PERFECCIÓN CRISTIANA


El sustantivo castellano p. deriva del latín perfecto, que a su vez viene del verbo perf itere: terminar, acabar, realizar plenamente. La palabra indica estar acabado en un determinado modo, poseer la plenitud del ser propio.
      Para los aspectos metafísicos del término, v. SER; ACTO; para el estético, v. BELLEZA, y para el ético, v. BIEN. Aplicada al cristianismo, la p. se predica de quien realice plenamente el ser de cristiano, y es lo que se estudia a continuación.
      La tarea de determinar la naturaleza de la p. c. se presenta en seguida como compleja y en cierto sentido inacabable: de ninguno de los misterios de la fe es posible dar una definición que agote su inteligibilidad. En este caso concreto además, la teología ha sido amplia y no ha seguido una línea de progreso uniforme, lo que evidentemente dificulta el tema. Es ésta una razón más para comenzar la exposición con una referencia al tema en la S. E.
      1. La idea de perfección en la Sagrada Escritura. El adjetivo perfecto aparece en dos lugares del Evangelio especialmente conocidos: «Sed, pues, perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48); «Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; y ven y sígueme» (Mt 19,21). Los estudios exegéticos han puesto de relieve cómo en ambos textos se habla de una cualidad que debe poseer todo cristiano; más aún, en ellos no se hace referencia a un crecimiento o a un progreso, sino que enuncian condiciones indispensables para acoger el mensaje salvífico. Este dato merece ponerse especialmente de relieve con respecto al texto de Mt 19, teniendo en cuenta el uso que históricamente se ha hecho de él. El análisis del texto hace ver que el versículo 21 no formula unas exigencias ordenadas a un fin distinto de las enumeradas en el vers. 17 («si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos»), sino que ambos vers. son paralelos y responden a una misma pregunta (vers. 16: «Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para obtener la vida eterna?»). Se puede recordar también que en Me 10,21 y Le 18,22, la frase de Cristo comienza: «Una cosa te falta...». En otras palabras, no se distingue entre cristianos perfectos y menos perfectos, sino que Cristo responde al joven rico refiriéndose a un elemento central de la llamada al Reino: el desprendimiento de las riquezas, que en ese caso concreto debía manifestarse por el abandono (cfr. la continuación del texto y Le 9,23-25; Mi 8, 18-22; Lc 12,13-34, cte.).
      Si en esos textos la idea de p. no aparece unida a la de crecimiento y progreso, eso no quiere decir que este aspecto sea desconocido a la Revelación neotestamentaria. Al contrario, lo encontramos expresamente formulado, especialmente en S. Pablo. Los textos paulinos que se refieren a este tema pueden agruparse en torno a algunos puntos principales:1) Se encuentra por una parte la distinción entre los menores o que tienen una mentalidad infantil y los ya Amaduros en la fe: «Yo, hermanos, no pude hablaros como a espirituales, sino como a carnales, como a niños en Cristo. Leche os di a beber, no manjar sólido, pues todavía no erais capaces» (1 Cor 3,1-2; cfr. 1 Cor 13,11). En todo el contexto de la Epístola se ve claramente que el infantilismo de los corintios coincide con su incapacidad para entender el misterio de la Cruz, juzgándola a la luz de la ciencia humana y dividiéndose en banderías al modo de las escuelas filosóficas. El sentido de esa distinción se perfila más si la comparamos con un texto análogo en la epístola a los Gálatas: «Mientras el heredero es niño, siendo dueño de todo, en nada se diferencia del esclavo... Así también nosotros, cuando éramos niños, vivíamos en servidumbre bajo los elementos del mundo; mas al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo...» (Gol 4,1-4). El niño es aquí el judío, que aún no ha llegado a la libertad cristiana, sino que está sometido a los elementos del mundo, y más concretamente a la Ley mosaica.
      Los temas de infancia y madurez están, pues, muy unidos en S. Pablo a la distinción entre carnales y espirituales, entre la antigua y la nueva economía. El cristiano maduro, perfecto, es el que reconociendo a Cristo, uniéndose a Él en la fe, participa de los bienes prometidos y vive según la ley de la libertad. Estas ideas aparecen recogidas y sintetizadas en la Epístola a los Hebreos, en un texto en el que; inmediatamente después de hablar del sumo sacerdocio de Cristo, se añade: «acerca de lo cual es mucho lo que tenemos que decir, de difícil inteligencia, porque os habéis vuelto torpes de oído. Pues los que después de tanto tiempo debíais ser maestros, necesitáis que alguien de nuevo os enseñe los primeros rudimentos de los oráculos divinos, y os habéis vuelto tales, que tenéis necesidad de leche en vez de manjar sólido. Pues todo el que se alimenta de leche no es capaz de entender la doctrina de la justicia, porque es aún niño; mas el manjar sólido es para los perfectos, los que en virtud de la costumbre tienen los sentidos ejercitados en discernir lo bueno de lo malo» (Hebr 5,11-14).
