PASIÓN Y MUERTE DE CRISTO


1. Introducción. Enseña la S. E. que, concluida la obra maravillosa de la Creación, «contempló Dios todo lo que había hecho y vio que todo era muy bueno» (Gen 1,31; v. CREACIÓN). Después, frente al designio salvífico de Dios, se levantó el hombre, ofendiendo gravemente a su Creador y mereciendo justo castigo para. sí y para sus descendientes (v. PECADO). «Habiendo perdido todos los hombres la inocencia en la prevaricación de Adán (cfr. Rom 5,12; 1 Cor 15,22), 'hechos inmundos' (Is 64,4); y -como dice el Anóstol-'hijos de ira por naturaleza' (Eph 2,3)..., hasta tal punto 'eran esclavos del pecado' (Rol 6,20) y estaban bajo el poder del diablo y de la muerte, que no sólo los gentiles por sus solas fuerzas naturales, sino que tampoco los judíos, por la letra misma de la Ley de Moisés, podían librarse o levantarse de ella» (Con. de Trento, sess. VI, decr. De iustificatione, cap. 1: Denz.Sch. 1521). Tan grande era la ofensa a Dios, «que ninguna fuerza creada era suficiente para expiar los crímenes de los hombres» (Pío XI, enc. Miserentissimus Redemptor, 8 mayo 1928).
      Sólo Dios podía reconciliar consigo la humanidad pecadora en Adán; y «el Padre de las misericordias y Dios de toda consolación» (2 Cor 1,3), apiadado del género humano, quiso llevar a cabo la redención del mundo (cfr. Conc. de Trento, sess. VI, decr. De iustificatione, cap. 2: Denz.Sch. 1522; Conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, 52). Por eso, «no paró hasta dar a su Hijo Unigénito» (lo 3,16), que, sin perder su naturaleza divina, «se encarnó por obra del Espíritu Santo, de María Virgen» (Símbolo Nicenoconstantinopolitano: Denz.Sch. 150).
      Por la Encarnación (v.), Cristo es perfecto Dios y perfecto Hombre (Símbolo Atanasiano: Denz.Sch. 75), y «es enviado al mundo como verdadero Mediador entre Dios y los hombres. Por ser Dios, 'habita en Él corporalmente toda la plenitud de la divinidad' (Col 2,9); según su naturaleza humana, nuevo Adán, es constituido Cabeza de la Humanidad» (Conc. Vaticano II, decr. Ad gentes, 3), haciéndose solidario con ella y pudiendo así padecer en un lugar -vicarian-tente- los castigos que la humanidad había merecido por sus pecados.
      Todo su paso por la tierra tiene valor redentor, porque cada una de sus acciones -actos del mismo Dios- es infinitamente satisfactoria y -como se dirá después- infinitamente meritorias (cfr. Pío XII, enc. Mediator Dei, 20 nov. 1947). Pero es en la Pasión y Muerte de Cruz donde las ansias redentoras de Cristo hallan su cumplimiento y se consuma nuestra redención (v.). En eJ Calvario, el Dios-Hombre ofrece al Padre una satisfacción y un sacrificio perfecto e infinito: satisface plenamente por los pecados de sus hermanos los hombres.
      Su vida y cada uno de sus actos, su obediencia hasta la muerte de Cruz (Philp 2,8), su humillación anonadada, sus sufrimientos del alma y del cuerpo durante la Pasión, y la Muerte del Dios-Hombre, son fuente de infinitos méritoS (v. MÉRITO). Con ellos merece -en primer lugar- la glorificación de su cuerpo y la exaltación de su Humanidad Santísima, glorificación y exaltación a las que ya tenía derecho por la Unión hipostática (V. ENCARNACIÓN 11, 6).
      Además, restableciendo el orden quebrantado por eJ pecado original (v.), nos ganó de nuevo la amistad con Dios y la gracia divina (v.), haciéndonos así hijos adoptivos de Dios, dándonos la posibilidad de obtener la gloria del cielo y librándonos de la esclavitud del pecado, por el que estábamos sometidos al poder de Satanás y al de la muerte, pena debida por el pecado. Con su triunfo en la Resurrección, liberó de la muerte a todos los hombres dePASIÓN Y MUERTE DE CRISTOrrotando a la muerte, aunque nuestra victoria definitiva no se realizará hasta el fin de los tiempos, cuando también nosotros resucitemos. Todos esos bienes de gracia, Cristo los distribuye a los hombres por medio de la Iglesia (v.), que anuncia lo obrado por Él y hace llegar hasta nosotros esos beneficios, que recibimos principalmente a través de los Sacramentos (v.).
