Razón y Fe

 

1. Datos bíblicos. 2. Época patrística. 3. Época medieval. 4. El averroísmo latino. 5. Siglos XVI-XIX. 6. Razón y fe en el Conc. Vaticano I. 7. Situación del tema en el siglo XX.
Hablar de r. y fe equivale habitualmente a contrastar las posibilidades, exigencias y adquisiciones del hombre por vía de conocimiento (v.) natural con las posibilidades, exigencias y adquisiciones por el camino sobrenatural de la revelación (v.) divina. Se trata, pues, de dos modos de conocer: por evidencia o demostración (razón) y por la autoridad de Dios que revela (fe); y, con frecuencia,de dos objetos distintos de conocimiento: realidades naturales y realidades sobrenaturales. Las relaciones entre r. y fe plantean una serie de cuestiones fundamentales, debatidas con creciente interés y radicalidad en época moderna, pero que tienen una lenta gestación a lo largo de toda la historia, principalmente en Occidente. La aparente antinomia entre r. y fe, la prevalencia de uno de los extremos o la síntesis más o menos armónica de ellos son reflejos del importante tema natural-sobrenatural. En ocasiones la problemática surge dentro del cristianismo, al realizar una ordenación racional o una profundización del dato revelado («intellige ut credas»-«crede ut intelligas»); en otras se trata de defender los datos de la fe frente a supuestas exigencias racionales que parecen contradecirlos. Esto explica que el tema r. y fe afecte tanto a la teología dogmática como a la apologética y a la filosofía y otras ciencias: diríase que subyace, en cierto modo, a toda cuestión teológica, e incluso a muchas cuestiones filosóficas. Por otra parte, es evidente que se presenta como una encrucijada de la que depende la orientación de toda la vida, sobre todo en el orden del pensamiento. Aquí se hará un estudio fundamentalmente histórico; para un estudio más sistemático, V. REVELACIÓN IV (Ciencia v Revelación) y los artículos a los que se remite al final.
1. Datos bíblicos. El problema surge como consecuencia del contraste entre la revelación bíblica y el pensamiento griego. La religión y la vida toda de Israel se apoya en la fe, como lógica respuesta humana a la revelación divina: en el A. T. es la fe en Dios; en el N. T. es la misma fe ampliada y profundizada por el Hijo de Dios, por Jesucristo y por su mensaje. La sabiduría, tan elogiada por la Biblia, no se contrapone a la fe sino que viene a ser la proyección de la misma en la vida. Su fundamento está precisamente en la palabra de Dios. No es fruto del pensamiento humano, sino fundamentalmente de la revelación divina. Por eso es «divina, misteriosa» y no la conoció «ninguno de los príncipes de este mundo» (1 Cor 2,7-8). Por el contrario, el mundo mediterráneo, al que los Apóstoles llevan el mensaje revelado, gravita en torno a categorías racionales: «Los griegos buscan sabiduría» (1 Cor 1,22), que es, por supuesto, sabiduría meramente natural, filosofía, no la sabiduría que proporciona el Espíritu Santo (1 lo 2,20.27). La primera reacción del mundo helénico frente a la revelación es de autosuficiencia y de desprecio. Así, p. ej., «cuando oyeron lo de la resurrección de los muertos, unos se echaron a reír, otros dijeron: Te oiremos sobre esto en otra ocasión» (Act 17,32). Cristo crucificado era «escándalo para los judíos, locura para los paganos», de suerte que entre los primeros cristianos no abundan los «sabios según la carne» (1 Cor 1,24.26). Así se explica que en el N. T. la preocupación por destacar el hecho básico de la revelación y el papel que juega la gracia como determinante de la fe suscite cierta desconfianza con respecto a la razón. Tanto más cuanto que los frutos de una organización del mundo al margen de la revelación eran realmente amargos (cfr. Rom 1,18-32). S. Pablo recomienda: «Mirad que nadie os engañe con filosofías falaces y vanas, fundadas en tradiciones humanas, en los elementos del mundo y no en Cristo» (Col 2,8). La base firme del cristiano es la fe. La «sabiduría de arriba», que ha de pedirse a Dios, informará la vida toda (Iac 1,5; 3,13-18).
Sin embargo, los cristianos deben estar «prontos siempre a responder al que os pida razón de la esperanza que hay en vosotros» (1 Pet 3,15). De hecho tenemos en S. Pablo (v.) un preclaro ejemplo de reflexión racional sobre los misterios cristianos, aunque no intente en modoalguno una reducción de la fe a la razón, sino utilizar ésta al servicio de aquélla, para esclarecerla, profundizar en su inagotable contenido y, cuando sea necesario, defenderla. Se advierte, pues, la posibilidad y el peligro de discordancia práctica entre r. y fe. La raíz de la desavenencia está en la situación histórica del hombre, internamente desequilibrado por el pecado (cfr. Rom 7,14-23), predispuesto a entontecerse en sus razonamientos (Rom 1,21), a «estar siempre aprendiendo sin llegar jamás al conocimiento de la verdad» (2 Tim 3,7), a proceder como necio a la hora de ver a Dios en sus obras, de suerte que es capaz de escudriñar el universo y no ver a Dios en él (Sap 13,1-9), porque «aprisiona la verdad con la injusticia» (Rom 1,18). Esta situación explica el hecho de que el hombre tenga dificultad para abrirse a la palabra de Dios, aceptarla y concordar sus razonamientos con ella, prestándole «obediencia» (Rom 1,5), lo cual no es posible sin la gracia (lo 6,65) y la humilde cooperación del hombre, a la que Dios le invita constantemente en la Sda. Escritura. Los conflictos entre r. y fe se plantean radicalmente como consecuencia de una actitud autosuficiente del hombre, cuya razón se desvía fácilmente, aun en su propio campo, como lo demuestra la historia hasta la saciedad.

2. Época patrística. La revelación divina se hace al hombre y éste ha de tratar de volcarla en sus limitadas categorías racionales, con lo que tenemos ya, en cierto modo, una síntesis de r. y fe. No es necesario que esa síntesis sea completa ni científicamente satisfactoria desde el primer momento y en todos los creyentes. El cristianismo primitivo, al mismo tiempo que va tomando del ambiente los términos más apropiados para formular o explicar los datos revelados -tarea imprescindible para su obra misionera entre las «gentes»-, ha de adoptar, frente a los ataques y acusaciones de la intelectualidad pagana, una actitud apologética de defensa de la fe y de su armonía con la recta razón (v. PATRíSTICA Y PATROLOGíA IV). No es raro que, dado el campo religioso en que se mueven los Padres, prevalezca inicialmente la mencionada desconfianza con respecto a la r. y que, sin ser fideístas (v.), den mucha más importancia a la fe, por su absoluta seguridad y plenitud. Al igual que la S. E., los Padres de los primeros siglos consideran la fe como un complejo de conocimiento, voluntad y -gracia; no se limitan al aspecto intelectual de la misma. Por eso la superioridad de la fe tiene, según ellos, un alcance distinto del que, con una mentalidad occidental moderna, de tipo racionalista, se pudiera sentir la tentación de atribuir a sus textos. Más que minimizar el valor de la r., exaltan la riqueza inmensamente superior de la fe, que afecta a la vida toda y no es una mera gnosis filosófica (v. GNOSTICISMO). Ya en el s. II, S. Justino (v.) llega a la conclusión de que el perfecto conocimiento, que tanto inquietaba a intelectuales contemporáneos suyos y que a él le movió a venir al cristianismo, solamente lo proporciona Cristo; el conocimiento de las Escrituras, fruto de la gracia y no de hábiles razonamientos, es el medio concreto para llegar a conseguirlo (cfr. N. Pycke, Connaissance..., o. c. en bibl.). Según Orígenes, Celso (v.) acusaba a los cristianos de que «algunos no quieren dar razón de lo que creen, sino que responden: No preguntes, sino más bien cree; la fe te salvará» (Contra Celsum, lib. 1,9: PG 11,672). No se trataba de una actitud cerril, irracional, sino de la imposibilidad de que la masa se dedicara a filosofar (ib. 674). Sin embargo, los apologistas cristianos abundan en la idea de que «la fe es más importante que la ciencia y criterio de ésta» (Clemente Alejandrino, Stromata, lib. 2, c.4: PG 8,948). «Los apologistas no se contentaron con refutar los argumentos de los filósofos, sino que demostraron que la misma filosofía, por apoyarse únicamente en la razón humana, no había logrado nunca alcanzar la verdad... El cristianismo, en cambio, decían, posee la verdad absoluta, porque el Logos, que es la misma Razón divina, vino al mundo por Cristo» (J. Quasten, Patrología, I, Madrid 1961, 182). La actitud preferible es la de quien, ante la palabra de Dios, en lugar de pedir razones, presta el asentimiento incondicional de la fe; el clásico modelo es Abraham; así escribe, p. ej., S. Ambrosio (De Abraham, lib. l, n° 21: PL 14,428).
