Pecado. Teología Moral


1. ESTUDIO GENERAL. Estudiada en la Introducción la noción y esencia del p., desde el punto de vista de la Ética y de la Moral sobrenatural, pasamos a continuación a tratar del p., de su malicia y consecuencias, castigo y división -tratando con amplitud del p. moral y venial-, así como del aspecto ascético de la lucha contra el pecado.

a. Malicia y consecuencias. La malicia del p. se intuye al considerar que es una rebelión de la criatura -que por sí procede de la nada- contra su Creador, de quien depende en todo cuanto es y puede llegar a ser. Pero la gravedad de esta malicia se percibe aún más cuando se tiene presente que constituye un rechazo de la amistad personal que Dios ha querido ofrecer al hombre. En efecto, Dios no es sólo Creador y Señor, sino también Padre amantísimo (cfr. Lc 15,11-32; 1 lo 3,1; etc.), que nos colma de bienes tanto en el orden de la naturaleza, como en el de la gracia; de ahí la malicia del p., que responde a este amor divino sin límite con el olvido, con la ofensa.
La S. E. lo recuerda continuamente: «Pasmaos, cielos, de esto y horrorizaos sobremanera, dice Yahwéh. Un doble crimen ha cometido mi pueblo: dejarme a mí, fuente de agua viva, para excavarse cisternas agrietadas, incapaces de retener el agua» (Ier 2,12-13•, cfr. 1 Cor 6,19; Heb 6,6; etc.). Es tan grave este mal, que «todos los pecados mortales, aun los de pensamiento, hacen a los hombres `hijos de ira' y enemigos de Dios» (Cono. de Trento, De sacramento poenitentiae, c. 5: Denz.Sch. 1680). Por ellos se pierde la gracia de la justificación, aunque no se pierda la fe; queda el hombre sujeto al poder del demonio, y se hace reo de la condenación eterna. Todo p., además, degrada al hombre al apartarlo del fin para el que ha sido creado, y le hace inferior a los seres irracionales (cfr. S. Tomás, In 11 Sent., d35 ql a5); por eso, la sumisión a Dios, «la religión es la mayor rebelión del hombre que no quiere vivir como una bestia, que no se conforma -que no se aquieta- si no trata y conoce al Creador» (1. Escrivá de Balaguer, Conversaciones, 9 ed. Madrid 1973, n° 73).
De aquí también, la importancia de la conciencia de los propios pecados: es como la prueba de la viveza del sentido moral cristiano de una persona o de una sociedad.
El mayor mal del mundo de hoy es que se está perdiendo la conciencia de p.; y, por tanto, es un deber de los cristianos «mantener vivo el sentido del pecado y de la reparación generosa, frente a los falsos optimismos de quienes, enemigos de la cruz de Cristo (Philp 3,18), todo lo cifran en el progreso y en las energías humanas. Cometen éstos el gran pecado de olvidar el pecado, que algunos incluso piensan haber ya quitado de enmedio» (J. Escrivá de Balaguer, texto de 9 en. 1959).

b. Causas del pecado. La causa inmediata del p. es «la voluntad que, oponiéndose a la regla de la razón y la ley divina, tiende hacia un bien temporal» (S. Tomás, Sum. Th. 1-2 q75 al). No obstante, teniendo en cuenta que la voluntad se mueve hacia lo que la razón le presenta como conveniente, y que la aprehensión sensible es capaz de inclinar a la razón y la voluntad, «se puede asignar una doble causa intrínseca del pecado: una próxima, por parte de la razón y la voluntad; y otra remota, por parte de la imaginación o apetito sensitivo» (ib. a2). La causa del p. por parte de la razón es la ignorancia, por parte de la voluntad la malicia, y por parte del apetito sensitivo la flaqueza y la concupiscencia; esta cuádruple causa interna de los pecados coincide con los vulnera o heridas de la naturaleza producidas por el p. original (v. II y III) y se dice que son causa de los pecados en cuanto influyen en la voluntad como hábitos o disposiciones al mal; es el Tomes peccaoi que sólo desaparecerá en el cielo: «Siento una ley en mis miembros que repugna a la ley de mi mente, y me sojuzga a la ley del pecado» (Rom 8,23).
