PENITENCIA IV. LITURGIA Y PASTORAL


1. Práctica penitencial. 2. Historia de los ritos y praxis del sacramento de la Penitencia. 3. Catequesis de la Confesión. 4, Catequesis durante la Confesión. 5. Primera Confesión de los niños. 6. El confesonario y su emplazamiento.
      1. Práctica penitencial. El Conc. de Trento (Denz.Sch. 1668-1670). recuerda que la virtud de la p. es necesaria para la salvación, y por esta razón la Iglesia siente el deber pastoral de predicarla siempre, porque el hombre pecador y salvado por Jesucristo no acaba nunca en esta vida de convertirse. Hay que recordarle, por tanto, la necesidad de expiar sus culpas personales y desagraviar los pecados del mundo renovando constantemente su vida espiritual y creciendo en santidad. La virtud de la p. (v. 1, B) lleva a luchar contra el pecado, a desear volver a Dios cuando se le abandona, a realizar, en una palabra, todas las exigencias de Bautismo, participando, también con el propio cuerpo, en el misterio de la muerte y resurrección de Cristo (cfr. 2 Cor 4,10). No hay que olvidar la iniciativa de Dios en este dinamismo penitencial, que con los sacramentos (v.) y con su Palabra (v.), anunciada y celebrada litúrgicamente por la Iglesia, descubre al hombre su condición de pecador y le ofrece el perdón misericordioso, estableciendo con él una nueva alianza de amor. El modelo de vida penitente es Cristo, que padeció por nuestros pecados muerte de Cruz, la cual obra, como dice S. Tomás, en el sacramento de la P. (cfr. Sum. Th. 3 q84 a5).
      La función penitencial en la Iglesia se ejercita cumpliendo algunas obras particularmente significativas (v.
      ORACIÓN; AYUNO; ABSTINENCIA; LIMOSNA) que son manifestación externa de conversión (v.) interior, de amor a Dios y al prójimo. Además de los actos penitenciales indicados, en algunos periodos determinados del año litúrgico -Adviento (v.), Cuaresma (v.), en los que todoslos cristianos muestran pertenecer a un pueblo penitente-, cada cristiano, libremente, debe sentir la perenne actualidad del modo como ha sido anunciado la venida del Reino de Dios en el mundo y en las almas. La disciplina penitencial actualmente vigente en la Iglesia está contenida en la Const. Paenitemini, del 16 feb. 1966 (AAS 58, 1966, 177-198), que presenta la p. como un cambio íntimo y radical de todo el hombre, de su modo de sentir, de juzgar y decidir, que se manifiesta a través de obras penitenciales, de la oración litúrgica y de la práctica sacramental (n° 5, 7, 9 y 10). Toda la vida del cristiano que vive en gracia de Dios, unido a la pasión de Cristo, asume valor de expiación (n° 7). La Const. establece también que todos los fieles están obligados a cumplir en días señalados, pero sobre todo durante la Cuaresma, algunas obras de p., para dar ejemplo al mundo de ascesis y caridad, contribuyendo así a formar un pueblo de penitentes (n° 11 y 12). Para una exposición más detallada v. I, B; AYUNO II; ABSTINENCIA; MORTIFICACIÓN; ORACIÓN II Y III; LIMOSNA II.
      La relación entre la práctica penitencial y el sacramento de la P. han sido estudiados en II, A. El acto supremo de la virtud de la p. es el sacramento de la P. o Confesión, cuya historia está íntimamente ligada a la evolución histórica de la disciplina penitencial. El divorcio virtud-sacramento empobrece una y otro, por lo que una auténtica pastoral penitencial insistirá sobre la necesidad de recibir el sacramento con la convicción de confesar a Dios Omnipotente y misericordioso las propias culpas, uniéndose a la muerte y resurrección de su Hijo, mediante el cumplimiento diario de obras penitenciales. La p.-virtud asegura así al sacramento de la Confesión mayor eficacia y frutos duraderos, a la vez que las obras de p., como preparación y secuela del sacramento, adquieren un valor auténticamente sobrenatural, no reducible a simple acto de voluntad humana.
