PECADO II. SAGRADA ESCRITURA
A. Concepto y naturaleza. B. El pecado original.
A. CONCEPTO Y NATURALEZA. 1. Antiguo Testamento. El tema del p. ocupa un
lugar de primer orden en la historia de la Revelación. El vocabulario hebreo del
p. es rico y variado, pero no técnico. Todas las palabras admiten acepciones más
o menos profanas que nada tienen que ver con la idea moral del pecado. Este
hecho revela la ausencia de preocupaciones especulativas o teológicas. La
profundidad de contenido y la variedad de matices de la idea del p. las ponen de
manifiesto los autores sagrados por el uso frecuentísimo de un crecido número de
términos. Los principales y quizá también los más típicos son tres.
Terminología. El primero y más frecuente es el derivado de la raíz hatá'.
Todos los significados de la raíz se asocian en torno al principal de «errar eJ
blanco», «fallar el objetivo». Esta acepción primitiva, atestiguada a veces en
sentido físico (Idc 20,16; Prv 19,2; 8,36; Is 65,20; Ps 25,8; 109,7), cambia
paulatinamente hacia un sentido moral y religioso, que termina al fin por
imponerse: es la falta personal contra Dios (Ps 51,6). La fórmula «he pecado» (hatd'ti)
es la expresión típica de la confesión. Se realiza un cambio del objeto a la
persona. Es el hombre quien no alcanza su fin. Ahora bien, quien no alcanza su
fin, se pierde. Pecar es perderse a sí mismo (Gen 20,6;Ex 9,27; 10,16-17; los
7,20; 1 Sam 2,25; 7,6; 15,24. 30; 2 Sam 12,13; 24,10.17). El vocabulario
cristiano que ve en el p. la «perdición» del hombre es una derivación lógica de
la mentalidad hebrea.
El término `itwon, derivado de la raíz `awah, que significa probablemente
«estar torcido o encorvado», encierra la idea de una «desviación del recto
camino». Su acepción moral-religiosa, que en el A. T. es preponderante (Ps
31,10-11; 51,7; Is 65,7; Mich 7,19), expresa muy bien todo lo que entraña el p.
de desorden, error y desviación del recto camino. Nuestra palabra «iniquidad»,
traducción frecuente de `áwón, expresa plásticamente la monstruosidad del
pecado. El término hebreo connota un estado, fuente o terreno propicio más que
un acto pasajero. Es sencillamente el estado de culpabilidad contraído por la
falta. «Llevar la iniquidad» equivale a «ser culpable» (Ex 20,5; 28,43; 34,7;
Lev 5,1; 7,18; 17,16; Is 1,4).
El término pésa` es quizá el más fuerte y expresivo de todos. Indica la
violación de los derechos ajenos. Utilizado en sentido profano expresa la rotura
de un pacto, la violación de un contrato individual o colectivo (Gen 31,36;
50,17; 1 Reg 12,9; Am 1,3.6.11.13). Es un término característico de la
predicación profética para designar la «rebelión» del individuo o de la nación
contra Dios (ls 1,2; 43,27; Ier 2,29; 3,13; Ez 18,31; 20,38; Os 7,13; 8,1; Ps
51,11). Predomina en él el aspecto volitivo del p., es decir, la libre decisión
de la voluntad en el acto de pecar. Cuando los tres términos se encuentran en un
mismo contexto quieren ser de algún modo el vehículo de la noción total de p.
(Ex 34,7; lob 13,23; Ps 32,1-2; Is 43,24-25; 64,4-8; Ez 21,19; Mich 7,18-20).
Además de estos tres, el A. T. utiliza otros muchos vocablos para designar
el p. o para describir la conducta del pecador. El p. es una «injusticia» (`awel)
y el pecador un «injusto» o un «depravado» (`awwal) (ls 26,10; Ps 71,4; lob
18,21; 27,7; 29-17). Toda falta contra Dios implica un «desprecio», una
«desobediencia» o una «rebelión» (marah, marad; Gen 14,4; Ez 17-16; Num 14,9).