No es lo mismo p. que hábito malo o vicio: el vicio (v.) se opone a la virtud (v.), y el p. no excluye necesariamente la virtud adquirida, ya que un acto malo no es suficiente para destruir un hábito bueno, lo mismo que un acto bueno no basta para engendrarlo; no ocurre lo mismo con las virtudes infusas, puesto que todo p. mortal priva de la caridad, aunque la fe y la esperanza sólo desaparecen por un p. grave que vaya directamente contra ellas. Por otra parte, el p. es peor que el vicio, por ser peor el acto malo que la inclinación al acto malo, en razón de que la inclinación es apta hacia los dos contrarios, mientras que el acto excluye su contrario; pero, en cuanto el vicio es origen de una multitud de actos y que se comporta respecto al p. como una causa eficiente, se puede decir que en cierto aspecto el vicio es peor que el pecado (v. 1v, 4).
Fuera de la libre elección del hombre, por tanto, nada es causa directa del pecado. No obstante, se habla en cierto sentido de causas extrínsecas del mismo, para referirse a aquellas que -nunca destruyendo la libertadpueden solicitar desordenadamente a la voluntad, la razón o el apetito sensitivo (v. IV, 2). Los espíritus puros y los hombres únicamente pueden actuar a manera de persuasión exterior o sugestión, que nunca mueve necesariamente al entendimiento, siendo incapaces de forzar nuestro libre arbitrio (v. LIBERTAD II). Las cosas sensibles, el mundo exterior, pueden atraer el apetito (v.) sensitivo hacia bienes aparentes que apartan al hombre de su último fin, pero tampoco en este caso originan una inclinación irresistible; así, pues, aunque la realidad exterior incite en ocasiones al p., nunca es suficiente para causarlo: su única causa suficiente es la voluntad.
Todas estas inclinaciones al mal se denominan genéricamente tentación (v.), y así podemos ser tentados por las malas inclinaciones de la voluntad, la inteligencia y las pasiones (v.); por las cosas sensibles y por el demonio (v.). En las relaciones entre tentación y p., se han de tener en cuenta los siguientes principios: La tentación en sí no es p.; no es lo mismo sentir que consentir, y para que haya p. se precisa un asentimiento libre -es decir, consciente y voluntario- a aquello a que la tentación impulsa. 2°) Como la tentación supone una incitación al mal, se debe huir de ella, y desde luego nunca buscarla voluntariamente; obrar de otro modo muestra una complicidad con el mal, que por ser libremente elegida, tiene razón, de p. (v. IV, 2). 3°) Dios da la gracia suficiente para vencer todas las tentaciones, por eso la victoria sobre ellas se ha de agradecer a Dios; y si se sale vencido, es necesario pedir perdón y arrepentirse cuanto antes.

c. División. Según la formalidad bajo la que se contempla el p. se divide en original (v. II y III), cometido por Adán y transmitido por generación a sus descendientes, y personal, cometido por el propio pecador. Público y privado (v. IV, 5). Material y formal, respectivamente, cuando es un quebrantamiento involuntario de la ley (v. LEY v[0, que de hecho no se realizaría de conocer su carácter de p.; y cuando el apartamiento de la ley es voluntario, y, por tanto, tiene verdadera razón de pecado. Interno, que se consuma en el interior del hombre, y externo, que tiene una manifestación externa por palabras o hechos. El p. interno es el germen de todo p. «porque del corazón es de donde salen los malos pensamientos, los homicidios, adulterios, fornicaciones, hurtos, falsos testimonios, blasfemias. Estas cosas son las que manchan al hombre» (Mt 15,19-20). El simple conocimiento del mal, o la complacencia involuntaria en el mismo, no son p.; sin embargo, constituyen una ocasión próxima de p. (v. IV, 2) de la que hay que apartarse cuanto antes. Efectivamente, si la voluntad toma parte activa, al no rechazar ese movimiento desordenado en cuanto la inteligencia se percata del mismo, surge la delectación morosa, que tiene razón de p., aun cuando no exista deseo de llevarlo a término. Otros p. internos son el gozo pot' un p. propio o ajeno ya cometido, y el deseo de cometer un p., deseo que el Señor equiparó con su misma realización (cfr. Mi 5,28). En general, los p. internos son de la misma formalidad y gravedad que los correspondientes externos, ya que es idéntico el desorden que se produce en la voluntad del agente. Pero la efectiva realización de acciones externas -a pesar de los obstáculos que se les opongan- puede denotar una mayor radicalidad en la decisión voluntaria y, por tanto, una mayor malicia del pecado (aparte de los efectos externos que haya).