      2. Historia de los ritos y praxis del sacramento de la Penitencia. El poder de perdonar los pecados (poder de las llaves) fue conferido por Jesús a los Apóstoles la tarde del día de Resurrección (lo 20,21-22), y fue después transmitido a sus sucesores con la misma característica de universalidad, es decir, comprendiendo todos los pecados (v. II, 3). Los textos que recogen la tradición de la Iglesia en los primeros siglos pueden resumirse en los siguientes puntos: 1) el perdón sacramental se extiende a todos los pecados, sin excepción, con tal que haya arrepentimiento sincero; 2) la Iglesia jerárquica es la única depositaria del poder de las llaves; 3) al penitente se exige: confesión de los pecados ante la Iglesia jerárquica; p. pública, que llevaba consigo la exclusión de la comunión eclesial; y recibir la absolución, que da sólo la autoridad eclesiástica.
      Sin embargo, el modo y las formas (disciplina y ritos) de ejercer el poder universal de las llaves, que Jesucristo otorgó a los Apóstoles, han variado efectivamente en la historia de la Iglesia. Veamos algunos puntos más significativos.
      Penitencia pública y penitencia privada. En los primeros siglos la P. «pública» o «canónica» convivía con otra forma más corriente de P. «privada», igualmente impuesta y dirigida por la Iglesia, aunque según formas procesuales distintas. Y en ningún caso la remisión del pecado podía obtenerse sin la conveniente satisfacción: se trataba siempre de remisión onerosa, de «bautismo laborioso».
      La P. «canónica» es así definida en el III Conc. de Toledo del a. 589: «Quien se arrepiente de sus pecados debe ser inmediatamente excluido de la comunión y coocado en el ordo paenitentium; debe pedir con frecuencia la imposición de las manos, y transcurrido el: tiempo de la satisfacción, si el Obispo lo considera digno, podrá ser admitido de nuevo a la comunión». La P. «canónica» consta, pues, de dos momentos: la acusación de los pecados con la imposición de una p., y la reconciliación absolutoria. En el primero, el Obispo, a través de un juicio de exclusiva competencia suya, prohibe al pecador participar en la vida normal de la Iglesia, relegándolo al orden de los penitentes, donde se ingresa mediante una ceremonia litúrgica, cuyo gesto esencial es la imposición de las manos; los penitentes están obligados a hacer algunas obras penitenciales (limosnas, ayunos, mortificaciones corporales y humillaciones públicas), que Ireneo y Tertuliano definen con el nombre de exomologesis, durante un tiempo proporcionado a la gravedad del pecado cometido. Concluido este periodo, el Obispo, con una ceremonia litúrgica semejante a la de inclusión en el orden de los penitentes, concedía la reconciliación, con la que el cristiano entraba de nuevo en la comunidad eclesial y era autorizado a participar de la Misa. No siempre el penitente reconciliado adquiría todos sus derechos, por lo que muchas veces, en la práctica, era obligado a vivir como un monje. Esta forma de P. canónica se caracterizaba por su rigor y porque la misma persona podía recibirla una sola vez. A esta P. se la Llama pública, porque públicamente se cumplía la pena impuesta; no por la acusación de los pecados, que se ha hecho casi siempre en secreto.
      La p. canónica, por su carácter público, no podía ser aplicada, por tanto, en todos los casos de pecados secretos, que son la mayoría; por otra parte, el moribundo que deseaba confesarse no podía empeñarse en una larga práctica penitencial. Así prevaleció la forma penitencial llamada «privada», que no llevaba consigo la inscripción en el ordo paenitentium y que el ministro autorizado concede al pecador arrepentido, que cumple algunas mortificaciones corporales (como las indicadas en los Libros penitenciales) todas las veces que se presente a pedirla (cfr. Conc. de Chalon-sur-Saóne, a. 650, can. 8). Esta praxis sacramental fue muy 'difundida por las órdenes monásticas, sobre todo en Irlanda (s. VI).
      Pronto adquirieron los cristianos la costumbre de recurrir a la Confesión sacramental periódicamente y al principio de algunos tiempos litúrgicos (Navidad, Pascua y Pentecostés), pero sobre todo durante la Cuaresma. En el s. IX la Confesión cuaresmal es de uso universal en la Iglesia, y el Conc. Lateranense VI (1215) la incluye entre los preceptos de la Iglesia que obligan moralmente al bautizado «de uno y otro sexo..., una vez llegado a la edad de la discreción» (Denz.Sch. 812-814). El canon lateranense fue recogido en el Conc. de Trento (Denz. Sch. 1708) e inspiró la legislación canónica (CIC, can. 901 y 906). El precepto eclesiástico de la Confesión anual ha sido confirmado en una precisación de la Santa Sede en 1973 (cfr. «L'Osservatore Romano» 16-17 abr.) y en un discurso de Paulo VI del 18 abr. 1973 (cfr. «L'Osservatore R.» 18 abr.) (V. MANDAMIENTOS DE LA IGLESIA).
