Pueblo de Dios
1. La iniciativa de Dios. «En todo tiempo y lugar
son aceptos a Dios los que le temen y practican la justicia (cfr. Act 10,35).
Quiso, sin embargo, el Señor santificar y salvar a los hombres no
individualmente y aislados entre sí, sino constituir un pueblo que le conociera
en la verdad y le sirviera santamente. Eligió como pueblo suyo el pueblo de
Israel, con el que estableció un pacto, y al que instruyó gradualmente
manifestándosele a Sí mismo y sus designios divinos a través de su historia, y
santificándolo para Sí. Pero todo esto lo realizó como preparación y símbolo del
nuevo pacto perfecto que había de efectuarse en Cristo, y de la plena revelación
que había de hacer por el mismo Verbo de Dios hecho carne. 'He aquí que llega el
tiempo, dice el Señor, en que haré una nueva alianza con la casa de Israel y con
la casa de Judá. Pondré mi ley en sus entrañas y la escribiré en sus corazones,
y seré Dios para ellos, y ellos serán mi pueblo... Todos, desde el pequeño al
mayor, me conocerán, afirma el Señor' (Ier 31,31-34). Alianza nueva que
estableció Cristo, es decir, el Nuevo Testamento en su sangre (cfr. 1 Cor
11,25), convocando un pueblo de entre los judíos y los gentiles, que se
consumara en una unidad no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera
un nuevo Pueblo de Dios» (Conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, n° 9).
Con este párrafo, el Magisterio de la Iglesia ha condensado una amplia doctrina
relativa al complejo concepto teológico de P. de D. ya su sucesiva constitución
en la economía salvífica, primero del A. T. y luego delN. T. Una primera
enseñanza se desprende: el título de P. de D. se aplica a dos realidades
sucesivas y diferentes: el pueblo de Israel y la Iglesia de Cristo. La
aplicación del mismo título no puede ser, pues, unívoca, sino análoga. Pero tal
analogía nos está diciendo también que existen ciertas relaciones de finalidad,
instrumentalidad, etcétera, entre ambas realidades sucesivas. Y una idea queda
firme: el veterotestamentario pueblo de Israel fue P. de D., en su etapa
histórica, y la Iglesia de Cristo es el P. de D., en el periodo de la historia
humana a partir de Jesucristo; pero no idéntico al anterior, sino el nuevo
Pueblo de Dios (novus Populus Dei). Nos ocuparemos, por tanto, de captar qué
sentido teológico tiene la expresión P. de D., primeramente aplicado al
veterotestamentario pueblo de Israel; después trataremos de la Iglesia, en
cuanto que considerada desde ese aspecto de P. de Dios. Finalmente, extraeremos
las consecuencias, es decir, analogías y diferencias entre ambos «pueblos», sus
puntos de unión y de diferenciación, la continuaciónsustitución del antiguo
pueblo por el nuevo.
2. Israel, Pueblo de Dios. El pueblo de Israel del A. T. no constituye una mera realidad étnica, como lo eran los demás pueblos de la tierra. Su origen radica en una singular providencia divina, distinta de los otros pueblos: cuando Abraham (v.) era viejo, y su esposa Sara anciana y estéril, contra todo pronóstico humano Dios prometió al patriarca una descendencia tan innumerable como las estrellas del cielo (cfr. Gen 15,5); por Abraham serán bendecidos todos los pueblos de la tierra (cfr. Gen 12,3). Por esta promesa hecha a Abraham y reiterada a sus inmediatos descendientes Isaac (v.) y Jacob (v.), el pueblo que nació del viejo patriarca tendrá un carácter único y sagrado. Sobre todo, a partir de la Alianza (v.) hecha por Dios con el pueblo de Israel por medio de Moisés (v.) en el Sinaí-Horeb aparece ese carácter único y sagrado del pueblo elegido. En virtud de esa Alianza, Yahwéh se constituye en el Dios de Israel, e Israel en el pueblo de Yahwéh (cfr. Dt 29,12; Lv 26,12; Ier 7,23; Ez 11,20). Por ese pacto, sellado con la sangre de un sacrificio (cfr. Ex 24,8), a la usanza de aquellos tiempos y pueblos, se establece un vínculo singular entre Dios y el pueblo de las doce tribus israelitas.