En atención a su gravedad puede ser mortal y venial (v. después). Se habla de p. deliberado cuando se comete con plena advertencia y consentimiento, y semideliberado en el que la advertencia y el consentimiento son imperfectos. De ignorancia cuando se comete por desconocimiento culpable dp la ley; de fragilidad si tiene su inicio en la sensualidad que arrastra a la razón y la voluntad; de malicia cuando se comete con pleno conocimiento y completa voluntad, por lo que es más grave que los anteriores. Por comisión cuando se realiza con un acto positivo contra la ley, y de omisión, que es la omisión voluntaria de un mandato positivo; también se puede incluir aquí la cooperación al p. ajeno (v. COOPERACIÓN AL MAL).
Se suele distinguir entre p. contra Dios si el precepto incumplido mira directamente al Señor, p. ej., no santificar las fiestas; contra el prójimo, si la transgresión hace referencia a los demás, p. ej., el homicidio; y contra sí mismo, si se opone al bien propio, p. ej., la embriaguez. No obstante, esta división no es totalmente excluyente, puesto que un p. contra Dios puede ser también contrael prójimo en cuanto suponga escándalo, etc. Por otra parte hay que tener en cuenta que con el p. siempre se ofende principalmente a Dios, de ahí que esta división no es por razón del ofendido, sino del término próximo e inmediato.
También conviene diferenciar entre p. actual, que es toda transgresión de la ley de Dios, y habitual, que es el estado de alejamiento de Dios producido por uno o más p. mortales no perdonados; pues aunque el p. actual es una acción transeúnte, deja en el alma una mancha -macula peccati-, debida al alejamiento voluntario de la luz de la razón y de la ley divina. Y así, mientras el hombre permanezca apartado de esta luz, también permanece en él la mancha del pecado. Únicamente realizando, con ayuda de la gracia, un acto contrario de la voluntad -e1 arrepentimiento- que le acerque a la luz divina, se borra la mancha del p., si se cumplen las condiciones requeridas de contrición, confesión, etc. (v. PENITENCIA III).

d. Pecado mortal y venial. Es la distinción más importante de los p., porque no constituye simplemente una diferencia de grado, sino de esencia: afecta a la naturaleza esencial del mal cometido y no sólo a sus consecuencias; de ahí que el p. venial comparado con el mortal sólo tenga una razón análoga de p. (cfr. S. Tomás, De Malo, q7 al adl), aunque no deja de constituir un verdadero desorden moral, una ofensa a Dios, que se ha de procurar evitar con todas las fuerzas.
S. Tomás (ib.) indica que los p., que consisten en un desorden del alma, se dividen en mortales y veniales tomando como ejemplo las enfermedades -que consisten en un desorden del cuerpo-, y así, se llaman mortales los que producen la muerte del alma por quitar su principio de vida, y veniales los que no quitan tal principio de vida y admiten ser reparados por él. Las diferenciasentre p. mortal y venial son:la) En cuanto al castigo, el primero merece la pena eterna y el segundo una pena temporal; sin embargo, esta diferencia no constituye la distinción entre p. mortal y venial, sino más bien se deriva de ella. 2a) Por el efecto, el mortal priva de la gracia y la caridad, y el venial no. 3a) No existe diferencia por el sujeto próximo del que proceden, es decir, la potencia respectiva, ya que 'se dan p. mortales en la sensualidad y veniales en el entendimiento, y viceversa. 4a) La verdadera diferencia consiste, pues, en que excluya o no el principio de vida espiritual, que es la gracia (v.).
Pecado grave o mortal. Produce una especie de muerte en el alma: «la paga del pecado es la muerte» (Rom 6,23; cfr. Col 2,13; 1 lo 3,14), y así Benedicto XII indica: «Las almas de los que salen del mundo con pecado mortal actual, inmediatamente después de su muerte bajan al infierno, donde son atormentadas con penas infernales» (Denz.Sch. 1002). Con relación a Dios, significa una desviación del fin último, y, por tanto, la pérdida radical de la bondad moral interna. Por su misma esencia, es contrario a la caridad, ya que al cometerlo se elige a la criatura -con un desorden respecto al fin- antes que al Creador, y se destruye la amistad del hombre con Dios; causa la pérdida de la gracia, la muerte espiritual y, con ella, la anulación de todos los méritos obtenidos en orden a la vida eterna, y la imposibilidad de obtener otros hasta una nueva vivificación del alma mediante la gracia redentora.
