Purgatorio
 

1. Concepto. Con esta palabra se designa el lugar o estado de expiación y purificación ultraterrena de las almas de los justos muertos en gracia y amistad de Dios, pero con pecados veniales o sin haber satisfecho completamente la pena temporal debida por sus pecados. Es, en efecto, dogma perteneciente a la fe católica que existe una expiación y purificación después de la muerte para aquellos que han fallecido en gracia de Dios pero sin haber satisfecho totalmente la pena debida por sus pecados, y que en este proceso de purificación son ayudadas por los sufragios de los fieles, particularmente por el ofrecimiento de la Santa Misa. Se trata de un estado ultraterreno que por ello no puede ser confundido con el momento del morir y con la purificación y expiación que en ese momento -último acto del estado de caminante- pueda tener lugar. Por ello en el p. las almas no pueden merecer, sólo satisfacer; de aquí que los teólogos prefieran utilizar para designar el cumplimiento de estas penas el término satispasión mejor que el de satisfacción, ya que las almas del p. no satisfacen su deuda, sino que se limitan a cumplirla (cfr. Suárez, De purgatorio, disp. 47, sec 2, n° 7). Sin embargo, «hay que notar que esta dolorosa satispasión es no sólo aceptada por la voluntad, sino que es ofrecida por medio de una ardiente caridad, con adoración profunda de la Justicia suprema» (R. Garrigou-Lagrange, La vida eterna y la profundidad del alma, Madrid 1950, 264).
La existencia del p. es verdad particularmente consoladora y lógica dentro de la fe cristiana. «Se ha de tener en cuenta -escribe S. Tomás- que, por parte de los buenos, puede haber algún impedimento para que sus almas reciban, una vez salidas del cuerpo, el último premio consistente en la visión de Dios. Efectivamente, la criatura racional no puede ser elevada a dicha visión, si no está totalmente purificada... Pero a veces acontece que tal purificación no se realiza totalmente en esta vida, permaneciendo el hombre deudor de la pena, ya por alguna negligencia... o también porque es sorprendido por la muerte. Mas no por eso merece ser excluido totalmente del premio, porque pueden darse tales cosas sin pecado mortal, que es el único que quita la caridad, a la cual se debe el premio de la vida eterna... Luego es preciso que sean purgadas después de esta vida antes de alcanzar el premio final» (Summa contra gentes, lib. IV, cap. 91). El p. es expresión de la misericordia divina que quiere limpiar al hombre de toda mancha con el fin de que pueda presentarse ante Él sin la más leve sombra de imperfección.
La existencia del p. fue negada en el s. II por el gnóstico Basílides (v. GNOSTICISMO II, 3), para quien el p. consistiría en una nueva reencarnación (cfr. Orígenes, In Mt. comment., series 38: PG 13,1635). Después por las sectas medievales influidas por el maniqueísmo (v.) -flagelantes, albigenses (v.), cátaros (v.), valdenses (v.)-, para quienes las almas han descendido a la tierra tomando un cuerpo mortal para expiar una falta anterior; por ello, sostenían que las almas permanecen en los cuerpos hasta que enteramente purificadas puedan volver al cielo. La doctrina católica sobre el p. fue punto que presentó especial dificultad para la vuelta de los ortodoxos griegos a la Iglesia Católica en los Conc. I I de Lyon (1274; v.) y Florencia (1439; v.). En realidad no se trataba de una diferencia doctrinal de fondo, sino de divergencias sobre todo terminológicas: a los ortodoxos cismáticos les preocupaba que al hablar del fuego temporal del p. se estuviese resucitando la idea de la apocatástasis (v.) y no eran partidarios de usar el término p. por su sentido inmediatamente local (cfr. M. Gordillo, Compendium Theologiae Orientalis, Roma 1939, 184-191). En los Concilios de unión celebrados a fines de la Edad Media y principio de la Moderna se tuvo presente ese aspecto y se habló sólo de «penas purgatorias».