3. Naturaleza de Israel como Pueblo de Dios.
Diversos pasajes del A. T. nos componen la figura, los títulos, la naturaleza
del pueblo israelítico constituido en P. de Dios. Así, Israel es el pueblo
santo, consagrado a Yahwéh, separado para Dios de entre los demás pueblos (Dt
7,6; 14,2), su propiedad peculiar (Ex 19,5; ler 2,3), su herencia (Dt 9,26). Es,
al mismo tiempo, un reino de sacerdotes (Ex 19,6), en el que Dios es Rey sobre
súbditos que le están consagrados. De aquí surge una función universal: este
pueblo es el testigo del Dios único cerca de las otras naciones (Is 44,8); es el
pueblo que hará función de mediador entre Dios y la humanidad entera, de modo
que se eleve a Dios la alabanza de todos los hombres (Is 45,14 s., 23 s.); por
medio de Israel todas las naciones participarán en la bendición de Dios (Gen
12,3; Ier 4,2; Eccli 44,21). Yahwéh cuida a su pueblo como a una viña (Is 5,1;
Ps 80,9), se enternece como un pastor por su rebaño (Ps 80,2; 94,7), incluso
como un padre por su hijo (Ex 4,22; Os 11,1) y un esposo por su esposa (Os 2,4;
Ier 2,2; Ez 16,8).
Israel constituye, pues, un caso singular entre todos los pueblos: de un lado,
como P. de D., es una gran comunidad religiosa, que trasciende por su origen y
naturaleza el orden normal de la historia humana, y no puede ser estudiado sólo
a través de las causalidades meramente naturales. De otro lado, es un verdadero
pueblo étnicamente considerado, una magnitud histórica, con todos los
componentes temporales como los demás pueblos, componentes que serán observables
por sus contemporáneos y por la historia.
4. Israel, Pueblo de Dios, comunidad religiosa. Ya
la misma existencia de Israel como pueblo o nación fue fruto de una providencia
especial de Dios (Dt 7,7; Is 41,8); su llamada no se debió a su renombre, su
fuerza o sus méritos (Dt 7,7; 8,17; 9,4; Is 48,12), sino al gratuito amor de
Dios (Dt 7,8; Os 11,1), lo mismo que su subsistencia al sacarlo de la esclavitud
de Egipto (Dt 6,12; 7,8; 8,14; 9,26; etc.), hasta convertirlo en nación
independiente (Is 48,15), cuidándolo como a un niño (Is 44,22.24). Toda esta
prolongada y amorosa providencia divina en favor del pueblo israelítico fue
comprendida por éste mediante la acción y predicación proféticas. Así, Israel
llegó a tomar conciencia viva de su dependencia completa de Dios, que era, por
tanto, su creador, su rey, su padre.
Pero la constitución del pueblo israelítico en una verdadera comunidad de
carácter religioso y transcendente se concreta sobre todo en el llamado «día de
la asamblea» (héméra tes ekklésías de la versión griega de los Setenta, yóm
haggahal, del texto hebreo). Así, p. ej., cuatro textos del Deuteronomio (Dt
4,10; 9,10; 10,4; 18,16) pronuncian solemnemente la expresión «día de la
asamblea» para referirse, sin más determinación, al día en que Yahwéh mandó a
Moisés convocar en asamblea al pueblo (ekklésiasson pros mé ton laón, haghel-r
ha-`ám, «convoca a asamblea ante mí al pueblo»), le entregó las dos tablas de
piedra con los diez mandamientos y se selló ritualmente la Alianza de Yahwéh con
el pueblo israelita. Desde aquel día, el pueblo israelita, los hijos de Israel (óené-yisrael)
fueron constituidos por Dios en el géhal-Yawéh, la ekklésía toú Theoü (iglesia
de Dios). El estudio de los muchos textos en que aparece la fórmula géhizl-Yahwéh,
o equivalentes, da por resultado que la revelación veterotestamentaria
consideraba al pueblo israelita constituido en una comunidad verdaderamente de
carácter religioso, sobre la subestructura de un pueblo de constitución étnica (cfr.