      2) En otras ocasiones S. Pablo habla explícitamente de crecimiento. La idea de crecer no es exclusiva de S. Pablo (cfr. p. ej., 2 Pet 3,18; Apc 22,11), pero en él adquiere resonancias peculiares, especialmente en las Epístolas de la cautividad, donde el tema de la gnosis o conocimiento adquiere una cierta primacía con respecto al tema escatológico. Quizá el texto más conciso sea el siguiente: «No cesamos de orar por vosotros y pedir que alcancéis el pleno conocimiento de su voluntad en toda sabiduría e inteligencia espiritual, a fin de que sigáis una conducta digna del Señor, puesta la mira en agradarle enteramente, fructificando en toda obra buena y creciendo en el cónocimiento de Dios» (Col 1,9-10); precisamente por eso la misión del Apóstol consiste en esforzarse «amonestando a todos los hombres e instruyéndolos en toda sabiduría a fin de presentarlos a todos perfectos en Cristo» (Col 1,28). Esta perspectiva se manifiesta en otros muchos lugares: en Philp 3,12-15, donde se entrelaza con el tema de la justificación (v.); en Eph 4,12-16, donde aparece como una prolongación del tema del cuerpo de Cristo, y encontramos de nuevo la distinción entre niños y hombres maduros.
      3) En dependencia muy directa de los textos anteriores, se encuentran aquellos otros en los que la p. se identifica con la perseverancia: «que perseveréis perfectos y firmemente decididos a cumplir todo lo que es voluntad de Dios» (Col 4,12). Toda la temática paulina sobre la luchaentre carne (v.) y espíritu podría ser traída a colación aquí (cfr. Eph 6,10-18; Gal 5,13-24); así como la referencia a la conciencia y a la imposibilidad de juzgarse a sí mismo con. un juicio que dé satisfacción del propio obrar (cfr. 1 Cor 4,3-4).
      4) Citemos por último una enseñanza muy repetida por el Apóstol: las relaciones entre el amor (la caridad) y la p.: «revestíos de la caridad, que es el vínculo de la perfección» (Col 3,14); «el fin de este requerimiento (la predicación del verdadero Evangelio) es la caridad» (1 Tim 1,5); «la caridad es la plenitud de la ley» (Rom 13,10). Se hace imprescindible citar aquí los capítulos 12 y 13 de la 1 Cor, en los que, a partir de una comparación entre carismas, se llega a una exaltación de la caridad, como elemento central y permanente del ser cristiano: 1 Cor 13,1-3. Notemos que en este texto la p. es presentada como una realidad escatológica (vers. 10).
      Estas enseñanzas sobre el amor aparecen también en los escritos de S. luan. Partiendo de la idea de que en el amor se realiza el ser cristiano, más que hablar de la caridad como p., S. Juan culmina su exhortación refiriéndose a un amor consumado, perfecto: «quien guarda su palabra (la de Cristo), en ése la caridad de Dios es verdaderamente perfecta; en esto conocemos que estamos en Él» (1 lo 2,5); «En el amor no hay temor, pues el amor perfecto arroja fuera el temor; porque el temor supone el castigo, y el que teme no es perfecto en el amor» (1 lo 4,18).
      2. Perfección cristiana y estado de perfección. A partir de los anteriores textos de la S. E. sería posible intentar el desarrollo de una exposición completa sobre la p. c.; sin embargo, como advertíamos al principio, es éste un tema en el que se hace necesario tener presente la historia de las ideas y valorarlas críticamente.
      Un dato importante de esa historia es la aparición de la idea de estado de perfección. El estado de p. (v. RELIGIOSOS), sólo nos interesa aquí en la medida en que ha traído consigo una cierta concepción de la p. cristiana. Podemos situar los inicios de esa concepción en una antigüedad muy remota. Uno de los puntos de referencia de esa historia es el texto paulino de 1 Cor 7,1-7 y 25-40; hay que anotar, sin embargo, que en S. Pablo toda esa enseñanza queda situada en un contexto vocacional («cada uno tiene de Dios su propio don: quién de una manera, quién de otra»: vers. 7); mientras que históricamente, quizá por influencia de ideas platónicas, se ha desembocado en una interpretación esencialista.