Los principios del pensamiento protestante llevan a excluir el purgatorio. Lutero, tras unos ataques iniciales en los que todavía no negaba su existencia sino que ponía en duda su fundamento bíblico (Disputatio pro declaratione virtutis indulgentiarum, ed. Weimar, t. 1, 233-234), acabó negándola más tarde (Widerruf vom Fegfeuer, ed. Weimar, t. XXX, 2, 289-290). Efectivamente, la doctrina de una purificación, aunque fuese ultraterrena, no podía coexistir con las afirmaciones de que el hombre es intrínsecamente perverso, y de que se justifica por la fe sin obras. De ahí que la negación del p. es común a todos los protestantes.
Los diversos hechos mencionados dieron lugar a decisiones del Magisterio, de las que hablaremos más adelante (v. 4).

2. El purgatorio en la Sagrada Escritura. De los textos concretos aducidos ordinariamente al respecto (p. ej., Ps 65,12; 67,19; 2 Mach 12,39-46; Mt 12,32; Lc 16,22; 1 Cor 3,11-15; Eph 4,8; 1 lo 5,6), los más claros son 2 Mach y 1 Cor. En 2 Mach se testimonia lo siguiente: «(Judas Macabeo) mandó hacer una colecta en las filas (de los soldados que habían sobrevivido de la batalla), recogiendo hasta dos mil dracmas, que envió a Jerusalén para ofrecer sacrificios por el pecado; obra digna y noble, inspirada en la esperanza de la resurrección... Creía que a los piadosamente muertos está reservada una magnífica recompensa. Obra santa y piadosa es orar por los muertos. Por eso hizo el sacrificio expiatorio por los muertos, para que fuesen absueltos de los pecados». Es de notar que en el texto se alaba a Judas Macabeo porque obra bien y piensa rectamente: se aprueba pues expresamente el pensar que aquellos que han muerto piadosamente tienen reservada una magnífica recompensa, y que se rece por los difuntos para que sean librados de sus pecados (cfr. C. Pozo, o. c. en bibl. 248).
El texto de 1 Cor 3,11-12 es el siguiente: «cada uno mire cómo edifica, que en cuanto al fundamento, nadie puede poner otro, sino el que está puesto, que es Jesucristo. Si sobre este fundamento uno edifica oro, plata, piedras preciosas o maderas, paja, heno, su obra quedará de manifiesto, pues en su día el fuego lo revelará y probará cuál fue la obra de cada uno. Aquel cuya obra subsista recibirá el premio, y aquel cuya obra sea consumida sufrirá el daño; él, sin embargo, se salvará, pero como quien pasa por el fuego». El punto nuclear estriba en la metáfora final: quien ha edificado sobre Jesucristo, pero pobremente -madera, paja, heno-, recibirá detrimento, pero se salvará como quien pasa por el fuego. Comenta S. Tomás: «Esto no puede entenderse del fuego del infierno, porque quienes lo padecen no se salvan. Es necesario, pues, entenderlo del fuego purgador» (Derationibus Fidei, 9 ed. Marietti, n° 1020). La aplicación de este texto implica un auténtico proceso de elaboración teológica, es decir, con frase de Bover, «de las afirmaciones de S. Pablo se deduce lógicamente la existencia del purgatorio» (Teología de S. Pablo, Madrid 1952, 896). Es evidente, de ese modo, que la doctrina planteada en él, así como en el conjunto de la S. E. -que enseña la necesidad de las obras buenas para salvarse y de expiar el pecado- implican la existencia del purgatorio.
«El hecho de una purificación posterior a la muerte -escribe Schmaus- pertenece a los contenidos revelados, que están en estrecha conexión con otras verdades de fe, y que, aunque al principio no se destaquen claramente, están implicados en la totalidad de la Revelación» (o. c. en bibl. 475).

3. La doctrina del purgatorio en la Tradición. El testimonio de la Tradición en torno a la existencia del p. es universal y constante. Llega hasta nosotros por un triple camino: 1) la costumbre de orar por los difuntos (v.) privadamente y en los actos litúrgicos; 2) las alusiones explícitas en los escritos patrísticos a la existencia y naturaleza de las penas del purgatorio; 3) los testimonios arqueológicos, como epitafios e inscripciones funerarias en los que se muestra la fe en una purificación ultraterrena. Por vía de ejemplo, seleccionamos algunos más significativos, remitiendo para una mayor documentación a los siguientes estudios: A. Michel, o. c. en bibl., 11911244; H. Leclercq, Défunts (commémoraison de), en DACL IV (I), 427-456; Purgatoire, ib. XIV (II), 19781981.