J. M. Casciaro, El concepto de «Ekklésía» en el A. T., cit. en bibl.); todo un
pueblo consagrado a Dios, en medio de los demás pueblos de la tierra; portador
de las promesas y de las bendiciones dadas antes a los patriarcas; portador
también de la revelación divina y de la esperanza mesiánica, esto es, de una
futura y definitiva era de paz y de justicia absolutas, instauradas en la
plenitud de los tiempos, por un nuevo acto fundacional de Yahwéh, mediante una
nueva Alianza, definitiva y perfecta, que se llevará a cabo por medio del Mesías
(v.), muy superior a Moisés en todos los sentidos (aquí los textos del A. T. son
numerosísimos, sobre todo en los libros proféticos).
5. Pertenencia al Pueblo de Dios del Antiguo
Testamento. En principio sólo pertenecen a este P. de D. los descendientes según
la carne de las doce tribus israelíticas. Pero ésta no es una condición
absolutamente necesaria ni suficiente. A esa descendencia según la carne han de
añadirse unas condiciones de pertenencia: la más significativa y constatable es
la circuncisión (v.). Este rito es signo de participación en la Alianza de
Yahwéh y, consecuentemente, de pertenencia al P. de D., en cuanto comunidad
religiosa (Gen 17,10-14; los 5,2-9). Evidentemente sólo son circuncidados los
varones. Las mujeres se incorporan a la Alianza, a la comunidad, por la
pertenencia al pueblo y la observancia de las prescripciones de culto
(observancia del sábado: Ex 31,13-17; de las comidas: Lv 11; 17,10-14; de pureza
legal: Lv 12-15; de la Pascua: Ex 12,2-28.43-49; Num 9,1-14; Dt 16, 1-8), que
también afectan a los varones.
Pero al P. de D. pueden incorporarse también otras personas que no descienden
según la sangre de las doce tribus israelíticas. Todo el que confiese la fe en
Yahwéh, bendiga a Abraham y su descendencia, se proponga sinceramente practicar
la ley de la Alianza y sus ritos, puede recibir la circuncisión e incorporarse
así al P. de D. veterotestamentario (Ex 12,48; Num 10,29-32; Dt 23,8 s.; 1 Reg
8,41 ss.; Esd 6,21; Idt 14,10; Is 2,2,ss.; 19,22-25; Mich 4,1 ss.; Zach 8,23;
cfr. también Gen 12,3; 22,18; 26,4; 28,14; Ier 4,2; etc.; v. PROSÉLITOS). Por el
contrario, quien infringe los preceptos de la Alianza que se estiman
sustanciales debe ser borrado de su clan, en el que estaba inscrito, se le ha de
expulsar de la comunidad, sea o no descendiente de Abraham según la carne (Gen
17,14; Ex 12,15.19; 30,33.38; 31,14; Lv 7,20; 17,4.9.14; 23,29; Num 9,13, etc.).
Todo ello nos indica que existe un cierto, aunque restringido, universalismo y,
sobre todo, que a la infraestructura racial se puede asociar un injerto
puramente religioso, sin descendencia según la carne, o estirpar el vínculo
meramente racial, cuando falla sustancialmente el religioso. Tal es la
constitución humano-religiosa del P. de D. en el A. T.