Pecados veniales o leves. Son aquellos «por los que no somos excluidos de la gracia de Dios, y los que con más facilidad cometemos» (Conc. de Trento, De sacramento poenitentiae, c. 5: Denz.Sch. 1680). San Pío V condenó el siguiente error de Bayo: «Ningún pecado es por su naturaleza venial, sino que todo pecado merece castigo eterno» (Denz.Sch. 1920). El p. venial, siendo un desorden moral que rebasa los justos límites, sin embargo, no supone un abandono esencial de la ordenación al fin último; S. Tomás dice que es un desorden respecto a los medios, pero no respecto al fin. Por eso, no destruye la caridad, aunque se opone a su impulso vital y a su crecimiento. El p. leve no causa una disminución de la caridad habitual y de la gracia santificante, pero constituye una demora en la vida espiritual que perturba su ejercicio, y dispone a cometer faltas graves.

e. Condiciones para el pecado mortal. Para que se cometa p. mortal deben darse, a la vez, los tres requisitos siguientes: materia grave, advertencia clara y consentimiento pleno (v. ACTO MORAL).
1°) Materia grave. La materia de la ley violada debe ser gravemente obligatoria. Al hablar de materia nos referimos no sólo al objeto del acto moral, sino también al fin y las circunstancias en la medida que lo determinen esencialmente. La importancia de un precepto concreto está en relación con su necesidad para alcanzar el fin último. En la ordenación querida por Dios, existen medios imprescindibles sin los cuales se hace imposible alcanzar el fin: los preceptos que los regulan constituyen la materia grave.
Es grave, por consiguiente, lo que hace directa referencia al fin último: Bien supremo (odio a Dios, blasfemia, etc.), santidad del hombre (incitación al p., poner obstáculos al normal desarrollo de la vida cristiana, etc.), y orden moral como tal (rebeldía contra la ley moral). También constituyen materia grave todos los preceptos referentes a los bienes creados necesarios para alcanzar el último fin: en relación con la sociedad, todo lo que perjudique gravemente la convivencia (homicidio, calumnia, etc.), y en relación con la propia naturaleza, todo lo que impida la consecución del fin (embriaguez, fornicación, etc.). En todos estos casos, el bien protegido por la ley moral es importante; sin embargo, algunos preceptos admitén grados en su transgresión, y en ocasiones constituyen un p. venial por parvedad de materia, p. ej., la embriaguez sin llegar a la pérdida del conocimiento; hay otros preceptos que no admiten parvedad de materia, y así cualquier lesión del mismo es siempre grave, p. ej., la blasfemia.
2°) Advertencia clara. El pecador debe conocer claramente la gravedad del acto que realiza, bien que no es necesario un conocimiento actual, basta el habitual. La razón de esta necesidad es que, aunque la causa del p. es la voluntad, la falta de conocimiento puede influir en la decisión: la razón práctica, al dirigir los actos humanos, aplica un precepto a un hecho concreto concluyendo con la decisión de hacer u omitir algo. Si se ignora invenciblemente el precepto, no se comete p.; si se ignora el hecho (error material sobre el objeto), tampoco se comete pecado. Pero si la ignorancia es culpable, también in causa, no excluye de p. e incluso puede agravarlo. En ocasiones, no se trata tanto de conocer o ignorar claramente algo, como de una duda sobre si existe un precepto, o si aquel caso concreto es una aplicación del precepto; en estas circunstancias se deben tener en cuenta los principios reflejos de moralidad para disipar la duda, ya que el actuar con duda positiva implica cierto desprecio de la norma moral, por cuanto existe el riesgo positivo de transgredirla (V. MORAL III, 4; DUDA II; IGNORANCIA III).