      De ahí, la centralidad con que las Escrituras nos presentan la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo. Una centralidad que, a la luz del N. T., reconocemos como orientadora de las páginas del Antiguo: es por la venida del Mesías (v.) por lo que suspiran los Libros sagrados del A. T.; es en definitiva la Pasión, Muerte y Resurrección del Mesías lo que llena los libros de los profetas y los Salmos. La muerte del Hijo del Hombre -nos anunciará Él mismo en los Evangelios- es necesaria para que se cumplan las Escrituras (cfr. Le 22,37); es una muerte que Dios ha querido preanunciar a través de sucesos o realidades en el A. T., una muerte que las palabras inspiradas de los profetas habían predicho muchos siglos atrás.
      2. Cronología de la Pasión. Desde su entrada en Jerusalén el domingo anterior a la fiesta de la Pascua judía, Jesús predica durante el día en la ciudad, en el Templo, y se retira de noche a descansar a las afueras de Jerusalén en el monte de los Olivos (v.): transcurren así el lunes, martes y miércoles anteriores a su muerte. Durante esas jornadas Jesús se entrega con un amor y una ternura indecibles a ultimar su anuncio de la llegada del reino de los cielos a un pueblo que lo rechaza; y a formar a sus discípulos, a sus amigos a quienes les había predicho su Muerte y Resurrección.
      Judas (v.), el traidor, en quien «Satanás había entrado» (lo 13,27), se entrega a la ejecución de su crimen: entra en trato con los sacerdotes y magistrados para vender por treinta monedas de plata a su Maestro, Señor y Dios.
      Las últimas horas que nos separan de la crucifixión podríamos resumirlas así:Jueves: Por la mañana, volviendo de Betania a Jerusalén, Jesús encarga a Pedro y Juan que preparen el lugar donde ha de celebrar la cena pascual con sus discípulos. Esa misma noche, durante la cena ritual, instituye la Nueva Pascua, la Eucaristía (v.), el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre (cfr. Mt 26,26-28; Me 14,22-24; Le 22,19-20), instituye con ella el sacerdocio ministerial para que perpetuase y renovase verdadera y realmente, de modo sacramental, el sacrificio del Calvario que anticipaba en la última Cena (v.); y dicta el mandatum novum, el mandato del amor fraterno. Terminada la cena, se traslada con sus discípulos al Huerto de Getsemaní, donde espera en oración agonizante el momento del prendimiento.
      Viernes: Jesús es apresado en la noche del jueves al viernes; la madrugada del viernes se celebran los juicios en casa de Anás y en casa de Caifás; ya de mañana, Pilato (v.), no viendo ningún delito en Jesús, remite el reo a Herodes, que lo devuelve al Procurador para que dicte sentencia; es aún de mañana cuando Jesús, azotado y coronado de espinas, carga con la santa Cruz camino del Calvario. Morirá horas después, en la hora nona, hacia las tres de la tarde. Esa misma tarde, los que le han sido fieles en la hora de la prueba, descienden a Jesús de la Cruz y lo entierran en un cercano sepulcro, propiedad de José de Arimatea (v.). Las santas mujeres compran aromas para volver más tarde a embalsamarlo.
      Sábado: La fiesta sabática de los judíos señala un compás de espera en los hechos que componen el momento central de la historia. Jesús ha sido enterrado y las santas mujeres han de frenar el primer impulso que su amordolorido les dicta: el descanso sabático les prohíbe acudir a rendir con sus bálsamos el último homenaje al Cuerpo de su Señor. Domingo: Las mujeres tendrán que esperar a las primeras luces del primer día de la semana para intentar cumplir su deseo; cuando lleguen al sepulcro, comprobarán que ya no pueden embalsamar el Cuerpo del Maestro: Jesús no está, su Señor ha resucitado.
      Ha tenido alguna dificultad señalar las fechas exactas en que tuvieron lugar estos hechos. La opinión más tradicional a la vez que plausible establece: Jueves, 14 de Nisán: última cena Pascual de Jesús y oración en el huerto. Viernes, 15 de Nisán: la fiesta judía ha sido oficialmente trasladada; Jesús es ajusticiado y recibe sepultura; los judíos tomaron aquella noche el Cordero Pascual. Sábado, 16 de Nisán: concurren, por disposición oficial, el primer día de la Pascua y el sábado, explicando así justificadamente la afirmación de San Juan: «era aquél un sábado muy solemne» (lo 19,31). Domingo, 17 de Nisán: Resurrección gloriosa del Señor. (v. CRONOLOGÍA II, 10).