El pecador se identifica con eJ «malvado» o el «impío» (rasa'), en
contraposición al inocente o piadoso (Gen 18,23.25; 1 Sam 2,9; Ps 1,6). El p. es
una «desgracia» (ra'a`) en cuanto que lleva consigo con frecuencia su propio
castigo (Gen 38,10; 2 Sam 11,27; Ps 52,3; 94,23). Es una «prevaricación» o
«perfidia» (ma°al; Dt 32,51; 2 Par 26,18; 29,6), una «infidelidad» (bogad, zanah)
a la Alianza, comparable a la infidelidad de la esposa, a la prostitución y al
adulterio (Ier 3,20; 5,11; Os 5,7; 6,7; Is 5,18). Otros términos caracterizan el
p. como cosa «vana», «inútil» y «falaz» (saw', 'aoven; lob 11,11; 15,31; Is
5,18; Ez 11,2; Mich 2,1), significando con ello la ausencia de bien y de verdad
en todo pecado. Otros grupos de palabras reflejan la «locura» o la «insensatez»
('iwwelet, nebalah) de toda falta contra Dios (Ps 38,6; Is 9,16; 32,6), locura
cuya naturaleza se pone de manifiesto por el hecho de que el pecador intenta
conseguir la felicidad -vano intento- fuera del orden establecido por Dios.
El pecado en la historia de la Salvación. El estudio del vocabulario es
fructuoso, pero no agota la noción de pecado. El vocabulario remite a la
historia, por eso sólo comprenderemos el misterio del p. a base de toda la
historia bíblica. Hay que tener en cuenta en primer lugar que la palabra p.
abarca en los hebreos un campo más amplio que en la actualidad, ya que se aplica
también a hechos desviados en sí, aunque no hubiera conocimiento ni
deliberación. Bastaba la violación externa de una norma de conducta sin previa
advertencia para cometer un p. (Gen 12,17-19; 20,5.9; 26,10; Num 22,34). El
Levítico (4,1-5,13) enumera los casos más frecuentes de faltas «involuntarias»,
para cuya remisión se requerían determinados sacrificios expiatorios. En la
época de Samuel el p. parece consistir más en un gesto exterior que en una
decisión de la voluntad. Los soldados de Saúl quebrantaron sin saberlo un
precepto ritual y algunos de ellos se apresuraron a advertir al rey que el
pueblo estaba pecando contra Yahwéh por comer carne con sangre (1 Sam 14,33-34).
Jonatán fue considerado culpable por haber quebrantado un voto hecho por su
padre sin que él tuviera noticia alguna del mismo (1 Sam 14,24-30. 36-45).
En estos casos la advertencia no cuenta. Y Dios mismo interviene de manera
automática, reafirmando así la norma. Por la falta inconsciente de Jonatán niega
la respuesta a una consulta ritual (1 Sam 14,37). Oza cae muerto por haber
tocado indebidamente el arca (2 Sam 6,6-7). A esta categoría de p. pertenecerían
quizá «los pecados de la juventud» (Ps 25,7; lob 13,26), y probablemente «los
deslices ocultos» y «los pecados secretos» (Ps 19,13; 90,8). Estas faltas sólo
Dios las conoce. El hombre apenas las advierte, porque es muy fácil pecar en el
terreno ritual o litúrgico. Era p. toda transgresión de lo sacro, con
independencia de la advertencia o del consentimiento.
La concepción del p. involuntario en sus circunvecinos, los cananeos,
egipcios y babilonios (v.I) es semejante a la hebrea, pero en éstos coexistió
desde el principio con la idea del p. voluntario o p. en sentido propio. En el
relato sobre la conducta de Abimelek el autor sagrado sugiere que sólo la plena
advertencia hace al hombre responsable de un acto pecaminoso (Gen 20,4.5.7.).
Los viejos códigos legales del Pentateuco presuponen igualmente la distinción
entre actos deliberados y actos involuntarios, con la consiguiente distinción de
grados de culpabilidad (Ex 21,12-24; Num 35,9-34; Dt 19,1-13). A esto aluden
también las expresiones «pecar con mano alzada» y «pecar por inadvertencia» (Num
15,30-31). El A. T., por consiguiente, distinguió entre p. deliberados y p.
involuntarios y vio siempre en toda falta una desobediencia a Dios.
