PARTICIPACIÓN IV. PARTICIPACIÓN LITÚRGICA.


En general es la p. que todo cristiano tiene, por el hecho de haber recibido el Bautismo, del valor y frutos de las acciones litúrgicas de la Iglesia, que son culto a Dios y al mismo tiempo medio de santificación de los hombres (v. LITURGIA I, 2-3). Más en concreto es el ejercicio del derecho y deber que todo cristiano tiene de intervenir en los actos litúrgicos.
     
      Fundamentos doctrinales de la participación litúrgica. En el N. T. hay un solo sacerdote: Cristo, y un solo sacrificio: el ofrecido por el mismo Cristo y que culminó en la Cruz IV. JESUCRISTO III, 2 (4); REDENCIÓN]. Para que este único sacrificio pudiese ser ofrecido en todo tiempo y en todo lugar, y todos pudiesen participar en él, instituyó unos ritos: la Misa (v.) y los sacramentos (v.), y confirió a la Iglesia el poder de crear otros que completasen y enriqueciesen a los primeros; unos y otros forman la Liturgia. Con el mismo fin dispuso que su sacerdocio fuese participado por todos los cristianos mediante el Bautismo (v.) que les capacita para recibir los frutos de aquél e intervenir en el himno que el mismo Señor inauguró en el mundo (v. IGLESIA III, 4). Dispuso también que algunos cristianos fuesen «segregados» o «consagrados» y recibiesen, mediante el sacramento del Orden (v.), un carácter especial, que les confiere el poder de renovar su sacrificio en su nombre y representación. Fueron los primeros los Apóstoles (v.), a quienes el mismo Señor transmitió el poder, y lo han seguido siendo a través de los siglos los sucesores de éstos, los Obispos (v.), y aquellos a quienes éstos lo transmiten (v. PRESBÍTEROS). Todos los que han recibido el Bautismo, y de modo especial y con características propias los que han recibido el Orden, los sacerdotes, poseen el poder radical de unirse espiritualmente y participar de los frutos de toda la Liturgia, en especial de la Misa, y en consecuencia de tomar parte activa, cada uno a su modo, en las celebraciones (v.) litúrgicas.
     
      El sacrificio de la Misa, y análogamente también todos los sacramentos, tienen una cuádruple eficacia (cfr. Conc. Trento, Denz. 950): latréutica (de adoración y alabanza a Dios), eucarística (de acción de gracias), impetratoria (de obtención de la ayuda y gracia divina), y propiciatoria (para el perdón de los pecados). Los dos primeros se refieren más a Dios, los dos segundos miran más a los hombres. En la Misa el oferente o sacerdote principal es jesucristo (al mismo tiempo víctima), el ministerial es el sacerdote celebrante, y el general son los fieles; y todos con su vida, cada uno según su vocación, han de procurar también unirse a Cristo como víctima al ofrecerse a Dios (cfr. Pío XII, enc. Mediator Dei). La Misa, y los sacramentos, en cuanto son acciones de Cristo son siempre eficaces cara a Dios y de valor infinito; su valor en sí no puede ser manchado por ninguna iniquidad de los ministros o de los fieles (cfr. Denz. 939). En cuanto son obra del sacerdote y en cuanto participan en ella los fieles, los efectos o frutos para ellos están en proporción a su santidad y devoción. Los efectos que respectan al hombre se llaman comúnmente frutos, especialmente en la Misa; pueden distinguirse: 1) el fruto general en favor de toda la Iglesia, 2) el fruto especial en favor de la persona por quien se aplica, 3) el fruto ministerial o especialísimo exclusivo del sacerdote, y 4) los frutos particulares de los fieles asistentes.
     
      Condiciones de la participación litúrgica. Hay, pues, una p. general, p. en el culto litúrgico y p. de sus frutos . generales, que llega a toda la Iglesia, es decir, a cada cristiano; p. que depende fundamentalmente del hecho de estar bautizado, y que será mayor o menor en cada uno según su grado de santidad, según la intensidad de su vida espiritual y de su caridad. La p. será más activa o mayor, y los frutos también mayores, si es mayor la frecuencia de sacramentos y asistencia a la Santa Misa, dentro del cumplimiento de todas las obligaciones de la vocación y estado de cada uno.
     
