Primado Del Romano Pontífice.
 

A. La sucesión de San Pedro. B. Doctrina de la Iglesia. C. Documentos de los primeros siglos: 1. Padres y escritores eclesiásticos; 2. Romanos Pontífices. D. Los Concilios.

A. La sucesión de San Pedro. La mayor parte de los cristianos separados (especialmente los orientales cismáticos y los anglicanos de la Alta Iglesia) reconocen que el valor apologético y ecuménico de los documentos en torno al p. del R. P. depende de los textos bíblicos sobre el p. de S. Pedro que se acaban de ver en el art. anterior. A partir de ellos, pueden considerarse tres vías o argumentos para probar el p. del R. P.: a) Vía genética, fundada en el hecho mismo de la sucesión del R. P. en la sede episcopal concreta de Pedro. Con su martirio en Roma, S. Pedro (v.) habría unido para siempre la sede romana y el p. universal. Con todo, los protestantes y muchos católicos no admiten el valor de este argumento; pues consideran que el lugar concreto de la sede primacial es un caso singular dentro de toda la potestad del primer R. P. (Pedro) transmitida a los sucesores, y bien pudieron ellos haber cambiado la sede escogida por Pedro. El mismo Cullmann, que demuestra ampliamente la historicidad del martirio romano de Pedro (Saint Pierre, 61-118), se une a los autores católicos que niegan el valor de este argumento (61-67, 208). Sin embargo, este hecho histórico es de suma importancia, si va unido a los documentos a favor del p. del R. P., por el valor que atribuyen a su sucesión en la cátedra concreta de Pedro. b) Vía de exclusión: Fundados en la perennidad del p. y de la Iglesia (v.) instituidos por Cristo, afirman algunos que el p. será de derecho divino doquier se encuentre de hecho. Así, pues, el simple hecho actualde que ese p. se encuentre únicamente en Roma bastaría para justificar el origen divino del p. del R. P. Sin embargo, este argumento necesita ser completado por un análisis histórico a partir de los albores del cristianismo. c) La vía histórica, unida a la exégesis de los textos bíblicos referentes al p. de S. Pedro, será, pues, el camino más apto para proponer a los no católicos este problema fundamental que tan tristemente les separa de la Iglesia.
La cuestión de la sucesión es fundamental para legitimar la doctrina católico-ortodoxo-anglicana de los Obispos (v.) como sucesores de los Apóstoles (v.), y la doctrina católica del p. del R. P. como sucesor de S. Pedro. Especialmente a partir del citado libro de Cullmann (v. 1, B, 3b), es éste uno de los temas más socorridos. Por lo que se refiere al p., nadie niega a Cullmann y sus seguidores que Pedro no pudo tener sucesores en cuanto testigo ocular de la Resurrección del Señor y primer predicador y director de la Iglesia-Madre de Jerusalén. Con todo, sus funciones eclesiales de fundamento rocoso y vivo de la Iglesia en lucha perenne contra las potestades del infierno, de clavígero del Reino de los cielos, de confirmador de la fe de sus hermanos y de pastor universal de la grey de Cristo (v. I, C-D), han de perdurar activas y encarnadas en una persona mientras perdure la Iglesia de Dios para cuyo servicio y utilidad fueron instituidas. La sucesión está, pues, contenida implícitamente en la S. E. en los textos que aseguran la perennidad de la Iglesia (v.). Como el mismo Cristo anuncia ya la muerte de Pedro (lo 21,18 s.), y sus funciones primaciales son para el servicio de la comunidad cristiana perenne, la idea de sucesión en el transcurso de los siglos mediante otras personas concretas es obvia, como lo era entonces en el medio religioso judío. Por eso resulta inconcebible la teoría luterana de Cullmann sobre el primado temporal de S. Pedro sin sucesión posible (v. SUCESIóN APOSTÓLICA).