      El signo sacramental. La historia del sacramento muestra que el signo sacramental no ha cambiado -instituido por Cristo, es inmutable-, sino sencillamente que han variado las diversas formas exteriores en que se ha expresado a lo largo del tiempo, tanto en las acciones penitenciales del pecador como en la acción judicativa de la Iglesia. El signo en su generalidad ha sido y será siempre un juicio; los modos rituales para hacer este juicio han sido diversos. En la época antigua la Confesión solía desarrollarse en momentos distintos y separados: acusación de los pecados, cumplimiento de la p. impuesta y reconciliación. Después, y ahora, ha prevalecido que la absolución siga inmediatamente a la confesión hecha con espíritu de contrición. En los primeros siglos tenía especial importancia el rito con que se imponía la p. pública; una de las formas más solemnes era celebrada por el Obispo junto con la ceremonia del Miércoles de ceniza -comienzo del tiempo penitencial de la Cuaresma-, y culminaba con la reconciliación de los penitentes el jueves Santo durante la celebración de la Misa. Hay que recordar también que ha cambiado históricamente la extensión y el modo como el Obispo ha delegado a simples sacerdotes la facultad de ser ministros de la Confesión sacramental.
      Por lo que se refiere a los elementos singulares de ese rito o juicio, comencemos con el definitivo: la fórmula absolutoria. Ha sido siempre una declaración de perdón; su estilo literario no ha sido siempre el mismo: se conocen formas optativo-deprecativas y formas indicativo-judiciales como la actualmente en vigor. Lo mismo se diga sobre la forma de acusación de los pecados, la entidad y medida de los actos satisfactorios y su mayor o menor importancia litúrgico-ritual. En varios libros penitenciales se indica detalladamente el rito peculiar de la P. sacramental. El modelo ritual más antiguo que se conoce se encuentra en el Penitencial Vallicellanum (a. 800): el sacerdote y el penitente se preparan al sacramento rezando juntos algunos salmos, oraciones y letanías; el penitente confiesa sus pecados y recibe una p. satisfactoria; antes de que se pronuncie la fórmula de la absolución se rezan otros salmos; se concluye el rito con una unción penitencial hecha con el óleo de los enfermos (el pecado es una enfermedad del alma) y cuando es posible sigue la celebración de la Misa.
      En cuanto a los actos exteriores exigidos al penitente, tiene particular importancia la confesión oral (auricular). Está ampliamente documentada a partir del s.V, como práctica universal de la Iglesia, la acusación detallada, secreta y personal, de los pecados cometidos, hecha al Obispo o a un sacerdote delegado; y no faltan documentos patrísticos anteriores al s.V en los que se exhorta al pecador arrepentido a no avergonzarse a la hora de confesarse (p. ej., Ireneo, Orígenes, Cipriano, Basilio, Paciano, Ambrosio, Gregorio Magno). Gran importancia tiene en este sentido la carta del papa S. León Magno a los obispos de la Campania (Italia) del 6 marzo 459 en la que reprime la tendencia a exigir la confesión pública «de singulorum peccatorum genere». Todo ello supone la práctica habitual de la confesión específica y circunstanciada (cfr. Denz.Sch. 323). Benedicto XII (1341), Clemente VI (1351) y finalmente el Conc. de Florencia del 1439 han condenado repetidamente la doctrina, difundida por los armenos, de que la absolución sacramental se podía obtener con una confesión genérica de los pecados, como, p. ej., rezando el Confiteor antes de la Comunión (cfr. Denz.Sch. 1006; 1050; 1310). El Conc. de Trento considera doctrina auténtica de Jesucristo la necesidad de una previa confesión oral de todos y cada uno de los pecados mortales cometidos, con las circunstancias que modifiquen su especie y gravedad (Denz.Sch. 1707), cosa que tiene abundante fundamento histórico y corresponde al Magisterio universal, homogéneo y constante de la Iglesia.
      La disciplina eclesiástica está recogida en el Ritual Romano publicado en 1614 y en el Ritual de la Penitencia (Ordo Poenitentiae), publicado el 2 dic. 1973, cuyos contenidos explicaremos (v. 4). Ambos han fomentado una mayor difusión de la confesión frecuente. Un ataque a esta práctica pastoral fue promovido por los jansenistas (v.) que defendían un genérico retorno a la rigurosa praxis de la P. «canónica» o pública, con lo que alejaban los fieles de la frecuencia del sacramento. Entre otras cosas, la herejía jansenista afirmaba: que para no cometer sacrilegio, el sacramento de la P. exige una preparación de cuatro o cinco semanas; que el confesor no puede dar la absolución de los pecados graves si antes no se cumple una p. rigurosa; que la confesión de los pecados veniales es inútil e incluso nociva. El papa Pío VI, con la Const. Auctorem fidei (1794), condenó definitivamente tales errores (cfr. Denz.Sch. 2634-2639).