      El hecho es que no tardamos en encontrar algunas formulaciones en las que se distingue entre cristianos según que ésten llamados a mayor o menor perfección. Orígenes (v.), p. ej., suele interpretar alegóricamente las escenas evangélicas en las que aparecen los discípulos de Cristo y la muchedumbre a la que Cristo hablaba, para distinguir entre cristianos que reciben más o menos dones: «O bien nos acercamos a Él con las turbas, y entonces nos sustenta con parábolas, solamente para que no desfallezcamos de hambre por el camino. O constantemente nos sentamos a sus pies, ocupándonos sólo de oír su palabra, sin inquietarnos por muchos trabajos, sino eligiendo la mejor parte, que no nos será quitada; y ciertamente los que así se le acercan, recibirán con mayor abundancia su luz. Si a semejanza de los apóstoles nunca nos separamos de Él, sino que siempre permanecemos con Él en todas sus tribulaciones, entonces, en la intimidad, nos expone y aclara lo que había hablado a las turbas, y nos ilumina con mucha mayor claridad. Si alguno fuera de tal manera que pudiera subir con Él al Amonte, como Pedro, Santiago y Juan, ese tal sería iluminado no sólo por la luz de Cristo, sino también por la voz del mismo Padre» (Hom. 1 in Genesi: PG 12, 151-152).
      El texto en sí admitiría una interpretación simplemente mística, es decir, refiriéndolo a diversos grados de oración o de entrega; no es, sin embargo, ése el sentido que quiere darle Orígenes, sino que para él implica una distinción entre especies de cristianos; posición en la que puede tal vez verse un eco del gnosticismo (v.) o más exactamente de ese intento de superar el gnosticismo gracias a la afirmación de la libertad, pero acogiendo, al menos inconscientemente, alguno de sus planteamientos, que caracteriza el esfuerzo origeniano. En cualquier caso introduce un procedimiento exegético que consiste en afirmar que hay frases evangélicas que no se dirigen a todos los cristianos, sino sólo a algunos (cfr. W. Vólker, Das Vollkomrnenheits ideal des Origenes, Tubinga 1931).
      A finales del s. IV y principios del V esa distinción se ha institucionalizado, y adquirido un carácter tajante. En las Instituciones cenobíticas de Juan Casiano (v.), encontramos un ejemplo significativo. En el capítulo destinado a comentar la pobreza de los Padres del desierto, se refiere a la comunidad primitiva de Jerusalén, cuyos miembros vendían sus bienes y tenían en común todas las cosas. Ciertamente, añade, ése no era el caso de las comunidades creadas en la gentilidad; ahora bien, continúa: «¿Quiénes pensáis que serán más bienaventurados, aquellos que congregados más recientemente de los gentiles, y no teniendo fuerzas para seguir la perfección evangélica, todavía conservan sus riquezas, en la cual situación un gran fruto era sacado por el apóstol, si al menos, apartados del culto de los ídolos, de la fornicación, de lo sofocado y de la sangre, recibían la fe de Cristo manteniendo sus posesiones; o por el contrario aquellos que, satisfaciendo a la verdad evangélica y llevando cada día la Cruz de Cristo, nada han querido conservar de sus propias posesiones?» (De coenobiorum institutis, lib. 7, cap. 17: PL 49,310-311). Para el abad de Marsella el sentido del decreto del Conc. de Jerusalén (Act 15,22-29) ha sido el de permitir a los gentiles el seguir un cristianismo dulcificado. La idea a la que queríamos referirnos no puede estar expresada con más claridad, los cristianos se dividen en dos grandes categorías: la de los que se consideran herederos de la primitiva comunidad de Jerusalén, y la de los que se acogen a ese cristianismo menos exigente.
      Seguir a lo largo de la historia los rastros de esta concepción que sostiene que existe un radicalismo cristiano al que no todos están llamados sería tarea sencilla. No es, sin embargo, necesario a efectos de este artículo. Es importante, en cambio, subrayar las consecuencias que eso tiene con respecto a las ideas que los autores se hagan acerca de la p. cristiana.