6. El nuevo Pueblo de Dios del Nuevo Testamento. En
la historia de la salvación Dios cumple más de lo que promete, o quizá mejor
dicho, cuando Dios hace una promesa al hombre, la expresa en términos que éste
pueda de alguna manera entender: ese entendimiento humano parte de capacidades
muy reducidas, a las que Dios condesciende, para luego irle elevando por encima
de sus estrechos horizontes humanos. Por lo que a nuestro tema atañe, Dios había
hablado muchas veces en el A. T. de que haría una nueva y definitiva Alianza,
renovaría a su pueblo, convirtiéndolo en uno nuevo, etc. Todo esto quedó
cumplido y como «superado» en Jesucristo (v.), no sólo Mesías excelso pero sólo
humano, sino Mesías Hijo de Dios, Dios (v. MESÍAS). En efecto, por la muerte
redentora de Jesucristo, Dios hizo la nueva Alianza ya prometida, sellada no con
sangre de animales, sino con la del Hijo de Dios Encarnado. En virtud de esa
nueva Alianza, el Nuevo Testamento, quedaba creado un nuevo pueblo, que tiene
aspectos de continuidad con el antiguo, pero aún más de sustitución de él, de
novedad. En este nuevo pueblo se cumple de modo trascendente lo previsto por
Dios en el A. T.: «Vosotros seréis mi pueblo y Yo seré vuestro Dios» (2 Cor
6,16, cfr. Lv 26,12; Heb 8,10, cfr. Ier 31,33; Apc 21,3).
La primera idea, pues, que da el N. T. acerca de la Iglesia (v.) de Cristo es
que es el nuevo y definitivo P. de Dios. Esta noción de Iglesia se complementa
con aquella otra profundísima que, partiendo de la revelación, expresada
claramente en S. Pablo, de que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo (V.'CUERPO
MÍSTICO; IGLESIA III), intenta también definir la naturaleza de la Iglesia con
la fórmula de que ésta es el Cuerpo místico de Cristo. Ambas nociones
complementarias de la Iglesia, como P. de D. y Cuerpo de Cristo, no son
fácilmente aprensibles por la profunda naturaleza de la Iglesia, que transciende
los marcos mentales humanos. El Conc. Vaticano II ha redactado párrafos de
admirable enseñanza, que deberán ser meditados por los cristianos con el alma y
el corazón abiertos a la penetración de la fe. Así enseña el Magisterio: «E1
cual pacto nuevo lo estableció Cristo, es decir, el Nuevo Testamento en su
sangre, convocando un pueblo de entre los judíos y los gentiles, que consumara
en una unidad no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera un nuevo
Pueblo de Dios... Ese pueblo mesiánico tiene por cabeza a Cristo, que `fue
entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra salvación'» (Const. Lumen
gentium, n° 9). «El Hijo de Dios, Encarnado en la naturaleza humana, redimió al
hombre y lo transformó en una nueva criatura (Gal 6,15; 2 Cor 5,17), superando
la muerte con su muerte y resurrección. A sus hermanos, convocados de entre
todas las gentes, los constituyó místicamente como su Cuerpo, comunicándoles su
Espíritu» (Lumen gentium, n° 7). El Magisterio, pues, enseña la íntima
comunicación y complementariedad de ideas al llamar a la Iglesia, siguiendo a la
S. E., nuevo P. de D., pueblo mesiánico, cuerpo místico de Cristo, al que tiene
por Cabeza, etc.
7. Naturaleza del nuevo Pueblo de Dios, que es la
Iglesia. Este nuevo Pueblo ha sido santificado por medio de la sangre de Cristo
(Heb 13,12), que expió por los pecados de ese Pueblo (Heb 2,17). La revelación
del N. T., recurriendo a las imágenes del A. T., enseña los títulos del nuevo
Pueblo. Así, la Iglesia es el pueblo particular de Dios (Tit 2,14, cfr. Dt 7,6);
es la raza elegida, la nación santa, el pueblo adquirido (1 Pet 2,9, cfr. Ex
19,5 e Is 43,20 s.); es la esposa del Señor (Eph 5,25, cfr. Os 2,4); es su viña
(Mt 21,33, cfr. Is 5,1 s.);es su rebaño (lo 10,1-10, cfr. Is 40,11 y Ez 34,11 ss.);
es la casa de Dios (1 Tim 3,15, cfr. los 6,24; 1 Sam 1,24; 3,15; 1 Reg 7,12; Ps
5,8; etc.). Las imágenes, pues, del antiguo pueblo son cumplidas plenamente en
el nuevo. Allí eran más bien una figura; en el nuevo P. de D., que es la
Iglesia, son la realidad. El pueblo de la antigua Alianza había experimentado la
providencia de Dios en los sucesos de su propia historia, que por ello
consideraba sagrada. De modo semejante, los autores inspirados del N. T.
