REBAUTIZANTES, CONTROVERSIA DE LOS


Versa esta controversia sobre la necesidad o no de administrar el bautismo (v.) a quienes habían sido sometidos ya a un rito bautismal en el seno de una comunidad herética o cismática. Se desarrolló sobre todo a lo largo del s. Iii. Muchas iglesias de Asia Menor y de África, considerando inválido el bautismo administrado por los herejes, los rebautizaban cuando se convertían. Tertuliano (v.), primer teórico de esta posición teológica, expone con claridad su pensamiento en la obra De Baptismo (ca. 200): «A nosotros se nos ha dado (el bautismo), los heréticos no tienen ninguna relación con nuestra disciplina y la misma pérdida de la comunión les hace extraños. No debo reconocer en ellos lo que ha sido preceptuado para mí, porque no existe un Dios único para nosotros y para ellos, ni un solo Cristo, es decir: el mismo; por tanto, ni un único bautismo, porque no es el mismo. Puesto que no lo tienen correctamente, no lo tienen de ningún modo y no se puede enumerar lo que no se tiene; así, pues, no pueden recibirlo porque no lo tienen» (cap. XV, 290). En Roma y Alejandría, por el contrario, considerando que todo bautismo rectamente administrado, aunque lo fuese por un hereje, era válido, procedían de otro modo: a los conversos de la herejía que habían recibido ya el bautismo, se limitaban a imponerles las manos en señal de reconciliación.
      La crisis se planteó con toda agudeza a mediados del siglo al tratar de recibir en la comunión eclesiástica a los conversos del novacianismo (V. NOVACIANO). El obispo de Cartago S. Cipriano (v.), consultado el a. 255 por el laico Magno sobre la conducta a seguir en este punto, responde con una larga carta, diciéndole entre otras cosas «que todos los herejes y cismáticos no tienen ninguna jurisdicción ni derecho (para bautizar). Por lo cual Novaciano ni debe ni puede exceptuarse de ello, puesto que él también por estar fuera de la Iglesia y obrando contra la paz y la caridad de Cristo, es contado entre los adversarios y cautivos» (Epíst., 69,1). Por consiguiente, si un novacianista bautizado en dicha secta quiere entrar en la comunión de la Iglesia tendrá que bautizarse de nuevo. En el mismo año, 31 obispos reunidos en Cartago bajo la presidencia de S. Cipriano manifiestan expresamente su opinión, que consideran además como la tradicional de la Iglesia africana: «Creemos y tenemos por cierto que nadie puede ser bautizado fuera de la Iglesia, no habiendo más que un solo bautismo en la santa Iglesia» (Epíst. 70,1), y se la transmiten al episcopado de Numidia, que les había planteado este problema. En la primavera del año siguiente, 71 obispos de África y Numidia, reunidos de nuevo en Cartago, vuelven a corroborar la opinión de S. Cipriano en el modo de proceder con los bautizados en la herejía: «Aquellos que fueron bautizados fuera de la Iglesia y manchados con el agua entre los herejes y cismáticos, cuando vinieren a nuestra Iglesia católica, que es única, deben de ser bautizados, porque no es suficiente imponerles las manos para recibir el Espíritu Santo, sino reciben también el bautismo» (Epíst. 72,1), comunicándole al papa Esteban esta decisión. El pontífice romano siguiendo las costumbres de su iglesia desaprueba la disciplina bautismal del episcopado africano en una enérgica impugnación escrita. No conservamos el texto de la misma, pero el propio Cipriano alude a ella en otra carta suya al obispo Pompeyo (Epíst. 74): «Te notifiqué la respuesta de nuestro hermano Esteban..., te remito la copia de la misma; cuando leas ésta, verás cada vez más su error. Porque entre otras cosas altivas, o que no hacen al caso, o contradictorias, que describe desacertada e imprudentemente, añade lo siguiente: Si, por consiguiente, algunos viniesen a vosotros de cualquier herejía, no se innove nada, sino sígase la tradición, es decir, se les imponga las manos para recibir la penitencia, puesto que los mismos herejes no bautizan a cualquiera de una u otra secta que venga a ellos, sino solamente les admiten en comunión» (ib., 1). Parece que en la respuesta de Esteban había expresiones muy fuertes contra Cipriano, a quien llama incluso «pseudo-Cristo, pseudo-apóstol y obrero infiel» (Firmiliano a Cipriano, Epíst. 75,XXV), llegando a amenazarle con la ruptura de relaciones.