Del s. n se conservan ya testimonios explícitos de las oraciones por los difuntos. Del s. in hay testimonios que muestran que es común la costumbre de rezar en la Misa por ellos. S. Cirilo de Jerusalén explica que el sacrificio de la Misa es propiciatorio y que «ofrecemos a Cristo inmolado por nuestros pecados deseando hacer propicia la clemencia divina a favor de los vivos y los difuntos» (Catequesis Mistagógicas 5,9: PG 33,1116-1117). S. Epifanio estima herética la afirmación de Aerio según el cual era inútil la oración por los difuntos (Panarión, 75,8: PG 42,513). Refiriéndose a la liturgia, comenta S. Juan Crisóstomo: «Pensamos en procurarles algún alivio del modo que podamos... ¿Cómo? Haciendo oración por ellos y pidiendo a otros que también oren... Porque no sin razón fueron establecidas por los apóstoles mismos estas leyes; digo el que en medio de los venerandos misterios se haga memoria de los que murieron... Bien sabían ellos que de esto sacan los difuntos gran provecho y utilidad...» (In Epist. ad Philippenses Hom., 3,4: PG 62,203). Y S. Agustín: «Durante el tiempo que media entre la muerte del hombre y la resurrección final, las almas quedan retenidas en lugares recónditos, según es digna cada una de reposo o de castigo, conforme a lo que hubiere merecido cuando vivía en la carne. Y no se puede negar que las almas de los difuntos reciben alivio por la piedad de sus parientes vivos, cuando por ellas se ofrece el sacrificio del Mediador o cuando se hacen limosnas en la Iglesia» (Enquiridión, 109-110: PL 40,283).
El recuerdo o memento de los difuntos se encuentra ya presente desde los primeros libros litúrgicos. Calvino no pudo eludir el testimonio de la tradición, por ello escribía: «Hace ya mil trescientos años que se ha introducido la costumbre de orar por los difuntos. Todos los antiguos se han dejado arrastrar por el error. Yo creo que se han guiado por un sentimiento humano; no debemos imitarlos en esto» (Institutio christiana, 3,5,10). La consecuencia que saca Calvino de su afirmación primera es inaceptable dado que supone desconocer que la Liturgia es fuente o lugar teológico, lleva a menospreciar el «sensus fidelium», y equivale, en una palabra, a afirmar que la Providencia divina y la asistencia del Espíritu Santo habrían abandonado a la Iglesia permitiéndole errar durante siglos en materia perteneciente a la fe y a las costumbres. La conclusión que debe sacarse del hecho de la oración por los difuntos es, pues, la contraria a la que Calvino saca. «Ofrecer el sacrificio por el descanso de los difuntos -escribía S. Isidoro de Sevilla- ... es una costumbre observada en el mundo entero. Por esto creemos que se trata de una costumbre enseñada por los mismos Apóstoles. En efecto, la Iglesia católica la observa en todas partes; y si ella no creyera que se les perdonan los pecados a los fieles difuntos, no haría limosnas por sus almas, ni ofrecería por ellas el sacrificio a Dios» (De ecclesiasticis officüs, 1,18,11: PL 83,757).

4. El purgatorio en el Magisterio de la Iglesia. El Conc. II de Lyon, con motivo de las divergencias antes mencionadas (v. 1), propone a los ortodoxos la siguiente profesión de fe para su vuelta a la Iglesia Católica: «Creemos... que los que verdaderamente arrepentidos murieron en caridad antes de haber satisfecho con frutos dignos de penitencia por los pecados de comisión y omisión, sus almas son purificadas después de la muerte con penas purgatorias (poenis purgatoriis seu catharteriis)... y que para aliviar estas penas, les aprovechan los sufragios de los fieles vivos, es decir, el sacrificio de la Misa, las oraciones, limosnas y otras obras de piedad que según las leyes de la Iglesia han acostumbrado hacer unos fieles por otros» (Denz.Sch. 856). Sin pronunciarse sobre la cuestión de si el p. es un lugar (en sentido locativo), se profesa la fe en las penas purificadoras después de la muerte y en la validez de los sufragios, sobre todo en la aplicación de la Santa Misa.