      3. Preludio de la Pasión: La última Cena. Para entender con claridad el desarrollo de los hechos sucedidos en el Cenáculo la tarde del jueves, conviene tener presente que Jesús ha elegido el marco de la celebración de la antigua Pascua para instituir la Nueva: la Sagrada Eucaristía (v.). Todo el relato se encuentra rodeado de un carácter ritual que resalta aún más el paralelismo entre la figura -el sacrificio pascual de la antigua ley- y la realidad que la figura anunciaba: el sacrificio perpetuo de la Nueva Alianza. La primera Pascua judía, que se celebró la noche en que el pueblo judío fue sacado de Egipto, se narra en Ex 13,1 ss., donde también se recoge el mandamiento de celebrarla todos los años. Consistía en la cena de un Cordero macho e inmaculado con pan ázimo y lechugas silvestres y acompañado de diversos ritos y libaciones. El Cordero Pascual es figura de Cristo y la Eucaristía, como siempre ha sentido la Iglesia (cfr. lo 19,36; 1 Cor 5,7; Apc 5,6; V. CENA DEL SEÑOR).
      A pesar de esta aclaración ambiental, no resulta fácil reconstruir el orden cronológico de los hechos que se narran: S. Lucas no sigue en este pasaje estrictamente ese orden; como, por otra parte, sucede en muchas otras páginas de su Evangelio; S. Juan, por contarse en los demás Evangelios, omite esta narración de la institución de la Eucaristía, de cuyo anuncio en el Sermón Eucarístico deja emocionado testimonio (lo 6).
      Al inicio de la cena, Jesús indica la peculiaridad del momento que les reúne: «Desiderium desideravi...» (Le 22,15): «con gran deseo he deseado cenar esta Pascua con vosotros». Está a punto de dejarnos la más preciosa prenda de su amor, el sacramento de la Sagrada Eucaristía, y le separan tan sólo unas horas de la consumación de la Redención.
      Mientras Jesús manifiesta su gran amor a los discípulos, ellos se enzarzan en una disputa sobre «quién había de ser tenido por mayor» (Le 22,24), ocasionada quizá por su deseo de ocupar en tan solemne ocasión los puestos de más preeminencia, los más próximos al Señor. Seguiría, después de la cena ritual, a uno de cuyos momentos parece referirse Le 22,18: ese cáliz que toma el Señor no es todavía el que Jesús consagró. Pero antes de la cena o cuando estaba para terminar, como parece indicar S. Juan (lo 13,2), Jesús lava los pies de sus discípulos: es una ablución habitual en los convites judíos y que venía encomendada a un criado. Jesús responde con los hechos a la disputa vanidosa desatada entre sus discípulos, les da una lección de humildad y caridad.
      Jesús preanuncia entonces la traición de Judas, para que luego, cuando Él parezca arrastrado -humanamente hablando- por un destino adverso, y sus discípulos vacilen, sepan que «ninguno me quita la vida, sino que yo la doy de mí mismo» (lo 10,18); para que sepan que sigue disponiendo de sí, como antes dispuso de las tempestades, de los espíritus, de la enfermedad.
      Fortalece así la fe de los discípulos, y lanza la última llamada al que está para venderle. Se suceden en el diálogo advertencias e intervenciones: una pregunta de Judas sobre si será el traidor, que Jesús responde afirmativamente sin que le oigan los demás discípulos; una indicación de Pedro al discípulo que Jesús amaba para que pregunte quién le traicionará; y la respuesta del Señor ofreciendo un bocado a Judas, delatándolo ante Juan pero ofreciéndole -con esa muestra de afecto- una ocasión más de arrepentimiento (cfr. Mt 26,24-25; lo 13,21-27). Judas, al rechazar esa última llamada del Señor, se confirma en su propósito y abandona el Cenáculo (cfr. lo 13), probablemente antes de la institución de la Eucaristía, aunque después del lavatorio y parte de la cena. «El que come conmigo mi pan, levantó contra mí su calcañal», había anunciado el Salmo 61,10.
      Hacia el final de la cena, llega el momento sublime, la institución de la Eucaristía: «Y habiendo tomado el pan, dio gracias, lo partió y se lo dio, diciéndoles: Éste es mi cuerpo, que se da por vosotros: haced esto en memoria mía. Y, asimismo, el cáliz, después de haber cenado, diciéndoles: Este cáliz es el nuevo testamento en mi sangre, que por vosotros se derrama» (Le 22,19-20). En estas frases, recogidas por los tres Sinópticos y por S. Pablo (1 Cor 11,23-29), se encierra uno de los misterios centrales del cristianismo:a) Recogen el momento de la institución del sacramento de la Sagrada Eucaristía, en el que Cristo se da misteriosa -sacramentalmente- pero real, verdadera y sustancialmente en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad a los hombres (cfr. Conc. de Trento, Denz.Sch. 1651).