3°) Consentimiento pleno. La voluntades la causa radical de todo p.; por tanto, éste sólo se realiza plenamente mediante el consentimiento libre; así los movimientosindeliberados de la voluntad y los espontáneos del apetito no son p. mortal, a no ser que se consientan por delectación morosa. El consentimiento pleno no debe entenderse como ausencia de cualquier presión interna y externa, pues se refiere al ejercicio de la voluntad, no al vigor de la decisión concreta, y así los p. habituales no dejan de ser mortales; es más, «los que pecan por uso y costumbre, pecan más gravemente que los demás» (Catecismo Romano, III, c. IX, n° 21). El consentimiento pleno no se da únicamente en los p. de malicia, en los cuales se busca el mal por sí mismo, sino también en toda transgresión de la ley divina claramente conocida y libremente querida. Las dudas de consentimiento se suelen plantear en los actos semivoluntarios, en los que la advertencia está disminuida por una intensa distracción, por una enfermedad o por un estado de somnolencia; es presumible que, quien estando con perfecta conciencia, detesta constantemente el p. por encima de todas las cosas y resiste con firmeza las tentaciones graves, no ha consentido plenamente y, por tanto, no ha cometido p. mortal (v. PASIÓN II).

f. Condiciones para el pecado venial. Para que haya p. venial, basta que no se cumpla uno de los tres requisitos anteriores, es decir:1°) Que la materia sea leve, bien por parvedad de materia de una obligación grave, o porque la ley transgredida se impone sólo con obligación leve; en estos casos el acto humano es perfecto por su conocimiento y voluntariedad, pero por su contenido objetivo menos importante tiene carácter venial. En las leyes que se imponen como obligación grave y admiten parvedad de materia es difícil en ocasiones establecer la diferencia entre p. mortal y venial; p. ej., establecida la línea que marca la parvedad de materia en la mentira o en el hurto, ha de tenerse presente el salto casi infinito que existe entre p. mortal y venial; la solución no está, por tanto, sólo en la cantidad lesionada, tomada en un sentido material, sino también en el daño que se hace con la transgresión, es decir, en si la acción contiene una elección que abarca el rechazo del fin último, o simplemente supone una detención en el camino hacia él.
2°) Que la advertencia no sea clara, y 3°) que el consentimiento no sea pleno; en estos casos el p. es leve por imperfección del acto, aunque la materia sea grave. A este tipo pertenecen los sem¡voluntarios; también se debe incluir la falta de decisión para evitar una ocasión remota de p., o para cortar una tentación: la voluntad no quiere consentir lo que le piden las pasiones, pero tampoco toma una posición terminante, y deja cierto margen de movimiento a los impulsos inferiores. Esta conducta supone un desorden respecto al fin último, en cuanto que, al menos, distrae de su consecución, y, por tanto, es pecaminosa, aunque normalmente de manera leve.
La suma de p. veniales no tiene como resultado el p. mortal, ya que son esencialmente distintos. Sin embargo, la costumbre de cometer p. veniales lleva fácilmente al mortal, de igual manera que la persona débil y enfermiza es más propensa a contraer una enfermedad mortal.

g. Distinción específica y numérica. El Conc. de Trento (sess. XIV, can. 7, De paenitentiae: Denz.Sch. 1707) enseña que, por derecho divino, deben manifestarse en el sacramento de la Penitencia (v.) todos los pecados mortales según su especie y número.
Diferencia específica. Es la distinción de los p. según su tipo o clase; los teólogos han dado algunos principios para determinar esta diferencia, que pueden resumirse diciendo que los p. se especifican por su objeto formal, no por su objeto físico, ya que la diversidad de objeto formal indica una distinta repugnancia a la ley eterna y la recta razón. En concreto, dos p. son específicamente diversos cuando se oponen:1°) A diversas virtudes, p. ej., es distinto el robo y la gula; el primero contraría la justicia y el segundo la templanza. Si un mismo acto físico lesiona diversas virtudes, se cometen tantos p. específicamente distintos como virtudes lesionadas, p. ej., el que hurta un objeto sagrado, comete un p. contra la justicia -que debe reparar-, y otro contra la virtud de la religión.
2°) A la misma virtud de diverso modo, p. ej., la murmuración, los malos tratos y el homicidio se oponen a la justicia según diversas modalidades; la presunción y la desesperación lesionan la esperanza por exceso y por defecto, respectivamente.