La Const. Benedictus Deus (a. 1336), de Benedicto XII, dice: «definimos con autoridad apostólica: que, según la común ordenación de Dios, las almas de todos los santos que salieron de este mundo... en los que no había nada que purgar..., o en las que hubo o habrá algo purgable, cuando después de su muerte se hubieren purgado..., estuvieron, están y estarán en el cielo» (Denz.Sch. 1000). El Conc. de Florencia define solemnemente la existencia del p. en términos casi idénticos al de Lyon (cfr. Denz.Sch. 1304).
Lutero, como decíamos, puso primero en duda y luego negó la existencia del p., de ahí que éste fuera uno de los temas tratados en el Magisterio de la época. Ya la bula Exurge Domine incluye algunas proposiciones al respecto (Denz.Sch. 1454,1487-1489); y el Conc. de Trento se ocupa ampliamente de él. Una primera referencia se encuentra en el Decreto sobre la justificación, uno de cuyos cánones reza así: «Si alguien dijere que después de recibida la gracia de la justificación de tal manera se le perdona la culpa y se le borra el reato de pena eterna a cualquier pecador arrepentido, que no queda reato alguno de pena temporal que haya de pagarse en este mundo o en el otro en el purgatorio antes de que pueda abrirse la entrada en el reino de los cielos, sea anatema» (Denz.Sch. 1580). Se vuelve a hablar de él al tratar del sacrificio de la Misa, declarando que «si alguien dijese que el sacrificio de la Misa es solamente de alabanza y de acción de gracias, o una simple conmemoración del sacrificio consumado en la cruz, y que no es (un sacrificio) propiciatorio, o bien que aprovecha sólo a quien comulga, o que no se debe ofrecer por vivos y difuntos, por los pecados, las penas, las satisfacciones yotras necesidades, sea anatema» (Denz.Sch. 1753). Hay, finalmente, un decreto breve, de índole más bien pastoral, dedicado expresamente al p., en el que, después de recordar la verdad de su existencia y el valor de los sufragios por los difuntos, se insiste en la necesidad de tratar de este tema en la predicación (Denz.Sch. 1820).
Las profesiones de fe promulgadas por Pío IV (a. 1564; Denz.Sch. 1867), Gregorio XIII (a. 1576; Denz.Sch. 1986), Benedicto XIV (a. 1743; Denz.Sch. 2534) recogen esta doctrina. En la Const. Auctorem Fidei sobre el Sínodo de Pistoya (a. 1794; v.) se condena la proposición según la cual sería ilusoria la aplicación de las indulgencias a los difuntos (Denz.Sch. 2642). Cerremos la exposición citando al Conc. Vaticano II: «.,. algunos entre los discípulos (de Cristo) peregrinan en la tierra, otros, ya difuntos, se purifican, mientras otros son glorificados contemplando claramente al mismo Dios, Uno y Trino, tal cual es; todos, aunque en grado y forma distintos, estamos unidos en fraterna caridad y cantamos el mismo himno de gloria a nuestro Dios... Así que la unión de los peregrinos con los que durmieron en la paz de Cristo, de ninguna manera se interrumpe, antes bien, según la constante fe de la Iglesia, se fortalece con la comunicación de los bienes espirituales... La Iglesia de los peregrinos desde los primeros tiempos del cristianismo tuvo perfecto conocimiento de esta comunión de todo el cuerpo místico de Jesucristo y así conservó con gran piedad el recuerdo de los difuntos y ofreció sufragio por ellos, 'porque santo y saludable es el pensamiento de orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados' (2 Mach 12,46)» (Const. Lumen -gentium, 49-50).