      b) Con las palabras «Que se da por vosotros», «que se derrama por vosotros», se establece una relación esencial entre la Eucaristía y la muerte del Señor en la Cruz, expresandó el carácter de sacrificio que ese sacramento tiene. Se recordará que, según el uso antiguo, los pactos se sellaban con el sacrificio de un cordero, y que así selló Moisés el pacto o Testamento de su pueblo con Yahwéh, derramando sobre los hijos de Israel la sangre de un cordero (Ex 24,3-8). La sangre de este Nuevo Testamento es la sangre de Cristo derramada en la Cruz: Cristo se ofrece a sí mismo como víctima para sellar ese pacto. La Eucaristía es verdadero sacrificio porque representa y actualiza realmente el del Calvario: pero lo representa en el sentido de que lo hace presente, no que sólo lo signifique o recuerde (cfr. Pío XII, Medialar Dei, 20 nov. 1947).
      c) Es dogma de fe que con el mandato «Haced esto en memoria mía» (Le 22,19; I Cor 11,24), Cristo instituyó cl sacerdocio ministerial y ordenó a los Apóstoles, y a quienes les sucedieran en el sacerdocio ministerial, ofrecer en cuanto tales sacerdotes in persona Christi, el Cuerpo y la Sangre de Cristo (Conc. de Trento, sess. XXII, decr. De Missae, can. 22: Denz.Sch. 1752).
      4. La Agonía en el Huerto. Después del canto de los Himnos del Hallel o Salmos alleluyáticos que solían entonarse en la Cena Pascual, Jesús se dirige hacia el Huerto de Getsemaní en compañía de sus once Apóstoles. El Huerto, al pie del monte de los Olivos (v.), debía ser una propiedad destinada a la prensa de aceite. A él se retirabael Señor frecuentemente con sus discípulos. Esa noche, durante la cena y de camino a las afueras de la ciudad, Jesús les habla por última vez del mensaje divino que trae a los hombres, del anuncio salvífico que le lleva a la Cruz. Les avisa de la prueba que están a punto de sufrir y les consuela de las adversidades que en su misión apostólica deberán afrontar; al despedirse de los que le han amado y creído, promete el Espíritu Santo y les hace las últimas recomendaciones. Después el Señor continúa hablando en voz alta con su Padre, y, como Sacerdote Supremo del género humano, intercede por él ante Dios Padre; pide la glorificación de su propia Humanidad Santísima y ruega por sus discípulos de entonces y por todos los que vendríamos después, para que estemos unidos en la verdad de la fe, en la caridad y en la santidad, de modo que al final alcancemos la vida eterna (cfr. lo 17).
      Ha llegado al Huerto y se dispone a esperar su prendimiento en oración personal. La escena de Getsemaní arroja una luz extraordinaria sobre la naturaleza humana de Cristo. El Dios-Hombre tiene ante sus ojos la rebeldía de los hombres de todos los tiempos ante el plan del Creador; la rebeldía incluso a su amor salvador: todos los pecados y atrocidades de los hombres. Pero siente además sobre su carne y sobre su alma los suplicios y humillaciones que le acecharán hasta la hora suprema del Calvario, y sufre agudamente, hasta entrar en agonía, esa repugnancia natural de todo hombre ante el dolor y la muerte. Sin embargo, su voluntad humana, perfectamente identificada con la divina por la unión de naturalezas en una sola Persona divina, no se opone a la de Dios: «Padre, si quieres, pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Mt 26,39): a su Humanidad le repugna pasar ese trago de dolor, pero acepta y se muestra dispuesto a seguir plenamente el designio divino. Tan costosa se le hace al Salvador su Agonía en el Huerto, que un ángel viene a consolarle: una criatura ha de confortar a su Creador hecho Hombre. El alma humana de Cristo sufría lo indecible, pero no fue jamás ni abandonada ni privada de la contemplación de la divina Esencia.
      La escena aporta todavía su diáfana luz en otro punto importante de la historia de nuestra Salvación. En los pasajes que la narran, se entrelee la raíz de los méritos que Jesús ganó con su Vida, Pasión y Muerte. Jesús muestra aquí su disposición de ser «obediente, hasta la muerte, y hasta la muerte de cruz» (Philp 2,8). Aceptando la voluntad del Padre, se entrega libremente al dolor y a la muerte: es su sacrificio interior -su adhesión libre al decreto redentor, su obediencia gustosa- lo que Dios premió otorgándole su glorificación como Hombre (Philp 2,9).
      Contrastan los sentimientos de amor que traspasaban el alma de Jesús, con la tosca dejadez de sus discípulos, que en vez de vigilar y orar con Él, permiten que les_ venza la fatiga (Mt 26,40-46). A agudizar ese contraste llega el traidor, seguido por la turba, y con el propósito de apresarle. Nuevamente muestra Jesús la liberalidad de su entrega. A pesar de la superioridad numérica de los que le detienen, ordena que dejen libres a sus Apóstoles y les hace retroceder y caer por tierra, al tropezar contra su autoridad moral (lo 18,6), la misma autoridad divina que invitaba a abrazar sus enseñanzas (Mt 8,29).
