PARÁBOLA (Sagrada Escritura)
Concepto. La p. como indica su nombre (griego parabollé), es una especie de
problema propuesto a los que escuchan, mediante una semejanza o comparación, más
o menos desarrollada. La p. constituye un género literario en que se elige un
fenómeno de la naturaleza, un incidente, una escena de la vida ordinaria, un
hecho real o imaginario, pero absolutamente posible, probable y aun corriente. Y
bajo el relato que de ellos se hace, se envuelve como en un velo material la
idea que se quiere destacar, ilustrar o comprobar, ya sea de orden moral,
religioso o sobrenatural. Sirven de término de comparación, colocando al nivel o
al lado de la verdad que se intenta inculcar una imagen, que la hace más
sensible y viva. Es como un compuesto de alma y cuerpo, en sus dos elementos: la
imagen parabólica y la sentencia final o moralidad. El cuerpo es el relato en su
sentido obvio y natural; el alma, una serie de ideas paralelas a las primeras
que se verifican en un plano superior. Por eso hay que estar advertidos y
prestar primariamente atención a ellas, para interpretar la imagen.
También hay que tener en cuenta el núcleo esencial y los elementos
integrantes; pero no los meros adornos literarios. Porque es una comparación
única, de situación a situación, sus términos, que mantienen el sentido literal,
no tienen otra razón de ser que esbozar el fenómeno, escena, historia real o
fingida, sin que se correspondan uno por uno los elementos del relato con los de
la cosa comparada. El objeto inmediato del relato mantiene suindependencia de la
verdad a cuya ilustración se aplica, por ej.: el rey, el grano, la cizaña, etc.,
son algo en sí separados de la verdad que es el fin de la parábola.
Es un género popular como la fábula, que ilumina lo abstracto con lo
concreto y tangible; no obstante, es más filosófico de lo que a primera vista
parece. Difiere de la fábula, donde también hay imagen y sentencia final, en que
ésta no tiene por su fondo un fin tan elevado, se limita a la ética natural, una
verdad muchas veces de sentido común, se cuida muy poco de la verosimilitud,
hace obrar a los seres inanimados y hablar a las bestias. Se diferencia también
de la alegoría, en la que el término simbólico se identifica con el figurado
(como cuando Jesús dice: «Yo soy la vida»), porque la alegoría es una metáfora
continuada, más complicada, que personifica directamente las ideas, y cuando se
prolonga, suele resultar difícil saber lo que cada imagen designa. En la
práctica hallamos p. alegorizantes y alegorías con mezcla de p., que, según
Quintiliano, es el género más bello.
Los hebreos la llaman másál, semejanza, proverbio, enigma, metáfora,
narración profética. Asimismo en el Evangelio se dice p. a un proverbio o a una
simple comparación (Mt 15,15; Mc 7,17; Lc 4,23).
Los griegos comprendieron muy bien que el fin de la p. es la claridad.
Grecia era un país de ideas claras. Sócrates usaba con predilección este género
para ilustrar las cuestiones más oscuras con la luz de las comparaciones o
ejemplos familiares. En sustancia, eso es la p., más o menos desarrollada.
Sin embargo, los judíos con la sola revelación disipaban en parte las
tinieblas en que estamos envueltos aquí abajo. El modo de llegar naturalmente a
este conocimiento para tener ideas claras era renunciar al solo estrato divino y
aceptar la analogía: conociendo a Dios por sus obras a través de las cosas
creadas. Método imperfecto, por el abismo que separa los dos términos de la
comparación. Por eso el espíritu semita jamás vivió como el griego prendado de
ideas claras. Transportados como por instinto a regiones más elevadas,
entrevistas, pero desestimadas por Aristóteles, no habían adquirido precisión en
asuntos menos difíciles. Hasta mostraban cierto gusto por esas oscuridades
intencionadas, que exigen una indagación más atenta y hacen brillar el genio
sutil del maestro capaz de formular un enigma y fuerzan al discípulo a la
reflexión para comprenderlo o le obligan a pedir explicación.
El carácter oriental es aficionado al misterio y no halla menos atractivo
en entrever el pensamiento que en captarlo enteramente. De ahí la predilección
por el lenguaje parabólico, las alegorías, los proverbios, los enigmas, que
tanto abundan en el A. T.: los enigmas de Sansón, de Salomón, de la reina de
Saba (Idc 9,7; 2 Sam 12,2; 1 Reg 10,1; 4,32).
En el Antiguo Testamento. Para llegar al análisis de las p. evangélicas,
lo que mejor nos ilustrará sobre el tema no es la p. en abstracto, sino más bien
la manera de hablar e instruir propia del genio oriental dentro de la mentalidad
semítico-bíblica. La p. evangélica está preparada ya de alguna manera por el A.