      En realidad, y por encima de las expresiones usadas, S. Cipriano y la iglesia africana estaban de acuerdo con las otras iglesias en excluir la práctica de rebautizar. Cuando alguien venía de una secta herética a su comunión le bautizaban, aunque ya hubiese sido sometido a un rito bautismal en dicha secta, pero no pensaban jamás en estar reiterando el bautismo sino que estaban persuadidos de que el rito administrado por los heréticos no era un sacramento válido. El obispo de Cartago se apoyaba básicamente en dos razones: en primer lugar afirmaba que no se podía hablar de Iglesia y de Espíritu Santo como patrimonio de las comunidades heréticas, porque la Iglesia es una y el Espíritu Santo no mora entre profanos y extranjeros; consiguientemente, dichas comunidades heréticas tampoco pueden poseer el bautismo cristiano, que no puede existir separado de la única Iglesia y del verdadero Espíritu. Por otra parte, Cipriano sostenía la invalidez del bautismo conferido por un ministro herético, porque si éste no poseía el verdadero Espíritu no podía santificar en modo alguno el agua bautismal. La Iglesia de Roma sostenía en cambio que la invocación del nombre de la Trinidad confería la gracia, independientemente de la santidad o no del ministro; es decir, partía de la consideración según la cual es Cristo el autor principal de los sacramentos y el ministro precisamente sólo es ministro o instrumento de Cristo, como -según diremos luego- un siglo después explicó detalladamente S. Agustín clarificando así definitivamente este tema (V. SACRAMENTOS II).
      El litigio alcanzó su punto álgido al final del verano del a. 256. S. Cipriano volvió a convocar otro Concilio en septiembre. Fue el más importante de los tres presididos por él, pues llegó a reunir hasta 85 obispos de las provincias de África proconsular, Numidia y Mauritania. Se ratificó de nuevo en su opinión pero dándole a ésta un alcance meramente disciplinar, sin querer romper la comunión con aquellos que sostuvieron la contraria. Todos los prelados asistentes confirmaron la tesis del de Cartago, que se apresuró a enviar a Rogaciano, diácono cartaginés, a Firmiliano, obispo de Cesarea de Capadocia y personaje de gran prestigio entonces en las iglesias de Oriente, para comunicarle la decisión conciliar. Rogaciano volvió pronto con la respuesta del obispo de Cesarea: una larga carta en griego, de la que conservamos traducción latina (Epíst. 75). En ella Firmiliano se muestra completamente de acuerdo con Cipriano y con la iglesia africana y combate la posición del papa Esteban, ironizando sobre la misma con cierta causticidad.
      La disensión intereclesial perdió intensidad con la muerte de los dos protagonistas principales de la misma. Esteban sufrió el martirio el 2 ag. 257 durante la persecución de Valeriano, y Cipriano seguiría la misma suerte el 14 sept. 258. Con todo se tardó aún bastante en restaurar la unidad de criterios entre las distintas iglesias sobre el problema debatido. La de África aceptó la validez del bautismo administrado por los heréticos, propuesta por el Conc. de Arlés (314): «De los africanos, que tienen su propia disciplina, para que rebauticen, pareció bien que si alguno viene a la Iglesia desde la herejía le pregunten el Símbolo y si se percataran de que el converso había sido bautizado en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, le impondrán solamente las manos, para que reciba al Espíritu Santo. Si una vez interrogado no supiese dar razón de la Trinidad, habrá de ser bautizado de nuevo» (c. 8). El Conc. de Nicea (a. 325) volverá a insistir en la misma resolución.