      5. Del Prendimiento a la Sentencia. Jesús es ya «contado entre los malhechores», como se había profetizado del Siervo de Yahwéh (Is 52,12; v.). Ha sido abandonado de todos, aunque unos pocos, de lejos, como para no comprometerse, le siguen todavía: un joven «envuelto en una sábana» (Me 14,51-52), que la tradición ha identificado con el evangelista S. Marcos; un discípulo «conocido del pontífice» (lo 18,16), que muy bien puede ser S. Juan; y Pedro, que poco más tarde le negará.
      Jesús es conducido ante el Sumo Pontífice Anás, al que, aun habiendo cesado en el cargo, se le seguía dando ese título. La conducción de Jesús ante Anás ha de entenderse como una muestra de deferencia del Pontífice en cargo, Caifás, hacia su influyente suegro y antecesor y cabeza de una larga dinastía de personas que detentaron el sumo pontificado.
      La traición del Príncipe de los Apóstoles (lo 18,25-27; Mt 27,69-75; Mc 15,66-72; Lc 22,56-62) puede localizarse tanto en casa de Anás como en la de Caifás, o en las de ambos, contando las tres opiniones con apoyos exegéticos verosímiles. Pero, al margen de toda discusión exegética, queda el hecho aleccionador de que Pedro (v.), el que iba a ser Cabeza visible de la Iglesia y fundador firme de la fe, negó conocer y juró desconocer a su Señor. El pasaje ha constituido siempre una elocuente invitación para la piedad cristiana a prescindir de la jactancia y presunción en lo que a la vida moral y religiosa se refiere y confiar en la misericordia de Dios: una advertencia ante el escándalo que pueden producir las miserias humanas de los que tenían que ser luz y fidelidad y no lo son: una invitación al arrepentimiento y a evitar el desánimo en la lucha espiritual: una consoladora esperanza para los que, habiendo ofendido a Dios, se disponen a llorar sus pecados.
      Con rapidez vertiginosa se suceden los acontecimientos en aquella larga noche y en su triste madrugada: los interrogatorios ante Anás y Caifás, las negaciones de Pedro, los primeros escarnios... Por fin, los sumos pontífices, ancianos y escribas o doctores de la Ley condenan a muerte al Salvador. «Conviene que uno muera, había sentenciado Caifás, para la salvación del pueblo» (lo 11,49): sin advertirlo, el mismo injusto juez había expresado el valor salvífico de la Pasión y Muerte del Dios-Hombre, que más explícitamente describiría S. Pedro: «Él cargó nuestros pecados sobre su cuerpo en la Cruz, para que nosotros, muertos a los pecados, vivamos de cara a la justificación» (I Pet 2,24). La muerte de Jesús, por ser la muerte humana del mismo Dios, tiene un valor infinito: siendo a la vez cabeza del género humano, ese valor infinito de su sacrificio se nos aplica a nosotros para nuestra justificación (v.), al participar de los medios -oración y sacramentos- por Él establecidos en orden a nuestra salvación.
      Jesús es condenado porque ha declarado solemnemente ante la suprema autoridad religiosa su condición de Hijo de Dios. «Ha blasfemado», declara el Sumo Sacerdote: «Reo es de muerte», sentencia el Sanedrín (Mt 27,65-66). Pero Israel es un país dominado y las autoridades autóctonas, gozando de ciertas potestades, carecen de jurisdicción para ejecutar la sentencia capital. De mañana, llevan al reo ante el procurador romano, que, aun residiendo habitualmente en Cesarea, se halla a la sazón en Jerusalén. Entre los judíos no se aplicaba la muerte de cruz. Jesús es llevado ante el tribunal gentil, como se apresura a puntualizar S. Juan, «para que se cumpliera la palabra que Jesús había dicho indicando de qué muerte había de morir» (lo 18,32); recuerda aquí el evangelista que Jesús mismo había anunciado la modalidad del suplicio, afirmando a la vez su carácter redentor. «Y yo -anunció una vezcuando sea levantado de la tierra, atraeré todas las cosas a mí» (lo 12,32).
      Acusado ante Pilato de hacerse pasar por el Mesías Rey, Jesús afirma ante el representante del emperador romano su realeza (lo 18,33-37), que seguramente -al menos en un primer momento- el Procurador entiende como simple dominio ideológico-doctrinal: una realeza que ni menoscaba ni compite con el poder del César. No tiene interés en su condena. Enterado de que Jesús es galileo, remite al imputado a Herodes, el hijo de aquel rey que quiso asesinar al Niño-Dios (cfr. Mt 2,13-15) y ahora goza de jurisdicción sobre Galilea. Una afrenta moral más se añade a las que, desde el abandono por parte de los discípulos, han ido cargando sobre el alma de Jesús. Herodes, tras mofarse del Señor, lo devuelve al gobernador romano (Lc 23,8-12).