5. La doctrina sobre el purgatorio y el conjunto de la dogmática católica. El p. es el punto de confluencia de otras muchas verdades de fe, que son por él presupuestas y completadas. Eso explica los errores que sobre él se han dado, ya que, negada alguna de esas verdades, se deriva lógicamente la deformación de la realidad del purgatorio. Parece por eso oportuno completar la exposición haciendo referencia a esas verdades.
a) La justificación. La negación luterana del p. deriva precisamente de aquí. Es sabido que la posición protestante es en este punto divergente de la católica (v. JUSTIFICACIÓN; LUTERO Y LUTERANISMO II, 2). La fe católica enseña que la justificación es don divino inherente al hombre, ya que somos justificados con la justicia de Dios, «no aquella con la cual es justo, sino aquella con la cual nos hace justos; aquella con la cual, agraciados por Él, somos renovados en el espíritu de nuestra mente, y no sólo somos considerados, sino que somos llamados justos verdaderamente y lo somos, recibiendo en nosotros la justicia, cada uno la suya, según la medida que 'el Espíritu Santo distribuye a cada uno según quiere' (1 Cor 12,11), y según la propia disposición y cooperación de cada uno» (Conc. Tridentino, Denz.Sch. 1529). Lutero, en cambio, afirmando que el hombre está intrínseca y esencialmente corrompido por el pecado original, no admite renovación o regeneración posible, y, por tanto, dice que la justificación consiste en una no imputación de la corrupción en atención a los méritos de Cristo. El hombre, pues, justificado legalmente, permanecería pecador en su interior. Si esto fuese así, el juicio de Dios debería recaer o sobre la sola realidad interna del hombre, en cuyo caso debería condenarle al infierno, o sobre los méritos de Cristo, en cuyo caso debería llevarle al cielo inmediatamente. En cualquier caso, resultaría absurdo que Dios ofreciese la posibilidad de una expiación ultraterrena, que, de acuerdo con la lógica luterana, sería intrínsecamente imposible.
De ahí la urgencia con que Zwinglio exige a Lutero que niegue la existencia del p. (cfr. Amica exegesis, i. e., expositio negotii, ad Martinum Luterum, en Zwinglis samtliche Werke, t. 5, Corpus, Reformatorum, 92,718), y de ahí también que, como veíamos, el Conc. de Trento se refiera especialmente al p. en el decreto sobre la justificación, y después de haber definido su carácter intrínseco.
b) El reato de pena temporal. La pena temporal debida por los pecados (v. PECADO III, A) constituye la materia de la satispasión ultraterrena; de ahí que para entender correctamente la doctrina sobre el p., se requiera haber aceptado todos los puntos de fe en torno a la remisión de los pecados mortales (v. PENITENCIA I y II). En efecto, a éstos corresponde una pena eterna; una vez perdonados, es perdonada también la pena eterna, pero permanece la pena temporal, que ha de ser satisfecha por penitencias y buenas obras. Si sobreviene la muerte sin haber satisfecho plenamente, se expían en el más allá. Esta argumentación fue desarrollada por S. Tomás; en el resumen de su pensamiento que se hace en el Suplemento de la Suma teológica se lee: «De los principios que hemos expuesto puede deducirse fácilmente la existencia del purgatorio. Porque si es verdad que la contrición borra los pecados, no quita todo el reato de pena que por ellos se debe; ni tampoco se perdonan siempre los pecados veniales, aunque desaparezcan los pecados mortales. Ahora bien, la justicia de Dios exige que una pena proporcional restablezca el orden perturbado por el pecado. Luego hay que concluir que todo aquel que muera contrito y absuelto de sus pecados, pero sin haber satisfecho plenamente por ellos a la divina justicia, debe ser castigado en la otra vida. Negar el purgatorio es, pues, blasfemar contra la justicia divina. Es, pues, un error, y un error contra la fe» (Sum. Th., Suppl. q71 al). El Conc. de Trento, en los textos citados, señala esa conexión.
