Pueblo de Dios
 

1. La iniciativa de Dios. «En todo tiempo y lugar son aceptos a Dios los que le temen y practican la justicia (cfr. Act 10,35). Quiso, sin embargo, el Señor santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados entre sí, sino constituir un pueblo que le conociera en la verdad y le sirviera santamente. Eligió como pueblo suyo el pueblo de Israel, con el que estableció un pacto, y al que instruyó gradualmente manifestándosele a Sí mismo y sus designios divinos a través de su historia, y santificándolo para Sí. Pero todo esto lo realizó como preparación y símbolo del nuevo pacto perfecto que había de efectuarse en Cristo, y de la plena revelación que había de hacer por el mismo Verbo de Dios hecho carne. 'He aquí que llega el tiempo, dice el Señor, en que haré una nueva alianza con la casa de Israel y con la casa de Judá. Pondré mi ley en sus entrañas y la escribiré en sus corazones, y seré Dios para ellos, y ellos serán mi pueblo... Todos, desde el pequeño al mayor, me conocerán, afirma el Señor' (Ier 31,31-34). Alianza nueva que estableció Cristo, es decir, el Nuevo Testamento en su sangre (cfr. 1 Cor 11,25), convocando un pueblo de entre los judíos y los gentiles, que se consumara en una unidad no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera un nuevo Pueblo de Dios» (Conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, n° 9).
Con este párrafo, el Magisterio de la Iglesia ha condensado una amplia doctrina relativa al complejo concepto teológico de P. de D. ya su sucesiva constitución en la economía salvífica, primero del A. T. y luego delN. T. Una primera enseñanza se desprende: el título de P. de D. se aplica a dos realidades sucesivas y diferentes: el pueblo de Israel y la Iglesia de Cristo. La aplicación del mismo título no puede ser, pues, unívoca, sino análoga. Pero tal analogía nos está diciendo también que existen ciertas relaciones de finalidad, instrumentalidad, etcétera, entre ambas realidades sucesivas. Y una idea queda firme: el veterotestamentario pueblo de Israel fue P. de D., en su etapa histórica, y la Iglesia de Cristo es el P. de D., en el periodo de la historia humana a partir de Jesucristo; pero no idéntico al anterior, sino el nuevo Pueblo de Dios (novus Populus Dei). Nos ocuparemos, por tanto, de captar qué sentido teológico tiene la expresión P. de D., primeramente aplicado al veterotestamentario pueblo de Israel; después trataremos de la Iglesia, en cuanto que considerada desde ese aspecto de P. de Dios. Finalmente, extraeremos las consecuencias, es decir, analogías y diferencias entre ambos «pueblos», sus puntos de unión y de diferenciación, la continuaciónsustitución del antiguo pueblo por el nuevo.

2. Israel, Pueblo de Dios. El pueblo de Israel del A. T. no constituye una mera realidad étnica, como lo eran los demás pueblos de la tierra. Su origen radica en una singular providencia divina, distinta de los otros pueblos: cuando Abraham (v.) era viejo, y su esposa Sara anciana y estéril, contra todo pronóstico humano Dios prometió al patriarca una descendencia tan innumerable como las estrellas del cielo (cfr. Gen 15,5); por Abraham serán bendecidos todos los pueblos de la tierra (cfr. Gen 12,3). Por esta promesa hecha a Abraham y reiterada a sus inmediatos descendientes Isaac (v.) y Jacob (v.), el pueblo que nació del viejo patriarca tendrá un carácter único y sagrado. Sobre todo, a partir de la Alianza (v.) hecha por Dios con el pueblo de Israel por medio de Moisés (v.) en el Sinaí-Horeb aparece ese carácter único y sagrado del pueblo elegido. En virtud de esa Alianza, Yahwéh se constituye en el Dios de Israel, e Israel en el pueblo de Yahwéh (cfr. Dt 29,12; Lv 26,12; Ier 7,23; Ez 11,20). Por ese pacto, sellado con la sangre de un sacrificio (cfr. Ex 24,8), a la usanza de aquellos tiempos y pueblos, se establece un vínculo singular entre Dios y el pueblo de las doce tribus israelitas.