      Pilato intenta un último recurso para evitar la pena capital: que el pueblo, como solía hacer siempre por Pascua, pida la gracia de un criminal y que la elección recaiga sobre Jesús (lo 18,39-40). Por fin, ante la negativa del gentío, entrega a Jesús al suplicio -desnudado y cubierto con túnica de púrpura a modo de manto regio, azotes, mofas, coronación de espinas-, quizá con la esperanza de calmar el odio judío. Se va cumpliendo literalmente el profético anuncio de Isaías (cfr. Is 53,2 ss.).
      6. Camino del Calvario. «Como oveja que es llevada al matadero -va diciendo la profecía de Isaías-, como un cordero ante el suplicio se calla, no abrió su boca» (Is 53,7): así camina el Salvador hacia su patíbulo, un paraje llamado Gólgota en hebreo, lugar de la calavera o Calvarium, en latín. Estaba situado fuera de la ciudad, hacia el Norte, elevándose sólo unos pocos metros sobre el camino (v. CALVARIO).
      Jesús, desnudado ya de la túnica de púrpura y vuelto a vestir con sus vestidos, camina cargado con su Cruz en compañía de dos malhechores, que serán crucificados uno a su derecha y otro a su izquierda. La profecía de Isaías (Is 53,12) se cumple con todo su realismo: «fue contado entre los malhechores». Al salir de la ciudad, probablemente por la puerta judiciaria, los soldados que escoltaban la comitiva obligan a un tal Simón de Cirene (v.) a llevar la Cruz en pos de Jesús, quizá para evitar que el condenado -en agonía y brutalmente maltratado desde la noche anterior- muera antes de que se haya ejecutado la sentencia. Simón de Cirene, padre de Alejandro y de Rufo (Me 15,21), dos hermanos conocidos de los fieles de Roma a quienes S. Marcos dirige su Evangelio, quedará siempre como figura de los cristianos que se deciden a seguir a Jesús, cargado con su Cruz, camino de salvación.
      Otro episodio más de la vía dolorosa narran los Evangelios. Entre la turba que presenciaba el paso de Jesús, unas piadosas mujeres «plañían y lloraban» (cfr. Le 23,2732), y el Señor, volviéndose hacia ellas, olvidado de su propio dolor, las consuela y las previene de los males que la infidelidad y el odio de Israel hacia su Salvador les acarrearán, incluso en el tiempo presente, cuando Jerusalén sea destruida y el pueblo dispersado; «pues, si al árbol verde lo tratan de este modo, en el seco, ¿qué se hará?» (Le 23,31): si al inocente no le ahorra la justicia divina semejante suplicio, ¿cuál no será su rigor para con los que, por sus pecados, se han hecho merecedores de su severidad?Según el procedimiento habitual, un pregonero o un cartel al frente de la comitiva solía anunciar la causa del suplicio: Iesus Nazarenus Rex Iudeorum, Jesucristo Rey de los judíos, escrito también en arameo y en griego, se leía en la tablilla mandada escribir por Pilato y que estaba destinada a presidir la Cruz del Salvador. Lo que quería ser una burla macabra del juez contra el pueblo que acababa de arrancarle una sentencia de muerte sirvió como anuncio divino del trono real de Cristo, que reinó desde el madero de su Cruz (cfr. Hymnus Vexilla Regis), y sobre un reino que «no era de este mundo» (lo 18,36) y cuyo sentido más íntimo aún no habían captado ni siquiera sus discípulos, más inclinados a aceptar un mesianismo temporal que les librara de la dominación extranjera. Habría que esperar a la Resurrección y a la venida del Espíritu Santo para que fueran confirmados en aquel único y verdadero sentido del Reino de Dios, que aquellos extenderían por la faz de la tierra.
      La crucifixión, según Cicerón, era el más afrentoso y terrible de los suplicios (In Verrem V,64), reservado por los jueces romanos a esclavos y grandes asesinos. En cuanto a su ejecución, unas veces se alzaba primero la cruz, y luego, sirviéndose de cuerdas y correas, se izaba al condenado: otras, habiendo extendido antes al reo sobre el madero, ge levantaba a continuación la cruz. En cualquier caso, solía clavarse al condenado de pies y manos en el madero; la Tradición y la Escritura han dejado numerosos testimonios de que así se hizo con Jesús: las llagas provocadas por esos clavos serán las que verán, sus discípulos en el Cuerpo Glorioso del Resucitado (Le 24,39), las que venerarán por siempre los cristianos; las que provocarán el rendido acto de fe de Tomás (lo 20,24-29); las mismas que el Salmo 21 había anunciado: «han taladrado mis manos y mis pies, y se pueden contar todos mis huesos» (vers. 17-18).