      El Conc. Vaticano II confirmó la doctrina sacramental de Trento, a la par que declaró la oportunidad de revisar algún punto del rito, a fin de subrayar aquellos aspectos del sacramento que parecen más necesarios pastoralmente en los momentos actuales (cfr. Const. Sacrosanctum Concilium, 72). Los Decretos Christus Dominus (n° 30) y Presbyterorum Ordinis (n° 13) recomiendan a los Obispos y a los sacerdotes ejercer con celo pastoral el poder de las llaves, estando siempre disponibles para escuchar las confesiones de los fieles. Y un decreto de la Congr. de Religiosos del 8 die. 1970 (AAS 73, 1971, 318 ss.) recomienda también recibir con frecuencia el sacramento de la penitencia. Lo mismo que el nuevo Ritual (Ordo, n. 7, 10, 13). A pesar de todo han surgido después del Vaticano II algunos errores, a veces presentados como soluciones prácticas de carácter litúrgico-pastoral, pero que de hecho alejan a los fieles de la práctica sacramental. De ellos trataremos después.
      3. Catequesis de la Confesión. Consiste en una pedagogía del pecado (v.), de la conversión (v.), de la Iglesia (v.), de los sacramentos (v.) en general y especialmente de la P., con el fin de preparar a recibir con frecuencia, pero sobre todo durante la Pascua (v.), este sacramento del Amor divino.
      a) Existe una catequesis sacramental penitencial para la administración de todos los sacramentos, y que debe ayudar, a quien los recibe, a tomar conciencia del propio pecadó y a agradecer la misericordiosa omnipotencia divina que se manifiesta con la infusión de la gracia. Además del Bautismo (v.) y de la Unción (v.) de enfermos que producen una peculiar remisión de los pecados, todo el organismo sacramental tiene un preciso contenido penitencial, que exige siempre en quien participa de él una profesión de fe en la misericordia divina, que con su gracia purifica, perdona y santifica. La naturaleza específica de cada sacramento no permite que pueda ser sustituido con otro, por lo que los efectos penitenciales específicos del sacramento de la P. no pueden obtenerse con la gracia de los demás sacramentos, ni con prácticas penitenciales, aunque lleven consigo una cierta remisión de los pecados. Así, p. ej., en relación con la recepción de la S. Eucaristía (v.) se equivocan los que pretenden sustituir el sacramento de la Confesión por el acto penitencial con el que comienza la celebración de la S. Misa (v.): algunos han llegado a sostener, sin ningún fundamento, que tal acto tiene un valor sacramental autónomo. La realidad es la contraria: presupone el deseo de la Confesión y su práctica; su valor penitencial, como el de muchas otras oraciones litúrgicas, es el de afinar la conciencia de los fieles, lo que, en vez de alejarles de la Confesión, debe hacerles sentir aún más el dolor de los pecados y el deseo de reconciliarse a través del sacramento de la Penitencia. Los Padres de la Iglesia hicieron notar el carácter penitencial que llevaba consigo la privación de la Eucaristía cuando no se estádispuesto para ella: no hacían con eso otra cosa que repetir la doctrina de S. Pablo (cfr. 1 Cor 11,23-29). b) La catequesis de la P. a través de la predicación prepara al pecador y lo acompaña en su retorno a Dios y en su nueva inserción en la Iglesia, que, como el padre de la parábola del hijo pródigo (cfr. Le 15,11-32), le sale al encuentro. La conversión es obra de Dios que, con su gracia, prepara al pecador a recibir el perdón sacramental, por lo que se hace necesaria una catequesis que se traduzca en oración penitencial. El sacramento supone estos deseos de conversión, que pueden ser favorecidos y alimentados a través de una gran variedad de ritos, invocaciones y prácticas penitenciales: además de la celebración de todos los sacramentos ya indicada, las letanías (v.) de la Virgen y todos los santos, los salmos penitenciales, el Vía Crucis (v.), etc. Aparte del carácter particularmente penitencial de la predicación en Cuaresma y Adviento, la meditación y el anuncio de la Palabra de Dios, en general, debe siempre ser una invitación a la p. por mandato explícito de Jesús (cfr. Le 24,46-47).
