Politeísmo
 

1. Noción. P. es el culto o adoración de muchos dioses. Para que constituya una forma religiosa no basta que el hombre crea que esos dioses influyen en sus destinos, sino que piense que todo el orden en que se mueve viene establecido por ellos, y que su suerte depende totalmente y de modo absoluto del beneplácito de esos dioses. Esto implica que los diversos dioses estén jerarquizados y unidos entre sí, formando un solo poder absoluto, que fundamenta la dependencia absoluta y radical propia de la actitud religiosa.
Por eso en todo p. ha existido siempre un Ser o Dios supremo del que más o menos eficazmente dependen todos los otros. Y aunque cada dios tenga su esfera más o menos propia de acción, ninguno puede ejercerla arbitrariamente, sino sujetándose a una ley o norma universal que el Ser supremo hace respetar; ley suprema que a veces se identifica con el mismo Ser Supremo (V. HADO).
De ahí que en todo p. se manifieste la tendencia monoteísta: su desviación radica solamente en no haber sabido precisar debidamente la verdadera distancia entre el Dios supremo y los demás seres, «dioses» o no, inferiores, entre el Creador y las creaturas superiores o creídas superiores al hombre. Una vez olvidada la realidad de la creación (v.), fundamento ontológico de esta distancia insalvable, las creaturas intermedias entre Dios y los hombres tienden a aproximarse excesivamente a Él (politeísmo), y aun a veces a diluirse totalmente los límites entre Creador y creatura (panteísmo; v.).
La coexistencia del p. con la tendencia monoteísta -que es la tónica general de todos los p.- responde a dos exigencias humanas: la que postula unidad, que explique el orden del mundo y dé apoyo seguro a la precariedad del hombre como creatura; y la que desea inmediatez, particularidad, sensibilidad en el objeto de culto al que recurre en su necesidad.

2. Politeísmo nominal y politeísmo real. El p. puede ser meramente nominal, bajo el que se esconde un verdadero monoteísmo. Tal sucede cuando, aunque aplicándose a varios el nombre de Dios, el Ser Supremo es esencialmente superior a ellos, y sobre ellos ejerce dominio absoluto, no menos que sobre los hombres, aunque en ellos delegue más o menos funciones. Así sucede, no sólo siempre que se conserva aún viva la idea de creación, sino también generalmente cuando aun sin hablar de creación se cree en un Ser Supremo que tiene la mayor parte de los atributos del Creador. Este p. meramente nominal es el más frecuente en las religiones (v. MONOTEÍSMO I).
Puede darse también p. real, no sólo nominal. Tal sucede cuando, olvidada del todo la idea de creación, el Ser Supremo aparece simplemente como «un primero entre iguales», con primacía más- de honor que real; y especialmente cuando a esto se añade el que el Ser Supremo concreto se presente en la mitología como usurpador de un Ser Supremo anterior, al que destrona, por cuanto entonces su superioridad sobre los demás dioses no es esencial, sino contingente, fortuita, incidental, y en modo alguno segura, ya que a su vez puede igualmente ser destronado. Así sucede, p. ej., con el Zeus (v.) griego mitológico. Si pese a ello aparece muchas veces con las características de poder absoluto y dueño del destino, se debe a que conserva los caracteres primigenios del Dios supremo, como entre los indoeuropeos, que los diversos mitos (v.) no pudieron desarraigar del todo. Así Zeus no es un Dios que suplanta a otro, sino más bien un nombre que sustituye a otro nombre, un dios supremo de un pueblo conquistador que suplanta al dios supremo del pueblo conquistado. Por eso conserva rasgos auténticos de Ser Supremo, aunque los mitos, que hablan de sustituciones humanas más que divinas, de pueblos conquistadores y conquistados, cuyas peripecias se traspasan antropomórficamente a los dioses, tiendan a oscurecerlos. De ahí la coexistencia entre los griegos de la doble visión del Zeus olímpico: monoteísta y auténticamente politeísta. El Zeus monoteísta es dueño del Hado, es Él quien pone la ley eterna, si no es la misma ley eterna consustancial. El Zeus politeísta está sujeto al Hado, que entonces es el verdadero Ser Supremo, por misterioso un tanto impersonal y de tendencia panteísta, y el mismo Zeus aparece expuesto al peligro de ser a su vez suplantado.