Pero no es que la fe no sea razonable. Ya Tertuliano, pese al duro juicio que le merece la filosofía (cfr. Apologeticum, 46: CC 1,160-162), se sirve de ella para defender los dogmas cristianos y demostrar su coherencia con la r., hasta el punto de hablar del «alma naturalmente cristiana» (ib. 17,6: CC 1,117). Este modo de proceder es muy frecuente. Un ejemplo importante nos ofrece S. Juan Crisóstomo (v.): «Entre todos los Padres de la Iglesia, acaso sea el que más ha puesto de relieve la libertad del asentimiento de fe. Ahora bien, considerar este asentimiento como un acto plenamente libre equivale a considerarlo como un acto plenamente razonable. Sin embargo, no cabe duda de que nadie ha sido más severo que él frente a cierta actitud y disposición de espíritu, con respecto a las cosas de la fe, que pudiéramos denominar, con frase de S. Pablo, como sabiduría humana» (E. Boularand, La venue de 1'hornme á la lo¡ d'aprés Saint lean Chrysostome, Roma 1939, 42-43). Mención especial merece S. Agustín (v.), por la riqueza de su experiencia personal, de su doctrina y de su influjo en los escritos cristianos medievales (cfr. bibl. agustiniana sobre r. y fe en L. V. Solano, En torno..., o. c. en bibl. 310-315).
Agustín vivió en su juventud con gran intensidad el problema r. y fe. «Tú sabes, dice a su amigo Honorato, que entramos en el círculo de los maniqueos y caímos en sus redes por esto: porque prometían, dejando a un lado el testimonio odioso de la autoridad, llevar hasta Dios, librándolos de todo error y por un ejercicio estrictamente racional, a cuantos se pusieran sumisos en sus manos» (De utilitate credendi, 1,2: PL 42,65). Evidentemente la supuesta incompatibilidad entre r. y fe le apartó de la Iglesia; al volver a su seno, insistirá en lo contrario: el intelectual, para creer, no tiene que abdicar de las exigencias racionales (cfr. F. Chiereghin, Fede e ricerca filosófica nel pensiero di S. Agostino, Padua 1965). R. y fe se mueven en planos distintos, tienen su respectiva autonomía: «Lo que comprendemos se lo debemos a la razón, lo que creemos, a la autoridad» (De utilitate credendi, 11: PL 42,83); pero no son incompatibles sino que se ayudan mutuamente. La r. es básica para San Agustín: «No creamos en modo alguno que nuestra fe nos incita a no aceptar ni buscar la razón, pues no podríamos ni aun creer si no tuviéramos almas racionales» (Carta 120, 3: PL 33,453). Pero, a renglón seguido, al referirse al conocimiento de los misterios, afirma que «pertenece al fuero de la razón el que preceda la fe a la razón en ciertos temas propios de la doctrina salvadora, cuya razón todavía no somos capaces de percibir» (ib.). Y apela a un texto que la primera escolástica repetirá insistentemente: «Si no creyereis, no entenderéis» (Is 7,9, según los LXX). Su fórmula completa es rotunda: «Entiende para creer y cree para entender. En dos palabras os diré cómo habremos de entenderlo, sin controversia: entiende -mi palabra- para creer; cree -la palabra de Dios- para entender» (Sermón 43,7,9: PL 38,258). Esta fórmula «parece contradictoria, si no se tiene en cuenta que el papel de la inteligencia que precede a la fe es diferente del que la sigue. Antes de la fe, la inteligencia es la razón natural y su objeto no es el contenido de la fe, sino las razones naturales que tenemos para cum assensione cogitare; en cambio, el objeto de la inteligencia que sigue a la fe es la fe misma, es la verdad creída, que la ilumina y la transforma, elevándola al orden sobrenatural» (Obras de S. Agustín, IV, Madrid 1948, 822).
Lejos de toda sospecha de fideísmo (v.), S. Agustín utiliza ampliamente la filosofía: 1) por vía apologética, para justificar la racionabilidad de la fe, y 2) teológicamente, para ilustrar qué contienen los misterios (cfr. Pierre Batiffol, Le catholicisme de Saint Augustin, 5 ed. París 1929, 65-75). La fe no es para él cosa exclusiva del entendimiento: afecta a la vida toda y está especialmente condicionada por el amor. Es don de Dios, ya en raíz, de suerte que, aunque la cooperación del hombre sea imprescindible, no puede decirse que la fe sea fruto del laboreo racional o del esfuerzo de la voluntad. De ahí que S. Agustín, intelectual apasionado por la verdad, valore la fe por encima de toda filosofía y vea entre r. y fe una armonía, posible y necesaria, en la que la r. sacará el mayor provecho, puesto que la fe trae consigo una iluminación de la inteligencia del creyente por parte de Dios, el cual es luz; de esa manera da, en cierto modo, testimonio de sí mismo (cfr. R. Aubert, Le probléme..., 21-30). Esta nueva luz que proporciona la fe no anula ni contradice a la r.; la fe nunca es absurda; pero potencia a la r., de suerte que sólo el creyente puede entender ciertas verdades. Por otra parte, como quiera que la fe no puede encerrarse exclusivamente en su aspecto de conocimiento -como la fe de los demonios, que «creen y tiemblan» (Iac 2,19)-, sino que implica al hombre todo, que cree si quiere, la vida moral del sujeto juega un papel importantísimo en punto a disipar o acrecentar aparentes antinomias entre r. y fe. Porque «si la sabiduría 'y la verdad no se aman con todas las fuerzas del espíritu, no se puede en modo llegar a su conocimiento» (De moribus Ecclesiae, lib. 1, c. 17,31: PL 32,1324) (V. t. AGUSTIN, SAN II, l).

3. Época medieval. Por sí misma y a través de S. Gregorio Magno y de S. Isidoro de Sevilla, las clarificaciones agustinianas están en la base del pensamiento medieval (cfr. M. Grabmann, Augustinuslehre von Glaube und Wissen und ihre Einfluss auf das mittelalterliches Denken, en Mittelalterliches Geistleben, 11, Munich 1936). Sin embargo, a partir del renacimiento carolingio, brotan de cuando en cuando intentos filosóficos que pretenden romper con ellas y exaltar la r. con detrimento del dato revela. Escoto Eríugena (v.), Roscelin de Compiégne y Abelardo (v.) se mueven a veces en esa dirección. Sin que podamos llamarlos racionalistas, parece indudable que prefieren la r. a la hora de exponer los datos revelados. Esta actitud condiciona un tanto a autores tan calificados por su influjo doctrinal como S. Anselmo de Canterbury (v.) y S. Bernardo (v.), aunque de modo diferente.
S. Anselmo es decidido partidario de dar las posibles explicaciones racionales de la fe, pero la unidad de saberes viene de la misma fe: Fides quaerens intellectum. Supuesta la aceptación del dato revelado, es muy optimista acerca de las posibilidades de la r. para esclarecerlo; su síntesis es armoniosa: «El cristiano debe ir por la fe a la inteligencia y no por la inteligencia a la fe, ni cesar decreer si no puede comprender; pero, si puede llegar a la inteligencia, se alegra y, si no puede, venera lo que no puede comprender» (Carta a Fulcón: PL 158,1193). Personalmente explota la, «razón de conveniencia», busca mediante el argumento «ontológico» un camino racional fácil de acceso a Dios (v. DIOS IV, 2), cree que los cristianos deben razonar más su fe, no predica la fe del carbonero: «Así como el recto orden exige que creamos los misterios de la fe cristiana antes de tener el atrevimiento de someterlos a la discusión del raciocinio, así también me parece una negligencia lamentable que, después de estar confirmados en la fe, no intentemos comprender lo que creemos» (Cur Deus homo, lib. 1, c.2: PL 158,362). Mucha menor confianza en la r. manifiesta S. Bernardo, acérrimo adversario de Abelardo (cfr. P. Laserre, Un conflict religieux au XII' siécle, Abélard contre saint Bernard, París 1930), a quien acusa de acabar con el mérito de la fe, al pretender comprender racionalmente los misterios y «disputar de la fe contra la fe» (Epist. 191: PL 183-357). Le inculpa también de que «al estar dispuesto a dar razón de todas las cosas, aun de las que están por encima de la razón, atenta contra la razón y contra la fe» (Epist. 190,1: PL 182,1055). La humildad, virtud característica de S. Bernardo, le sitúa ante la fe con más afanes de amorosa contemplación que de pura inteligencia racional: «Las cosas que están sobre nosotros no se explican con palabras, sino que se manifiestan por el espíritu; pero lo que el lenguaje no explica, búsquelo la consideración, deséelo la oración, merézcalo la vida» (De consideratione, lib. 5, c. 3: PL 182,790). Aun así, S. Bernardo valora en gran manera la inteligencia, que proporciona «noticia cierta y manifiesta de las cosas invisibles». «Ninguna cosa deseamos saber con más ansia que lo que ya sabemos por la fe»; pero la plena inteligencia queda reservada para la bienaventuranza eterna (ib. 791).