3. Naturaleza de Israel como Pueblo de Dios. Diversos pasajes del A. T. nos componen la figura, los títulos, la naturaleza del pueblo israelítico constituido en P. de Dios. Así, Israel es el pueblo santo, consagrado a Yahwéh, separado para Dios de entre los demás pueblos (Dt 7,6; 14,2), su propiedad peculiar (Ex 19,5; ler 2,3), su herencia (Dt 9,26). Es, al mismo tiempo, un reino de sacerdotes (Ex 19,6), en el que Dios es Rey sobre súbditos que le están consagrados. De aquí surge una función universal: este pueblo es el testigo del Dios único cerca de las otras naciones (Is 44,8); es el pueblo que hará función de mediador entre Dios y la humanidad entera, de modo que se eleve a Dios la alabanza de todos los hombres (Is 45,14 s., 23 s.); por medio de Israel todas las naciones participarán en la bendición de Dios (Gen 12,3; Ier 4,2; Eccli 44,21). Yahwéh cuida a su pueblo como a una viña (Is 5,1; Ps 80,9), se enternece como un pastor por su rebaño (Ps 80,2; 94,7), incluso como un padre por su hijo (Ex 4,22; Os 11,1) y un esposo por su esposa (Os 2,4; Ier 2,2; Ez 16,8).
Israel constituye, pues, un caso singular entre todos los pueblos: de un lado, como P. de D., es una gran comunidad religiosa, que trasciende por su origen y naturaleza el orden normal de la historia humana, y no puede ser estudiado sólo a través de las causalidades meramente naturales. De otro lado, es un verdadero pueblo étnicamente considerado, una magnitud histórica, con todos los componentes temporales como los demás pueblos, componentes que serán observables por sus contemporáneos y por la historia.

4. Israel, Pueblo de Dios, comunidad religiosa. Ya la misma existencia de Israel como pueblo o nación fue fruto de una providencia especial de Dios (Dt 7,7; Is 41,8); su llamada no se debió a su renombre, su fuerza o sus méritos (Dt 7,7; 8,17; 9,4; Is 48,12), sino al gratuito amor de Dios (Dt 7,8; Os 11,1), lo mismo que su subsistencia al sacarlo de la esclavitud de Egipto (Dt 6,12; 7,8; 8,14; 9,26; etc.), hasta convertirlo en nación independiente (Is 48,15), cuidándolo como a un niño (Is 44,22.24). Toda esta prolongada y amorosa providencia divina en favor del pueblo israelítico fue comprendida por éste mediante la acción y predicación proféticas. Así, Israel llegó a tomar conciencia viva de su dependencia completa de Dios, que era, por tanto, su creador, su rey, su padre.
Pero la constitución del pueblo israelítico en una verdadera comunidad de carácter religioso y transcendente se concreta sobre todo en el llamado «día de la asamblea» (héméra tes ekklésías de la versión griega de los Setenta, yóm haggahal, del texto hebreo). Así, p. ej., cuatro textos del Deuteronomio (Dt 4,10; 9,10; 10,4; 18,16) pronuncian solemnemente la expresión «día de la asamblea» para referirse, sin más determinación, al día en que Yahwéh mandó a Moisés convocar en asamblea al pueblo (ekklésiasson pros mé ton laón, haghel-r ha-`ám, «convoca a asamblea ante mí al pueblo»), le entregó las dos tablas de piedra con los diez mandamientos y se selló ritualmente la Alianza de Yahwéh con el pueblo israelita. Desde aquel día, el pueblo israelita, los hijos de Israel (óené-yisrael) fueron constituidos por Dios en el géhal-Yawéh, la ekklésía toú Theoü (iglesia de Dios). El estudio de los muchos textos en que aparece la fórmula géhizl-Yahwéh, o equivalentes, da por resultado que la revelación veterotestamentaria consideraba al pueblo israelita constituido en una comunidad verdaderamente de carácter religioso, sobre la subestructura de un pueblo de constitución étnica (cfr. J. M. Casciaro, El concepto de «Ekklésía» en el A. T., cit. en bibl.); todo un pueblo consagrado a Dios, en medio de los demás pueblos de la tierra; portador de las promesas y de las bendiciones dadas antes a los patriarcas; portador también de la revelación divina y de la esperanza mesiánica, esto es, de una futura y definitiva era de paz y de justicia absolutas, instauradas en la plenitud de los tiempos, por un nuevo acto fundacional de Yahwéh, mediante una nueva Alianza, definitiva y perfecta, que se llevará a cabo por medio del Mesías (v.), muy superior a Moisés en todos los sentidos (aquí los textos del A. T. son numerosísimos, sobre todo en los libros proféticos).