La idea del p. en el A. T. fue más religiosa que moral. Toda prohibición
de cualquier orden que sea, moral, religiosa, ritual, litúrgica y hasta
higiénica, se hace derivar de la voluntad de Yahwéh y por eso toda transgresión
de la misma es una desobediencia a Dios (Gen 13,13; 20,6; 38,9-10; 39,7 ss.; Ex
10,16; 32,33; Num 14,9; Dt 28, 15 ss.; los 7,11; Idc 2,11; 3,7; 1 Sam 2, 12-25;
7,6; 12,16; 2 Sam 11,27; 12,9 ss.). El juicio sobre la moralidad de las acciones
pecaminosas se expresa con múltiples fórmulas, dos de las cuales, «hacer lo malo
a los ojos de Yahwéh» (Gen 13,13; 38,10; 39,9; Idc 2,11; 4,1; 2 Sam 6,1; 10,6;
11,27; 15,1, etc.) y «pecar contra Dios» (Gen 39,9; Ex 32,33, etc.), son
especialmente significativas. El p. en definitiva es contra Dios, y aun contra
Dios sólo, como se expresa el salmista (Ps 51,5). Lo que el hombre piadoso
deplora en el p., cualquiera que sea su objeto inmediato (prójimo, leyes
morales, prescripciones rituales, leyes de justicia) es la ofensa hecha a Dios.
Isaías da una cuasi-definición del p. cuando dice: «Vuestros pecados ponen una
separación entre vosotros y vuestro Dios» (Is 59,2). El p. es la aversio a Deo y
la conversio ad creaturas de los escolásticos, que expresada en lenguaje
bíblico, se llaman «separación de Dios» (Is 59,2) y «conversión a los ídolos».
Cualquier cosa que el hombre busque fuera de Dios es la nada, el vacío.
Samuél expresa esta idea con una fraselapidaria: «No os apartéis de Dios, porque
sería ir detrás de vanidades que no os darán provecho alguno, porque de nada
sirven» (1 Sam 12,21). A medida que se profundiza la revelación de la noción de
Dios, gana también en profundidad la idea del p. como ofensa al «Dios Justo»
(Amós), al «Dios Amor» (Oseas), al «Dios Santo» (Isaías), al «Dios Fiel a sus
promesas» (Jeremías). Abandono de Dios, ingratitud, desobediencia, infidelidad,
menosprecio, rebelión, ofensa de Dios son algunos de los conceptos que explota
el A. T. para describir la tremenda realidad del p., y que se pueden resumir en
uno: el p. es una ofensa de Dios y una desgracia para el hombre.
2. Nuevo Testamento. Aunque no contiene una exposición teórica y
sistemática sobre la teología del p., nos pone, sin embargo, ante los ojos su
tremenda realidad, al presentarnos el p. como enemigo de Cristo y la vida de
Cristo como lucha contra el pecado. El N. T. desarrolla multitud de temas que
hemos encontrado en el A., pues Jesús se expresa en categorías tradicionales.
Los Sinópticos nos presentan a Jesús rodeado de pecadores y viviendo en
medio de ellos. El p. es para Él una violación «voluntaria» de la voluntad de
Dios manifestada en los mandamientos. Es importante notar el adjetivo
«voluntaria», ya que supone una superación del pensamiento según el cual podía
haber p. en una transgresión material y externa de la ley. El p. radica en el
«corazón», en esa facultad espiritual del hombre, que según la mentalidad
semítica es sede de los pensamientos, deseos y decisiones (Mt 15,10-20; 18,35;
22,37; Me 7, 14-23). Por eso Jesús denuncia como verdaderos p. los actos
interiores (Mt 5,22.28). Como los profetas y como el Bautista, Jesús predica la
conversión interior, el cambio radical del modo de pensar, que pondrá al hombre
en disposición de acoger la llamada de Dios al Reino de los cielos (Me 1,15). El
que se crea sin p., como el fariseo (Lc 18,9 ss.), se cierra a sí mismo la
fuente de la gracia y hace imposible a Cristo realizar su obra salvadora. En la
revelación de los Sinópticos el p. es una «deuda» (ofeiléma) que el hombre
contrae con Dios y que ha de ser remitida por el mismo Dios (Mt 6,12; 18,21-25);
es una «mancha» que afea al hombre en su interior (Mt 23, 26.28); una
«iniquidad» (anomía) que pone al hombre en un estado general de perversión,
opuesto radicalmente al Reino de Dios (Mt 7,23; 13,41; 24,12; Mc 16,14).