Un notable intento de síntesis de estas dos tendencias acerca del papel de la r. ante los datos de la fe culmina en Hugo de S. Víctor (v.). La cuestión se plantea en términos de relación entre filosofía y teología. La primera tiene por objeto el conocimiento científico del mundo natural y la segunda el del mundo sobrenatural. Se trata de objetos distintos pero armonizables, puesto que ambos son manifestaciones del mismo Verbo de Dios. Esas manifestaciones responden a las dos grandes obras divinas: la creación y la redención; y a ellas corresponden, por parte del hombre, dos modos de conocer: la r. y la fe: «Hay dos modos, dos caminos, dos manifestaciones, por las que, desde el principio, Dios escondido se ha entregado y ha hablado al corazón humano: la razón humana y la revelación divina» (De sacramentis, lib. 1,3,3: PL 176,217). Cree resueltamente en las fuerzas de la r., capaz de conocer la verdad con la sola luz natural; pero, dadas las circunstancias históricas del hombre, la revelación viene como ayuda, como complemento, y se da no contra la r. sino en armonía con ella. «Hay cosas que se alcanzan por la razón, otras que se ajustan a la razón, otras que están por encima de la razón y a las que ésta no puede llegar; finalmente, hay cosas que son contra la razón». Las primeras se imponen necesariamente a la r. y no pueden ser objeto de fe, como tampoco las últimas, que son falsas. Sólo pueden ser objeto de fe las cosas que se ajustan a la r. (racionalmente probables) y las que están por encima de la r. (misterios). Con respecto a las primeras, la r. ayuda a la fe y ésta perfecciona a la r.; en las cosas que superan a la r., ésta nada puede hacer en pro de la fe, que sólo se basa en la revelación divina (ib. 1,3,30: PL 176,231-232). Hugo de S. Víctor deja en claro la distinción y respectiva autonomía de la r. y de la fe, al mismo tiempo que destaca la ayuda mutua que se prestan y su profunda armonía, puesto que ambas son consecuencia de un biforme manifestación de Dios. Filosofía y teología han de ir del brazo, sin confundirse ni atacarse: tienen el mismo origen y conducen al mismo fin, que es la posesión de la verdad. Con la luz conjugada de ambas, mediante la meditación y la contemplación, con humildad y esfuerzo, se llega a la verdadera ciencia, que perfecciona al hombre en toda su dimensión.
Esta síntesis tarda en imponerse a causa del recelo que, con respecto a la filosofía, cunde a partir del s. XII, al conocerse en Occidente las obras paganas de la filosofía griega. En la gran escolástica hallamos eco de la doctrina de Hugo de S. Víctor en Alejandro de Hales (v. p. ej., Summa Theol., IV,3 inq. 2, tract. 1, a3); sin embargo, de manera especial por parte de la escuela franciscana (v. FRANCISCANOS IV), hay tendencia a poner reparos a la autonomía de la r.: ésta viene a ser un mero instrumento al servicio de la fe (ancilla theologiae). S. Buenaventura (v.), aunque en principio admite la síntesis de Hugo (cfr. De reductione artium ad theologiam, 5: Opera, ed. Quaracchi, V,1891, 321), propende a desconfiar de los filósofos, hasta el punto de que «el que desee aprender ha de buscar la ciencia en la fuente, es decir, en la Sagrada Escritura» y dar de lado a los filósofos: «descendere autem ad philosophiam est maximum periculum», la filosofía constituye una «peligrosa trampa» (In Hexaémeron, coll. 19, 7 y 12: ib., 421-422). A pesar de la sutileza de que harán gala los grandes doctores franciscanos, p. ej., J. D. Escoto (v.), prevalece en ellos la tendencia al conocimiento intuitivo de las verdades de fe, cuya racionabilidad no queda clara. Es de advertir que, tanto en esta escuela como en otras, la cuestión concreta que polariza la problemática de r. y fe suele formularse así: ¿Puede una misma verdad ser objeto de ciencia y de fe? Las respuestas son múltiples y muy matizadas, pero lo que interesa es el ideario de base que suponen (V. t. MEDIA, EDAD III).
El equilibrio entre r. y fe, la autonomía de ambas y su plena armonía es tema que clarifica S. Tomás de Aquino (v.) en varias ocasiones y, lo que es más, que penetra toda su obra teológica y filosófica. «Hay ciertas verdades de Dios que sobrepasan la capacidad de la razón humana, como es, p. ej., que Dios es -uno y trino. Otras hay que pueden ser alcanzadas por la razón natural, como la existencia y la unidad de Dios; las que incluso demostraron los filósofos guiados por la luz natural de la razón» (Contra gentes, I,3). Las primeras -misterios- no se creen a la ligera; propuestas por la revelación, hay razones objetivas para prestarles asentimiento razonable (ib. 6) y, como quiera que «no hay posibilidad de que los principios racionales sean contrarios a la verdad de fe» (In Trinitate, q2, a3), porque el mismo Dios es el autor de la r. y de la revelación, «cualesquiera argumentos que se esgriman contra las verdades de fe no pueden proceder rectamente de los primeros principios innatos, conocidos por sí mismos; por tanto, no tienen fuerza demostrativa, sino que son razones probables o sofísticas» (ib. 7; cfr. Sum. Th. 1, ql, a8). La r. no puede estar en pugna con la fe. Además, independientemente de la labor apologética de preparación para la fe y defensa de la misma, la razón puede ilustrar con provecho los misterios, una vez creídos (ib. 8). Así la r. viene en ayuda de la fe. Por otra parte,«fue también necesario que el hombre fuese instruido por revelación divina sobre las mismas verdades que la razón humana puede descubrir acerca de Dios, porque estas verdades, investigadas por la razón humana, llegarían a los hombres por intermedio de pocos, tras mucho tiempo y mezcladas con muchos errores y, sin embargo, de su conocimiento depende que el hombre se salve, y su salvación está en Dios» (Sum. Th. 1, ql, al). De esta suerte la fe viene, a su vez, en ayuda de la razón. Para S. Tomás una misma verdad no puede ser simultáneamente y para una misma persona objeto de ciencia y de fe (cfr. De veritate, q14, a9; Sum. Th. 2-2, ql, a4-5); la motivación formal es distinta: para la ciencia la demostración, para la fe la autoridad divina. También se comprende que la teología sea verdadera ciencia, que el Aquinate profese profundo amor a la filosofía y a las ciencias y quede descartada la equívoca teoría averroísta de la doble verdad.