5. Pertenencia al Pueblo de Dios del Antiguo Testamento. En principio sólo pertenecen a este P. de D. los descendientes según la carne de las doce tribus israelíticas. Pero ésta no es una condición absolutamente necesaria ni suficiente. A esa descendencia según la carne han de añadirse unas condiciones de pertenencia: la más significativa y constatable es la circuncisión (v.). Este rito es signo de participación en la Alianza de Yahwéh y, consecuentemente, de pertenencia al P. de D., en cuanto comunidad religiosa (Gen 17,10-14; los 5,2-9). Evidentemente sólo son circuncidados los varones. Las mujeres se incorporan a la Alianza, a la comunidad, por la pertenencia al pueblo y la observancia de las prescripciones de culto (observancia del sábado: Ex 31,13-17; de las comidas: Lv 11; 17,10-14; de pureza legal: Lv 12-15; de la Pascua: Ex 12,2-28.43-49; Num 9,1-14; Dt 16, 1-8), que también afectan a los varones.
Pero al P. de D. pueden incorporarse también otras personas que no descienden según la sangre de las doce tribus israelíticas. Todo el que confiese la fe en Yahwéh, bendiga a Abraham y su descendencia, se proponga sinceramente practicar la ley de la Alianza y sus ritos, puede recibir la circuncisión e incorporarse así al P. de D. veterotestamentario (Ex 12,48; Num 10,29-32; Dt 23,8 s.; 1 Reg 8,41 ss.; Esd 6,21; Idt 14,10; Is 2,2,ss.; 19,22-25; Mich 4,1 ss.; Zach 8,23; cfr. también Gen 12,3; 22,18; 26,4; 28,14; Ier 4,2; etc.; v. PROSÉLITOS). Por el contrario, quien infringe los preceptos de la Alianza que se estiman sustanciales debe ser borrado de su clan, en el que estaba inscrito, se le ha de expulsar de la comunidad, sea o no descendiente de Abraham según la carne (Gen 17,14; Ex 12,15.19; 30,33.38; 31,14; Lv 7,20; 17,4.9.14; 23,29; Num 9,13, etc.). Todo ello nos indica que existe un cierto, aunque restringido, universalismo y, sobre todo, que a la infraestructura racial se puede asociar un injerto puramente religioso, sin descendencia según la carne, o estirpar el vínculo meramente racial, cuando falla sustancialmente el religioso. Tal es la constitución humano-religiosa del P. de D. en el A. T.