Jesús va más allá de las apariencias. Descubre en Satanás al iniciador del
p. (Mt 13,38; 5,37; Mc 1,13; 8,33). El p. pone al hombre en estado de esclavitud
a las pasiones y al demonio. El pródigo se aleja de la casa paterna para caer
luego bajo el yugo de las más bajas pasiones (Le 15,15), y cuando reconoce su
error, confiesa que ha pecado contra el cielo y contra su padre (Le 15, 18.21).
El p. es una separación o alejamiento de Dios y una vuelta a las criaturas. El
estado de p. de aquí resultante se describe como una servidumbre (Lc 15,15), una
perdición y una muerte (Le 15,24.32). La catequesis primitiva resume la misión
de Cristo en esto: «conversión del hombre de las tinieblas a la luz, de la
potestad de Satanás a Dios, para alcanzar la remisión de los pecados» (hamartión)
(Act 26,18). La lucha de Cristo contra el Maligno exige en el hombre una larga
tarea de purificación.
Los escritos de S. Juan nos permiten profundizar algo más en la noción de
pecado. Aunque conoce, como los Sinópticos, la expresión «remisión de los
pecados» (lo 20,23; 1 lo 2,12), dirige su atención primordialmente a Cristo,
redentor del «pecado (hamartía) del mundo» (lo 1,29). San Juan presenta el p.
como una potencia hostil a Dios, que trata de impedir la implantación del Reino
de los cielos. El p. se encarna en el «Príncipe de este mundo», que es homicida
desde el principio, pero que ha sido vencido por Cristo (lo 12,31; 14,30; 8,44).
El mundo sojuzgado por el diablo es enemigo de Dios. La hostilidad se manifiesta
en la ceguera voluntaria de los hombres y en una obstinación que no admite
disculpa (lo 3,19). La revelación de Cristo pone al hombre ante una opción
decisiva: si rehúsa creer en Dios, se convierte en «hijo del diablo» (lo 8,34; 1
lo 3,8-11). Sometido al imperio del demonio, el pecador abandona a Dios, que es
Amor, y en su obstinación llega a odiarle, como le odia Satán, que es su
inspirador y mentor (lo 3,19; 15,22). El p. para S. Juan es la anomia, la
«iniquidad», es decir, la oposición a Dios y a Cristo, que hace al pecador
esclavo del demonio (1 lo 3,4).
S. Pablo habla también de «faltas» y «caídas» (paraptóma), de
«transgresiones» (parábasis), de «pecados» (hamartía) en plural. Menciona listas
de éstos que excluyen del Reino de Dios (1 Cor 6,9; Gal 5,21). Compara los
desórdenes sexuales a la idolatría y atribuye una especial gravedad a la
«avaricia» (latín cupiditas, griego pleonexia), a ese deseo inmoderado de
poseer, que es fuente de otras muchas faltas y que el Apóstol no duda en llamar
idolatría (Col 3,5; Eph 5,5). Pero más que los actos pecaminosos preocupó a S.
Pablo el origen de los mismos. El término más frecuente que usa para designar el
p. es hamartía. En plural indica los p. personales; en singular, unas veces la
potencia del p., y otras, la noción genérica del mismo. No es ajena al Apóstol
la idea del p. como «deuda» que hay que saldar (Col 1,14; 2,14; Eph 1,7; Rom
3,25), pero no es ésta su explicación ordinaria. La hamartía por antonomasia es
una potencia interior al hombre. La transgresión de la Ley no es más que su
efecto y exteriorización (Rom 5-8; 7,17-21; 1 Cor 6,12 ss.).
La naturaleza del p. aparece en toda su trágica grandeza comparando el
estado del hombre «vendido al pecado» (Rom 7,14) con el estado del hombre
«liberado por Cristo». Estos estados son antagónicos e irreductibles, porque el
deseo de la «carne» (del hombre empecatado) es enemigo de Dios. Esta enemistad,
con su secuela de odio, aversión, desobediencia, ataque a Dios y egoísmo,
constituye el elemento esencial de la noción paulina de p. (Rom 8,7 ss.; 5,21;
6,7-9; Col 1,21; 1 Cor 6,18).