4. El averroísmo latino. Se ha discutido mucho acerca del verdadero pensamiento de Averroes (v.) en esta materia. Asín Palacios, contra la opinión corriente, cree que coincide en todo con la doctrina tomista sobre las relaciones entre r. y fe, mientras que L. Gauthier ha puesto de manifiesto su racionalismo radical: subordinación de la fe a la razón. Lo cierto es que, con ocasión del fervor aristotélico que invade la Univ. de París a lo largo del s. xtii, proliferan los maestros que, en la segunda mitad del siglo, tienden a afirmar que una verdad puede ser tal en teología y falsa en filosofía, y a la inversa. Destaca entre ellos Siger de Brabante. Todos ellos apelan a Aristóteles como a la máxima autoridad. Ahora bien, los más sólo conocen a Aristóteles a través de los comentarios de Averroes (V. AVERRONTAS LATINOS). La teoría de la doble verdad no es sino un filosofismo a ultranza, un intento, más o menos disimulado, de sacrificar la fe a supuestas exigencias de la r., es decir, un racionalismo que pocos se atrevían a confesar en todas sus consecuencias. El averroísmo fue condenado por el Obispo de París, Esteban, en 1270. Son los años en que la escuela franciscana arremete contra Aristóteles. y aun contra todos los filósofos. Tras la muerte de S. Tomás, una nueva condenación (a. 1277) reúne 219 tesis, de las que 17 se refieren a la teoría de la doble verdad (cfr. M. Asín Palacios, Huellas del Islam, Madrid 1941, 18-19). La 154 decía: «En el mundo los únicos sabios son los filósofos», es decir, exactamente lo contrario que, en el otro extremo, enseñaba S. Buenaventura. En el hervor de la polémica toda filosofía resultó sospechosa, incluso la tomista, que venía a romper con la tradición de la primitiva escolástica sobre la unidad de la doctrina cristiana, al optar resueltamente por un doble campo de saberes, autónomos pero conjugados entre sí; esa autonomía le hacía sospechoso. Contra ella lucharon los franciscanos bajo la guía de Guillermo la Mare. Sin embargo, la equilibrada actitud del Aquinate acerca de las relaciones entre r. y fe, así como su expresada y razonada repulsa de la doble verdad, acabarían por imponerse a los extremismos.
A pesar de todo, la Sorbona seguirá manteniendo, en la facultad de artes, el espíritu averroísta. En 1310-12 Raimundo Lulio (v.) publicó varios opúsculos impugnatorios del averroísmo, por los cuales se comprueba que aún se enseñaba allí la teoría de la doble verdad (cfr. B. Mendía, Posición adoptada por Raimundo Lulio en el problema de las relaciones entre la le y la razón, «Verdad y Vida» 4, 1946, 29-62; 221-258). Lulio ataca al averroísmo -y quizá también al tomismo- porque «el creer y el saber tienen concordancia en sus actos, hábitos y potencias»; e insiste en que es posible la simultaneidad entre fe y ciencia en una misma persona y sobre un mismo objeto de conocimiento. Pero tiene cierta obsesión por demostrar los misterios, de suerte que vino, a su vez, por otro camino, a ser sospechoso de racionalismo, del que se libra por su manifiesta intención apologética y sobrenaturalista. Por lo demás, parece bien demostrado que la bula de Gregorio XI, supuestamente condenatoria de Lulio, es mero infundio. El averroísmo va echando raíces incluso entre los pensadores judíos del s. XIV; un ejemplo es Gersónides (1288-1344), cuya obra Milhamót 'Adonay (Las guerras del Señor) defiende la teoría de la doble verdad, razón por la cual muchos de sus correligionarios le consideraron como hereje (cfr. A. Adlerblum, A study of Gersónides, Nueva York 1926). Así se va preparando en Europa el racionalismo moderno que, con el humanismo incipiente, valora cada vez más la demostración frente a la autoridad. Síntoma de esta tendencia pudiera ser la obra de luan de landuno (m. 1328), con su desprecio de los teólogos, «sátrapas divinos», quien pronto se convertirá en el maestro idolatrado por los averroístas de la Univ. de Padua, en la que fue introducido por Pedro de Abano (m. hacia 1315).
Petrarca ridiculizaría pronto a aquellos petulantes filósofos que en Padua se mofaban de Cristo y adoraban a Aristóteles a través de Averroes. Pero, a lo largo del s. XV, el averroísmo paduano irá en creciente (cfr. M. Gorce, Averroisme, en DGHE, 8,1079-1081). El tema en que, durante el último tercio del siglo, centran el problema suele ser el de la inmortalidad (v.) del alma: ¿puede ser demostrada por la razón? Los averroístas responden negativamente. De su parte está, en este punto, el dominico Cayetano (v.). De ahí a negar la inmortalidad misma sólo hay un paso. Se advierte una doble tendencia: la de quienes, como el card. Adriano de Coneto, se refugiaban en cierto fideísmo -solamente en la S. E. podemos encontrar la verdadera ciencia- y la de los que únicamente retienen como incuestionables las doctrinas meramente filosóficas. El más calificado autor de los que _ se vieron envueltos en la polémica fue Pedro Pomponazzi (1462-1525), filósofo y médico, profesor de la Univ. de Padua de 1499 a 1509 y, luego, de las de Ferrara y Bolonia. Su doctrina sobre la inmortalidad del alma no parece estar muy clara. Al interpretar a Aristóteles no es ni tomista ni averroísta; para él, la cuestión le parece tan insoluble como la de la eternidad del mundo: filosóficamente habría que decir que el alma individual del hombre es material y mortal, pero teológicamente hay que afirmar que es inmortal. Como es lógico, tuvo acérrimos adversarios, entre ellos a Bartolomé Spina, maestro del sacro Palacio, y grandes defensores, como el dominico lavelli, entusiasta de la teoría de la doble verdad. Dada la fecha de la publicación de la obra principal de Pomponazzi, el Tractatus de immortalitate animae, terminado en septiembre de 1516, es decir, varios años después del V Conc. de Letrán, y, supuesto su deseo de permanecer católico, se explica su cautela. Ésta y los buenos oficios del cardenal Bembo lograron evitar que León X le condenara.
De hecho el Conc. de Letrán, el 19 dic. 1513, mediante la bula Apostolici regiminis, condenaba a cuantos afirmaran que el alma intelectiva es mortal y descartaba la base averroísta del error, o sea, la teoría de la doble verdad. El Concilio mencionaba «algunos perniciosísimos errores, que fueron siempre desaprobados por los fieles, señaladamente acerca de la naturaleza del alma racional, a saber: que sea mortal o única en todos loshombres; y algunos, filosofando temerariamente, afirman que ello es verdad por lo menos según la filosofía». Tras definir la inmortalidad y multiplicidad de las almas humanas, insistía en la gravedad y peligrosidad de la doctrina averroísta: «Y, como quiera que lo verdadero en modo alguno puede estar en contradicción con lo verdadero, definimos como absolutamente falsa toda aserción contraria a la verdad de la fe iluminada; y con todo rigor prohibimos que sea lícito dogmatizar en otro sentido; y decretamos que todos los que se adhieren a los asertos de tal error, ya que se dedican a sembrar por todas partes las más reprobadas herejías, como detestables y abominables herejes o infieles que tratan de arruinar la fe, deben ser evitados y castigados» (Denz.Sch. 1440-1441).
Todavía tendrá el averroísmo algunos seguidores en Italia durante todo el s. XVI y llegará con Cremonini hasta entrado el s. XVII. Sin embargo, los averroístas italianos tuvieron ya escaso influjo doctrinal en el extranjero; en muchas ocasiones vinieron a ser unos libertinos. Luis Vives aludirá a ellos con gran dureza: «Algunos que afectan parecer filósofos dicen que a la luz de la fe el ama es inmortal, pero que es mortal a la luz de la naturaleza. ¿Habrá ignorancia o locura mayor? Como si aquí discutiéramos lo que parece, no lo que es en realidad; ni investigamos la luz de la fe y de la naturaleza, sino la verdad misma, que no es doble, sino única...» (Tratado del alma, lib. 2 c. 19, ed. Riber, 11, 1243). Aunque se extinguió como sistema filosófico, quedó su herencia de la doble verdad, bajo la forma de librepensamiento (v.): la doble verdad fue cediendo insensiblemente el puesto a una única verdad, filosófica o científica, que excluye toda revelación y prepara así el camino al racionalismo moderno (V. MODERNA, EDAD III).

