PIO VI, PAPA
Perteneciente como todos los Papas setecentistas, con la excepción de Gregorio
XIV, a una familia noble, Juan Ángel Braschi, nacido en Cesena el 27 dic. 1717,
ingresó en el Seminario, tras haber cursado precozmente los estudios de Derecho.
Sus conocimientos culturales junto con sus dotes diplomáticas determinarían un
brillante cursus honorum, que encontró sus jalones principales en el
nombramiento de secretario del Cardenal Ruffo, conclavista, auditor del Obispado
de Ostia, canónigo de la Basílica del Vaticano, etc. Sus contactos con Benedicto
XIV (v.) -de quien fue camarero particular y al que le unían grandes afinidades
temperamentales y artísticasmaduraron sus conocimientos de la alta
administración pontificia, de la que se mostró en adelante consumado y experto
servidor. Su nombramiento de Tesorero de la Cámara Apostólica por el Papa
Clemente XIV le permitió desarrollar una eficaz labor de saneamiento de la
Hacienda de los Estados Pontificios. En 1773, antes de haber sido consagrado
Obispo, el mismo Pontífice le concedió la púrpura cardenalicia.
La primera etapa del Pontificado: lucha contra el cesaropapismo. Elegido
Pontífice, después de un largo cónclave, el 15 feb. 1775, su ascensión fue
entusiásticamente acogida por el pueblo romano. La continuidad de los esfuerzos
desplegados por su predecesor en varias empresas de utilidad pública -desecación
de las marismas pontinas, fomento de la agricultura, embellecimiento y
urbanización de la capital, etc- parecieron ratificar las grandes esperanzas
despertadas por su elevación al papado. Por desgracia, el innegable
resurgimiento del nepotismo oscureció un tanto el gran prestigio que
inicialmente tuvo P. VI entre los súbditos del Estado Pontificio.
Conocedor de los peligros que acechaban a la Iglesia y de los problemas
con que habría de enfrentarse, dedicó una atención preferente en los primeros
años de su pontificado a atenuar los efectos que la supresión de los jesuitas y
los actos que la precedieron habían producido en la vida de la Iglesia. En esta
línea se encuentran sus medidas para mejorar la suerte de los miembros de la
Compañía de Jesús dispersos en sus Estados y en algunas monarquías tolerantes, e
incluso por fomentar su desarrollo en las naciones no católicas, como la Rusia
de Catalina II. El mismo designio de reagrupar las filas católicas y suprimir
los focos perturbadores o disidentes impulsó sus esfuerzos por lograr la
reconciliación de Febronio (v.) con el Pontificado y el repudio de sus ideas.
Ese acto fue el último gran triunfo de su gestión gobernante, que, a partir de
este momento, marchó a remolque de los numerosos y graves problemas que se
plantearon en diversas naciones de Europa.
El enfrentamiento con las corrientes josefinistas y episcopalianas. El
Regalismo, adormecido durante algún tiempo por las concesiones de sus
predecesores, volvió a encenderse en los años iniciales de la década de los 80
en sus viejos bastiones de Nápoles, Saboya, España, etc. Mas fue en el Imperio
austriaco de José II donde las tendencias regalistas llegaron a sus mayores
extremos, hasta el punto de tratar de someter plenamente la organización
eclesiástica a la autoridad imperial, con un práctico desconocimiento del
Primado jurisdiccional del Papa (V. JOSEFINISMO). P. VI fue a Viena en 1782 para
tratar directamente con el Emperador estos problemas, pero su gesto apenas
produjo un fruto apreciable. El ejemplo de José II hizo redoblar el ímpetu de
las corrientes episcopalianas en el seno de la Alemania católica. Ante el
nombramiento de un nuncio en Munich, los prelados de Colonia, Tréveris, Maguncia
y Salzburgo redactaron en Ems (1786) el famoso memorial conocido con el nombre
de Puntualización, en cuyas cláusulas volvían a cobrar nueva vida los antiguos
agravios contra la corte romana y las pretensiones episcopalianas. Los prelados,
contra lo que esperaban, no fueron respaldados por el Emperador y ante la
escisión que se produjo entre el clero su actitud no prosperó. Coetáneo del
fenómeno josefinista fue el alentado en Toscana por el hermano del Emperador
austriaco, el gran duque Leopoldo, con idénticas aspiraciones y metas del
primero. Leopoldo encontró en el Obispo de Pistoya, Ricci, el hombre necesario
para llevar adelante sus proyectos cesaropapistas, vertebrados doctrinalmente
por aquel prelado (v. PISTOYA, SÍNODO DE). A la extinción del movimiento
contribuyó la Bula pontificia Auctorem Fidei (1794), cuya publicación fue
prohibida en algunas diócesis y estados católicos por atentatoria a los derechos
de la Corona y de los Obispos. También contribuyó la investidura imperial de
Leopoldo, que fue sustituido al frente del ducado de Toscana por su prudente y
conciliador hijo Fernando III.