      La predicación (v.) debe ayudar a descubrir y recuperar, cuando se hubiera perdido, el sentido del pecado, la necesidad de convertirse y el valor penitencial de la vida en sus diversas manifestaciones y situaciones personales, profesionales, familiares y sociales, ayudando así a profundizar el significado mismo de la existencia, que sólo el homo patiens está en condiciones de penetrar. Excepcional importancia tiene para un cristiano creer en un Dios que perdona, que ha enviado a su Hijo unigénito no a condenar sino a salvar, y, con la infusión del Espíritu Santo, ha dado a su Iglesia, como don pascual, el sacramento de la Penitencia. La predicación penitencial cristiana no se limita, por tanto, a descubrir el pecado, sino a ofrecer el remedio, al mismo tiempo que ayuda al pecador a llenarse de esperanza y a dar los pasos necesarios para recibir la absolución del sacerdote.
      c) Liturgias penitenciales y sacramento de la Confesíón. La Iglesia reconoce una multiplicidad de formas penitenciales extrasacramentales (v. I, 3), que son otros tantos medios de reparar las propias faltas, cuando no son mortales, o de prepararse a la Confesión de las mismas; p. ej., un acto de contrición perfecta, un acto de caridad, una oración en la que se pide el perdón (oraciones semejantes abundan sobre todo en la liturgia de la Misa), procesiones, celebraciones comunitarias, etc. Sin quitar importancia a ninguno de estos medios, es necesario afirmar al mismo tiempo que no son capaces de sustituir al sacramento de la P., que es siempre el remedio más excelente para luchar contra el pecado y, en los casos de pecado mortal, insustituible por institución divina, como dice formalmente el Conc. de Trento (Denz.Sch. 1707). Las liturgias penitenciales comunitarias no tienen valor sacramental, por lo que deben considerarse modos más o menos aptos de practicar la virtud de la p. y, por tanto, actos preparatorios para recibir el sacramento.
      4. Catequesis durante la Confesión. La absolución del sacerdote, que reconcilia el penitente con Dios, en virtud del poder concedido por Cristo y ejercido en nombre de la Iglesia, es confirmación eclesial y sello sacramental de un proceso penitencial en el que el pecador demuestra volver a Dios, a través de la mediación sacramental de la Iglesia. El ministro del sacramento, además de verificar que el penitente está dispuesto para recibir válidamente el sacramento, siente la responsabilidad de aprovechar del encuentro salvífico para suscitar energías penitenciales duraderas.
      El sacerdote es otro Cristo y representa a la Iglesia, por lo que debe conocer la doctrina de la Iglesia y no dejarse guiar por juicios u opiniones personales de severidad o de indulgencia, como recuerda la oración de Pío IX (decreto S. Congr. Indulgentiarum, 27 mar. 1854) que los confesores pueden rezar antes de empezar a confesar. Con la caridad de Cristo, juez y pastor, debe llegar a conocer el corazón del penitente -ayudándole a rejuvenecer su examen de conciencia y alejándole del escrúpulo-, porque de su corazón proceden todos los pecados y es en ese centro simbólico de la persona donde se descubren todas las peculiares responsabilidades que cada hombre tiene con Dios. Es el momento de corregir deformaciones de conciencia, ligadas quizá a una vida de pecado o a un ambiente familiar y social poco cristianos, que pueden ser causa de un progresivo alejamiento de la práctica sacramental y de tibieza espiritual. El sacerdote no dejará de recordar al penitente el carácter positivo del sacramento: Dios perdona siempre; en el sacramento se reciben energías medicinales que curan y fortifican, ayudando a ser santos, y enriqueciendo así el Cuerpo místico de Cristo. El nivel de acción catequética no debe ser puramente psicológico, sino sobrenatural, porque se trata de la gracia perdida con el pecado y que se recupera con la acción sacramental. Por este motivo hay que evitar cualquier gesto o palabra que asimile la Confesión a una práctica terapéutica de carácter psicológico. Sobre todo hay que evitar este error cuando se tratan temas que se refieren al sexto mandamiento.
      Después de prepararse espiritualmente -el Ritual Romano indica que implore el auxilio divino con oración ferviente para ejercer recta y santamente tal ministerio-, el confesor debe acoger al pecador en el nombre y como en la persona de Cristo, lleno de amor a las almas y de deseos de salvarlas. Contesta a la salutación piadosa que el penitente tenga por costumbre decir al empezar la confesión; lo bendice, si así se lo piden. El penitente debe recordar que se arrodilla humildemente como delante de Dios; es bueno hacer la señal de la cruz, preparándose así al sacrificio redentor de Cristo que le dará el perdón de los pecados. Puede ser conveniente también aconsejar que rece el Confiteor, si rio lo ha hecho antes.