5. Siglos XVI-XIX. La teoría de la doble verdad quedó en principio desplazada tanto por la filosofía como por la teología católica y por la protestante del s. XVI. Los protestantes atacaron violentamente desde el principio a la escolástica, acusándola de racionalizar excesivamente la fe y de apartarse, por ese camino, de la palabra de Dios. En el fondo de esta acusación, a la que podía dar pie la escolástica decadente del nominalismo (v.), en la que se había formado Lutero, late en realidad una concepción antropológica pesimista: no cabe fiarse demasiado de la razón del hombre, puesto que está intrínsecamente corrompido. Por otra parte, el principio del libre examen (v.), que excluye todo magisterio eclesiástico, predisponía para nuevas formas de razonamiento, conjugadas con el hecho de resaltar, ante todo, el aspecto fiducial de la fe. De ahí que queden abiertos dos caminos por los que habrán de discurrir inevitablemente los pasos de la teología protestante desde el s. XVII en adelante: cierto racionalismo (V. LIBERAL, TEOLOGÍA), de peor cariz que el que inculpaban a la escolástica, y el pietismo (v.). En éste la r. aparece disociada de la fe irreductiblemente, en aquél la fe queda desplazada: la única realidad existente es la que capta la r. por sus propios medios; la revelación no es ni siquiera posible. Ambas actitudes se dan cada vez con menor timidez y, en muchos casos, simultáneamente, sobre todo a partir de Kant (v.). Así han llegado hasta el s. xx tras un proceso cuyos hitos nos limitaremos a indicar, ya que sería interminable examinar, siquiera someramente, escuelas y autores (V. MODERNA, EDAD; PROTESTANTISMO II).
Supuesto que, según Lutero, la relación entre el creyente y Dios sólo puede lograrse a través de la palabra de Dios mismo, el papel de la razón como respuesta humana al diálogo iniciado por Dios en la revelación es mínimo e incluso contraproducente. La posición católica, que mantiene la doctrina tomista y que pudiéramos ver simbolizada en el De locis theologicis de Melchor Cano (v.), es inaceptable para los protestantes; la misión de la r., supuesta la fe y la posibilidad racional de recibirla, según Cano, es esclarecer el dato revelado, sacar legítimas consecuencias del mismo (conclusión teológica) y defenderlo frente a los que lo impugnen; iluminar la armonía existente entre r. y fe es un objetivo permanente del teólogo (cfr. E. Marcotte, La nature de la théologie d'aprés Melchior Cano, Ottawa 1949). Sin embargo, al mismo tiempo que rechaza la r., el protestantismo le otorga un señorío pleno a la hora de interpretar la palabra de Dios en la Biblia. Así, mientras los católicos parten simultáneamente de los datos de la r. natural y de los de la fe, garantizados éstos por la asistencia del Espíritu a la Iglesia, para introducir el laboreo racional sobre los mismos y hacer así teología (v.), el protestantismo quiere interpretar los datos revelados sin otra guía que la supuesta asistencia del Espíritu a cada individuo; la fe queda así condicionada por la r. subjetiva en el punto mismo de partida del fenómeno religioso. La exégesis filológico-racionalista, practicada ya por Erasmo (v.), es adoptada por el protestantismo, que prescinde de la Tradición (v.) y del Magisterio (v.). Incide así en el subjetivismo (v.) religioso y reduce de hecho la autoridad de la Escritura al plano de una obra humana (cfr. L. Bouyer, Du Protestantisme á l'Église, París 1959, 187). Este subjetivismo está en la base tanto del racionalismo como del pietismo, que habrán de ir en creciente (aunque la evolución de los luteranos, como la de los calvinistas, fue a una cerrada «ortodoxia» de rígido escolasticismo; es difícil, o imposible, reducir el protestantismo a una unidad; V. PROTESTANTISMO II).
Advirtamos, sin embargo, que el hipotético hombre nuevo que, en ruptura con el teocentrismo medieval, pretende en la Edad Moderna erigirse en norma suprema y sacudirse lo que cree «servidumbre» de la fe o convertirla en mera confianza voluntarista (v. MODERNA, EDAD III), no es fruto exclusivo de la evolución de diversos sectores protestantes, sino que se había ido gestando ya en la escolástica decadente por obra del nominalismo (v.) y por la obra difusa y a veces caótica de ciertos humanistas y renacentistas (v. HUMANISMO). Sin restar importancia a los muchos valores positivos que encierran estas corrientes, hay que reconocer que sus frutos, por lo que se refiere al tema r. y fe, suelen tener sabor racionalista, hasta el punto de que a veces culminan pronto en el escepticismo y aun en la incredulidad manifiesta (cfr. L. Febvre, Le probléme de 1'incroyance au XVI` siécle, 2 ed. París 1962). «Los nominales, por lo común, subestiman la fuerza de la razón humana, no admitiendo con plena certeza racional -y sólo con certidumbre de fe divina- verdades tan altas como la unidad e infinidad de Dios, la espiritualidad e inmortalidad del alma humana, deslizándose hacia el fideísmo y escepticismo filosófico, cuando no admiten, como los averroístas, la teoría de la doble verdad. De esta manera rompen la concordia armónica entre la filosofía y la teología, entre la razón y la fe... Para los occamistas está prácticamente excluida una fundamentación lógica y racional de la fe. Lutero, seguidor de esta escuela, desprecia el conocimiento natural de Dios y de sus perfecciones» (R. García-Villoslada, Raíces históricas del luteranismo, Madrid 1969, 98-99). A la actitud escéptica contribuyó en gran manera el método teológico generalizado en las universidades, que daba más importancia a la agudeza de la argumentacióny a la habilidad dialéctica que al objeto mismo de las disputas. Todo se puso en tela de juicio, siquiera coma hipótesis, con lo que, bajo este aspecto, la razón juega un papel superior a la fe. De ahí que se vayan adoptando actitudes vitales que traslucen una fe formulista, escasamente auténtica, fácil de ser minada por los asaltos de una r. vanamente engreída.
Fue triste que el intento de sinceridad y autenticidad evangélica de algunos protestantes estuviera viciado en raíz. Recurren al dato revelado pero, al dejar su interpretación a merced del subjetivismo, la fe no quedaba olvidada sino deformada en su objeto y en su misma estructura: libre examen, fe fiducial. Además, como Lutero, recogiendo la herencia nominalista, niega a la r. la capacidad de transcender lo fenoménico, para él muchas verdades naturales sólo pueden ser conocidas por revelación: estamos ante un manifiesto fideísmo. Bajo este aspecto la r. quedaba sacrificada en aras de la fe, una fe que no sería razonable. Por lo que se refiere al humanismo, no entramos ni salimos en el debate sobre la parte que le cupo en la preparación de la reforma protestante. Aun suponiendo, con García-Villoslada, que su influjo en las tesis específicamente luteranas fuera prácticamente nulo y reconociendo el servicio que diversos humanistas prestaron en orden a volver a la pureza de las fuentes y a fomentar una fe más auténtica, tampoco habrá que olvidar que en otros la resurrección de ideales paganos, la repulsa de las síntesis escolásticas, el preferir la forma a los contenidos y, sobre todo, la exaltación de lo natural constituyeron una notable aportación al antropocentrismo racionalista, en el que la armonía entre r. y fe se hace cada vez más difícil.