Entre el p. meramente nominal y el verdaderamente real hay una serie de matizaciones graduadas insensiblemente -el mismo caso de Zeus es testimonio de elloque hace sumamente difícil en la mayoría de los casos el decidir si en una religión oficial concreta se trata de p. nominal o real. Bástenos aquí indicar que en todos los p. ha habido suficientes connotaciones monoteístas para que las almas de buena voluntad llegaran tarde o temprano a un auténtico monoteísmo bajo el vestido, del que raramente se desprendían, de un p. verbal (v. MONOTEí SMO I).
El católico sabe por la Revelación que el hombre fue originariamente monoteísta, ya que Dios se manifestó y reveló al primer hombre tras crearlo (v. ADÁN; PARAíSO), aparte de que es posible el conocimiento natural del Dios único con la sola razón (V. DIOS Iv, 2, y iv, 7). Y el mismo monoteísmo hubo de ser el punto de partida de la revelación posdiluvial. Este monoteísmo originario viene, si no claramente demostrado, sí fuertemente insinuado y confirmado por la Etnología moderna, al examinar la religión de los pueblos más primitivos (v.). También lo corrobora la fuerte corriente monoteísta coexistente con todos los p., en cuanto ese monoteísmo originario es su explicación más satisfactoria. Añádase a esto el Ser Supremo del que prácticamente ningún p. llegó a prescindir del todo: tal Ser Supremo no era necesario para jerarquizar los varios poderes divinos de modo que formaran un poder único colectivo al que el hombre pudiera religiosamente someterse. En efecto, aun en los casos en que el poder humano es colectivo, sin ningún «primero» o preeminente -p. ej., en el Senado romano, por cuya delegación y en cuya representación obraban los cónsules por él nombrados, o en las democracias o aristocracias griegas-, no por eso se colectiviza o democratiza el poder divino: ni Zeus, ni mucho menos Júpiter -que conserva mucho más vivos los rasgos monoteístas del Ser Supremo- son simples delegados de los demás dioses, ni necesitan de ellos para impóner su voluntad suprema, mientras pueden imponerla ineluctablemente a todos los demás. Zeus y Júpiter no son dioses nombrados o elegidos, sino que lo son por derecho propio, aunque en el caso de Zeus este derecho propio sea, como vimos, un tanto precario, cosa que no sucede con Júpiter. Todo parece indicar que esas figuras supremas en cada religión no provienen de un antropomorfismo que calcaría en el orden celeste el orden del gobierno entre los hombres, sino que esas figuras se conservaban, aun contra la situación política ambiente que podría hacerlas parecer anticuadas, porque provenían de una tradición antiquísima y sagrada, a saber, del concepto originario monoteísta del Ser Supremo, también originariamente creador de todo, y por lo mismo inalienable e incomunicable.

3. Orígenes del politeísmo. Dado que los p. concretos se tratan en las respectivas religiones (V. MITO Y MITOLOCÍA II), el problema principal que acucia al historiador de religiones al hablar del p. en general es averiguar y explicar cómo, a partir de un monoteísmo originario, pudo originarse como fenómeno tan extendido el p., ya meramente verbal, ya real.
El origen del p., así como el de todas las desviaciones religiosas, se halla en los condicionamientos humanos y del hecho religioso, morales o cognoscitivos. Los primeros influyen más en el grado de religiosidad; los segundos, más en la diversificación o modo de esa religiosidad. Son por lo mismo los últimos los que más nos interesan. Todos ellos derivan del modo necesariamente analógico e imperfecto con que el hombre puede concebir al Transcendente religioso, y consiguientemente, en el modo también necesariamente imperfecto y analógico de expresarlo y formularlo en palabras.
Entre esos condicionamientos de orden cognoscitivo destaquemos: la analogía en el concepto; la metáfora en la expresión de ese concepto por vía oral o escrita; el simbolismo que expresa el objeto divino conocido mediante objetos reales o cosas; y el antropomorfismo o modo de conocer humano que tiende a hacer al hombre medida de las cosas, elevando las inferiores a él, y rebajando las superiores. Todos esos condicionamientos de nuestro conocer contribuyen a la multiplicación indefinida de religiones diferentes y aun opuestas, que sólo pueden reducirse a la unidad mediante la obediencia a un magisterio auténtico e infalible, voluntariamente aceptado. Pero también, todos y cada uno de ellos puede dar y de hecho ha dado origen a p. diversos.