expresan en el lenguaje figurado del A. T. los..caminos..de salvación, que Dios
tiene preparados para el nuevo Pueblo: éste saldrá del destierro de la
Babilonia, ciudad del mal (Apc 18,4), mediante un caminar hacia el reposo de la
tierra prometida (Heb 4,9), para reunirse en la Jerusalén o ciudad del gran Dios
(Apc 21,3)...
Ahora bien, la visión que dan los autores sagrados del N. T. es una visión que
trasciende los planos meramente temporales e intrahistóricos, para elevarse al
plano celestial. Es más, ambos planos, terrestre y celestial, se hallan
entremezclados en lo referente a la Iglesia. Semejante superposición es común a
todos los escritos del N. T., pero quizá se encuentren más continua e
íntimamente mezclados en el Apocalipsis (v.) de S. Juan, que como conjunto es el
escrito más netamente profético del N. T. En efecto, en el Apc el sentido
anagógico (realidades celestes que son representadas en figuras por los
acontecimientos y cosas terrenales, v. NOEMÁTICA) impregna muchísimos pasajes
del libro, de modo que no pueden interpretarse sólo como referentes a la Iglesia
terrestre, sino que han de ser entendidos como referencias, revelación, acerca
de la Iglesia celestial, que además, no es sólo futura (V. ESCATOLOGÍA), sino
que está ya, ahora, también en los cielos. Todo ello nos está enseñando que el
nuevo P. de D. o Iglesia es a la vez terrestre y celestial, visible e invisible,
presente y futura, histórica y metahistórica: es un pueblo que peregrina en la
tierra (Iglesia militante) en marcha hacia el cielo, pero que ya ha llegado en
parte a ese cielo (Iglesia triunfante: Cristo resucitado, los bienaventurados,
los ángeles), al mismo tiempo que en parte también se purifica fuera de los
ámbitos espaciales y temporales de este mundo (Iglesia purgante).
De este modo, el nuevo P. de D., al mismo tiempo que es un reino sacerdotal (1
Pet 2,9) en esta tierra, no pertenece a este mundo (lo 18,36); viviendo en esta
tierra no tiene en ella ciudad permanente, sino que su patria verdadera está en
los cielos (Heb 11,13), donde tiene derecho de ciudadanía (Philp 3,21), pues sus
ciudadanos son los hijos de la Jerusalén de lo alto (Gal 4,26), ciudad que al
final de los tiempos descenderá a la tierra desde los cielos (Apc 21,1 ss.). La
naturaleza, pues, del nuevo pueblo es trascendente al espacio terrestre y al
tiempo, aunque también vive en ellos: historia, escatología (v.) y anagogía (v.
NOEMÁTICA) son dimensiones necesarias para entender el profundo misterio que
para nosotros es la realidad compleja del nuevo pueblo o Iglesia. Ésta rebasa la
consideración meramente histórica y humana, mucho más plena y hondamente que el
antiguo pueblo también trascendía los métodos de investigación exclusivamente
histórica.