Por parte de la teología católica, la actitud es fundamentalmente defensiva y apologética. La vigorosa teología española del s. xvi es en el s. xvil menos creadora, se endurece en sus posiciones polémicas y va perdiendo influjo en Europa (v. MODERNA, EDAD III, 4-5). Una de las causas internas de este fenómeno es, sin duda, la desconfianza inquisitorial con respecto a los biblistas. Recordemos los procesos de Martínez de Cantalapiedra, Gaspar Grajal, Fray Luis de León, El Brocense... (cfr. N. López Martínez, Tradición e Inquisición española, «Burgense», 3, 1962, 177-213). La ciencia se infravalora y, de rechazo, va perdiendo dinamismo la fe. Este clima no es exclusivo de España y dará lugar a los equívocos del complicado caso de Galileo (v.; 1564-1642). Desde entonces, Galileo, que por encima de todo quiso siempre ser un fiel católico y que, además, demostró tener ideas claras sobre la armonía entre r. y fe, se convertiría en un símbolo y en leyenda que esgrimirían los enemigos de la Iglesia. Algunos jueces del proceso consideraban erróneamente como doctrina de fe lo que no lo era, aunque estuvieran en lo cierto sobre la imposibilidad de contradicción entre r. y fe. No quedó implicada la infalibilidad de la Iglesia, pero la mayor parte de los teólogos católicos de la época pensaban de manera similar; otros jueces, como el card. Roberto (v.) Belarmino, pensaban más acertadamente sobre el valor de las teorías físicas y sobre la interpretación de la S. E. (cfr. M. Cioni, 1 documenti galileiani del S. Uffizio di Firenze, Florencia 1908; 1. M. G. Gómez-Heras, Temas dogmáticos del Concilio Vaticano I, Vitoria 1971, 770-776). El ambiente se fue haciendo dogmatista y cerril, ya que el abismo producido por los protestantes era cada vez mayor, la preocupación por permanecer incontaminados obligaba e inducía a la cautela y provocaba un menor interés por las ciencias y a refugiarse en la cómoda repetición de una escolástica. Ésta fue, salvo excepciones, la tónica hasta mediados del s. xix, aunque por otra parte fuese tan necesaria y provechosa para mantener en aquellas circunstancias la pureza de la fe recibida en la Revelación (cfr. M. de la Pinta Llorente, La Inquisición y los problemas de la cultura y de la intolerancia, Madrid 1953). Esta es la preocupación de los países católicos, mientras que en el mundo protestante se va imponiendo una filosofía subjetivista, que cuida muy poco o nada de contrastar sus conclusiones con la revelación y menos de considerar sus límites o sus posibilidades reales. En parte desde Descartes (v.), la r. quiere hacerse absolutamente autónoma. En esta línea las formulaciones kantianas sacarán más tarde la conclusión práctica del carácter radicalmente no racional de la fe: en Kant (v.) se dan la mano el racionalismo (crítica de la razón pura) y el fideísmo (crítica de la razón práctica). Así se separan r. y fe; en el mejor de los casos podrán yuxtaponerse, no armonizarse ni prestarse mutuos servicios. Esto determina consecuencias no sólo teóricas: disociación entre religión y vida, intentos de * relegar la religión a los templos o al santuario de la conciencia individual, laicización de las estructuras sociopolíticas, etcétera (V. DEISMO; NATURALISMO I-II; LIBERALISMO). Después de Kant, el problema se radicaliza más y más en Fichte (v.), para quien del análisis del yo surge todo conocimiento posible, y culmina en Schelling (v.) y Hegel (v.), en quienes la identificación entre pensamiento y realidad (v. IDEALISMO) no deja el menor resquicio para la existencia del objeto de la fe por vía de revelación (cfr. el voto de J. Pecci para el Conc. Vaticano I, en 1. M. G. Gómez-Heras, Temas dogmáticos..., 107-117). Dentro de este clima filosófico se irá fraguando lo que De Lubac ha llamado «el. drama del humanismo ateo». Simultáneamente el progreso de la matemática y de las ciencias experimentales se va jalonando con triunfos de la r., que suponen una creciente e ilusoria afirmación del hombre frente a supuestos misterios (v. MATERIALISMO). Se había venido diciendo, con bastante ligereza, que sabemos hasta dónde no puede llegar la r. y dónde ha de empezar la fe; ahora, por el contrario, el optimismo de los «científicos» llega a la audacia de afirmar las posibilidades sin límite de la r., de suerte que ya no queda un ámbito propio para la fe: lo sobrenatural (~.), el misterio (v.), o no existe o entra dentro de las metas de la razón. Quedan así perfiladas las tres tendencias dominantes que acosarán a la Iglesia durante el s. XIX: el fideísmo, el racionalismo y el semirracionalismo.
El fideísmo (v.), aunque tiene viejos antecedentes, según hemos visto, nace como sistema en la Univ. de París a principios del s. xix. Su concepción pesimista de las fuerzas naturales de la r. deja traslucir el influjo protestante a través del jansenismo (v.) -es obvia la propensión fideísta de Pasea] (v.)- y aparece como aliado del tradicionalismo, único remedio que algunos, como Lamennais (v.), creyeron encontrar frente al racionalismo (cfr. S. Harent, Foi, en DTC 6,174-191). Su programa pudiera resumirse en estas frases: «Toute certitude repose sur la foi» (Lamennais, Essai sur 1'indiférence, vol. 2, París 1817, 41, 132, 184, 225); «ce n'est pas la foi qui nait de la raison, c'est la raison qui nait de la foi» (Ph.-O. Gerbert, Des doctrines philosophiques sur la certitude, París 1826, 70). Descarta, pues, las pruebas racionales de la credibilidad, sustituyéndolas por un acto de voluntad, por el sentimiento o por la autoridad misma de la revelación, admitida gratuitamente. El Magisterio proscribió estas doctrinas, de manera indirecta, en los casos de L. E. Bautain (Denz.Sch 2751-2756; 27652769) y A. Bonnetty (ib. 2811-2814) y definitivamente en el Conc. Vaticano I (ib. 3033). En cuanto al racionalismo (v.), del que se dan manifestaciones esporádicas ya desde la Antigüedad, se difunde también en el s. XIX como una avalancha que baja principalmente desde Alemania. Aunque adopta formas y grados múltiples, su común denominador es la autonomía absoluta de la r.; en consecuencia, niega la revelación como fuente de verdad, la posibilidad del milagro y la racionabilidad de la fe. Esta, cuando se da, nada tiene que ver con la ciencia: es más bien un piadoso espejismo que sufren los ignorantes o los débiles, no los «espíritus fuertes». Agnosticismo (v.), deísmo (v.), panteísmo (v.) e incluso antiteísmo son frutos normales de esta actitud (cfr. A. Saintes, Histoire critique du rationalisme en Allemagne, París 1841). El Magisterio hizo frente al racionalismo en muchas ocasiones y principalmente en el Vaticano I (cfr. Denz. Sch., ind. syst., A 9a). Por su parte, el semirracionalismo (Y. -LIBERALISMO IV) intenta cierta vía media entre el radicalismo racionalista y las posiciones católicas: no niega los misterios, sino que trata de explicarlos plenamente con la luz exclusiva de la razón. Así, para G. Hermes (v.), la fe viene a ser conclusión lógica del razonamiento (Denz.Sch. 2738-2740,3035,3041); para la escuela de A. Günther (v.) las verdades de fe brotan por necesidad interna de la conciencia humana (Denz.Sch. 2829,2914, 3025); para J. Frohschammer los misterios quedan vacíos de contenido sobrenatural, puesto que entran dentro del ámbito de la filosofía (Denz.Sch.2850-2861). El semirracionalismo intenta, pues, resolver el problema de manera simplicísima: la armonía entre r. y fe es perfecta, puesto que el objeto de la fe lo es propiamente de la razón.
Por desgracia, los teólogos católicos no contrarrestaron con suficiente vigor estas teorías. Unos se limitan a repetir la doctrina clásica en moldes escolásticos, cada vez más formalistas; otros se dejan seducir por las corrientes filosóficas en boga: no se olvide que los semirracionalistas y fideístas suelen ser católicos que tratan de seguir siéndolo. Hay abundancia de «pensadores» y repetidores y faltan g?andes filósofos y teólogos; las medidas que adopta el Magisterio tienen, por fuerza, cierto carácter de contención insuficiente. Sin embargo, desde mitad del s. xix, las perspectivas son más alentadoras. Hombres como G. Perrone (v.; m. 1876), J. Kleutgen (m. 1893), J. B. Franzelin (m. 1886), M.-J. Scheeben (v.; m. 1892), C. Mazzella (m. 1900), Ceferino González (v.; m. 1894), J. H. Newman (v.; m. 1890) y A. T. P. de Broglie (v.; m. 1895) entre otros, enriquecen notablemente los estudios católicos sobre las exigencias y valores de la r. humana al servicio de la fe. Por otra parte, el impulso y renovación que experimentan los estudios bíblicos (v. BíBLICO, MOVIMIENTO), así como un menor recelo con respecto a las nuevas aportaciones de la ciencia, permiten una visión más realista de los datos de la fe y una valoración más exacta de los que proporciona la ciencia. Así cabrá pensar en una fructífera armonía entre r. y fe (V. NEOESCOLÁSTICOS; NEOTOMISMO).