      Esta p. general se aumentará, pues, al poner en práctica el cristiano su derecho y deber de intervenir en los actos litúrgicos, es decir, de recibir los sacramentos y asistir al Santo sacrificio de la Misa, dentro de sus condiciones. P. concreta que admite más y menos. Puede elevar la acción sagrada a su máxima tensión cultual, o quedarse en una simple asistencia pasiva. Para que la p. sea perfecta es necesario que ésta reúna ciertas condiciones. La Constitución sobre la Sagrada Liturgia del Vaticano II, haciéndose eco de la Enc. Mediator Dei, las enumera así: «La Iglesia procura que los cristianos no asistan a este misterio de fe como extraños y mudos espectadores, sino que, comprendiéndolo bien a través de los ritos y oraciones, participen consciente, piadosa y activamente en la acción sagrada» (no 48; cfr. 11,19,30). La p. litúrgica ha de ser, pues: consciente, iluminada por la fe, plenamente activa (por tanto, interna y externa), comunitaria y jerarquizada. Consciente. La Liturgia se compone de signos sensibles y de palabras. Signos, instituidos unos por el mismo Cristo y otros por la Iglesia. Las palabras o bien acompañan a los signos para reforzar o determinar su significación, o bien sirven para transmitir el mensaje evangélico y actualizarlo, o para alabar a Dios, contemplarle y expresarle todos nuestros sentimientos. Para que estos signos y estas palabras puedan cumplir toda su misión han de ser no sólo comprensibles, sino comprendidos. Esto exige un conocimiento, lo más perfecto posible, de todos los elementos que integran la Liturgia. Misión de los ministros sagrados, a quienes se supone «maestros», es instruir al pueblo de Dios acerca de todos y cada uno de los misterios sagrados, para que la p. sea auténticamente consciente y personal, primer paso para que sea provechosa.
     
      Iluminada por la fe. La perfecta penetración de los signos y palabras requiere una disposición especial: la fe (v.). La fe es la que descubre todo el sentido de éstos. Es necesario creer en lo que las palabras y los signos llevan dentro, penetrar con los ojos iluminados por la Revelación lo que éstos ocultan al mismo tiempo que manifiestan. Sin fe, por muy profundo que sea el conocimiento que se tenga de la acción sagrada, ésta ocultará su misterio; habrá una cultura, pero no un conocimiento sobrenatural. Para que la p. sea causa de gracia, encuentro gozoso con el Padre, en el Espíritu Santo, por medio de Cristo, se necesita la fe en la Revelación de Dios, que ha instituido esos medios de santificación.
     
      Plenamente activa (y por tanto, interna y externa). En el culto litúrgico se dan dos movimientos; uno ascendente: la Iglesia tributa al Padre por Cristo en el Espíritu Santo todo honor y toda gloria; otra descendente: el Padre por Cristo en el Espíritu Santo derrama su gracia sobre la Iglesia. El primero pide que la comunidad litúrgica y cada uno de sus componentes dé a Dios un culto en el que tome parte todo su ser: cuerpo y alma. Para que haya p. interna, debe haber verdadera «devoto», esto es, total entrega interior a Dios; debe ser un culto digno, atento y devoto que presupone una vida de santidad personal; el grado de eficacia cultual y santificadora depende de éstas. La p. interna se perfecciona con la externa. La naturaleza humana, compuesta de cuerpo y alma, pide que también externamente se dé culto a Dios; y lo pide también la estructura de la liturgia (V. ORACIÓN III; GESTOS Y ACTITUDES LITÚRGICAS).
     
      Comunitaria. El que la Liturgia haya de ser comunitaria, social, pertenece a su misma definición: es «culto público». La Iglesia al ordenar la Liturgia ha tenido muy en cuenta esta característica. La perfección y la máxima eficacia piden que todos los asistentes participen unidos. Hay además otra razón: los fieles reunidos para celebrar una acción litúrgica han de estar unidos por la caridad. La expresión de esta concordia se ha de manifestar en la unanimidad de los corazones y de las voces, en su vivir la comunión (v.) de los santos y la caridad, en su rezar juntos (V. ASAMBLEA LITÚRGICA).
     
      Jerarquizada. Aunque todos los cristianos tienen derecho a participar en las acciones litúrgicas, no todos tienen los mismos poderes, ni lo pueden ejercitar de la misma forma. Al sacerdote corresponde actuar en nombre y representación de Cristo. Al sacerdote y a los ministros sagrados corresponde presidir y realizar aquellas funciones que les son propias. A los fieles unirse a éstos e intervenir en las partes que la misma liturgia les asigna, según indiquen las rúbricas (v.) y se consigne en los libros litúrgicos (v.).
     
      V. I.: MISA 4; ORACIÓN III; GESTOS Y ACTITUDES LITÚRGICAS; LENGUA LITÚRGICA; CORO II; LITURGIA I, 3; RÚBRICAS; LITÚRGICO, MOVIMIENTO.
     
     

BIBL.: Documentos más recientes e importantes del Magisterio: Pío X, Motu proprio Tra le Sollecitudine (1903); Pfo XII, Encíclicas Mistici Corporis (1943), Mediator Dei (1947) y Musicae Sacrae (1956); íD, Instrucción De Musica sacra et de sacra Liturgia (1958); CONO. VATICANO II, Texto y Comentarios sobre la Const. sobre Liturgia, I, ed. BAC, Madrid 1964. Además, M. GARRIDO y A. PASCUAL, Curso de Liturgia, Madrid 1961; I. M. LECEA, Pastoral Litúrgica en los documentos pontificios de Pío X a Pío XII, Barcelona 1959; G. BARAUNA, La sagrada Liturgia renovada por el Concilio, Madrid 1965, 225-311; C. VAGAGGINI, El sentido teológico de la liturgia, 2 ed. Madrid 1965 (cfr. índice); 1. F. DE VIANA (dir.), La participación de los fieles en la Misa, Cuadernos sacerdotales 4-5, Salamanca 1959.

 

A. PASCUAL DíEZ.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991