      El último capítulo de esta controversia se desarrolló en el complicado ambiente de las disputas provocadas por el cisma donatista (v. DONATO). Para los donatistas la única Iglesia visible verdadera era la formada por la comunidad de los santos y puros. Sólo un ministro santo podía administrar válidamente los sacramentos de la santificación. Por eso las comunidades donatistas, al considerar pecadores a los obispos y al clero católico, tenían por inválido el bautismo administrado por ellos, y rebautizaban a quienes dejaban la Iglesia Católica. En contra de esta tendencia, Optato de Mileve (Contra Parmenianum Donatistam, ca. 370) expone con claridad una teología sacramental que se hará clásica sobre todo a partir de S. Agustín: Si la santidad de la Iglesia no se funda básicamente en la santidad de cada uno de los fieles, tampoco la eficacia de sus sacramentos de santificación dependerá fundamentalmente de la santidad de los ministros que los confieran. En el bautismo, concretamente, el primer factor operativo de la santificación es la Trinidad invocada en las palabras sacramentales; el segundo será la fe del bautizado y sólo en el último lugar se habrá de tener en cuenta la situación personal del ministro del sacramento. Ticonio, a pesar de sus convicciones donatistas, no comparte el pensamiento de dicha secta en este punto, rechazando también la costumbre donatista de rebautizar. Finalmente, S. Agustín, al elaborar un tratado de teología bautismal bastante completo, afirma ya con toda nitidez que el bautismo administrado correctamente fuera de la Iglesia es por sí mismo válido. Cuando alguien se bautiza en una comunidad herética, no por eso recibe el bautismo inferior al de la Iglesia. El bautismo es universalmente santo, y no pertenece a quienes se separan de la Iglesia, sino a la comunidad de la que ellos se separan (De Baptismo contra Donatistas, 1,12,19).
      Estas precisiones dogmáticas, y la praxis que de ellas deriva, se han mantenido sin discusión desde entonces: validez de todo bautismo administrado usando la forma establecida por Cristo y con intención de hacer lo que hace la Iglesia; condición no reiterable del bautismo, ya que implica un carácter indeleble; imposibilidad, pues, de bautizar a quien ya lo ha sido anteriormente, de modo que si se le administra un rito bautismal éste no sería un verdadero sacramento; como consecuencia práctica, nouso de un rito bautismal cuando se convierte a la Iglesia alguien de quien consta con absoluta certeza que está ya bautizado, sino tan sólo un rito de reconciliación. A partir de la escisión protestante y ante la dificultad -daba la movilidad dogmática del protestantismo (v.)de conocer si el rito bautismal por ellos administrado era un verdadero sacramento del bautismo, se introdujo la costumbre de bautizar sub conditione (es decir, anteponiendo las palabras «si no estás ya bautizado» a la fórmula del bautismo) a los que se convertían habiendo pertenecido antes a una confesión cristiana separada de Roma. Praxis ésta que respeta todos los principios dogmáticos señalados, añadiendo una precaución de orden pastoral. La legislación actual se contiene en el Directorio Ad totam Ecclesiam del 14 mayo 1967 (AAS 59, 1967, 574-92) que, después de recordar que es válido todo bautismo que se administra según lo establecido por Cristo, y de dar algunas reglas concretas para conocer si los ritos de los cristianos separados tienen o no valor sacramental, concluye diciendo que debe acudirse al bautismo sub conditione sólo cuando haya una duda razonable y prudente acerca del hecho o de la validez del precedente rito (parte 11, n° 12-14; cfr. Legislación canónica postconciliar, 3 ed., BAC, Madrid 1972, 253-56).
     
     

BIBL.: Fuentes: TERTULIANO, De Baptismo; S. CIPRIANo, Epistolae, ed: CSEL 3,2 (1871); aquí se cita el texto castellano de la ed. bilingüe de J. CAMPOS (BAC 241); De Rebaptismate, ed. CSEL 3,3,69-92; OPTATO DE MILEVE, Contra Parmenianum Donatistam, ed. CSEL 26; S. AGUSTÍN, De Baptismo contra Donatistas, ed. CSEL 51.

 

F. J. FERNÁNDEZ CONDE.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991