Respecto a la analogía (v.): La omnipotencia es perfección de Dios, que significa tener absoluto dominio; en forma análoga se dice de un rey que tiene dominio, aunque es sobre otros en el fondo iguales; el tener otros iguales en naturaleza dice ya imperfección de esa naturaleza. Pero es frecuente que, olvidando esto, se conciba al Ser Supremo como un rey humano, rodeado de servidores y subalternos, también dioess, sobre los que no tiene ya superioridad esencial, sino meramente accidental. La misma palabra de «dios», en su significado etimológico originario de «brillante» y «celeste», perfectamente conocido por quienes en principio la emplearon (los indoeuropeos), puede aplicarse también a los ángeles en cuanto espíritus «celestiales», «luminosos», sin incurrir en p.; pero enseguida empieza el peligro de confusión al designar con la misma palabra, en base a una analogía, a seres distintos. Lo mismo puede decirse del término Asura o Ahura (=Señor), que puede aplicarse tanto al señor cuyo dominio sea absoluto como a otros cuyo dominio sea relativo o derivado. El problema de la analogía para nombrar a Dios, a sus perfecciones, está en íntima relación con la cuestión de la polionimia, de la que hablaremos luego (v. 4).
Con metáfora bellísima se llama Padre a Dios -a veces también Madre-. Los pueblos más primitivos consideran a ese Padre como Ser Supremo, solo, sin esposa, sin familia: para ellos la pregunta de si tiene una esposa carece de sentido. Pero cuando en la comprensión ulterior de esa metáfora entra la disquisición racional, la palabra padre tiende a tomarse en un sentido cada vez más humano: y como el padre humano no puede concebirse sin una esposa que sea madre, se le atribuye esposa, ya vergonzosamente, ya sin ambages. Esposa que, al ir identificando al Ser Supremo con el Cielo en que habita, acaba personificándose, las más de las veces, en la Tierra, que queda divinizada como Madre divina (v. DIOS II, 2; TIERRA v): entramos en el círculo de las culturas agrarias. Sea la Tierra su esposa, o sea cualquier otra personificación, el resultado es que si tiene esposa tenga también hijos que se le parezcan, que tengan su misma naturaleza, que sean dioses como él: aparece el p. más o menos jerarquizado, que se da ya en la cultura ganadero-patriarcal, y que acabará dando origen a complicadísimas familias divinas de las religiones históricas politeístas: los hijos engendran a su vez, los dioses se multiplican, pululan en la tierra, en el cielo y en el infierno. Y como los dioses todos ejercen su acción sobre los hombres, la actividad del Ser Supremo queda cada vez más remota y alejada, convirtiéndose en Dios ocioso; aunque, pese a todo, lo maravilloso del Ser Supremo, con una esencial superioridad, ninguna religiónllegó a olvidarlo del todo, ni a convertirlo en enteramente ocioso.
La elección de una estrella como símbolo y signo general de la divinidad y de los dioses convirtió a la religión mesopotámica en prepoderantemente astral (v. ASTROLATRÍA); igualmente, la religión egipicia debe su carácter marcadamente teriomórfico -tanto que parece haber acabado bajo el dominio persa en una verdadera zoolatría- a que escogieron como símbolos para casi todos sus dioses animales diversos, y por ellos los representaron (v. ANIMAL IV). Igualmente, en las religiones naturistas indoeuropeas, los fenómenos naturales, en el origen meros símbolos o metáforas de la actividad divina, acabaron por personificarse en múltiples dioses (v. NATURALEZA, CULTO A LA).
El antropomorfismo (v.), al elevar a las creaturas inferiores, no sólo dio origen al animismo (v.) -más bien teoría filosófica-, sino también a pluralidad de dioses. Muchas de las divinidades naturistas de las religiones de pueblos de cultura elevada no son en realidad más que animismo apenas evolucionado: tal la divinización de ríos, fuentes, montes y bosques, tan frecuente en las religiones indoeuropeas y en las del Próximo Oriente antiguo. Por otra parte, al rebajar al nivel humano a los seres superiores, se concibe a los dioses bajo una forma excesivamente humana, y con las mismas cualidades y defectos que el hombre, aunque en grado superior: engendran, comen, tienen caprichos, pasiones, envidias y rencillas, y hasta jerarquía social como los hombres. Aunque también aquí es maravilloso que casi siempre el Ser Supremo queda inmune de la atribución de estas flaquezas.