      7. Muerte en la Cruz. Cuando hubieron crucificado a Jesús y a los dos malhechores compañeros de suplicio, uno a cada lado, los soldados hicieron cuatro partes de los vestidos de Jesús (probablemente el cinto, las sandalias, el pañuelo que cubría la cabeza y la capa o mantón); su túnica, tejida de una sola pieza, fue sorteada para no echarla a perder: «partieron entre sí mis vestiduras -había profetizado el Ps 21,19- y sortearon mi túnica». Cristo quedaba entre el cielo y la tierra en el más terrible desamparo, manifestado incluso en el despoje de sus vestidos y la desnudez de sus miembros; solo, entre Dios y los hombres, se ofrecía por sus verdugos y hermanos al Padre, con gesto y sentimientos de Sacerdote y Mediador Eterno. «Padre -intercede clavado ya en la Cruz-, perdónalesporque no saben lo que se hacen» (Le 23,34). Mientras, verdugos y curiosos siguen blasfemando.
      Uno de sus compañeros de suplicio, admitiendo su culpa, conmovido por la paciencia y caridad del Señor, dirige a Jesús una petición llena de fe y confianza, y le arranca la promesa de su salvación: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Le 23,43).
      Una piadosa tradición narra un encuentro de Jesús con su Madre camino del Calvario; ahora son los mismos Evangelios los que nos hablan de la dolorida pero animosa presencia de la Virgen al pie de la Cruz «junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida (cfr. lo 19,25), sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de Madre a su sacrificio, consiguiendo amorosamente a la inmolación de la Víctima que Ella misma había engendrado» (Conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, 58).
      Todos los actos de la vida de Santa María tuvieron valor corredentor, sin que en nada oscurecieran la mediación de Cristo, el único Mediador entre Dios y los hombres (cfr. Benedicto XV, Epist. apost. Inter sodalicia, 22 mayo 1918; cfr. San Pío X, ene. Ad Diem illum, 2 febr. 1904; Pío XII, ene. Mystici corporis, 29 jun. 1943; ene. Ad coeli Reginam, 11 oct. 1954).
      Esta mediación de María (v.) entre los hombres y Dios encuentra su más hondo fundamento en una verdad profesada firmemente por todo el pueblo cristiano. María es Madre espiritual de todos los hombres y especialmente de los cristianos. Esta maternidad espiritual de la Virgen fue confirmada por Cristo mismo desde la Cruz: «Después dice al discípulo -seguimos leyendo en el Evangelio-: ahí tienes a tu Madre. Y, desde aquel momento la recibió el discípulo por suya» (lo 19,27). «Según la interpretación constante de la Iglesia, Jesucristo designó en la persona de Juan a todo el género humano, y más especialmente a aquellos hombres que habían de estar ligados con Él por los lazos de la fe» (León XIII, ene. Adiutricem populi, 5 sept. 1895).
      Una queja rendida y respetuosa, expresión de su enorme sufrimiento en cuanto Hombre, sale ahora de los labios de Jesús. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mt 27,46; Me 15,34). Son las mismas palabras con que comienza el Salmo 21, que quizá rezó Jesús en la Cruz, precisamente cuando se estaba cumpliendo esa profecía.
      Ya desde la hora sexta -las doce del mediodía- se había oscurecido la tierra, probablemente sólo en aquella región del globo; el sol permanecerá escondido hasta la hora de nona, hacia las tres de la tarde. Jesús, «sabiendo que todas las cosas habían sido cumplidas, para que se cumpliera la Escritura (cfr. Salmo 68,22), dijo: Tengo sed» (lo 19,28). Y, habiendo probado el vinagre, que obraba como calmante, y sin quererlo beber para sumir hasta las heces el cáliz del dolor de la crucifixión, «exclamó: Todo está consumado» (lo 19,30): consumada toda su obra de Redención y todo lo que de ÉI habían anunciado los Libros Sagrados. Y, clamando de nuevo con gran voz, «dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Le 23,46). «E, inclinando la cabeza, expiró» (lo 19,30) (v. CRUZ).
      8. De la Muerte a la Resurrección. Como era la víspera del sábado -un sábado especialmente solemne por coincidir con la Pascua-, y como la ley judía prohibía en general que los cadáveres de los condenados quedasen expuestos durante la noche -y menos en una noche de fecha tan destacada-, los judíos pidieron a Pilato que se quebrasen las piernas de los tres crucificados, para acelerar así su muerte y hacer posible su descendimiento.
      Y los soldados quebraron las piernas de los dos malhechores, pero Cristo ya había muerto, por lo que le clavaron una lanza en el costado (cfr. lo 19,31-34). De nuevo volvió a cumplirse la Escritura que dice: «No le quebraréis ningún hueso» (cfr. Ex 12,46): y en otro lugar: «verán al que traspasaron» (Zach 12,10).