B. EL PECADO ORIGINAL. Un problema especial presenta el estudio de la
noción y transmisión del p. original (v. Iii, B). La doctrina explícita del p.
original como pérdida hereditaria del estado privilegiado que poseía el hombre
antes del primer p. la encontramos claramente formulada por S. Pablo; pero el
texto fundamental de Rom 5,12 ss. no está aislado. La argumentación del Apóstol
se basa en el relato de Gen 3,1-19, donde se narra la caída de Adán y Eva en el
paraíso y en toda la revelación veterotestamentaria. Como dice muy bien A. M.
Dubarle (o. c. en bibl. 69), «la narración del Génesis, por su contenido y por
el lugar que ocupa en el conjunto del libro, quiere afirmar la pérdida
hereditaria por el pecado del estado del hombre en su creación: pérdida del
acceso confiado a Dios, pérdida de la inocencia y de la confianza mutua de los
individuos entre sí, y en consecuencia obligación de una lucha difícil contra el
mal, aparición de la servidumbre, del sufrimiento y de la muerte. Bajo una forma
sencilla y accesible a todos, se hallan presentes en este relato todos los
elementos esenciales del pecado original».
El Antiguo Testamento, para explicar la universalidad del p., no recurre
siempre expresamente a la caída de losprimeros padres. Se mencionan la
fragilidad humana y la debilidad congénita de la criatura (lob 4,19; Ps 103,14;
78,38 s.). Se acude a la perversidad del corazón humano y a la tendencia al mal
que el hombre lleva dentro de sí desde la infancia. En Gen 8,21 se lee que «la
inclinación (yeser) del corazón humano es mala desde su juventud». Los profetas
subrayan de modo especial esta inclinación al mal. Descubren que sus raíces se
hunden en lo más profundo del corazón y ven que de allí proceden todos los p. (ler
17,9; 6,7; cfr. Os 5,4; 4,12; ler 13,23; 4,4; 9,25; Ez 44,9). A estas causas
habría que añadir la impureza religiosa desde el nacimiento (Lev 12,2 ss. 15,18;
Ps 58,4; Is 48,8; lob 14,4), pues como indica el Ps 51,7 el estado inicial de
todo hombre, aun antes de cualquier acto personal, es un estado de p., en cuanto
que su impureza al nacer significa una cierta separación de Dios. A pesar de
estos elementos, el A. T., fuera del relato del Génesis, no da una respuesta
explícita y definitiva al problema del origen del p. y de la tendencia al mal y
no recurre para explicarlos al p. de Adán.
Una referencia directa del relato de la caída puede constatarse en el
Eclesiástico y en el libro de la Sabiduría (v.). Ben Sirac menciona la muerte
como efecto de la transgresión originaria, (Eccli 25,24). El autor de la
Sabiduría identifica a la serpiente del Edén con el diablo (Sap 2,24), personaje
misterioso que aparece en el A. T. como un ser inteligente y malévolo, enemigo
del hombre, puesto que le engaña, incitándole a la rebelión, y enemigo también
de Dios, pues trata de echar por tierra sus planes, acusándole de envidia y
mentira (Gen 3,4-5). Pero llama la atención el que, aun en estos casos, los
autores citados no hayan puesto de relieve los efectos hereditarios del primer
p. en el dominio moral y hayan señalado más bien sus consecuencias,
principalmente la muerte. El A. T., tomado en conjunto, sugiere al menos la idea
de que el hombre bíblico tiene conciencia de pertenecer a una raza pecadora y si
este hecho no lo relaciona expresamente con el p. de Adán, lo hace derivar en
todo caso del p. de los «padres».
El Nuevo Testamento supone en conjunto la universalidad del pecado. No
faltan tampoco alusiones a la relación de esa universalidad del p. con el p. de
Adán. Así Mateo (19,4-6; cfr. Me 10,6-8), al hablar de la indisolubilidad del
matrimonio, supone un estado primitivo, que correspondía al ideal divino de las
nupcias, y alude a una situación posterior, que admitió ciertas mitigaciones
debido a la dureza del corazón humano. Según esto, el hombre salió de las manos
de Dios en un estado distinto del estado en que ahora se encuentra, y esta
situación supone un p. que hace al hombre débil y caprichoso.