      a) Una primera consecuencia ha sido el dar lugar a un planteamiento abstracto con respecto al estudio de la naturaleza de la p. c.; abstracto en el sentido de que esa p. se determina con independencia de la vocación divina. Se habla ciertamente de la vocación (v.), pero sólo en cuanto que se es (o no) llamado a ese estado en el que se realiza la p.; pero qué sea esa p. se determina deductivamente por un procedimiento meramente analítico. En esa línea se mueve la importancia que adquieren las discusiones sobre cuál es el estado más perfecto: si el activo, el contemplativo o el llamado mixto. Una manifestación de este modo de plantear eltema lo encontramos ya en la Summa theologiae de S. Tomás de Aquino: «si la religión que se dedica a la vida contemplativa es más excelente que la que se dedica a las obras de la vida activa» (2-2 8188 a6). Posteriormente tal procedimiento se generalizó al aumentar, el número de órdenes y congregaciones religiosas, multiplicándose los escritos en los que, dando por supuesto que la vida religiosa es más perfecta que la vida secular o laical, se intenta hacer ver la superioridad de un instituto frente a los demás (cfr. una crítica de esos excesos en B. Besret, Le probléme des f ins de la vie religieuse, en Les religieux aujourd'hui et demain, París 1964, 27-30).
      b) Una segunda consecuencia se refiere a la llamada universal a la santidad (v.) y tiene manifestaciones tanto dogmáticas como pastorales. Si no se negaba abiertamente esa llamada, se la reducía a mera llamada genérica o remota. De llamada o vocación en sentido propio sólo se hablaba con respecto al estado religioso: la gran mayoría de los cristianos que, evidentemente, ni desean ni pueden ser religiosos, eran descritos como «los que no han recibido una vocación».
      Pastoralmente esto traía consigo una predicación que orientaba a los cristianos hacia una idea meramente moral del cumplimiento del deber, sin hacer sentir las exigencias radicales del cristianismo. S. Tomás ya había advertido claramente que «nada impide que haya perfectos que no estén en un estado de p.; y que algunos que están en estado de p. no sean perfectos» (2-2 gl84 a4), y bastantes grandes santos, predicadores y directores de almas, se saltarán en la práctica los esquemas recibidos. Pero eso no pudo impedir que se fuera generalizando un modo de hablar que identificaba cristiano que vive en las ocupaciones seculares con cristiano mediocre, que no se libera de los obstáculos que le permitirían alcanzar la p. c. Como testimonio podemos citar un texto de Luis de la Puente, jesuita español del s. xvi-xvit, que, comentando el llamamiento de Jesús a los hombres para que le sigan, escribe: «consideraré varias suertes de hombres que hay en el mundo a cuya noticia llega esta vocación: 1) La primera es de aquellos que se hacen sordos a este llamamiento y embaucados con los bienes de esta vida, no quieren seguir a este Rey..., los cuales en castigo de su desobediencia, no llegarán a gozar de su dulce compañía (la de Cristo en la gloria). 2) La segunda suerte es de aquellos que quieren seguir a este Rey y acompañarle en esta guerra, pero cortamente, contentándose con guardar los preceptos, queriendo quedarse con sus riquezas y dignidades y gozar los deleites lícitos del matrimonio, porque no tienen ánimo para mayor perfección. Éstos, aunque hacen lo que les basta para salvarse, pero como su imitación es corta, así su galardón será corto... 3) La tercera suerte es de aquellos que con ánimo generoso se ofrecen a seguir a este Rey en todo y por todo... Éstos son los religiosos, los cuales como imitan con más perfección a Cristo, así recibirán de Él más copioso galardón» (Meditaciones de los Misterios de nuestra Santa Fe, ed. Madrid 1953, t. 1, 328-330; la enumeración continúa en un cuarto grado, para distinguir dentro de las religiones cuál es la más perfecta). La lectura de este texto, que por lo demás es claramente paralelo y heredero de los de Orígenes y Casiano ya citados, muestra como con el transcurso del tiempo las ideas se han ido solidificando y endureciendo: los hombres, desde el punto de vista de la p. c., se dividen, según él, en pecadores, seglares o cristianos mediocres y religiosos o cristianos que imitan perfectamente a Cristo.