8. El nuevo Pueblo de Dios y la salvación universal.
Aunque Jesucristo predicó el Evangelio, o buena nueva de la llegada del Reino de
Dios (v.), primeramente a sus compatriotas los israelitas, muere no sólo por los
de su nación, sino por todos los hombres, hijos de Dios, que vivían apartados de
Él (lo 11,52), derribó el «muro» que separaba a Israel de las otras naciones (Eph
2,14), puso fin a la primera economía e inauguró la nueva, en la cual se convoca
un nuevo pueblo de entre todas las naciones (Act 15,14), de modo que los que no
eran antes su pueblo lo sean ahora (Rom 9,25 s.; 1 Pet 2,10) y participen en la
herencia de los santificados (Act 26,18). El nuevo Pueblo santo constituido por
Jesucristo está, pues, integrado por personas «de todas las tribus, pueblos,
naciones y lenguas» (Apc 5,9; 7,9; 11,9; 13,7; 14,6), desapareciendo toda
discriminación entre unos y otros (Gal 3,28). «Ese pueblo mesiánico, pues,
aunque de momento no contenga a todos los hombres y muchas veces aparezca como
una pequeña grey, es, sin embargo, el germen firmísimo de unidad, de esperanza y
de salvación para todo el género humano. Constituido por Cristo en orden a la
comunicación de vida, de caridad y de verdad, es empleado también por Él como
instrumento de la redención universal y es enviado a todo el mundo como luz del
mundo y sal de la tierra» (Lumen gentium, n° 9).
Consecuente con la naturaleza del nuevo Pueblo, la salvación (v.) universal (de
la que la Iglesia es instrumento como en manos de Cristo) es también de carácter
netamente religioso, moral y espiritual. «Consumada, pues, la obra que el Padre
confió al Hijo en la tierra (cfr. lo 17,4), fue enviado el Espíritu Santo en el
día de Pentecostés para que indeficientemente santificara a la Iglesia y, de
esta forma, los que creen en Cristo pudieran acercarse al Padre en un mismo
Espíritu (Eph 2,18). Él es el Espíritu de la vida o la fuente del agua que salta
hasta la vida eterna (lo 4,14; 7,38-39), por quien vivifica el Padre a todos los
muertos por el pecado hasta que resucite en Cristo sus cuerpos mortales (Rom
8,10-11). El Espíritu habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como
en un templo (1 Cor 3,16; 6,19) y en ellos ora y da testimonio de la adopción de
hijos (Gal 4,6; Rom 8,15-16.26). Con diversos dones jerárquicos y carismáticos
dirige y enriquece con todos sus frutos a la Iglesia (Eph 4,11-12; 1 Cor 12,4;
Gal 5,22), a la que guía hacia toda verdad (lo 16,13) y unifica en comunión y
ministerio» (Lumen gentium, n° 4).
9. Terminología esencial respecto a «Pueblo de
Dios». Las dos palabras hebreas goy y `ám designaban originariamente el mismo
concepto de pueblo o nación. Pero muy pronto, en la lengua original hebrea del
A. T., 'am, en singular, se empleó preferentemente para designar al pueblo
israelítico, mientras goy, en plural (=goyim), designaba a los pueblos o
naciones no israelíticos y, por tanto, paganos, gentiles; de aquí que 'am
equivaliera a pueblo de Dios, mientras goyim eran los pueblos que no adoraban al
único Dios verdadero. Del sentido étnico se pasó al religioso. En la traducción
griega de los Setenta y después en el texto original griego del N. T., 'am se
vertió por laós y goyim por éthné (pl. de éthnos), acentuándose aún más el
predominio del valor técnicoreligioso.
Junto al término fundamental `itm (=1aós, pueblo), el A. T. usa otros nombres
con valor técnico-religioso predominante: `edáh (=multitud con unos lazos
comunitarios), qahal (=asamblea o comunidad reunida en acto por un motivo de
culto) y migrá' (=convocación, grupo o parte del pueblo convocado para una
reunión sagrada). En la versión de los Setenta `edáh fue traducida
preferentemente por la palabra griega synagógé (de la que procede sinagoga);
gahal por ekklésía (=iglesia), y miqrá' permaneció flotante entre synagógé,
ekklésía y otros vocablos. Los traductores de la versión de los Setentadieron,
pues, nuevo valor religioso a la palabra griega ekklésía, que en el mundo griego
significaba la asamblea del demos (el conjunto de los habitantes libres de la
pólis), y, por tanto, tenía un valor profano, político.
Partiendo del vocablo qahal, la ekklésía neotestamentaria o Iglesia ha sido el
vocablo genuinamente cristiano para designar específicamente al P. de D. del N.