      El modo humano y sobrenatural de recibir, sin prisas, al penitente, se inspira en la parábola del buen pastor, que conoce cada oveja por su nombre y que es capaz de abandonar a todas para ir a buscar la extraviada (cfr. Le 15,4 ss.). El sacerdote escucha la confesión de los pecados con paciencia, respeto y preparación doctrinal -el Ritual Romano (tít. IV, cap. I, n° 3) aconseja sobre todo el Catecismo Romano-, identificándose con las peculiaridades personales de cada penitente, sin interrupciones inútiles, evitando corregirlo antes de que acabe la acusación íntegra de sus pecados. Si no se acusara del número, especie y circunstancias de los mismos, el ministro lo interrogará prudentemente, evitando, sobre todo con los adolescentes, hacer preguntas que puedan escandalizarles, extrañarles o quizá inducirles a pecar. En relación con los pecados que se refieren al sexto y noveno mandamiento, la Santa Sede ha dado normas prácticas a los confesores llenas de prudencia pastoral (Normae quaedam de agendi ratione confessarium circa sextum decalogi praeceptum, del 16 mayo 1943: «Monitore ecclesiástico» 68, 1943, 76 ss.). El diálogo con el confesor debe favorecer la acusación personal de los pecados, hecha con sinceridad, sencillez y brevedad; a la vez el sacerdote debe evitar hacer preguntas inútiles o dictadas por la curiosidad.
      Parte importante -a veces con necesidad de medioes comprobar el grado de instrucción en la fe del penitente. «Si el confesor, según la situación de las personas, advirtiere que el penitente ignora los elementos básicos de la fe cristiana, lo instruirá, si hay tiempo, acerca de los artículos de la fe y las otras cosas necesarias para salvarse, corregirá su ignorancia, y lo amonestará a que, en adelante, sea más diligente en aprender» (Ritual Romano, tít. IV, cap. I, n° 14).
      Una vez escuchada la confesión, y examinados ponderadamente los pecados y las necesidades concretas del penitente, le exhorta con caridad paternal a corregirse sugiriéndole al mismo tiempo los remedios convenientes, ayudándole así a hacer un buen acto de contrición con propósito de enmendarse. Ni siquiera la confesión frecuente de los mismos pecados justifican frases estereotipadas; hay que lograr siempre subrayar que el sacramento de la P., como declaró Pío XII en la enc. Mediator Dei (AAS 39, 1947, 585), es un medio de progreso espiritual. En el sacramento de la misericordia divina hay que hacer resplandecer todas las atenciones que el buen samaritano de la parábola evangélica (Le 10,25 ss.) tuvo con el hombre que encontró medio muerto, en el camino de Jerusalén a Jericó (y que se cita en las definiciones del Conc. de Letrán IV: Denz.Sch. 812-814). El penitente experimentará así la alegría que en el cielo produce su conversión (cfr. Le 15,7). La compatibilidad de p. y alegría se demuestra, según S. Tomás, por el hecho de que «puede alguien entristecerse de su pecado y alegrarse de este mismo arrepentimiento que le trae la esperanza de la gracia: resultando así que esta misma tristeza es motivo de gozo» (Sum. Th. 3 q84 a9 ad2).
      La imposición de obras penitenciales satisfactorias proporcionales al estado, condición, sexo, edad y disposiciones del penitente, es señal de su conversión y prenda de su readmisión en la Iglesia y de su voluntad de empeñarse en una vida auténticamente cristiana. El Ritual da algunas normas pastorales para la recta aplicación de la p. satisfactoria (ib., tít. IV, cap. I, no 19-23; Ordo, n° 6, 18, 28).
      El nuevo Ritual u Ordo Poenitentiae (de 21 dic. 1973) indica varias fórmulas y textos de la S. E. que puede escoger el sacerdote para acoger al penitente y para exhortarle al arrepentimiento y cumplimiento de la penitencia antes de dar la absolución, y para que el penitente manifieste su arrepentimiento. También recoge diversas fórmulas y lecturas, a elegir, para el caso de una preparación de varios fieles juntos a la confesión y absolución (éstas dos son siempre individuales, como es lógico; Ordo, n° 22); y da unas indicaciones para el caso excepcional de absolución colectiva ante grave y urgente necesidad (para esto véase antes, III, 3, b).