6. Razón y fe en el Concilio Vaticano I. La constitución dogmática Dei Filius del Vaticano I tiene importancia decisiva en orden a puntualizar las atribuciones de r. y fe, y sus relaciones mutuas. Preparada con gran conocimiento de causa por Franzelin, Schrader, Kleutgen, Dechamps (v.), Pie y Martin, supone un cuidadoso análisis de las posiciones modernas, descarta por igual los tres errores principales ya mencionados y expone con gran vigor y claridad la doctrina católica. Aborda directamente el tema en el cap. 4 y reconoce un doble orden de conocimientos: por revelación y por ciencia. Entre ambos, según la clásica y profunda doctrina tomista y del Conc. Lateranense V, no puede haber conflicto real. Previamente el Vaticano I había establecido la existencia de la revelación sobrenatural (Denz.Sch. 3004 ss.), así como la obligatoriedad de la fe, por la que ha de prestarse «plena obediencia de entendimiento y voluntad» a Dios revelador, no «en virtud de la intrínseca verdad de las cosas, percibidas por la luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios» (ib. 3008), al mismo tiempo que afirmaba el carácter racional de la fe, gracias a los signos de credibilidad (ib. 3009), que impiden que el asentimiento de la fe sea «un movimiento ciego del alma» (ib. 3010). Esto supuesto, el Concilio establece: «El perpetuo sentir de la Iglesia católica sostuvo también y sostiene que hay un doble orden de conocimiento, distinto no sólo por su principio, sino también por su objeto; por su mismo principio, primeramente, porque en uno conocemos por razón natural y en otro por fe divina; por su objeto también, porque aparte aquellas cosas que la razón natural puede alcanzar, se nos proponen para creer misterios escondidos en Dios, de los que, a no haber sido divinamente revelados, no se pudiera tener noticia» (Denz.Sch. 3015). La existencia de misterios sobrenaturales, inaccesibles a la mera r. natural, descarta el racionalismo y el semirracionalismo. En el canon correspondiente se dice: «Si alguno dijere que en la revelación divina no se contiene ningún verdadero y propiamente dicho misterio, sino que todos los dogmas de la fe pueden ser entendidos y demostrados por medio de la razón debidamente cultivada partiendo de sus principios naturales, sea anatema» (Denz.Sch. 3041).
Ello no quiere decir que el papel de la r. ante el misterio sea nulo: «La razón ilustrada por la fe, cuando busca cuidadosa, piadosa y sobriamente, alcanza por don de Dios alguna inteligencia, y muy fructuosa, de los misterios, ora por analogía de lo que naturalmente conoce, ora por la conexión de los misterios mismos entre sí y con el fin último del hombre; nunca, sin embargo, se vuelve idónea para entenderlos totalmente, a la manera de las verdades que constituyen su propio objeto» (Denz. Sch. 3016). La fe no puede subordinarse a la r.; se evita así en raíz el relativismo dogmático que intentará reaparecer más tarde en el modernismo (v.) teológico y en la llamada «teología nueva» (v. infra, n° 7). Cuando se trata de misterios revelados, es la fe la que condiciona el objeto y aun el sentido del laboreo racional, ciertamente utilísimo e imprescindible para hacer teología. «La fe es la luz nueva, que proporciona no sólo un nuevo campo de inteligencia sino un nuevo modo de inteligibilidad» (J. M. G. Gómez-Heras, Sapientia in mysterio, «Burgense» 10, 1969, 172). La fe está sobre la r., no contra ella. «Pero, aunque la fe esté por encima de la razón, ninguna verdadera disensión puede jamás darse entre la fe y la razón, ya que el mismo Dios que revela los misterios e infunde la fe puso dentro del alma humana la luz de la razón y Dios no puede negarse a sí mismo, ni la verdad contradecir jamás a la verdad. Ahora bien, la vana apariencia de esta contradicción se origina principalmente o de que los dogmas de la fe no han sido entendidos y expuestos según la mente de la Iglesia, o de que las fantasías de las opiniones son tenidas por axiomas de la razón» (Denz.Sch. 3017). Por tanto, las disciplinas humanas no han de tratarse con tal libertad que sus afirmaciones se tengan por verdaderas aunque se opongan a la doctrina revelada (cfr. Denz.Sch. 3042).
Dado que la revelación y la r. dimanan de la misma fuente, la contradicción real entre r. y fe es imposible; sin embargo, puede surgir la contradicción aparente, como demuestra la historia. Es obvio que, si consta con certeza la verdad o falsedad de uno de los dos extremos, automáticamente podemos juzgar de la viabilidad del otro. Esto ocurre, por lo que toca a la fe, cuando el Magisterio, en cuanto órgano de la infalibilidad de la Iglesia, garantizada por la asistencia del Espíritu Santo, da una interpretación auténtica de las fuentes de la revelación y define la existencia de un dato revelado; y, por lo que toca a la r., cuando ésta cuenta no con meras hipótesis, sino con la evidencia o la demostración científica de algún hecho. Como quiera que esto no siempre ocurre, se impone una gran prudencia. De ahí la suma importancia de esta doctrina para un mejor conocimiento de la fe y para un seguro progreso científico y que la armonía entre r. y fe no sólo implique la no contradicción entre ambas sino también la mutua ayuda: «Y no sólo no pueden jamás disentir entre sí la fe y la razón, sino que además se prestan mutua ayuda, como quiera que la recta razón demuestra los fundamentos de la fe y, por la luz de ésta ilustrada, cultiva la ciencia de las cosas divinas; y la fe, por su parte, libra y defiende a la razón de los errores y la provee de múltiples conocimientos. Por eso, tan lejos está la Iglesia de oponerse al cultivo de las artes y disciplinas humanas, que más bien lo ayuda y fomenta de muchos modos» (Denz.Sch. 3019). El Concilio hace, a este propósito, hincapié en la legítima autonomía de las ciencias, en cuyo ámbito, principios y método la fe no tiene derecho a entrometerse (cfr. ib.).
Esta enseñanza conciliar clarifica, ordena y sanciona la doctrina sobre r. y fe que, como hemos visto, la Iglesia había sostenido siempre. El problema consistirá ya en aplicar esta doctrina equilibradamente. Tarea no siempre fácil, como se ha comprobado a lo largo de un siglo, en un ambiente profundamente laico y poco propicio para que las declaraciones y decisiones de un Concilio tengan demasiada repercusión en el ámbito de los intelectuales. Las razones concretas de esa dificultad son siempre las mismas: tendencia a considerar, por inercia, como datos revelados algunos que pudieran no serlo; y propensión de la filosofía y de las ciencias a barajar hipótesis de trabajo con absoluta independencia de la revelación o tratando de supeditar la fe a la r., o como si fuesen conclusiones ciertas y no meras hipótesis o teorías (v. HIPÓTESIS CIENTÍFICA; TEORÍA CIENTÍFICA). Esto último parece ser una tentación frecuente, avivada por el espectacular progreso científico y técnico en un clima de humanismo pragmatista y a veces ateo.

7. Situación del tema en el siglo XX. Sobre la situación actual pesa todo el proceso histórico de que hemos hablado y, además, entran en juego algunos factores nuevos. El influjo del Vaticano I no contrapesó del todo el ambiente; los católicos, sobre todo eclesiásticos, han padecido en ocasiones cierto complejo de inferioridad ante la «ciencia», batiéndose a la defensiva mediante una apologética de escasa eficacia hacia fuera. Una manifestación de ello es ver cómo, a fines del s. XIX y principios del XX, el modernismo (v.) teológico se infiltra en algunos ambientes católicos, con la pretensión de renovar e interpretar los dogmas en función del «pensamiento moderno», agnóstico, fideísta e historicista. Bajo la preconizada evolución heterogénea del dogma (V. FE IV, D), a tenor de la evolución del sentimiento religioso, subyace el principio de la sumisión de la fe a la r., de la que aquélla sería mera superestructura. «La ciencia se siente absolutamente libre de la fe; pero la fe, por mucho que se pregone ser extraña a la ciencia, tiene que estar sujeta a ésta» (Denz.Sch. 3486). Al armonizar así r. y fe, en realidad queda desvirtuada la fe. «El catolicismo actual -decían -no puede conciliarse con la verdadera ciencia, si no se transforma en un cristianismo no dogmático, es decir, en un protestantismo amplio y liberal» (Denz.Sch. 3465). El Magisterio reaccionó con energía y lucidez, desenmascarando el radicalismo naturalista del modernismo y proscribiendo sus tesis en el decreto Lamentabili (Denz.Sch. 3401-3466) y en la enc. Pascendi (Denz.Sch. 3475-3500), el a. 1907 (v. t. Pío X). Seguidamente iría imponiendo cautelas necesarias para evitar la ruina de la fe o, al menos, el confusionismo, como las restrictivas respuestas de la Comisión Bíblica (cfr. Denz. Sch. 3505-3528; 3561-3593; 3628-3630).