Pío VI ante la Revolución francesa. En mayor medida que los sucesos
reseñados, el acontecimiento que dividió las dos grandes etapas que comprenden
el largo pontificado de P. VI fue, sin duda, el desencadenamiento de la
Revolución en Francia. Aunque, como es sabido, la actitud de algunos obispos y
del «orden» del Clero fue en los inicios del movimiento revolucionario uno de
sus principales motores, pronto empezó a abrirse un abismo entre la religión
católica, sus ministros y sus fieles y la Revolución. La desamortización
eclesiástica decretada por la Asamblea Constituyente (14 oct. 1789) evidenció
cómo los revolucionarios estaban dispuestos a legislar en materia religiosa sin
previas negociaciones con la Santa Sede. Un decreto de 2 nov. 1789 ponía los
bienes del clero «a disposición de la Nación, con encargo de proveer
convenientemente a los gastos del culto, al mantenimiento de sus ministros y al
alivio de los pobres», lo que entrañaba, entre otras consecuencias, la
burocratización del clero, cuya suerte material dependería en el futuro del
Estado. El segundo gran acto de enfrentamiento con la Iglesia fue la
promulgación (24 ag. 1790) de la Constitución civil del clero que implicaba, no
sólo profundos y radicales cambios en la vida administrativa de la Iglesia
francesa, sino también, y en igual medida, cambios sustanciales en su edificio
disciplinar, como, p. ej., el hecho de que los párrocos y prelados fueran
elegidos por sus conciudadanos, limitándose los obispos, «en testimonio de
unidad y comunión», a comunicar su elección al Papa, «Jefe visible de la Iglesia
Universal». P. VI tardó en hacer conocer su dictamen, al que le instaban con
urgencia algunos miembros del episcopado francés para evitar el confusionismo
que se iba extendiendo por el país a socaire de las semejanzas que presentaba la
ley con el ideario y las tradiciones galicanas de épocas precedentes (v.
GALICANIsmo). El Papa, aunque había ya expresado su disentimiento en varias
ocasiones, sólo publicó una condenación formal el 13 mar. 1791, cuando hacía
tiempo que, ante la resistencia de muchos de sus integrantes, la Asamblea había
obligado al estamento clerical al juramento de la Constitución. Rotas las
relaciones con Francia a partir de la anexión de Aviñón y del Condado Venesino
(14 sept. 1791) como respuesta a la condenación de P. VI, éste propugnó la
alianza entre las monarquías europeas para la lucha contra la Francia
revolucionaria. El fracaso de dicha tentativa acrecentó la hostilidad de los
gobiernos revolucionarios hacia el Papa y la propagación de las nuevas doctrinas
en Italia. A punto varias veces de producirse una declaración de guerra entre la
Santa Sede y Francia, la triunfal entrada en el teatro bélico italiano de las
tropas del joven general Bonaparte en el transcurso de la guerra de su país
contra la II Coalición, pareció precipitar el esperado acontecimiento. Pero la
sorprendente actitud de aquél dio un giro imprevisto a los sucesos al firmar con
la Santa Sede, a cambio de una fuerte indemnización económica, el armisticio de
Bolonia (23 jun. 1796). Sorprendido y satisfecho el Papa por su conclusión,
dirigió, motu proprio, a los católicos franceses un Breve, Pastoralis
Sollicitudo, con el fin de que aceptasen el régimen republicano. El camino de la
pacificación, que parecía abierto con tal acto, quedó, sin embargo, cerrado al
negarse P. VI a aceptar las exigencias del Directorio de revocar todas las
disposiciones pontificias promulgadas desde 1789, lo que implicaba el
reconocimiento de la iglesia constitucional. Una vez reanudada la guerra,
destrozadas las fuerzas pontificias y abierta la ruta de Roma a las
napoleónicas, de nuevo la actitud de su jefe fue decisiva para el indefenso
papado. Por el Tratado de Tolentino (19 en. 1797), los Estados Pontificios
conservaban, a costa de algunas amputaciones territoriales y una elevada
contribución de guerra, su autonomía e independencia nacionales. Sólo por un
año, sin embargo, las relaciones entre Francia y la Santa Sede discurrirían por
cauces pacíficos y de relativo entendimiento. A fines del citado año y tras el
fracaso de la conspiración de Fructidor, en la que habían participado algunos
eclesiásticos, una serie de incidentes ocurridos en Roma entrañaba la reapertura
de las hostilidades y la entrada en la ciudad del general Berthier (10 feb.
1798). Días más tarde fue instalado el régimen republicano y se suprimió la
soberanía temporal del Papa. Tales sucesos constituirían el primer precedente de
lo que había de llamarse en el s. XIX la cuestión romana (v. ESTADOS PONTIFICIOS
II). Después de haber cometido los generales franceses algunas violencias contra
el Papa, P. VI fue extrañado de la Ciudad Eterna (20 feb. 1798), permaneciendo
cerca de un año en las proximidades de Florencia; desde allí fue de nuevo
exiliado, a través de un largo rosario de viajes y penalidades que soportó con
admirable fortaleza cristiana, a Valence-sur-Rhóne. Allí moriría el 29 ag. 1799
rodeado de la veneración de los fieles y de la admiración de sus guardianes, a
los que perdonó en los últimos momentos de su existencia. Durante su cautiverio,
y mediante el valioso concurso de los españoles Despuig y Azara, tomó las
medidas oportunas para que a su fallecimiento pudiera celebrarse el cónclave «en
cualquier territorio de un príncipe católico». Fue, pues, en el plano de la
acción temporal, por obra de la diplomacia española, por lo que no llegó a
cumplirse la profecía lanzada por el alcalde de Valence, tras haber comprobado
la defunción «del llamado Juan Ángel Braschi, que ejercía la profesión de
Pontífice», de que P. VI sería el último de los Papas.
BIBL.: LLORCA, GARCÍA VILLOSLADA, MONTALBÁN, Historia de la Iglesia católica, IV, 3 ed. Madrid 1963, 64-68, passim; EHRHARD-NEUSS, Historia de la Iglesia, IV, Madrid 1962; 1. LEFLON, La crise révolutionnaire, París 1949; A. DANSETTE, Histoire religieuse de la France contemporaine, París 1966; L. SIERRA, La reacción del episcopado español ante los decretos de matrimonios del ministro Urquijo, de 1799 a 1813, Bilbao 1964;PIO VII, PAPAJ. M. CUENCA, D. Pedro de Inguanzo y Rivero, último primado del Antiguo Régimen, Pamplona 1965.
J. M. CUENCA TORIBIO.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991