      Las palabras con que se da la absolución (ego te absolvo...) -acompañadas del gesto de la cruz- son fijas y obligatorias, y puede elegirse entre varias oraciones de súplica precedentes (como Deus pater misericordiarum... y otras), durante las que se eleva la mano derecha hacia el penitente, así como entre otras breves oraciones (como Passio Domini...) para después de la absolución. Puede usarse la lengua vernácula, si hay versión oficial del Ritual aprobada por la Santa Sede.
      El penitente, mientras el sacerdote le absuelve, puede responder Amén a las oraciones, o renovar el acto de contrición (p. ej., «Señor mío Jesucristo...»).
      5. Primera Confesión de los niños. La educación penitencial, que prepara a recibir el sacramento de la Confesión, debe ser cuidada sobre todo con los niños que se preparan a completar, recibiendo la Eucaristía, el ciclo de la iniciación (v.) cristiana, comenzado con el Bautismo y seguido con la Confirmación (v.). La catequesis penitencial debe ser autónoma y complexiva de todas las riquezas contenidas en los tres sacramentos de la iniciación, poniendo el acento sobre la realidad del pecado y la necesidad de la p., que interesan al niño independientemente de su mayor o menor experiencia personal del pecado. Hay que ponerlo en condiciones de transformar el don de la gracia bautismal en consciente respuesta personal de querer vivir una existencia cristiana.
      El imperativo cristiano de la P. se funda en la necesidad de actualizar y renovar siempre la gracia bautismal: el niño bautizado, y más aún si está también confirmado, convive sacramentalmente con Cristo muerto y resucitado; ha sido configurado a Cristo, es un crucificado, un penitente. El niño inocente representa de modo particular a Cristo (cfr. Le 10,21) por lo que está en condiciones mejores de participar en la obra redentora y de desagravio de los pecados del mundo. Sobre esta base teológica hay que educar su conciencia moral, presentándole el medio sacramental de la Penitencia. La alegría del bien cumplido y el remordimiento que sigue a la culpa personal, deben coincidir con el descubrimiento progresivo de la libertad y de la responsabilidad de las propias acciones, que encuentran en la vida y en la persona de Cristo el ejemplo y el criterio de juicio que ayude a adquirir la costumbre del examen de conciencia.
      Una sana pedagogía exige una presentación sintética de la conducta cristiana, que puede hacerse explicando la ley de Dios como voluntad de un Padre que desea la felicidad de sus hijos; puede ser útil explicar, junto al decálogo, las bienaventuranzas, con su rico contenido de alegría y de dolor, inseparables siempre en la vida y en el Evangelio. Así se da una respuesta oportuna a la pregunta de pequeños y grandes: ¿por qué el amor exige el sacrificio? El pecado puede ser así presentado como amor no sacrificado, como negación de p., cosas todas que el Bautismo y la Confirmación exigen. Nace espontánea así la necesidad de hacer p. y, sobre todo, de aplicarse sacramentalmente los frutos de la pasión de Cristo. El niño empieza a vivir una vida de p. al recibir el sacramento, incluso tiempo ante's de hacer la primera Comunión, que recibirá así con mayor gratitud y amor porque tiene una buena experiencia del perdón divino. Las S. Congr. para la disciplina de los Sacramentos y del Clero, con una Carta del 24 mayo 1973 (AAS 65, 1973, 410), han establecido que, con el final del año escolar 1972-73, se debe poner fin a las experiencias introducidas en algunos lugares de permitir la primera Comunión sin la Confesión previa. El documento subraya la doctrina contenida en el decreto Quam singular¡ del 8 ag. 1910 (AAS, 1910, 577-583) que estableció la necesidad de recibir el sacramento de la P. antes de la primera Comunión.
      Para lograr todas estas metas es necesaria una catequesis familiar, es decir, llevada a cabo por los padres, que eduque la conciencia del niño y complete la acción formativa del sacerdote.
     

MIGUEL ÁNGEL PELÁEZ.


      6. El confesonario y su emplazamiento. Del ritual de la Confesión, minuciosamente descrito en los antiguos libros y ordines penitenciales, se deduce que el sacerdote administraba la P. privada en casa o en la iglesia (a las religiosas, siempre en la iglesia), sentado en una silla, mientras el penitente, después de haberse acusado sentado delante de él, se ponía de rodillas para recibir la absolución. También muchas fórmulas, sobre todo a partir del s. XI, indican que la Confesión tenía lugar en la iglesia delante de algún altar, arrodillándose el penitentecerca del sacerdote al principio y al fin, sentándose para la declaración de sus culpas. La praxis pastoral fue haciendo sentir la necesidad de un lugar específico: nació así el confesonario.