B. Doctrina de la Iglesia Católica. El Conc. Vaticano 1, haciéndose eco de la tradición, definió solemnemente el p. del R. P. en la Consi. dognt. I sobre la Iglesia de Cristo (Sesión IV, 18 jul. 1870). Después de exponer y definir el p. de S. Pedro (Denz.Sch. 3053-3055; v. 1, A) y la perpetuidad de este p. en los R. P. (Denz.Sch 30563058), sin dirimir la cuestión disputada sobre si es de derecho divino o no la unión entre el p. y la sede romana, pasa en el cap. 3 a exponer y definir la naturaleza y amplitud del p. del R. P. (Denz.Sch. 3059-3064), terminando con el siguiente canon: «Si alguno dijere que el Romano Pontífice tiene solamente el oficio de inspección y dirección, y no la plena y suprema potestad de jurisdicción sobre la Iglesia universal, no sólo en las cosas que pertenecen a la fe y a las costumbres, sino también en las que respectan a la disciplina y al régimen de la Iglesia difundida por todo el orbe; o que posee únicamente la parte más notable, y no toda la plenitud de esta potestad suprema; o que esta potestad suya no es ordinaria e inmediata tanto sobre todas y cada una de las Iglesias como sobre todos y cada uno de los pastores y fieles: sea anatema» (Denz.Sch. 3054). Con estas expresiones de potestad plena, suprema, universal, ordinaria, inmediata y, según dice en el cuerpo del cap. 3, verdaderamente episcopal (Denz.Sch. 3060), desecha el Concilio cualquier forma de conciliarismo (v.) y de regalismo (v.) bajo cualquiera de sus formas. Para conocer la problemática suscitada por los Conc. de Constanza (v.) y de Basilea (v.) así como las hipotéticas causas (enfermedad, etc.) que podrían dejar en suspenso el ejercicio del p. de un R. P. determinado, puede consultarse A. Turrado o. c. en bibl. (4). En cuanto a las declaraciones del Conc. Vaticano II, v. infra D; y respecto a la relación entre el p. del R. P. y el Colegio Episcopal, v. COLEGIALIDAD EPISCOPAL y JERARQUÍA ECLESIÁSTICA.

C. Documentos de los primeros siglos. A lo largo de los siglos en la historia de la Iglesia se encuentran innumerables testimonios que reflejan, de forma directa o indirecta, la permanente convicción cristiana acerca del p. que el R. P. tiene sobre toda la Iglesia como sucesor de S. Pedro. Especial interés, como es obvio, tienen los de los primeros siglos, y de ellos nos ocuparemos sobre todo aquí. En los tres primeros siglos, los testimonios son menos abundantes, por razones también obvias; por una parte por conservarse en general menor documentación; y por otra porque los primeros cristianos viven la unidad de la Iglesia, como tantas otras verdades de la fe, sin más, sin que este punto tenga que ser puesto especialmente de relieve, salvo en contadas ocasiones. Con todo, esos testimonios primitivos son altamente elocuentes y contienen en sí la explicación de un fenómeno tan trascendental como el p. del R. P., sucesor de Pedro, que no pudo surgir ni por generación espontánea, ni mucho menos por razones puramente políticas. Un breve análisis de los mismos, en especial de los más antiguos, hará ver su importancia.

1. Los Santos Padres y escritores eclesiásticos. a) San Ignacio de Antioquía (v.). Hacia el a. 107, al ser llevado a Roma para sufrir martirio, escribió las siete cartas que son su mejor testamento y de una importancia singular para conocer la concepción eclesiológica de los primeros cristianos (citamos la ed. de D. Ruiz Bueno, Padres Apostólicos, texto bilingüe completo, BAC, Madrid 1965; si bien no siempre seguiremos su traducción). El prólogo de su Carta a los Romanos contiene algunos elementos que resultarían del todo inexplicables sin una preeminencia especial de la Iglesia de Roma. La polémica continua suscitada por los protestantes refleja claramente la importancia de este prólogo. Mientras que en las demás cartas dirige su saludo «a la Iglesia que está en Éfeso, en Magnesia, en Filadelfia...», en ésta multiplica la exaltación y las alabanzas con algunas expresiones cargadas de sentido: «Ignacio, llamado también Teóforo: A la Iglesia que alcanzó misericordia por la magnificencia del Padre altísimo y de Jesucristo su único Hijo; Iglesia amada e iluminada por voluntad del que ha querido todas las cosas que existen, según la fe y la caridad de Jesucristo Dios nuestro; la que además preside en el lugar de la región de los Romanos ( -l~orábr~ae --v Tóno) ycuhLou `I'wl~.aúuv), digna de Dios, digna de decoro, digna de toda bienaventuranza, digna de alabanza, digna de todo éxito, digna de santidad y que preside a la