      Del costado abierto de Cristo, «al instante salió sangre y agua» (lo 19,35), que la Tradición ha visto siempre como la consumación del amor y del sacrificio de Cristo, que se da por entero; y la fuente de donde emana la gracia de los sacramentos, por los que se nos aplican los beneficios obtenidos por Cristo en la Cruz. Aunque toda la vida de Jesús se ordenó a la fundación de la Iglesia, la Tradición y el Magisterio han señalado la crucifixión y la muerte, con especial referencia a la lanzada, como el momento del nacimiento de su Esposa: «El Verbo de Dios... sufrió que, después de exhalar el espíritu, su costado fuera perforado por la lanza, para que -al manar de él las ondas de agua y sangre- se formara, la única Santa Madre Iglesia, inmaculada y virgen, esposa de Cristo, como del costado del primer hombre dormido fue formada Eva» (Conc. de Vienne, Const. De summa Trinitate et de fide catholica, año 1311; cfr. Conc. Vaticano 11, Const. Sacrosanctum Concilium, 19).
      Al expirar el Señor, «el velo del templo se rasgó en dos partes de arriba abajo» (Mt 27,51), simbolizando el término del viejo orden del Antiguo Testamento, ya que se abría la Nueva Alianza. Estos hechos certificaron la muerte del Hijo de Dios y llevaron al arrepentimiento y a la fe a muchos testigos presenciales de la crucifixión (cfr. Le 23,47-48).
      Según la ley romana, los cadáveres de los ajusticiados se debían entregar a los parientes o amigos que los solicitaran, de modo que al atardecer del mismo viernes, José de Arimatea (v.) pidió el cuerpo del Señor para enterrarlo en un sepulcro nuevo de su propiedad (cfr. lo 19,38-43; Mt 27,57-61; v. SEPULCRO, SANTO). También Nicodemo (v.) y las santas mujeres formaron parte de la comitiva fúnebre.
      La muerte de Cristo no ha sido el final, sino que adquiere pleno valor por la Resurrección (v.), por la que comienza una nueva vida: su cuerpo participa plenamente y para siempre de la gloria de su divinidad. El tiempo que el Cuerpo del Señor permaneció en el sepulcro -desde la tarde del viernes a la mañana del domingo-, es como el compás de espera que une dos aspectos o momentos del mismo hecho salvador: la Muerte y la Resurrección, por las que Cristo vence definitivamente sobre el demonio, el pecado y la muerte, dándonos a nosotros la capacidad de vencer con Él, participando de su Muerte y Resurrección por los Sacramentos. En efecto, los que se sumergieron en las aguas del Bautismo (v.), se sepultaron para el pecado y resucitaron a una nueva vida: han muerto y resucitado con Cristo (cfr. Col 2,12; Rom 6,4). Por eso, para los bautizados, que hemos muerto con Cristo al pecado, la Resurrección constituye una promesa de que Dios, «que resucitó a Jesús, también nos resucitará a nosotros con Jesús» (2 Cor 4,14).
     
      V. t.: JESUCRISTO; ENCARNACIÓN; REDENCIÓN; PASCUA.
     
     

BIBL.: S. THOMAS, Summa Theologica, III, gg46-50; F. M. BRAUN, Jésus. Histoire et critique, Tournai-París 1947; T. CASTRILLO, Jesucristo Salvador, Madrid 1966; L. CERFAUX, 1. COPPENS, y OTROS, L'attente du Messie, Brujas 1954; P. J. LEAL, Sinopsis concordada de los Cuatro Evangelios, Madrid 1956; L. DE GRANDMAISON, Jesucristo, su Persona, su Mensaje, sus Pruebas, Barcelona 1932; A. FERNÁNDEZ, Vida de Nuestro Señor Jesucristo, Madrid 1954; M. J. LAGRANGE, El Evangelio de Jesucristo, Barcelona 1933; G. LEBRETON, La vida y las enseñanzas de Jesucristo, Madrid 1933; M. MEINERTZ, Teología del Nuevo Testamento, Madrid 1966, 145-153; 1. SCHUSTER-J. B. HOLZAMMER, Historia bíblica 11. Nuevo Testamento, Barcelona 1947; J. M. VOSTÉ, De Passione et Morte lesu Christi, Roma 1937; LUIS DE LA PALMA, La Pasión del Señor, rev. de P. A. URBINA, Madrid 1971; M. DE TUYA, Del Cenáculo al Calvario, Estudios sobre la Pasión de Jesucristo, Salamanca 1962; J. BLINZLER, El proceso de Jesús, Barcelona 1959; J. DE BARTOLOMÉ r RELimeio, Estudio médico-legal de la Pasión de Jesucristo, 2 ed. Madrid 1943; E. LEEN, ¿Por qué la Cruz?, 2 ed. Madrid 1962.

 

JORGE LUIS MOLINERO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991