      3. La llamada universal a la santidad en el Concilio Vaticano II. Esos datos históricos permiten comprender la enorme trascendencia para la Teología y la vida de la Iglesia de la declaración contenida en el capítulo V de la Const. Lumen gentium del Conc. Vaticano II (v.). Se da además el hecho significativo de que esa declaración surge no tanto como consecuencia de una evolución de la ciencia teológica, sino reclamada por la misma vida de la Iglesia. Entre los factores que la han precedido y provocado se encuentran en efecto: a) el movimiento litúrgico (v.), que, al poner en primer término la asamblea del Pueblo cristiano reunido en torno a la Eucaristía, lleva a ser consciente de la dignidad de la condición cristiana y su carácter santificador; b) el desarrollo de asociaciones o movimientos laicales que, o bien advertían que la acción necesitaba entroncarse en un transfondo sobrenatural, o bien nacían precisamente del empuje de una espiritualidad con caracteres propios. La acción del Espíritu Santo, que guía con sus carismas la vida de la Iglesia, hacía así que el cristiano corriente, que vive en medio del mundo, no se contentara con un cristianismo mediocre, sino que deseara vivir las exigencias evangélicas con toda su intensidad, y hacerlo permaneciendo en el mundo, formando plenamente parte de él. Baste citar el testimonio especialmente relevante del Fundador del Opus Dei (v.), mons. Escrivá de Balaguer (v.), recogiendo unas palabras de un texto del 24 mar. 1930: «La santidad no es cosa para privilegiados: a todos nos llama el Señor, de todos espera Amor: de todos, estén donde estén; de todos, cualquiera que sea su estado, su profesión o su oficio. Porque esa vida corriente, ordinaria, sin apariencia, puede ser medio de santidad: no es necesario abandonar el propio estado en el mundo, para buscar a Dios, si el Señor no da a un alma la vocación religiosa, ya que todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo. Nuestra vida es sencilla, ordinaria, pero si la vivís conforme a las exigencias de nuestro espíritu será a la vez heroica. No es nunca la santidad cosa mediocre, y no nos ha llamado el Señor para hacer más fácil, menos heroico, el caminar hacia Él. Nos ha llamado para que recordemos a todos,. que en cualquier estado y condición, en medio de los afanes nobles de la tierra, pueden ser santos: que la santidad es cosa asequible. Y a la vez, para que proclamemos que la meta es bien alta: sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto (Mi 5,48)».
      Es precisamente este origen vital y carismático lo que da a la declaración del Vaticano II su riqueza; y al mismo tiempo lo que muestra la urgencia de una labor teológica que la asimile con plenitud. Comienza el cap. V de la Lumen gentium situándonos frente al misterio de la santidad de Cristo, que se entrega a la Iglesia para santificarla y enriquecerla, y concluye: «por eso todos en la Iglesia, ya pertenezcan a la jerarquía, ya pertenezcan a la grey, son llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación (I Thes 4,3; cfr. Eph 1,4)» (ib. n° 39). Esa idea es ampliada y explicada en el número siguiente, en el que la santidad del cristiano es puesta en relación en primer lugar con Cristo, Maestro y Modelo de toda santidad (v. JESUCRISTO V); con el Espíritu Santo, enviado por Cristo, y que mueve a los fieles hacia la p. del amor a Dios; con la vida sacramental, y especialmente con el Bautismo (v.) en el que el cristiano es justificado y constituido en hijo de Dios y hecho, por tanto, verdaderamente santo; con la parenesis apostólica que amonestaba a los fieles a vivir como conviene a santos. La conclusión de ese párrafo es tajante: «Fluye de ahí la clara consecuencia de que todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad» (n° 40).
      Es oportuno subrayar las dos palabras empleadas: plenitud de la vida cristiana, p. de la caridad. En esa línea se puede anotar por su valor simbólico, el hecho de que la casi totalidad de los textos escriturísticos que históricamente se habían ido aplicando para describir la llamada a la p. c. restringiéndola a un estado determinado, son referidos por el Concilio a los fieles de cualquier condición: «Sed, pues, perfectos...» (Mt 5,48) en Lum. gent., 11 y 40, y Presbyterorum ordinis, 12; «si alguno puede venir en pos de mí ...» (Mt 16,24) en Gaudium et spes, 22, y Apostolicam actuositatem, 4; «El que pierda su vida...» (Le 17,33) en Gaudium et spes, 24; «Amarás a Dios con todo tu corazón...» (Me 12,30), en Lum. gent., 40.