caridad (ral rporalJr;cávr~ T~G á-¡á-,rs; latín, et universo caritatis coetui praesidens, la que preside a toda la asamblea de la caridad), seguidora de la ley de Cristo y adornada con el nombre del Padre: también a ella le envío mi saludo en el nombre de Jesucristo, Hijo del Padre» (474). Como el verbo presidir ( ~,Poráfirl~at ) rige genitivo, la primera frase subrayada (en cursiva) indica simplemente el lugar en que está situada la Iglesia que preside, y no, como quieren algunos protestantes, la comunidad romana a la que únicamente presidiría. El objeto, pues, de esa presidencia es el genitivo de la segunda expresión, la caridad, la agapé. Pearson, Lighfoot, Zahn, Harnack y el mismo Cullmann (Saint Pierre, 210) ven en esta frase una simple preeminencia de la Iglesia de Roma en el amor. Sin embargo, además de que agapé suelesignificar en los textos primitivos la comunidad eclesiástica universal unida por el amor, la misma carta tiene otras expresiones que indican la preeminencia especial de Roma: «Así también quiero que permanezcan firmes todas aquellas cosas que mandáis (tv-cákkczo-) en vuestras enseñanzas» (Rom. 111,1; 476). Con respecto a su Iglesia de Antioquía, ahora carente de pastor, les dice: «Acordaos en vuestras oraciones de la Iglesia que está en Siria; la cual, en mi lugar, tiene a Dios como pastor. Ahora solamente la regirán (le servirán de obispo=áriaro,zi,,ast) Jesucristo y vuestra caridad (agapé) » (Rom IX,I; 480). Harnack ve en esto una simple referencia a las oraciones de los fieles de Roma. Sin embargo, también a las demás Iglesias les pide sus oraciones (Efes. 12,2; Magn. 14; Tral. 13,1), y nunca les dice que éstas regirán su Iglesia junto con Cristo. Y puesto que para S. Ignacio el Obispo ocupa en la Iglesia el lugar de Dios (Magn. 6,1; 462) y se le ha de obedecer como al mismo Cristo (Tral. 2,1; 468), esa preeminencia de la Iglesia de Roma reside en último término en su Obispo. La preeminencia jurisdiccional de la Iglesia de Roma aparece aquí al menos implícitamente en esa presidencia [O. Perler, Ignatius von Antiochien und die rámische Christengemeinde, «Divus Thomas» (Frib.) 22 (1944) 413-451, cfr. 433].
b) San Ireneo (v.). Por los a. 178-188 escribió sus 5 libros Adversus haereses, especialmente contra los gnósticos (v.) de su tiempo, mostrando que la verdadera tradición cristiana se encuentra únicamente en donde se halle la verdadera sucesión apostólica. Como ejemplo singular propone la lista ininterrumpida de los Obispos de Roma, sucesores de S. Pedro y S. Pablo. En el lib. 111,3,2 (RJ 210), del que por desgracia sólo se conserva una traducción latina, arcaica y no siempre clara, tiene algunas expresiones que no pueden ser relegadas al olvido o interpretadas en el sentido de equivalencia puramente doctrinal. Roma es la Iglesia «máxima, antiquísima y de todos conocida, fundada y constituida por los dos gloriosísimos apóstoles Pedro y Pablo, que posee la tradición y la fe anunciada a los hombres por los Apóstoles, y juzgando que ha llegado hasta nosotros por la sucesión de los Obispos, confundimos a todos aquellos que de algún modo no la recogen como sería necesario, ya por vanagloria y propia complacencia, ya por ceguedad y mal entendimiento. Pues es necesario que toda la Iglesia, es decir, todos los fieles esparcidos por doquier, convengan con esta Iglesia por su principalidad más notable (o más potente=propter potiorem eius principalitatem); dentro de la cual todos los fieles del mundo han conservado siempre la tradición que viene de los Apóstoles». Aunque todo el contexto se mueve dentro del ámbito doctrinal, no se olvide que la principalidad significa también en S. Ireneo el dominio de Dios sobre todas las cosas: «Et sic `principalitatem' quidem habebit in omnibus Deus... reliqua vero omnia in subiectione manent Dei» (111,38; 11,1). Por eso no creemos que pueda agotarse la fuerza de esa conveniencia con la Iglesia máxima con una simple conveniencia lógica en la fe, según pretenden Harnack, Hageman, y algún autor católico moderno [como V. Hahn, Schrift, Tradition und Primat bei Irenüus, «Trierer Theologische Zeitschrift» 70 (1961) 233243, 292-302; ver 299 ss.]. Otros, en cambio, se pronuncian abiertamente en favor del p. de los R. P. [cfr. J. Campos, No es oscuro el 3,3,2 del «Adversus haereses» de S. Ireneo, «Salmanticensis» 9 (1962) 609-615]. La postura de S. Ireneo durante la polémica pascual, tan duramente resuelta por Víctor I, según veremos, es también muy significativa (v. infra, 2b).