La polémica modernista y la necesidad de salir al paso del cúmulo de errores que se difundían quizá retrasó el paso de la auténtica teología. Sin embargo, el impulso dado a las ciencias sagradas por papas como León XIII (v.), Pío XI (v.) y Pío XII (v.) fue importantísimo en orden a intentar, con preocupación pastoral, presentar el dogma en toda su pureza y eliminar así conflictos inútiles entre r. y fe. Por otra parte, las ciencias se cultivaron con mayor rigor, sobre bases más sólidas que proporcionan indirectamente una luz poderosa para delimitar el alcance de algunos datos de fe. Aun así reaparece la tentación del irenismo, de un eclecticismo fácil y superficial, lleno de equívocos. Al final de la II Guerra mundial, perdida por muchos también la confianza en la r., a vista de los amargos frutos de las ideologías y en el contexto de ansia de un mundo mejor, algunos teólogos, creyendo facilitar el diálogo con «el hombre de hoy» y eliminar barreras, caen de nuevo en la trampa de relativizar los datos de la fe: es la llamada teología nueva, que cede a la presión naturalista y acepta ideologías de moda, a las que debería plegarse el dogma (cfr. enc. Humani generis: Denz.Sch. 3882). El magisterio de Pío XII, estimulante del trabajo científico, pero firme en las posiciones sobre la superioridad de la fe y su armonía con la r., fue aceptado por algunos pocos con reticencias y malestar. Resucitado el viejo problema del sobrenatural en un clima desacralizador y profundamente antropocéntrico por algunos, se cargó una vez más el acento en los valores positivos del humanismo y así surgió también cierta tendencia filofideísta de la teología actual de la fe.
Desde Rousselot (1878-1915) ha ido ganando terreno en diversos autores la tendencia a restar importancia decisiva al aspecto racional de la fe, concebida anteriormente con excesiva exclusividad como asentimiento intelectual a la verdad revelada; los «ojos de la fe» ven no sólo a través de la r. sino también a través del amor y del sentimiento y, sobre todo, mediante la gracia (v. FE IV). La verdad de la revelación, más que exigir autoritativamente el asentimiento, despierta el apetito, un apetito que condiciona a la fe. «Ya tenemos al creyente comprometido en ese condicionamiento de la fe; la fe se construye en él, espiritual, intelectual, teológica, sociológicamente, según las estructuras del hombre en que ella se encarna» (M.-D. Chenu, La fe en la inteligencia, Barcelona 1966, 342-343). De ahí que no tanto se hable de posibles conflictos entre r. y fe cuanto de disociación entre r. y vida. Se da por descontado que «el asentimiento de la fe es el punto de partida para un entendimiento más pleno de su significado, de sus implicaciones y de sus aplicaciones» (B. J. F. Lonergan, L'Intelligenza, Alba1961, 774-775). Por una parte, los especialistas en temas de ateísmo insisten en la que piensan escasa eficacia de la apologética y, por otra, la fe, una vez poseída vitalmente, parece gozar de cierta autosuficiencia. Queda, pues, notablemente recortado el papel de la razón. Por añadidura, «hoy día comprendemos mejor que antes el hecho de que la verdad de la revelación judiocristiana ni responde únicamente a los criterios de la inteligencia racional moderna ni tiene por qué responder siempre a ellos. Ni se la puede traducir en términos puramente objetivos, ni se la puede describir de forma exhaustiva» (B.-D. Dupuy, El alcance de la constitución «Dei Verbum» para el diálogo ecuménico, en Vaticano 1I: La Revelación divina, vol. 2, Madrid 1969, 296). Este filofideísmo, aunque puede equilibrar y enriquecer el concepto del acto de fe, en su latente desconfianza de la r. lleva implícito un nuevo peligro de relativismo doctrinal e incluso pudiera ser una puerta abierta al ateísmo, porque, al fin y al cabo, nadie puede creer si la r. dice no; y la r. puede verse solicitada peligrosamente desde campos pragmatistas o materialistas, mientras los teólogos la descuidan o menosprecian la metafísica.
En estas actitudes intracatólicas de filofideísmo, en las que el influjo de la teología protestante actual parece manifiesto, pero que se deben fundamentalmente a intentos pastorales, muchas veces superficiales, que tienden a pensar en la existencia, en la vida, más que en la r., surgen inevitablemente los mismos interrogantes y equívocos de siempre: «¿Se puede, simultáneamente y con sinceridad, ser fiel a las propias creencias religiosas y a las exigencias de la razón? ¿Puede existir, en una misma persona, el creyente y el intelectual? ¿Implica, acaso, la fe un suicidio de la inteligencia, una renuncia a las posibilidades de desarrollo inmanente?». El Conc. Vaticano II ha vuelto a insistir en la misma serena respuesta del Vaticano I (cfr. Const. Gaudium et spes, 59) y apela de nuevo a S. Tomás de Aquino en este punto (cfr. Gravissimum educationis, 10), con ocasión de proclamar la autonomía de la cultura y estimular la investigación científica. La fe, para sacar provecho de la ciencia, sólo exige que ésta lo sea realmente. Por su parte, las ciencias naturales y la filosofía muestran más necesidad que nunca de ese «suplemento de alma» que reclamaba Bergson. Hoy el verdadero científico no plantea problemas a la fe, sino que ofrece soluciones o las pide. Esta nueva y prometedora actitud viene determinada por la tendencia natural a buscar la unidad del dinamismo de la persona humana, y por la correcta revalorización de la r., de las ciencias, de la metafísica y de la teología realizada por el movimiento neoescolástico (v.) y por el neotomismo (v.). Tendencia que sólo se ve entorpecida por los prejuicios anticientíficos de quienes, infravalorando a la persona humana, se encastillan todavía en el materialismo o en sistemas ideológicos cerriles y cerrados a la trascendencia del misterio y, por tanto, a la posibilidad de la revelación.

V. t.: REVELACIÓN IV; FE III, B y IV; TEOLOGÍA; TEOLOGÍA FUNDAMENTAL; APOLOGÉTICA; FILOSOFÍA IV.


N. LÓPEZ MARTÍNEZ.
 

BIBL.: R. AUBERT, Le probléme de Pacte de foi, Lovaina 1950; J. B. FRANZELIN, Tractatus de divina Traditione et Scriptura. Apendix: De habitudine rationis humanae ad divinam fidem, Roma 1896; G. SUNGEN, Propedéutica filosófica de la teología, Barcelona 1963; A. •DUBARLE, Approches d'une théologie de la science, París 1967; E. DEL Río, Fe, inteligencia y teología, Madrid 1963; H. JELLOUSCHEIC, Zum Verháltnis von Wissen und Glauben, «Zeits. f. kath. Theol.» 93 (1971) 309-327; L. V. SOLANO, En torno a la concepción patrística de la fe, «Claretianum» 10 (1970) 299-319; N. PYCKE, Connaissance rationnelle et connaissance de gráce chez Saint Iustin, «Ephem. Theol. Lov.» 37 (1961) 52-85; E. BAUDIN, rapports de la raison et de la foi du Moyen Áge á nos jours, «Rey. Scienc. Relig.» 3 (1923) 233-255, 328-357, 508-537; M. GRABMANN, II concetto di scienza secondo S. Tommaso d'Aquino e le relazioni della fede e della teologia con la filosofia e 1e scienze profane, «Riv. Filos. Neo-scol.» 26 (1934) 127-165; M. M. GORCE, Averroisme, en DGHE 5,1032-1092; P. MANDONET, Siger de Brabant et 1'averroisme latin au XIII, siécle, 2 ed. Lovaina 1908-11; M. AsíN PALACIOS, Huellas del Islam, Madrid 1941; A. ALSTEENS, Science et foi dans le chapitre IV de la constitution De¡ Filius au Concite du Vaticain, «Ephem. Theol. Lov.» 38 (1962) 461-503; G. PARADIs, Foi et raison au I concite du Vaticain, «Bull. litt. eccl.» 63 (1962) 200-226 y 268-292, 64 (1963) 9-25; J. M. G. GóMEZ HERAs, Temas dogmáticos del concilio Vaticano 1, 2 vols. Vitoria 1971; L. ORBAN, Theologia güntheriana et concilium Vaticanum, Roma 1942-49; L. MURILLO, La ciencia libre y la revelación en el siglo XIX, «Razón y Fe» 1 (1901) 6-22; R. GARCIA DE HARo, Historia teológica del modernismo, Pamplona 1972; E. POULAT, Histoire, dogme et critique dans !a crise moderniste, París 1962; VARIOS, Bilan de la théologie du XX, siécle, Tournai-París 1970; J. L. ILLANEs, Hablar de Dios, 2 ed. Madrid 1974; íD, Cristianismo, historia, mundo, Pamplona 1972; y las obras citadas dentro del artículo.


Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991