6. El nuevo Pueblo de Dios del Nuevo Testamento. En la historia de la salvación Dios cumple más de lo que promete, o quizá mejor dicho, cuando Dios hace una promesa al hombre, la expresa en términos que éste pueda de alguna manera entender: ese entendimiento humano parte de capacidades muy reducidas, a las que Dios condesciende, para luego irle elevando por encima de sus estrechos horizontes humanos. Por lo que a nuestro tema atañe, Dios había hablado muchas veces en el A. T. de que haría una nueva y definitiva Alianza, renovaría a su pueblo, convirtiéndolo en uno nuevo, etc. Todo esto quedó cumplido y como «superado» en Jesucristo (v.), no sólo Mesías excelso pero sólo humano, sino Mesías Hijo de Dios, Dios (v. MESÍAS). En efecto, por la muerte redentora de Jesucristo, Dios hizo la nueva Alianza ya prometida, sellada no con sangre de animales, sino con la del Hijo de Dios Encarnado. En virtud de esa nueva Alianza, el Nuevo Testamento, quedaba creado un nuevo pueblo, que tiene aspectos de continuidad con el antiguo, pero aún más de sustitución de él, de novedad. En este nuevo pueblo se cumple de modo trascendente lo previsto por Dios en el A. T.: «Vosotros seréis mi pueblo y Yo seré vuestro Dios» (2 Cor 6,16, cfr. Lv 26,12; Heb 8,10, cfr. Ier 31,33; Apc 21,3).
La primera idea, pues, que da el N. T. acerca de la Iglesia (v.) de Cristo es que es el nuevo y definitivo P. de Dios. Esta noción de Iglesia se complementa con aquella otra profundísima que, partiendo de la revelación, expresada claramente en S. Pablo, de que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo (V.'CUERPO MÍSTICO; IGLESIA III), intenta también definir la naturaleza de la Iglesia con la fórmula de que ésta es el Cuerpo místico de Cristo. Ambas nociones complementarias de la Iglesia, como P. de D. y Cuerpo de Cristo, no son fácilmente aprensibles por la profunda naturaleza de la Iglesia, que transciende los marcos mentales humanos. El Conc. Vaticano II ha redactado párrafos de admirable enseñanza, que deberán ser meditados por los cristianos con el alma y el corazón abiertos a la penetración de la fe. Así enseña el Magisterio: «E1 cual pacto nuevo lo estableció Cristo, es decir, el Nuevo Testamento en su sangre, convocando un pueblo de entre los judíos y los gentiles, que consumara en una unidad no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera un nuevo Pueblo de Dios... Ese pueblo mesiánico tiene por cabeza a Cristo, que `fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra salvación'» (Const. Lumen gentium, n° 9). «El Hijo de Dios, Encarnado en la naturaleza humana, redimió al hombre y lo transformó en una nueva criatura (Gal 6,15; 2 Cor 5,17), superando la muerte con su muerte y resurrección. A sus hermanos, convocados de entre todas las gentes, los constituyó místicamente como su Cuerpo, comunicándoles su Espíritu» (Lumen gentium, n° 7). El Magisterio, pues, enseña la íntima comunicación y complementariedad de ideas al llamar a la Iglesia, siguiendo a la S. E., nuevo P. de D., pueblo mesiánico, cuerpo místico de Cristo, al que tiene por Cabeza, etc.