4. Politeísmo y polionimia. Los estoicos parecen haber sido los primeros en explicar el origen del p. mediante la polionimia: el p. sería del todo aparente: un solo Dios con diferentes nombres, según los pueblos diferentes, y según las operaciones que de Él se quieran expresar o resaltar. En cierto modo, aunque no con la misma radicalidad, renovó su teoría Max Müllcr en los tiempos modernos: numinu nomina, los dioses son sólo nombres diferentes.
La teoría así de radical es falsa; y mucho más si se quiere, como los estoicos, reducir conceptualmente todos los dioses del p. a uno solo, ya que frecuentemente, por sus caracteres opuestos, son irreducibles. Pero en sus debidos límites es ajustada: no sólo el origen de muchos dioses se explica por la polionimia, sino que según toda probabilidad fue también lo que más influyó en el origen de los politeísmos. Así parece indicarlo la misma Biblia con la narración de la Torre de Babel (v.), y con ella coinciden numerosas tradiciones de otros pueblos: según ellas, el hombre era monoteísta hasta que las lenguas se confundieron y los pueblos se dividieron. Separados, con un mismo Dios, aunque designado con un nombre distinto, es natural que, en las múltiples y sucesivas mezclas de pueblos, ya pacíficas, ya por conquista, ningún grupo quisiera renunciar al Dios recibido por herencia, y lo que empezó siendo variedad de nombres acabó en ser pluralidad de dioses.
Pero la polionimia afecta también a los títulos o nombres de perfecciones divinas. La realidad divina es tan plena que ningún nombre puede agotarla. De ahí que se multipliquen los epítetos para designarla en sus varias manifestaciones y actividad. Primero como simples epítetos, pronto acaban por convertirse en verdaderos nombres propios. Y el desdoblamiento del nombre puede engendrar fácilmente el desdoblamiento de la divinidad, especialmente en los pueblos antiguos, en que el nombre (v.) es una verdadera realidad que casi se identifica con la cosa nombrada -saber el nombre es dominar la persona o cosa que lo ostentaLa Historia de las Religiones abunda en ejemplos de este influjo de la polionimia en el politeísmo. Pero quizá el más destacado de todos sea el del Antiguo Egipto. Dividido Egipto originariamente en nomos independientes, «el dios de cada distrito independiente era mirado por los fieles como el más grande de los dioses, aquel a quien verosímilmente se atribuía la creación de todas las cosas y la dispensación de todos los bienes» (Vandier): noción que corresponde a la que del Ser Supremo tienen todavía hoy muchos pueblos primitivos. Pero sus nombres, y, sobre todo, sus símbolos y emblemas, eran distintos en cada nomo. Al unirse éstos políticamente, parte por sucesivas guerras de conquista, parte por confederaciones espontáneas, ninguna localidad quiso renunciar a su dios, y, en concreto, al culto al símbolo diferente que lo representaba. Predominó el culto al símbolo y al nombre -diferentes- sobre el culto a lo simbolizado y nominado -que, en realidad, como Dios considerado supremo en cada nomo, no difería gran cosa entre ellos, fuera del nombre o símbolo que lo representaba-. El resultado fue que, por bien de la paz, hubo que incorporar todos los dioses, ordenándolos en familias para evitar confusión: ordenación que contribuyó, por otra parte, a acentuar una diferenciación personal que antes sólo era nominal. Con todo, el recuerdo de la unidad divina primitiva no se perdió nunca en Egipto. De ahí el sincretismo, siempre presente, que tendía a identificar en una sola divinidad todos los dioses: «todo sucede como si los egipcios hubieran creído en un Dios único, susceptible de manifestarse a los hombres bajo formas diferentes» (Vandier); de ahí que coexistieran siempre en Egipto las dos corrientes: el p., con sus múltiples dioses que derivan de la fusión de los nomos, y el monoteísmo, con su Dios en singular «dueño-de los acontecimientos, providencia de los hombres, juez y retribuidor de las acciones, buenas o malas» (Drioton), que representa la tradición anterior a la unificación (V. EGIPTO VII).