3°) A dos preceptos formalmente diversos, p. ej., el que comete perjurio en un juicio civil puede cometer dos p., al violar el precepto de no jurar en falso y el de justicia, si es que con ello se perjudica a un tercero; sin embargo, si los preceptos son sólo materialmente diversos -es decir, dados en razón del mismo principio intrínseco de la virtud a que se refieren-, no se comete más que un p., por ej., la blasfemia prohibida por ley divina natural y positiva, y por la ley civil.
Para cumplir el mandato divino de declarar en la Confesión las diferencias específicas de los p. mortales, es necesario y a la vez suficiente indicar las circunstancias concretas que sean susceptibles de cambiar la especie (V. PENITENCIA III, 2).
Distinción numérica. Es indudable que p. específicamente distintos son numéricamente diversos; pero en la Confesión se han de declarar también cuántos p. de la misma especie o clase se han cometido. El principio general es que existen tantos p. cuantos actos voluntarios desordenados, no unidos moralmente; para su determinación en la práctica se suelen emplear dos reglas:la) Hay tantos p. cuantas veces se interrumpe el acto de la voluntad, por retractación o por simple interrupción. Cuando alguien se retracta de una acción desordenada, y posteriormente la vuelve a realizar, comete dos p. numéricamente distintos. Si se produce una simple interrupción y es voluntaria, se puede asimilar a la retractación; pero si es involuntaria, conviene distinguir tres casos: 1) en los actos meramente internos, existen tantos p. como interrupciones; 2) en los actos mixtos, en los. que se requiere una planificación más o menos detallada y posteriormente su ejecución, se comete un solo p-., a no ser que exista por medio una retractación explícita o implícita; 3) en los actos externos, son tantos los p. cuantos actos completos, p. ej., el que lee un libro peligroso para la fe comete un solo p. aunque no lo lea de una vez, mientras el que blasfema repetidas veces comete tantos p. como blasfemias.
2a) Tantos son los p. cuantos distintos numéricamente los objetos morales dañados, p. ej., cuando en una sola acción se lesiona a varias personas, se cometen tantos p. como personas lesionadas. Surge la duda cuando con un solo acto se daña a una comunidad, p. ej., con la calumnia; en este caso parece que el número de p. depende del fin propuesto.

h. Castigo. El p. es un acto voluntario desordenado por el que el hombre se aparta de Dios, Bien increado e infinito, y se apega a las criaturas rompiendo el orden interno de la creación. Por la primera oposición, se pierde voluntariamente el Bien transcendente e infinito, lo que engendra una pena infinita en valor, que se llama pena de daño; la rotura del orden intrínseco del universo engendra una pena de valor finito que tiende a reparar eldesorden de la naturaleza sensible, y se llama pena de sentido.
Algunos han sostenido que el castigo tiene una razón medicinal o social; medicinal para el propio transgresor por cuanto la sanción le intimida a retraerse de futuros delitos, y para otros posibles delincuentes en cuanto el castigo cumple un función ejemplar; la razón social es la de conservar el orden de la sociedad mediante la exclusión temporal o definitiva de quien ha roto ese orden. Estas razones externas, sin que se puedan olvidar completamente, no justifican la absoluta necesidad del castigo, ni explican la proporcionalidad entre la pena y la falta.
El fundamento último de la sanción reside en la conservación y restauración del orden universal, exigido por la Justicia y la Sabiduría divina (v. DIOS iv). La Justicia, para que el mal, que a veces va acompañado de bienestar en este mundo, no quede sin castigo; la Sabiduría, para dar a los hombres un medio eficaz de cumplir el orden moral, pues sin el temor del castigo muchos se retraerían del cumplimiento de los preceptos arduos; y ambas -Justicia y Sabiduría- para asegurar la restauración del orden interno del universo.
Los actos humanos, en cuanto concuerdan con los preceptos morales, acercan al hombre al fin para el que ha sido creado, y por tanto, lo perfeccionan: -el hombre se encuentra dentro del orden querido por Dios; si estos actos están en contra de los preceptos morales, le alejan del fin último -que es el principio del orden divino al que se adhiere por la caridad-, y, por tanto, contienen o causan la infelicidad. Por eso, cada p. lleva anejo su castigo, el alejamiento de Dios y el dolor que surge necesariamente de este alejamiento.