7. Naturaleza del nuevo Pueblo de Dios, que es la Iglesia. Este nuevo Pueblo ha sido santificado por medio de la sangre de Cristo (Heb 13,12), que expió por los pecados de ese Pueblo (Heb 2,17). La revelación del N. T., recurriendo a las imágenes del A. T., enseña los títulos del nuevo Pueblo. Así, la Iglesia es el pueblo particular de Dios (Tit 2,14, cfr. Dt 7,6); es la raza elegida, la nación santa, el pueblo adquirido (1 Pet 2,9, cfr. Ex 19,5 e Is 43,20 s.); es la esposa del Señor (Eph 5,25, cfr. Os 2,4); es su viña (Mt 21,33, cfr. Is 5,1 s.);es su rebaño (lo 10,1-10, cfr. Is 40,11 y Ez 34,11 ss.); es la casa de Dios (1 Tim 3,15, cfr. los 6,24; 1 Sam 1,24; 3,15; 1 Reg 7,12; Ps 5,8; etc.). Las imágenes, pues, del antiguo pueblo son cumplidas plenamente en el nuevo. Allí eran más bien una figura; en el nuevo P. de D., que es la Iglesia, son la realidad. El pueblo de la antigua Alianza había experimentado la providencia de Dios en los sucesos de su propia historia, que por ello consideraba sagrada. De modo semejante, los autores inspirados del N. T. expresan en el lenguaje figurado del A. T. los..caminos..de salvación, que Dios tiene preparados para el nuevo Pueblo: éste saldrá del destierro de la Babilonia, ciudad del mal (Apc 18,4), mediante un caminar hacia el reposo de la tierra prometida (Heb 4,9), para reunirse en la Jerusalén o ciudad del gran Dios (Apc 21,3)...
Ahora bien, la visión que dan los autores sagrados del N. T. es una visión que trasciende los planos meramente temporales e intrahistóricos, para elevarse al plano celestial. Es más, ambos planos, terrestre y celestial, se hallan entremezclados en lo referente a la Iglesia. Semejante superposición es común a todos los escritos del N. T., pero quizá se encuentren más continua e íntimamente mezclados en el Apocalipsis (v.) de S. Juan, que como conjunto es el escrito más netamente profético del N. T. En efecto, en el Apc el sentido anagógico (realidades celestes que son representadas en figuras por los acontecimientos y cosas terrenales, v. NOEMÁTICA) impregna muchísimos pasajes del libro, de modo que no pueden interpretarse sólo como referentes a la Iglesia terrestre, sino que han de ser entendidos como referencias, revelación, acerca de la Iglesia celestial, que además, no es sólo futura (V. ESCATOLOGÍA), sino que está ya, ahora, también en los cielos. Todo ello nos está enseñando que el nuevo P. de D. o Iglesia es a la vez terrestre y celestial, visible e invisible, presente y futura, histórica y metahistórica: es un pueblo que peregrina en la tierra (Iglesia militante) en marcha hacia el cielo, pero que ya ha llegado en parte a ese cielo (Iglesia triunfante: Cristo resucitado, los bienaventurados, los ángeles), al mismo tiempo que en parte también se purifica fuera de los ámbitos espaciales y temporales de este mundo (Iglesia purgante).
De este modo, el nuevo P. de D., al mismo tiempo que es un reino sacerdotal (1 Pet 2,9) en esta tierra, no pertenece a este mundo (lo 18,36); viviendo en esta tierra no tiene en ella ciudad permanente, sino que su patria verdadera está en los cielos (Heb 11,13), donde tiene derecho de ciudadanía (Philp 3,21), pues sus ciudadanos son los hijos de la Jerusalén de lo alto (Gal 4,26), ciudad que al final de los tiempos descenderá a la tierra desde los cielos (Apc 21,1 ss.). La naturaleza, pues, del nuevo pueblo es trascendente al espacio terrestre y al tiempo, aunque también vive en ellos: historia, escatología (v.) y anagogía (v. NOEMÁTICA) son dimensiones necesarias para entender el profundo misterio que para nosotros es la realidad compleja del nuevo pueblo o Iglesia. Ésta rebasa la consideración meramente histórica y humana, mucho más plena y hondamente que el antiguo pueblo también trascendía los métodos de investigación exclusivamente histórica.