c) La inmortalidad del alma. La fe en la existencia del p. comporta, además, creer que estas penas purgatorias se sufren inmediatamente después de la muerte, cosa que supone la aceptación de la escatología intermedia (cfr. Pozo, o. c. en bibl. 50-55), es decir, la verdad de la inmortalidad (v.) del alma (cfr. Conc. V de Letrán, Denz. Sch 1440), que inmediatamente (mox) tras la muerte recibe el premio o el castigo (cfr. Cont. Benedictus Deus ya citada), de modo que entre la muerte y el juicio particular y la resurrección de los cuerpos y el juicio universal existe un lapso durante el cual tiene lugar precisamente la purificación de quienes han muerto con reliquias de pecado. He aquí la argumentación de S. Tomás: «Sucede que algunos mueren sin haber podido satisfacer totalmente la penitencia debida por sus pecados, de los que ya se han arrepentido. No es congruente con la divina justicia que no satisfagan... Así, pues, padecen esta pena después de la muerte, pero no en el infierno, en el cual padecen los hombres por sus pecados mortales, ya que sus pecados mortales han sido perdonados por la penitencia... Es necesario, pues, admitir que existen penas temporales y purgatorias después de esta vida y antes del juicio final» (De rationibus fidei, ed. cit. no 1010).

6. Doctrinas teológicas. Reunimos bajo este epígrafe las principales afirmaciones que, sin pertenecer a la fe, forman parte del acervo común de la doctrina relativa al purgatorio.
a) El lugar del purgatorio. En las declaraciones solemnes de la Iglesia, por las razones ya dichas, se evitó deliberadamente hablar del p. como de un lugar. Es, pues, éste un punto que no queda ni excluido ni afirmado. «Hay que decir, argumenta al respecto Schmaus, que los hombres sometidos al proceso de purificación están ligados al espacio. Es cierto que no están sometidos a las leyes del espacio y del tiempo de esta vida terrena, pero viven con alguna relación al espacio. Desconocemos totalmente el lugar en que las almas de los difuntos pasan el proceso de purificación. En todo el universo no podemos indicar un sitio e identificarlo con el purgatorio. Lo esencial no es el lugar, sino el proceso de purificación» (o. c. en bibl. 492).
b) Las penas del purgatorio. Las declaraciones del Magisterio hablan de «penas purgatorias» sin ulterior explicitación. Es doctrina común que existe pena de daño y de sentido. La pena de daño consiste en «que se les retrasa la visión de Dios» (S. Tomás, Sum. Th., Suppl. q7l a2). Esta pena de daño se distingue esencialmente de la pena del infierno, ya que no es privar de la visión de Dios sino retrasarla: implica, pues, la seguridad de la propia salvación, cuya certeza quita a esta pena el carácter de una verdadera condenación. Es, sin embargo, verdadera pena en cuanto priva a las almas de la visión beatífica en el momento en que hubieran podido poseerla (cfr. Michel, o. c. en bibl. 1290). La pena de sentido es también comúnmente aceptada, como reparación de la conversión a las criaturas que supuso el pecado. En el cuestionario presentado a los armenios por mandato de Clemente VI se contiene la siguiente pregunta: «... si crees que son atormentados con fuego temporalmente...» (Denz.Sch. 1066), e Inocencio IV llama al p. «fuego transitorio» (Denz.Sch. 838). Los teólogos no están de acuerdo en determinar el grado de certeza con que puede ser calificada la proposición que afirma la existencia del fuego en el p.: Roberto Belarmino la califica de «probabilísima», Suárez de «cierta dentro de la holgura de la opinión teológica», Siuri de «cierta y común» (cfr. Piolanti, o. c. en bibl. 88).
Estas penas -son «tan intensas que la pena mínima del purgatorio excede a la mayor de esta vida» (S. Tomás, Sum. Th., Suppl. q71 a3). «El alma justa, escribe S. Catalina de Génova, al salir de su cuerpo viendo en sí misma alguna cosa que empaña su inocencia primitiva y se opone a su unión con Dios, experimenta una aflicción incomparable; y como sabe muy bien que este impedimento no puede ser destruido sino por el fuego del purgatorio se baja allí de repente y con plena voluntad... Sabiendo que el purgatorio es el baño destinado a lavar estas especies de mancha, corre allá... pensando mucho menos en los dolores que le esperan que en la dicha de encontrar allí su primitiva pureza» (Tratado del purgatorio, Barcelona 1946, n° 12). En medio de las penas purificadoras, las almas del p. tienen gozo y paz que proviene de la certeza de su salvación, de la plena conformidad con la voluntad divina, del gozo de la purificación y de la asistencia espiritual de Santa María, Consoladora de los afligidos (cfr. Royo Marín, o. c. en bibl. 444-449).