Esta clara conexión entre culpa y pena se basa en la Revelación: «la propia malicia es la ruina del pérfido», «el malvado cae por su misma malicia» (Prv 11,3.5; cfr. Ps 7,16; 35,8; 2 Pet 2,12-13; etc.), «lo que el hombre sembrare, eso cosechará. Quien sembrare en su carne, de la carne cosechará la corrupción» (Gal 6,7-8; cfr. Os 8,7). San Agustín enseña que quien rechaza a Dios como ley de santidad, queda inmediatamente separado de Dios como fuente de felicidad. Ésta es la razón de que la pena por el p. mortal sea eterna (v. INFIERNO III): quien se priva de un bien que posee, p. ej., la vista, queda ciego para siempre a no ser que se dé un milagro; quien se priva a sí mismo de la gracia, destruye para siempre su felicidad eterna, salvo una intervención de Dios que le devuelva la gracia, aunque para ello es condición necesaria el arrepentimiento del pecador. Por tanto, la duración eterna del castigo no procede directamente de la gravedad del p., sino de lo irreparable del desorden producido, ya que en el momento de la muerte la voluntad queda fija en la determinación tomada -«venida la noche, ya nadie puede trabajar» (lo 9,4)- y ni puede, ni quiere reparar su desgracia. En el caso del p. venial, la pena no es irremisible puesto que no destruye la gracia; sin embargo, por el desorden que supone, es necesario que quien muere en p. venial se detenga en el Purgatorio (v.) hasta que quede totalmente limpio, para poder acceder a la visión de Dios (v. CIELO III).
Además de las penas de la vida futura, también en esta vida se sufren los efectos del p., pues «los defectos de la vida presente, si se considera la naturaleza humana en su parte inferior, parece que son absolutamente naturales, pero si consideramos la providencia divina y la dignidad de la parte superior de la naturaleza humana, se puede concluir con bastante probabilidad que estas miserias tienen carácter penal» (S. Tomás, Contra Gentes, 1. 4, c. 52); aunque esta cita se refiera directamente a los efectos del p. original, parece que puede aplicarse igualmente a la mayoría de nuestras penalidades, que proceden directa o indirectamente del influjo ejercido por nuestros actos: soberbia, avaricia, odio, crueldad, etc. Es claro, sin embargo, que en ocasiones son completamente ajenas a una culpa personal y previstas para la gloria de Dios y la santificación de las almas: «Y al pasar vio a un hombre ciego de nacimiento. Sus discípulos le preguntaron: Maestro, ¿qué pecados son causa de que éste naciese ciego, los suyos o los de sus padres? Contestó Jesús: Ni él tiene la culpa, ni sus padres, sino que así resplandecerán en él las obras de Dios» (lo 9,1-3).
Por otra parte, «los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros... pues sabemos que la creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto, y no sólo ella, sino también nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos suspirando por la adopción, por la redención de nuestro cuerpo» (Rom 8,18.22.23). Por eso, todos los padecimientos presentes, si se aceptan con fe y se rechaza sinceramente cuanto hava de culpa propia, es posible, y aun conveniente, transformarlos de puramente aflictivos en satisfactorios y, por tanto, merecedores de un mayor premio eterno.

i. Lucha contra el pecado. De la malicia y las consecuencias del p. debe concluirse la seria exigencia de evitarlo; ahora bien «la gracia de Dios sana el alma de los que están justificados, pero no su carne. Por esto dijo el Apóstol: sé ciertamente que no mora en mí, esto es, en mi carne, el bien (cfr. Rom 7,18). Porque una vez que el primer hombre perdió la justicia original, con la cual se regían las pasiones como con un freno, no pudo después la razón en manera alguna traerlas tan a raya que no apetezcan aun aquellas cosas que repugnan a la razón misma. Y así dice el Apóstol que mora en aquella parte del hombre el pecado, esto es el fomes del pecado, para que entendamos que no está aposentado en nosotros por algunos días como huésped, sino que mientras vivimos está siempre de asiento en nuestros miembros, como morador de nuestro cuerpo» (Catecismo Romano, IV, c. XII, n° 10). Es, por tanto, necesario luchar durante toda la vida (cfr. 1 Cor 9,24-27), sin abandonarse en una seguridad falsa sobre la propia justicia, o en una ma]entendida confianza en la misericordia de Dios que lleve a cejar en la lucha (v. LUCHA ASCÉTICA): «los que creen estar firmes, cuiden de no caer (1 Cor 10,12) y con tenor y temblor trabajen en la obra de la salvación (Philp 2,12), en trabajos, en vigilias, en limosnas, en oraciones y oblaciones, 3, ayunos y castidad (cfr. 2 Cor 6,3 ss.). Porque sabiendo que han renacido a la esperanza de la gloria (cfr. 1 Pet 1,3) y no todavía a la gloria, deben te::ier por razón de la lucha que aún les aguarda con la carne, con el inundo y con el diablo, de la que no pueden salir victoriosos si no obedecen -con 'la gracia de Diosa les palabras del Apóstol (Rom 8,12-13): `somos deudores, no de la carne, para vivir según la carne; porque si viviereis según la carne, moriréis; mas si por el espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis'» (Conc. (i, Trento, Decr. De iustificatione, c. 13: Denz.Scl1. 1741). Esta ü~:ertid-tmbre es para el cristiano acicate para una Ittcha nlás decidida, y una entrega más plena y responsable en las manos de Dios, pues «a los que una tez jUstilicó pOt- su gracia, no los abandona si antes no cs por cll -s» tih- c. 11: Denz.Sch. 1337).