- El Epitafio de Abercio, de la segunda mitad del s. II, contiene también algunas alabanzas y excelencias de la Iglesia de Roma, que no pueden explicarse por razones meramente políticas (RJ 187).
c) Tertuliano (v.; m. ca. 240). Caído ya en las herejías del montanismo (v.), escribió en el De pudicitia (XXI, 9-10) algunas frases que a primera vista parecen admitir el p. de S. Pedro, aunque sin sucesión: «Qualis es, evertens atque commutans manifestam Domini intentionem `personaliter' hoc Pedro conferentem?» (RJ 387). Sin embargo, B. Altaner ha demostrado contra Stoeckius, Caspar, Harnack, Koch, etc., que esa frase no va dirigida contra el Papa Calixto con ocasión de un decreto sobre la penitencia, sino contra un Obispo africano. Se refiere, pues, a cualquier iglesia episcopal unida a Pedro (omnis ecclesia Petri propinqua), por cuya unión, según Tertuliano, se arrogaría el Obispo la potestad de atar y desatar conferida únicamente a Pedro. Por tanto, el texto por él citado de Mt 16,18-19 no expresa la interpretación de Calixto en el sentido del p. del R. P., ni se trata aquí de dicho p. [B. Altaner, «Omnis ecclesia Petri propinqua» (Tertulian, Pud. 21,9), «Kleine patristische Schriften» (Bd. 83), Berlín 1967, 540-5531. Con todo, en su obra Adversus Praxeam (PL 2,155 ss.) reconoce Tertuliano indirectamente el valor real y universal de la excomunión lanzada por Víctor I contra los montanistas, cuando afirma: «Por eso después el reconocimiento y la defensa del Paráclito nos separó de los psíquicos (católicos»).
d) San Cipriano (v.; ca. 200-258), Obispo de Cartago. Son interminables las discusiones que ha suscitado su concepción del p. de S. Pedro en el cap. IV del De un¡tate Ecclesiae, del cual se conservan un sinfín de versiones (RJ 555) (cfr. G. Bardy, La théologie de l'Église de saint Irénée au Concile de Nicée, París 1947, 226-251). Los intérpretes no católicos hablan de un p. meramente cronológico y simbólico (Koch, Turmel, Benson); los católicos ven en él un p. real de origen o primogenitura (B. Poschmann), y de jurisdicción (T. Zapelena). Ciertamente en sus cartas tiene algunas expresiones que indican una clara preeminencia de la Iglesia de Roma, «cátedra de Pedro e Iglesia principal, de donde surgió la unidad sacerdotal, y a la que no puede tener acceso la perfidia» (Ep. 59; RJ 580); Iglesia matriz, raíz y origen de la Iglesia católica (Ep. 48: RJ 574; Ep. 45,1; Ep. 63, 1; Ep. 71,2; Ep. 73,2). Su recurso a Roma con ocasión de los casos de Marciano, Obispo de Orleans, y de los Obispos de León-Astorga y Mérida, Basílides y Marcial, podrían explicarse por la función de patriarca de Occidente del R. P. Es probable que S. Cipriano, aun reconociendo a Roma una preeminencia especial, no percibiera con claridad el p. de S. Pedro y de sus sucesores, debido en parte a la dura polémica con el Papa Esteban sobre la no validez del bautismo de los herejes (v. REBAUTIZANTES, CONTROVERSIA DE LOS), y en parte a un cierto influjo de las ideas de Tertuliano [Th. Camelot, Saint Cyprien et la primauté, «Istina» 4 (1957) 421-434; A. Demonstrier, Épiscopat et unión á Rome selon S. Cyprien, «Recherches de Se. Relig.» 52 (1964) 337-369; H. Bévenot, Épiscopat et primauté chez S. Cyprien, «Ephemer. Theol. Lovan.» 42 (1966) 176-1951.