Universalizando algo más, la historia constata, casi de modo general -salvo en las religiones monoteístas exclusivas-, que los pueblos conquistadores no sólo permitían a los conquistados el culto de sus propios dioses supremos y secundarios, sino que también los adoptaban ellos, incorporándolos al propio panteón. Así lo hicieron no sólo los romanos y griegos, sino también los egipcios -que incorporaron gran número de divinidades sirias y cananeas-, los asiriobabilónicos y todos los pueblos del Antiguo Oriente: el resultado obvio era un aumento creciente del número de divinidades. Nada hace sospechar que esa línea de conducta, básicamente política, no se observara también en los tiempos prehistóricos. Mas los dioses supremos de los diferentes países y pueblos no diferían frecuentemente más que en el nombre, y, a lo más, en el diverso modo de culto con que se les honraba y en algunas características o atributos secundarios. Por eso, a lo largo de la historia -y sobre todo de la prehistoria-, debió repetirse muchas veces el proceso observable en los nomos egipcios. Este proceso es dable rastrearlo, aunque menos que en los nomos egipcios, en las antiquísimas ciudades sumerias, cada una con propio santuario y su Dios propio: la fusión de ellas y de ellos debió dar principio a su complicado panteón.
Si, pues, es verdad que la polionimia no explica totalmente el p., parece ser uno de los condicionamientos humanos que más contribuyeron a él. Esto explicaría dos constantes religiosas sumamente interesantes: la primera,que en todas las religiones politeístas se observa una tendencia ininterrumpida hacia el monoteísmo, que los particularismos impiden alcanzar; la segunda, que son precisamente los pueblos más aislados a lo largo de su historia, y menos sujetos a conquistas e intercambios culturales, los que más se aproximan a un monoteísmo puro.
Aunque menos que los títulos locales, también tuvieron importancia los títulos doctrinales o funcionales. Recuérdense los dioses védicos Surya, Savitar, Pusan y Vishnú, los cuatro personificaciones del sol en sus diversos aspectos y actividades; el dios del trueno védico Parjanya, evidente desdoblamiento del Ser Supremo celeste indoeuropeo, cuyo atributo en todas las regiones de ese dominio es el rayo; quizá el mismo Varuna, como aspecto nocturno y misterioso de ese mismo Dios celeste supremo (V. VEDAS; HINDUISMO). Algo semejante parece ocurrió con los siete Amesha Spenta del mazdeísmo (v.), correlativos a los Aditya védicos: primero simples abstracciones de los diversos poderes del sumo Ahura Mazda, luego personificados ya, aunque a sus órdenes, y por fin de tal modo equiparados que, ya en el periodo romano, hallamos a uno de ellos -Mitra (v.)- como uno de los dioses más populares, mientras ya muchos ni recuerdan al gran Ahura, el Sabio Señor.
Terminemos indicando otro fundamento del p., relacionado con la polionimia y con la analogía en los nombres que se dan a Dios. Todas las religiones han creído en la existencia de seres múltiples invisibles, superiores al hombre, libres, que con su acción intervienen favorable o desfavorablemente en los asuntos humanos; esa creencia la comparten las mismas religiones monoteístas más exclusivas (v. ÁNGELES). Subordinados al Ser Supremo, del que dependen no menos que los hombres, Éste les deja un amplio margen de libertad, como la deja al mismo hombre, tanto para hacer el bien como para hacer el mal. Ello lleva naturalmente 'a los hombres a honrar, dar culto y propiciar a esos seres: no se les honra como a Ser Supremo, pero el culto que se les da es las más de las veces más frecuente que el tributado al Ser Supremo; el aldeano sabe que el rey es el poder supremo en la nación, pero procurará propiciar más a los poderes inmediatos de que depende que no al mismo Rey demasiado lejano. El olvido de la creación y conservación de la creatura por parte de Dios convierte al Ser Supremo en algo, psicológicamente, demasiado remoto. Ello hace connatural que esos seres superiores al hombre tiendan no solamente a absorber el culto, sino también a acortar distancias con el Ser Supremo, acabando en verdaderos dioses, aunque siempre subordinados.

V. t.: MONOTEÍSMO; DIOS II, 1, y IV, 7; IDOLATRÍA; MITO Y MITOLOGíA II; PANTEÍSMO; RELIGIÓN.


A. PACIOS LÓPEZ.
 

BIBL.: W. SCHMIDT, Der Ursprung der gottesidee, 9 vol. Munster 1926-49; lo,, Manual de historia comparada de las religiones, Madrid 1941; P. TACCHI VENTURI y G. CASTELLANI (dir.), Storia delle religioni, 5 vol. 6 ed. Turín 1971; H. PINARD DE LA BDULLAYE, Estudio comparado de las religiones, Barcelona 1964 (v. índice: polionimia divina y politeísmo); V. MARCOZZI, Il problema di Dio e le scienze, 8 ed. Brescia 1962.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991