Er, cal cristianL) q I~_ desea ser consecuente con su vocaCIC)[:. COIl¡Crzé con ni conletor p. n~e)rtale.S:se ha de aborrecer igualmente el p. venial, ya que por ser una ofensa a Dios -aunque leve- tiene mayor razón de mal que el mayor cataclismo del mundo físico; por eso, no lleva una vida verdaderamente cristiana quien no luche por evitar todos los p. veniales, aun sabiendo que nadie está libre de ellos, a no ser por especial privilegio de Dios.
«Pero como `Dios, que es rico en misericordia' (Eph 2,4), `sabe bien de qué barro hemos sido hechos' (Ps 102,14), procuró también un remedio de vida para aquellos que después del bautismo se hubiesen entregado a la servidumbre del pecado y al poder del demonio: el sacramento de la penitencia por el que se aplica el beneficio de la muerte de Cristo a los caídos después del bautismo» (Conc. de Trento, De sacramento paenitentiae, c. 1: Denz.Sch. 1668). Y así, por grandes que hayan sido las miserias y p. quien se acerca a la Confesión (v. PENITENCIA in, 2) con las debidas disposiciones pasa de la injusticia a la justicia (cfr. Rom 5,18-19), de la muerte del p. a la vida de la gracia (cfr. Rom 6,10-11), de la esclavitud a la libertad (cfr. Rom 6,17-18), de la inmundicia a la pureza (cfr. 1 Cor 6,9), de las tinieblas a la luz (cfr. Col 1,12-14), de la condenación eterna a la salvación (cfr. Tit 3,4-7). «La vida humana es, en cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro Padre. Volver mediante la contrición, esa conversión del corazón que supone el deseo de cambiar, la decisión firme de mejorar nuestra vida, y que --por tanto- se manifiesta en obras de sacrificio y de entrega» (1. Escrivá de Balaguer, La conversión de los hijos de Dios, en Es Cristo que pasa, Madrid 1973, n° 64).

V. t.: MORAL. 1 y III, 4; ACTO MORAL; VOLUNTARIO, ACTO; LEY VII; CONCIENCIA III; DUDA II; IGNORANCIA III.


R. GARCÍA DE HARO ENRIQUE COLOM.
 

BIBL.: Además de la citada en Introducción, CONC. DE TRENTO, sess. VI, Decreto sobre la justificación; S. AGUSTÍN, De libero arbitrio, 1. 111, c, 1-18; ÍD, De peccatorum meritis et rernissione, 1. 11; fD, De Gratia Christi et de peccato originali, 1. 11; S. GREGORIO MAGNO, Moralla; S. TOMÁS DE AQUINO, In tt Sent., d. 35-44; ID, Suma Teológica, 1-2 q71-89; íD, Contra Gentes, 1. 111, c. 139163: S, ALFONSO MARÍA DE LIGORIO, Theologia Moralis, 1. V; 1. MAUSBACIL G. ERMECKE, Teologia Moral Católica, 1, Pamplona 1971, 463-523; M. PROMMER, Manuale Theologiae Morales, 1, Barcelona 1961, 239-298; TH. DEMAN, Peché, en DTC XII,14o-275.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991