      En resumen, las exigencias radicales del cristianismo son propuestas a todo cristiano; más aún, son propuestas como algo que puede ser vivido en cualquier estado o condición. Las implicaciones que eso tiene para la teología sobre la p. c. son muchas e importantes; sintéticamente podemos exponerlas reduciéndolas a las siguientes:a) Se proclama con toda fuerza que la p. c. no está vinculada a un determinado estado; en otras palabras, que si algún estado puede denominarse estado de p. no es porque allí se consiga de modo preferente o casi exclusivo la santidad, sino porque simbolice externa y públicamente la santidad que vive toda la Iglesia o por alguna otra razón semejante.
      b) Al separarse de ese modo las ideas de p. y estado de p., queda claro que la p. c. no se define ni depende de unas condiciones formales de existencia -abandono de algunas ocupaciones, uso de algunos medios ascéticos o cosas parecidas-, sino que trasciende todos esos condicionamientos.
      e) Estamos así en condiciones de apreciar en toda su fuerza la afirmación escriturística, según la cual la p. c. consiste esencialmente en la caridad (v.). Esto ha sido constantemente enseñado por escritores y tratadistas; después de lo dicho estamos quizá en mejores condiciones para advertir que la caridad no puede explicarse como una mera forma abstracta de la que se deducen exigencias formulables en forma de ley. Ciertamente de la caridad se deducen exigencias de ese tipo (no en vano puede ser descrita como el resumen de la ley), pero no se reduce a ellas, sino que las trasciende, insertándolas en un espíritu que abarca toda la vida (V. LEY VII, 4). Para tener una visión integral de la caridad, hay que verla en sus dimensiones concretas, encarnada en la situación en que cada hombre ha sido puesto por Dios. Es decir, cada hombre adquiere la p. de la caridad en la medida en que vive en caridad, bajo la acción del Espíritu, su propia existencia. Sólo después de haber señalado esto -y no antes- deberán venir las explicaciones sobre las exigencias éticas que la caridad impone, así como su prolongación en cuanto a la vida de oración, cte., hasta completar la descripción de la fisonomía del ideal cristiano (V. SANTIDAD IV).
      d) Por último, y en esta afirmación confluyen todas las anteriores, la p. c. se define en dependencia de la realidad de la vocación divina. No es, pues, extraño que el Vaticano lI a la par que subraya la llamada universal a la santidad, conceda un relieve especial al tema de la vocación. Todo hombre tiene una vocación y una misión divinas, en cuya realización encuentra la plenitud de su ser. En este sentido la p. c. puede definirse como fidelidad a la propia vocación; el cristiano puede calificarse de perfecto en la medida en que procura cumplir lo que la Voluntad de Dios (v.) quiere personalmente de él.
      4. Posibilidad y obligación de tender hacia la perfección cristiana. En los apartados anteriores queda descrita la naturaleza de la p. c. como cumplimiento de la Voluntad divina. Apenas formulada esa frase puede surgir inmediatamente una duda: ¿cómo puede ser lícito a un cristiano hablar de p.?, ¿obrar así no es acaso olvidar uno de los aspectos centrales de la Revelación: el carácter pecador del hombre, la imposibilidad de que se presente jamás frente a Dios como alguien acabado en sí mismo y que no tiene necesidad de él?Es importante no olvidar esas preguntas, pues toda presentación de la p. c. que prescindiera de ellas habría perdido el espíritu del Evangelio: sería caer en una doctrina de la justificación por las obras parecida a la que duramente condenara S. Pablo. Este tema se lo plantearon los teólogos medievales, bajo el título de si es posible conseguir la p. c. en esta vida. En su resolución, S. Tomás formuló una importante distinción que puede contribuir grandemente a perfilarlo: «Hay una perfección que responde a la capacidad total del que ama, en cuanto que su amor se dirige a Dios con todas sus fuerzas y siempre de modo actual. No es posible esta perfección en la vida presente; lo será en el cielo. Se dará otra perfección, que no es total ni por parte del ser amado, ni del que ama, en el sentido de que esté siempre amando actualmente, aunque sí lo es en el de excluir todo lo que es contrario al amor de Dios. A esta perfección se refiere S. Agustín cuando dice: `El veneno de la caridad es el deseo desordenado; su perfección, la ausencia de tales deseos' (Octoginta trium quaestiones, q36). Es ésta la perfección posible durante la presente vida» (Sum. Th. 2-2 gl84 a2).
      La distinción entre esos dos estados -in patria (cielo), in via (vida terrena)- es esencial en toda visión cristiana de la existencia. En el caso concreto que nos ocupa debe estar constantemente presente, pues, como marca el texto que acabamos de citar, nos hace entender como la p. de que podemos hablar con respecto al hombre durante su caminar terreno no es sino una p. relativa; y eso desde diversos puntos de vista: en cuanto que es sólo la incoación del estado perfecto que habrá en el cielo; en cuanto que esa tensión escatológica se manifiesta en la vida presente en la existencia de la limitación y de las imperfecciones; en cuanto que nos conduce de nuevo a situarnos en un contexto existencial midiendo nuestra situación con referencia a las exigencias concretas que manifiesta en cada momento dado la voluntad de Dios (V. CONVERSIÓN II).