8. El nuevo Pueblo de Dios y la salvación universal. Aunque Jesucristo predicó el Evangelio, o buena nueva de la llegada del Reino de Dios (v.), primeramente a sus compatriotas los israelitas, muere no sólo por los de su nación, sino por todos los hombres, hijos de Dios, que vivían apartados de Él (lo 11,52), derribó el «muro» que separaba a Israel de las otras naciones (Eph 2,14), puso fin a la primera economía e inauguró la nueva, en la cual se convoca un nuevo pueblo de entre todas las naciones (Act 15,14), de modo que los que no eran antes su pueblo lo sean ahora (Rom 9,25 s.; 1 Pet 2,10) y participen en la herencia de los santificados (Act 26,18). El nuevo Pueblo santo constituido por Jesucristo está, pues, integrado por personas «de todas las tribus, pueblos, naciones y lenguas» (Apc 5,9; 7,9; 11,9; 13,7; 14,6), desapareciendo toda discriminación entre unos y otros (Gal 3,28). «Ese pueblo mesiánico, pues, aunque de momento no contenga a todos los hombres y muchas veces aparezca como una pequeña grey, es, sin embargo, el germen firmísimo de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano. Constituido por Cristo en orden a la comunicación de vida, de caridad y de verdad, es empleado también por Él como instrumento de la redención universal y es enviado a todo el mundo como luz del mundo y sal de la tierra» (Lumen gentium, n° 9).
Consecuente con la naturaleza del nuevo Pueblo, la salvación (v.) universal (de la que la Iglesia es instrumento como en manos de Cristo) es también de carácter netamente religioso, moral y espiritual. «Consumada, pues, la obra que el Padre confió al Hijo en la tierra (cfr. lo 17,4), fue enviado el Espíritu Santo en el día de Pentecostés para que indeficientemente santificara a la Iglesia y, de esta forma, los que creen en Cristo pudieran acercarse al Padre en un mismo Espíritu (Eph 2,18). Él es el Espíritu de la vida o la fuente del agua que salta hasta la vida eterna (lo 4,14; 7,38-39), por quien vivifica el Padre a todos los muertos por el pecado hasta que resucite en Cristo sus cuerpos mortales (Rom 8,10-11). El Espíritu habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo (1 Cor 3,16; 6,19) y en ellos ora y da testimonio de la adopción de hijos (Gal 4,6; Rom 8,15-16.26). Con diversos dones jerárquicos y carismáticos dirige y enriquece con todos sus frutos a la Iglesia (Eph 4,11-12; 1 Cor 12,4; Gal 5,22), a la que guía hacia toda verdad (lo 16,13) y unifica en comunión y ministerio» (Lumen gentium, n° 4).

9. Terminología esencial respecto a «Pueblo de Dios». Las dos palabras hebreas goy y `ám designaban originariamente el mismo concepto de pueblo o nación. Pero muy pronto, en la lengua original hebrea del A. T., 'am, en singular, se empleó preferentemente para designar al pueblo israelítico, mientras goy, en plural (=goyim), designaba a los pueblos o naciones no israelíticos y, por tanto, paganos, gentiles; de aquí que 'am equivaliera a pueblo de Dios, mientras goyim eran los pueblos que no adoraban al único Dios verdadero. Del sentido étnico se pasó al religioso. En la traducción griega de los Setenta y después en el texto original griego del N. T., 'am se vertió por laós y goyim por éthné (pl. de éthnos), acentuándose aún más el predominio del valor técnicoreligioso.
Junto al término fundamental `itm (=1aós, pueblo), el A. T. usa otros nombres con valor técnico-religioso predominante: `edáh (=multitud con unos lazos comunitarios), qahal (=asamblea o comunidad reunida en acto por un motivo de culto) y migrá' (=convocación, grupo o parte del pueblo convocado para una reunión sagrada). En la versión de los Setenta `edáh fue traducida preferentemente por la palabra griega synagógé (de la que procede sinagoga); gahal por ekklésía (=iglesia), y miqrá' permaneció flotante entre synagógé, ekklésía y otros vocablos. Los traductores de la versión de los Setentadieron, pues, nuevo valor religioso a la palabra griega ekklésía, que en el mundo griego significaba la asamblea del demos (el conjunto de los habitantes libres de la pólis), y, por tanto, tenía un valor profano, político.
Partiendo del vocablo qahal, la ekklésía neotestamentaria o Iglesia ha sido el vocablo genuinamente cristiano para designar específicamente al P. de D. del N. T., connotando su convocación por Jesucristo, su constitución por la nueva Alianza en la sangre de Jesús y su vínculo eucarística y bautismal. Por esta causa, cuando en el lenguaje cristiano se emplea la expresión Pueblo de Dios, no pueden separarse de ella esos caracteres constitutivos sobrenaturales, que se concentran en el sacrificio cruento de Cristo en la cruz, renovado en el sacrificio incruento de la santa misa, y del que participan, cada uno a su modo, todos los sacramentos.