      El Ritual u Ordo Poenitentiae de 1973 recuerda en su n° 12 que el sacramento de la P. debe administrarse en el lugar y en la sede determinados por el derecho. El CIC establece que el lugar propio de la confesión sacramental es la iglesia u oratorio público o semipúblico (can. 908). El confesonario o sede en el que puedan recibirse confesiones debe estar siempre en lugar patente y visible (can. 909); y la confesión de mujeres no puede hacerse fuera de este confesonario, salvo caso de enfermedad u otra necesidad extraordinaria (can. 910).
      Como sede de tan importante sacramento, el confesonario debe ser estudiado en los planos del arquitecto como parte importante del complejo arquitectónico del templo. Podrán aprovecharse para su instalación los huecos que ofrezca la estructura misma del edificio, pero de modo que no deje de ser reconocible y conserve su relieve y dignidad. Dentro de la iglesia el confesonario hay que concebirlo no como un mueble sino como un lugar, con su propio ambiente. Puede ser en las proximidades del presbiterio, para poner de relieve las relaciones entre la Confesión y la Eucaristía; cerca de la pila bautismal, por la relación con el Bautismo, cuya gracia la P. hace recuperar; en las proximidades de la entrada de la iglesia, recordando así la praxis antigua según la cual los penitentes permanecían en el atrio del templo; en una capilla penitencial, para subrayar la importancia de la Confesión o facilitar el acceso de muchos penitentes, etcétera.
      El confesonario debe estar provisto de una rejilla fija y con agujeros pequeños, entre el penitente y el confesor (can. 909; cfr. Comisión Pontificia de Intérpretes del Código, 24 nov. 1920: AAS XII, 1920, 576). Además de las prescripciones del CIC, el confesonario debe reunir aquellas cualidades que permitan una digna y cómoda administración del sacramento. Así, p. ej., debe estar provisto de iluminación suficiente para el confesor y penitente; el asiento para el confesor y el reclinatorio para el penitente deben ser cómodos; las condiciones de sonoridad deben ser tales que eviten el peligro de oír desde fuera las confesiones, etc.
     

J. PLAZAOLA ARTOLA.
     


      V. t.: III; PECADO; SACRAMENTOS.
     
     

 

BIBL.: G. COLOMBO, Il sacramento della Peniten_a, Roma 1962; G. DE BRET.AGNE, Pastorale fondamentale, Brujas 1964; P. GALTIER, De Poenitentia, Tractatus dogmatico-historicus, Roma 1951 ; íD, Aux origines du sacrement de Pénitence, Roma 1951; 1. L. LARRABE, Penitencia y adaptación histórica en el sacramento de la Penitencia segun Santo Tomás, «Miscelánea Comillas» n. 53 (1970), 127 ss.; A. G. MARTIMORT, Les signes de la Nouvelle Alliance, París 1960; C. 1. NESmY, La alegría de la penitencia, Madrid 1970; fD, Pourquoi se confesser aujourd'hui, París 1969; M. RIGUETTI, Historia de la Liturgia, Madrid 1956, 1,435-436 y 11,741-861; F. SOPEÑA, La confesión, 2 ed. Madrid 1962; C. TILMANN, Die Fiihrung zu Busse, Beichte und Christlichen Leben, Würzburg 1961; A. VINGUAS, De quibusdam S. Officii Normis super agendi ratione confessariortan circa VI Decalogi praeceptuln, «Rev. española de derecho canónico», I (1947) 565 ss.; B. BAUR, La confesión frecuente, 5 ed. Barcelona 1967; C. VOGEL, Le pécheur et la pénitence dans 1'Église ancienne, 3 ed. París 1966; íD, Le pécheur et la pénitence au Moyen-Áge, París 1969; M. ZALBA, La confessione dei peccati gravi prima della coniunione, «Rassegna di teología» XI (1970) 217 ss.; íD, Riforlne inminenti nell'amrninistrazione della penitenza?, ib. XIII (1972) 12 ss.; VARIOS, Confesión, «Palabra» n. 59 (¡ul. 1970) (varios artículos sobre el tema); 1. M. GONZÁLEZ DEL VALLE, El sacramento de la penitencia: fundamentos históricos de su regulación actual, Pamplona 1972.

 

MIGUEL ÁNGEL PELÁEZ.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991