T., connotando su convocación por Jesucristo, su constitución por la nueva
Alianza en la sangre de Jesús y su vínculo eucarística y bautismal. Por esta
causa, cuando en el lenguaje cristiano se emplea la expresión Pueblo de Dios, no
pueden separarse de ella esos caracteres constitutivos sobrenaturales, que se
concentran en el sacrificio cruento de Cristo en la cruz, renovado en el
sacrificio incruento de la santa misa, y del que participan, cada uno a su modo,
todos los sacramentos.
10. Recapitulación: el «tertium genus». Los teólogos
intentan encuadrar las relaciones entre el antiguo y el nuevo P. de D. haciendo
intervenir los conceptos antitéticos de continuidad y discontinuidad o
sustitución. Pero son conscientes de que la realidad de la Iglesia, el «nuevo
Pueblo», no se deja fácilmente clasificar y encuadrar en moldes meramente
humanos. Entre la inmensa riqueza de la revelación neotestamentaria nos vamos a
fijar, por motivos de brevedad, sólo en dos textos de S. Pablo: «Por tanto, el
que está en Cristo es una nueva creación (kainé ktísis). Las cosas antiguas han
pasado; he aquí que todo ha sido renovado. Todo ha sido obra de Dios que nos ha
reconciliado con Él por medio de Cristo»... (2 Cor 5,17-18). En otro lugar,
hablando el apóstol de los efectos del bautismo, del «revestimiento de Cristo»,
llega a decir: «Ya no hay, pues, judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni
mujer: porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3,28). Pero S. Pablo
no era hombre para emplear metáforas delicuescentes. Cuando usa la palabra
creación, ktísis, no deja de percibir la analogía con la creación del primer
hombre. Los cristianos son verdaderamente una nueva creación. Ante esta
realidad, los moldes antiguos se rompen, como explica en Gal 3,28. El apóstol S.
Pablo ha entendido, y por medio de él Dios nos revela, que la antigua división
entre judíos y gentiles ha sido superada por una realidad que convoca a sí a
unos y a otros (v. HOMBRE 11, 3). Uno de los primeros apologistas cristianos,
Arístides de Atenas (v.), dirigiéndose al emperador Adriano (v.), explicará
admirablemente la afirmación paulina, diciendo que además de los judíos, que
siguen aferrados a su A. T., y de los gentiles, que adoran a los llamados
dioses, hay un tercer género de hombres, los cristianos (Arístides, Apología,
cap. 2).
En conclusión, el «nuevo Pueblo de Dios», fundado por Cristo, trasciende los
cuadros étnicos, políticos, sociales..., absorbiendo toda diferenciación. Ese
Pueblo realiza, finalmente, los designios de Dios esbozados en el primer Israel,
para alcanzar el Israel ideal: «el Israel de Dios» (Gal 6,16). Se ha
constituido, pues, el tertiunt genus, el Pueblo que no es ni israelítico ni
gentil, sino simple y únicamente la Iglesia, el Pueblo de Dios.
V. t.: ALIANZA [Religión] II; ANTIGUO TESTAMENTO I; CUERPO MÍSTICO; ELECCIÓN
DIVINA; EUCARISTÍA; GENTILES; IGLESIA; ISRAEL, RESTO DE; MESÍAS; NUEVO
TESTAMENTO I; REINO DE DIOS; SALVACIÓN.
J. M. CASCIARO RAMÍREZ.
BIBL.: Magisterio: CONCILIO VATICANO II, Const. dogm.
Lumen Gentium; íD, Const. dogm. Dei Verbum; CONC. VATICANO I, Const. dogm.
Pastor aeternus; PAULO VI, Enc. Ecclesiam suam; Pío XII, Enc. Mystici Corporis.
Padres: ARÍSTIDES DE ATENAS, Apología, cap. 2; S. JUSTINO MÁRTIR, Diálogo con
Tritón, cap. 11; ANóNIMO, Epístola de Bernabé, cap. 14.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991