e) Breve referencia a los demás SS. Padres. A partir del s. iv los textos son ya más abundantes, debido, sin duda, a la necesidad de una participación más directade los Papas en las polémicas trinitario-cristológicas (pueden verse J. Madoz, o. c. en bibl. 3; y A. Casamassa, o. c. en bibl. 3). Son ya clásicos los textos de S. Jerónimo: «Yo, siguiendo únicamente a Cristo, me uno en comunión a tu beatitud, es decir, a la cátedra de Pedro. Conozco a la Iglesia edificada sobre aquella piedra. Quien comiere el cordero fuera de esta casa, es un profano. El que no estuviere en el arca de Noé, perecerá durante el diluvio» (Ep. 15, a Dámaso: PL 22,355); y de S. Agustín: «Sobre esta causa (de los pelagianos) han sido enviados dos concilios a la sede apostólica: ya han venido de allí los rescriptos. La causa ha terminado (causa finita est): ¡ojalá algún día termine el error! » (Sermón 131, 10: PL 38,734); «La Iglesia de Roma, en la cual ha estado siempre vigente el principado de la cátedra apostólica» (Ep. 43,7: PL 33,163) [cfr. A. Trapé, La «Sedes Petri» in S. Agostino, en Miscellanea A. Piolanti, Roma 1963, vol. 2, 57-75; A. M. La Bonnardiére, Tu es Petrus, La péricope Matthieu 16,13-23 dans l'oeuvre de saint Augustin, «Irenikon» 34 (1961) 451-499].
2. Los Romanos Pontífices. Una breve referencia a los documentos más antiguos bastará para ver la conciencia constante de su p. universal.
a) San Clemente Romano (v.; m. 97). Ante la noticia de una rebelión de los fieles de Corinto contra sus presbíteros, escribió hacia el a. 95 su célebre Epistola ad Corinthios. Las frases que exigen la obediencia de los corintios y que expresan la responsabilidad ante Dios del mismo Clemente (c. 59), el haber enviado algunos legados fidedignos (c. 63), el efecto positivo y rápido de su intervención, la lectura pública y prolongada de su carta, según el testimonio de Dionisio de Corinto (RJ 107), la lejanía de aquella Iglesia fundada por S. Pablo, la cercanía de tantas otras Iglesias apostólicas que podrían haber intervenido, la presencia del apóstol S. Juan, todo ello indica ya, al menos, el espíritu, la exigencia y la fuerza de Roma [cfr. B. Altaner, Der 1. Clemensbrief und der rómische Primat, «Kleine patristische Schriften», Berlín 1967, 534-539, contra R. van Cauwelaert, L'intervention de l'église de Rome á Corinthe vers Van 96, «Rev. d'Histoire Ecclésiastique» 31 (1935) 267-306, que afirma que la forma exhortativa de la carta y el carácter de ciudad romana de Corinto podrían explicar esa intervención, sin más].
b) Víctor I (m. ca. 198). Además de la excomunión de los montanistas, reconocida por el mismo Tertuliano, su intervención dura y definitiva en la polémica pascual, ordenando que las Iglesias de Asia y África siguieran la costumbre romana, y excomulgando a los reacios, son un testimonio evidente de su conciencia primacial. El mismo S. Ireneo lo reconoce al pedirle únicamente prudencia y misericordia para con los pertinaces, por creer que obraban de buena fe (cfr. Eusebio de Cesarea, Historia Eccles., V,24,9-18).
c) San Esteban (m. 257). Condenó con autoridad inapelable la doctrina de S. Cipriano y de otros Obispos africanos que negaban la validez del bautismo de los herejes. Son célebres sus palabras: «Nihil innovetur nisi quod traditum est, ut manus illis imponatur in poenitentiam» (Denz.Sch. 110).
d) Julio I (m. 352). Ante la deposición de S. Atanasio (v.), patriarca alejandrino, por el Conc. de Antioquía, reclama él su derecho de juez supremo: «¿Ignoráis que es costumbre escribirnos antes a nosotros, y luego decidir lo que sea justo? ... Solamente os recuerdo lo que hemos recibido del bienaventurado apóstol Pedro» (Denz.Sch. 132). A partir del s. IV los documentos se multiplican más y más.