En otro lugar, Cristo afirma que el hombre debe «renacer» para poder
entrar en el Reino de Dios, porque «lo nacido de la carne es carne y lo nacido
del espíritu es espíritu» (lo 3,3-6). El estado carnal, que se transmite por la
descendencia natural, presupone una mancha, puesto que Cristo exige que se salga
de él por una ablución o purificación. S. Juan dice que «el diablo fue homicida
desde el principio... porque es engañador y padre de la mentira» (lo 8,44). «La
mención simultánea del homicidio y la mentira hace indudable la alusión a la
serpiente tentadora del Edén, que engañó a la mujer y provocó la sentencia de
muerte sobre la humanidad» (A. M. Dubarle, o. c. en bibl. III).
S. Pablo es el gran doctor del p. original. El texto básico es Rom 5,12-21
y su paralelo 1 Cor 15,20-22, que si presenta no pocos puntos oscuros y
discutidos, también contiene afirmaciones sobre las que no existe. discusión.
Los puntos claros y admitidos por todos son los siguientes: El p. de Adán es
causa de muerte para todos los hombres (5,15.17); es motivo de condenación para
todos (5,15.18); hace pecadores a todos los hombres (5,19). El p. de Adán, por
consiguiente, no sólo ha producido en la humanidad un castigo: la muerte, sino
un verdadero estado de pecado. El paralelismo establecido entre la causalidad
universal de Cristo (reparación sobreabundante del p.) y la de Adán (causa de
condenación, muerte y p. para todos) constituye el argumento central del pasaje,
de tal modo que cualquier interpretación que excluya la causalidad universal del
p. de Adán sería contraria al pensamiento de S. Pablo, y, por tanto, a la
revelación cristiana. Los puntos controvertidos versan principalmente sobre la
interpretación de la partícula ef'ó y el verbo hémarton. Respecto al punto
primero caben dos interpretaciones: a) «en quien (Adán) todos pecaron»; Pablo
afirmaría explícitamente que todos los hombres pecaron en Adán; b) «por cuanto
(de hecho) todos pecaron»; en el caso del adulto, el único que aquí se
considera, el p. introducido en el mundo por Adán produce su efecto (muerte
corporal, espiritual y eterna) a través de los p. personales que ratifican de
algún modo el p. de Adán. Respecto al hémarton, «pecaron», caben también dos
sentidos: a) «pecaron» con p. personales; b) «pecaron» en cuanto que todos se
hallan en un estado de p. difundido en todos por el p. de Adán. La
interpretación segunda en ambos casos parece hoy la más aceptable.
BIBL.: Sobre el pecado en general: P. VAN IMSCHOOT, Teología del Antiguo Testamento, Madrid 1969, 661-735; M. MEINERTZ, Teología del Nuevo Testamento, Madrid 1966, 297-316; XVIII SEMANA BíBLICA EsPAÑoLA, Teología bíblica sobre el pecado, Madrid 1959; 0, GARCÍA DE LA FUENTE, El misterio del pecado, Madrid 1963; íD, El hombre de hoy y el hombre bíblico ante el pecado, «Ciudad de Dios» 175 (1962) 312-345; íD, Pecado, en Enc. Bibl. V, 938-944; S. LYONNET, De peccato et redemptione, I, Roma 1957; VARIOS, Théologie du péché, I, T'ournai 1960; L. LIGIER, Péché d'Adam et peche du monde, 2 vol. París 1960-61; E. BEAUCAMP, Péché, I, Dans !'Anclen Testament, en DB (Suppl.) 7,407-471. Sobre el pecado original: J. MEHLMANN, Natura Filii irae. Historia interpretationis Epla. 11 ejusque cum doctrina de peccato originali nexus, Roma 1957; A. M. DURARLE, Le péché originel dans l'Écriture, París 1958; S. LYONNET, Péché originel, en DB (Suppl.) 7, 486-567; J. M. LAGRANGE, Epitre aux Romains, París 1931, 104-118; J. COPPENs, La Connaissance du Bien et du Mal et le Péchc du Paradis, Lovaina 1948.
0. GARCÍA DE LA FUENTE.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991