      De esta forma el tema de la posibilidad de la p. se prolonga en otra de las cuestiones clásicas de la teología espiritual: la de la obligación de tender hacia la p. Esta cuestión, históricamente, ha resultado complicada y en parte oscurecida en la medida en que se tendía a identificar p. c. con la p. de un determinado estado. De esa forma la pregunta sobre si estamos obligados a la p. se transforma en la pregunta. sobre si estamos obligados a hacer determinadas cosas o a realizar determinadas acciones, y eso bajo pena de pecado grave. De ahí a transformar un tema dogmático y espiritual en una cuestión meramente moral, o peor aún jurídica, hay un solo paso. Es por eso muy importante captar con plenitud el espíritu con que este tema es planteado por los grandes maestros de la teología medieval, y concretamente por S. Tomás. Si S. Tomás en la Questio disputata de Caritate y en el Comentario a las Sentencias se pronuncia en contra de la existencia de una obligación de poseer la caridad perfecta, lo hace precisamente bajo esa perspectiva. Toda su respuesta en el Comentario a las Sentencias está basada precisamente en la distinción entre una doble p. de la caridad: «una según la intensidad, es decir, que se ame perfectamente; otra según los objetos o los efectos, es decir, que se amen las cosas perfectas» (In 3 Sent., dist. 29, ql, a8, sol 2). Formulada esa distinción, la conclusión se impone: «en cuanto a la perfección que es según la intensidad el cristiano está obligado a tender hacia ella, aunque no esté obligado a poseerla; en cuanto a la perfección que es según los objetos, no está nadie obligado a tender hacia ella, ni a poseerla, aunque está obligado a no despreciarla, y a no enfurecerse contra ella» (cfr. en el mismo sentido lo que sobre la negligencia escribe en Sum. Th. 2-2 q54 a3).
      El cristiano está, pues, obligado a amar a Dios sobre todas las cosas con una intensidad que no se concreta en unas condiciones materialmente idénticas para todos, sino que se diversifica según el estado o condición de cada uno. En otras palabras, el precepto sobre la p. de la caridad, sobre el amar a Dios sobre todas las cosas, indica, como gusta de comentar S. Tomás refiriéndose a un texto de S. Agustín en el De perfectione iustitiae, «non quid faciendum sit, sed potius quo tendentum sit», no lo que hay que hacer, sino más bien adónde hay que tender (De Cartate, a10, adl).
      La vida humana aparece como la ocasión y la llamada a un crecimiento constante en el amor, en un amor que toma su realidad y contenido de las relaciones con los hombres en la situación en que Dios nos ha creado, y que está informado por el amor a Dios que obra en nosotros. Así entendida -lo que supone valorar los principios de la teología clásica prolongándolos a la luz de la llamada universal a la santidad-, se debe hablar de una obligación de tender hacia la p., que trasciende todo moralismo y toda casuística, para situarse en un contexto vocacional. Porque «no merece el nombre de bueno quien no desea y aspira a ser mejor; y desde que uno no desea y aspira a ello, deja de ser bueno» (S. Bernardo, Epist. 91: PL 224); «No te contentes con lo que eres, si quieres llegar a lo que todavía no eres. Porque en cuanto te complaces en ti mismo, allí te detuviste. Si dices: ¡basta!, estás perdido» (S. Agustín, Serm. 169,18: PL 38,926).
      De esta manera una teología sobre la p. c. reencuentra la reflexión sobre los consejos evangélicos (v.), a la vez que le da una orientación nueva. Porque la expresión consejo evangélico puede entenderse en un sentido restringido -los tres consejos que definen el estado religioso-, y en ese sentido no dicen una referencia esencial a la p. c., sino sólo a uno de los caminos o vías a través de los cuales se tiende a esa p.: para ellos resulta plenamente válida la fórmula según la cual la p. consiste esencialmente en los preceptos e instrumentalmente -para los llamados a ese estado- en los consejos. Pero la expresión consejo evangélico admite otro sentido, más primigenio, y que hay que poner de relieve: el trascender la letra de la ley, lo simplemente imperado, para captar el espíritu del precepto y hacer de él vida. Es ése el tema que S. Tomás, p. ej., desarrollará al describir la ley evangélica (v. LEY VII, 4) como ley interior y, por tanto, como ley que tiene no sólo preceptos sino también consejos, precisamente porque es ley de perfecta libertad (cfr. Sum. Th. 1-2 gl06 al; en la 8108 a4; la aplicación de ese principio general resulta, sin embargo, oscurecida en el texto tomista por la identificación entre p. c. y la p. de un determinado estado).