D. Los Concilios. Además de los Concilios Sardicense y Efesino (Denz.Sch. 133-134 y Denz. 112=Denz.Sch. 3056), merece una mención especial el Conc. de Calcedonia (v.; año 451) en el que fue condenado Eutiques (v.) y el monofisismo (v.). Algunos han pretendido ver en el célebre canon 28 un intento de negación del p. del R. P. En realidad, tanto el canon mismo, como las cartas del papa S. León Magno (v.; Ep. 94: 'PL 54,1003), del patriarca Anatolio y del emperador Marciano (Ep. 132: PL 54,1088; Ep. 104,3: PL 54,993-995) indican con toda claridad que aquel reducido número de Obispos, y ya más bien de una forma extraconciliar, pretendían únicamente que Constantinopla ocupara el segundo lugar entre los Patriarcados, es decir, después de Roma y antes de Antioquía y de Alejandría: secunda post Romam.
Teniendo en cuenta los documentos de los primeros siglos que acaban de verse, y la problemática que plantean el conciliarismo (v.) medieval y los Conc. de Constanza (v.) y de Basilea (v.), bien puede afirmarse que la solemne definición del Vaticano I (v. supra, B) frente a las doctrinas de algún modo antiprimaciales del galicanismo (v.), jansenismo (v.), febronianismo (v.) y josefinismo (v.), no hace más que ratificar una doctrina tradicional, propuesta ya con frecuencia por el Magisterio de la Iglesia. Recordemos las ocasiones principales: Alejandro IV (año 1256; Denz.Sch. 840), Conc. Lugdunense I I (a. 1274; Denz.Sch. 861), Bonifacio VIII (a. 1302; Denz.Sch. 870-875), Juan XII (a. 1318 ss.; Denz.Sch. 910-911, 921-923, 942-946), Clemente VI (a. 1351; Denz. Sch. 1050-1065), Conc. de Constanza y Martín V (a. 1415 y siguientes; Denz.Sch. 1187, 1207-1230, 1263-1273). Conc. de Florencia (a. 1439; Denz.Sch. 1307), etc.
Finalmente el Conc. Vaticano II (v.) vuelve a recoger expresamente la doctrina expuesta en el Vaticano I sobre el p. de S. Pedro y del R. P., relacionándola al mismo tiempo con la autoridad de los Obispos (v.) subordinada a la del R. P. (Const. Lumen gentium sobre la Iglesia, n° 18, 22-25, cfr. 45; Decr. Christus Dominus sobre los Obispos, n° 2-5, 8-9, 11; Decr. Orientalium Ecclesiarum sobre los orientales, n° 3-4, 7, 9, 11; Decr. Unitatis redintegratio sobre el ecumenismo, n° 2).

V. t.: PAPA; OBISPO DE ROMA; JERARQUÍA ECLESIÁSTICA' SUCESIÓN APOSTÓLICA; IGLESIA II, 2 y II, 6; MAGISTERIO ECLESIÁSTICO; INFALIBILIDAD; CISMA.


A. TURRADO TURRADO.
 

BIBL.: 1) G. GLEZ, M. JUGIE, Primauté en DTC XIII,247-391 (contiene abundante bibl. clásica); entre los clásicos en la materia, señalamos: R. BELLARMINo, De Rom. Pontífice, Venecia 1599; P. BALLERINI, De vi ac ratione primatus romani pontificas, Verona 1766; íD, De potestate eccl. summ. pontificum et concilioruin generalium, Verona 1768; A. ZACCARIA, Y. M. MAMACHI, P. Foccwl, De b. Petri Apostolorum principis primatu, Romano itinere et episcopatu, Roma 1872; L. VEUILLOT, De quelques erreurs sur la papauté, París 1859.
 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991