10. Recapitulación: el «tertium genus». Los teólogos intentan encuadrar las relaciones entre el antiguo y el nuevo P. de D. haciendo intervenir los conceptos antitéticos de continuidad y discontinuidad o sustitución. Pero son conscientes de que la realidad de la Iglesia, el «nuevo Pueblo», no se deja fácilmente clasificar y encuadrar en moldes meramente humanos. Entre la inmensa riqueza de la revelación neotestamentaria nos vamos a fijar, por motivos de brevedad, sólo en dos textos de S. Pablo: «Por tanto, el que está en Cristo es una nueva creación (kainé ktísis). Las cosas antiguas han pasado; he aquí que todo ha sido renovado. Todo ha sido obra de Dios que nos ha reconciliado con Él por medio de Cristo»... (2 Cor 5,17-18). En otro lugar, hablando el apóstol de los efectos del bautismo, del «revestimiento de Cristo», llega a decir: «Ya no hay, pues, judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer: porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3,28). Pero S. Pablo no era hombre para emplear metáforas delicuescentes. Cuando usa la palabra creación, ktísis, no deja de percibir la analogía con la creación del primer hombre. Los cristianos son verdaderamente una nueva creación. Ante esta realidad, los moldes antiguos se rompen, como explica en Gal 3,28. El apóstol S. Pablo ha entendido, y por medio de él Dios nos revela, que la antigua división entre judíos y gentiles ha sido superada por una realidad que convoca a sí a unos y a otros (v. HOMBRE 11, 3). Uno de los primeros apologistas cristianos, Arístides de Atenas (v.), dirigiéndose al emperador Adriano (v.), explicará admirablemente la afirmación paulina, diciendo que además de los judíos, que siguen aferrados a su A. T., y de los gentiles, que adoran a los llamados dioses, hay un tercer género de hombres, los cristianos (Arístides, Apología, cap. 2).
En conclusión, el «nuevo Pueblo de Dios», fundado por Cristo, trasciende los cuadros étnicos, políticos, sociales..., absorbiendo toda diferenciación. Ese Pueblo realiza, finalmente, los designios de Dios esbozados en el primer Israel, para alcanzar el Israel ideal: «el Israel de Dios» (Gal 6,16). Se ha constituido, pues, el tertiunt genus, el Pueblo que no es ni israelítico ni gentil, sino simple y únicamente la Iglesia, el Pueblo de Dios.

V. t.: ALIANZA [Religión] II; ANTIGUO TESTAMENTO I; CUERPO MÍSTICO; ELECCIÓN DIVINA; EUCARISTÍA; GENTILES; IGLESIA; ISRAEL, RESTO DE; MESÍAS; NUEVO TESTAMENTO I; REINO DE DIOS; SALVACIÓN.


J. M. CASCIARO RAMÍREZ.
 

BIBL.: Magisterio: CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Lumen Gentium; íD, Const. dogm. Dei Verbum; CONC. VATICANO I, Const. dogm. Pastor aeternus; PAULO VI, Enc. Ecclesiam suam; Pío XII, Enc. Mystici Corporis. Padres: ARÍSTIDES DE ATENAS, Apología, cap. 2; S. JUSTINO MÁRTIR, Diálogo con Tritón, cap. 11; ANóNIMO, Epístola de Bernabé, cap. 14.
 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991