se concreta en la segunda petición del Padrenuestro, que implora la llegada del R. de D. (Mt 6,10).
Con esa esperanza ha de vivir el creyente, en un continuo adviento que le recuerde siempre la promesa de la venida del Reino. Los primeros cristianos expresan esa actitud de espera vigilante en esta breve jaculatoria: Marana tha, ven Señor (1 Cor 16,22). Así en medio de las persecuciones viven serenos, confían oír al séptimo ángel que anuncie la llegada del R. de D., la soberanía universal de Cristo (Apc 11,15; 12,10).

V. t.: PUEBLO DE DIOS; CUERPO MÍSTICO; EVANGELIOS I, 4; IGLESIA I, 1.4) y 1.8); RESTO DE ISRAEL.


A. GARCÍA-MORENO.
 

BIBL.: R. ScHNACKEMBURG, Reino y reinado de Dios, Madrid 1970; I. BoNSIRVEN, Le regne de Dieu, París 1957; M. BUBER, Konigtum Gottes, Heidelberg 1956; I. DE FRAINE; L'aspect religieux de la royauté israélite, Roma 1954; I. M. CASCIARO; Iglesia y pueblo de Dios en el Evangelio de S. Mateo, en XIX Semana bíblica española, Madrid 1962; O. KARRER, El Reino de Dios hoy, Madrid 1963; W. PANNENBERG, La teologia e il Regno di Dio, Morcelliana 1971; I. M. CASCIARO, Jesucristo y la sociedad política, Madrid 1972; M. MEINERTZ, Teología del )Nuevo Testamento, Madrid 1963, 25-66.
 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991