c) Purgatorio y perdón de los pecados veniales. Puesto que con la muerte termina el estado viador, los teólogos se preguntan si es posible y cómo se da el perdón de los pecados veniales en el purgatorio. Escribe S. Tomás: «Los pecados veniales se les perdonan después de esta vida, incluso en cuanto a la culpa, del mismo modo que se perdonan en esta vida, a saber, por un acto de amor de Dios que rechaza los pecados veniales cometidos en esta vida. Pero como después de esta vida nadie puede merecer, por haber terminado el estado de merecimiento, ese movimiento de amor les quita ciertamente el impedimento del pecado venial, pero sin que merezcan la absolución o remisión de la pena, como ocurre en esta vida» (De malo, q7 al l).
d) Duración del purgatorio. Nada se sabe en torno a la duración que el p. tiene para cada alma: «el proceso de purificación puede ocurrir despacio, de prisa o repentinamente» (Schmaus, o. c. en bibl. 502). Sólo una verdad sabemos al respecto: que el p. no existirá tras el juicio universal: «nadie -dice S. Agustín- crea que ha de haber penas purificadoras, a no ser antes de aquel último y tremendo juicio» (De Civitate Dei, 21,16: PL 41,731).
e) Devoción a las ánimas del purgatorio. Es dogma de fe que podemos ayudar eficazmente a las almas del p. con nuestros sufragios, según los Conc. de Lyon, Florencia, Trento y Vaticano II ya citados. La muerte no destruye nuestra comunión con los que murieron, miembros del Cuerpo (v.) Místico, sino que la fortalece. Por eso, «fluye hasta los muertos el amor y la fidelidad de los que peregrinan por la tierra llevándoles alegría y dicha» (Schmaus, o. c. en bibl. 503). Entre las obras que constituyen sufragios, ya citadas en los textos del Magisterio, conviene destacar la aplicación de las indulgencias (v.) según las ordenaciones de la Iglesia, aplicación que tiene lugar a modo de sufragio, es decir, pidiendo a Dios que se las aplique en la medida que sea su voluntad.
Dada la comunión existente entre la Iglesia purgante y la militante, la mayor parte de los teólogos se inclinan a pensar que también las almas del p. pueden ayudar a los vivos con su intercesión (V. COMUNIÓN DE LOS SANTOS).

V. t.: ESCATOLOGÍA III; MUERTE; JUICIO UNIVERSAL Y PARTICULAR; RETRIBUCIÓN; PURIFICACIóN; DIFUNTOS II y III; RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS.


L. F. MATEO SECO.
 

BIBL.: S. TOmÁS DE ApuINO, Suma teológica, Suppl. q71 ; (textos tomados de In IV Sent., d21, ql, al-8); íD, Summa contra Gentes, IV,91; iD, Contra errores graecorum, 32; fa, De rationibus lidei, c9; íD, Compendium theologiae, cl81; R. BELARMINO, De Ecclesia quae est in purgatorio, en Opera Omnia, II, Nápoles 1877, 351414; F. SUÁREZ, De poenitentia, disp. 45-48, 53; A. MICHEL, Purgatoire, en DTC 13,1163-1326; íD, Los misterios del más allá, San Sebastián 1954; H. LECLERCQ, Purgatoire, en DACL, XIV (II), 1978-1981 ; CH. JOURNET, Le purgatoire, Lieja 1932; M. JUGIE, Le purgatoire et les rnoyens de 1'éviter, París 1940; A. Royo MARíN, Teología de la salvación, Madrid 1956, 399-473; A. PIOLANTI, De Noaissimis el sanctorum communione, Roma 1960, 74-96; M. SCHMAus, Teología Dogmática, t. VII: Los novísimos, Madrid 1964, 490-508; C. Pozo, Teología del más allá, Madrid 1968, 240-255.
 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991