      5. Unidad de la perfección cristiana y pluralidad de caminos. Las consideraciones anteriores permiten tratar brevemente un tema de gran importancia, precisamente porque es la conclusión de cuanto llevamos expuesto.
      A lo largo de su historia la Teología espiritual ha estudiado repetidas veces las etapas que el hombre atraviesa en su caminar hacia Dios, según fructifica en él el don de la gracia. Basándose en un texto de S. Agustín: «¿Acaso la caridad, apenas nace en nosotros, es ya perfecta? Al contrario, nace para ser perfeccionada; una vez nacida, es alimentada; ya alimentada, se robustece; una vez robustecida, se la perfecciona» (In 1 Ep. Ioann., ir. 5, super 3,9: PL 35,2014), se ha formulado muchas veces el esquema de la distinción entre incipientes, proficientes y perfectos (V. VÍAS DE LA VIDA INTERIOR), lo que permitía recoger experiencias psicológicas, toda una doctrina sobre los grados de oración, etc.
      Es innegable, sin embargo, que, a pesar de sus ventajas, ese esquema tiene sus peligros, no sólo porque puede dar la impresión de que el desarrollo de la vida espiritual es uniforme, sino también porque, al caer en ese defecto, refuerza la identificación ya denunciada entre la p. c. y la p. de un determinado estado. En otras palabras, es necesario colocar esa reflexión en su contexto existencial, a la luz de las consideraciones anteriores: el progreso, el crecimiento interior de cada hombre se realizan en el seno de vocación, desde la situación en que nace y se desarrolla su vida.
      Al completar la teología de la p. c. según una teología de la vocación, se hacen patentes tanto la unidad de la p. a la que es llamado todo cristiano, como la diversidad de caminos vocacionales a través de los que se camina hacia la p. escatológica. «Una misma, proclama el Vaticano II, es la santidad que cultivan en cualquier clase de vida y de profesión los que son guiados por el Espíritu de Dios» (Lumen gentium, 41). «Sería un gran error confundir la unidad con la uniformidad, e insistir -por ejemplo- en la unidad de vocación cristiana, sin considerar al mismo tiempo la diversidad de vocaciones y misiones específicas, que caben dentro de aquella llamada general y que desarrollan sus múltiples aspectos para el servicio de Dios» (I. Escrivá de Balaguer, texto del 15 mar. 1953; V. ESPIRITUALIDAD Y ESPIRITUALIDADES II). Es efectivamente siguiendo su vocación personal, y, por tanto, específica y diversa de otras, como cada hombre tiende hacia la p. hacia la que ha sido llamado, anunciando, entre las limitaciones y alegrías de la vida presente, la plenitud de la comunidad de los santos, cuando «el fuego del amor que aquí comienza a arder, se avivará con la vista del objeto amado» (S. Gregorio, Super Ezech., 1.2, hom. 2: PL 76,954)V. t.: APOSTOLADO 11; CARIDAD II, 2; CONSEJOS EVANGÉLICOS; ESPIRITUALIDAD Y ESPIRITUALIDADES; MÍSTICA 11; LAICOS 11; RELIGIOSOS; SANTIDAD IV; VOCACIÓN II.
     
     

BIBL.: A. FONCK, Pertection chrétienne, en DTC 12, 1219-51; CRISóGONO DE JESÚS SACRAMENTADO, Compendio de Ascética y Mística, 3 ed. Madrid 1949; A. Royo MARÍN, Teología de la perfección cristiana, Madrid 1958; L. BOUYER, Introducción a la vida espiritual, Barcelona 1964; G. THILS, Santidad cristiana, 5 ed. Salamanca 1972; E. BOYLAN, El Amor supremo, 3 ed. Madrid 1963; R. GARRIGOU-LAGRANGE, Pertection chrétienne et conternplation, París 1923; íD, Las tres edades de la vida interior, Buenos Aires 1950; J. DE GUIBERT, Lecciones de teología espiritual, Madrid 1953; VARIOS, Laics et vie chrétienne parfaite, Roma 1963; J. B. TORELLó, Espiritualidad de los laicos, Madrid 1965; J. L. ILLANES, La santificación del trabajo, tema de nuestro tiempo, Madrid 1967; W. BL.ANK, R. GóMEz PÉREZ, Doctrina y vida, Madrid 1971.

 

J. L. ILLANES MAESTRE.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991