T. Dos son los caracteres que aparecen fundamentales en la literatura
veterotestamentaria, a saber: el recurso a la comparación, que responde muy bien
a la preocupación concreta del Oriente, y la expresión enigmática del
pensamiento, muy propia para excitar la curiosidad, incitar a la búsqueda y a
subrayar también la importancia y hasta la trascendencia de la enseñanza
comunicada. Estos dos caracteres considerados, sobre todo, bajo el aspecto
religioso nos ayudarán fundamentalmente a un claro conocimiento y a una sana
interpretación de las parábolas. a. El recurso a la comparación. Israel desde
los comienzos de su historia se halló ante el trance de tener que hablar con una
mentalidad muy concreta del Dios trascendente que no admitía representación
sensible (Ex 20,4). Así los antropomorfismos (v.) son comparaciones implícitas
que contienen en germen verdaderas p. (Gen 2,7 s.; 2,19-21). Los profetas usan
abundantemente los paralelismos al hablar de la vida de los hombres de Israel en
sus terribles a la vez que valientes invectivas (Am 4,1; Os 4,16; Is 5,18);
también para anunciar las promesas divinas (Os 2,20 s.; Is 11,6-9; Ier 31,21).
Al mismo tiempo, gustaban de las acciones simbólicas, es decir, de las
predicaciones escenificadas (Is 2,2; Ier 19,10; Ez 4-5). Verdaderas p. hallamos
también en los libros históricos (ldc 9,8-15; 2 Sam 12,1-4; 14,15 ss.), y en las
sentencias y los proverbios de los sabios (Prv 10,26; 12,4 s.). Este
procedimiento se amplía en el judaísmo tardío hasta convertirse en los rabinos
en un verdadero método pedagógico. La fórmula que generalmente servía de
introducción era ésta: «¿A qué se parece esto?». Jesús expuso algunas veces los
elementos de su doctrina bajo la forma de comparación y con parecida fórmula,
por ej.: «¿Con qué compararé?» (Le 13,18).
Pero cabe preguntarse: ¿cuál era el alcance religioso de las p. en el A.
T.? Realmente muy notable. Los profetas, ilustrando con las realidades de la
vida cotidiana sus enseñanzas sobre el sentido de la Historia Sagrada, hacen de
ellas verdaderos temas, como el pastor, el matrimonio, la viña, que también se
encuentran en las p. evangélicas.
b. Expresión enigmática del pensamiento. Tenemos en primer lugar los
famosos enigmas de los sabios (1 Reg 10,1-3; Eccli 39,3). Y también la
presentación misteriosa de escritos tardíos. A partir de Ezequiel el anuncio
profético del porvenir se transforma poco a poco en apocalipsis, es decir, que
envuelve voluntariamente el contenido de la Revelación en una serie de imágenes
que tienen necesidad de explicación para poderse comprender. A veces está
presente un ángel-intérprete que relata la profundidad del mensaje y su
dificultad. Así la alegoría del águila en Ez 17,3-10, enigma y p. (másál), es
explicada luego por el profeta (Ez 17,12-21); las visiones de Zacarías comportan
un ángel-intérprete (Zach 1,9 ss.); como también en las grandes visiones
apocalípticas de Daniel, en las que se supone constantemente que el vidente no
comprende (Dan 7,15 s.; 8,15 s.; 9,22).
Las parábolas evangélicas. Jesús hizo uso de las p. como nadie ha sido
capaz de hacerlo, de suerte que al hablar de p. en general, se entienden siempre
las suyas, porque lo son por antonomasia.
Y es que el misterio del Reino y de la persona de Jesús es tan nuevo y
trascendental que no puede manifestarse sino gradualmente y según la diversa
receptividad de los oyentes. El Señor gustaba de hablar en p., que aun dando una
primera idea de su doctrina, obligan a reflexionar y tienen necesidad de
explicación para ser perfectamente comprendidas (Mt 13,10-13.34-36.51).
a. Clases de parábolas evangélicas. No están de acuerdo los autores
respecto al número de las p. evangélicas. Según unos ascienden a 40, según otros
pasan de 100. Realmente al lado de las p. mayores existen otras muchas menores,
simplemente insinuadas en comparaciones y metáforas.
También se hacen diversas clasificaciones. Con relación, p. ej., al Reino
de Dios, al que todas de alguna manera se refieren, las catalogan en tres grupos
principales: cristológicas o dogmáticas si se refieren al Rey de eseReino;
morales si aluden a los ciudadanos del Reino; eclesiológicas si al Reino mismo
bajo su aspecto social; y escatológicas si a su aspecto final. Hay otra
clasificación según A. Jülicher en tres grupos:a) Simples comparaciones. El
grano de mostaza (Me 4,30-32), la semilla que crece espontáneamente (Me 4,2629),
la higuera que brota (Me 13,28 s.), el hombre armado que guarda la puerta (Me
13,34-37), el juez (Mt 5,25), los niños que juegan (Mt 11,16-19), la levadura (Mt
13, 33), el tesoro hallado en un campo (Mt 13,44), la perla (Mt 13,45), la red
de pescar (Mt 13,47-50), el ladrón o salteador (Mt 24,43 s.), la oveja perdida (Mt
18,12-14), la del siervo fiel y la del infiel (Mt 24,45-51), los puestos en el
banquete (Le 14,7-11), la construcción de una torre y la guerra (Le 14,28-32),
la dracma perdida (Le 15, 8-10), el deber del criado (Le 17,7-10). Aquí la
evidencia de la imagen, que salta a la vista, ilumina la cosa que se trata de
explicar.
b) En sentido estricto. El sembrador (Me 4,3-8), los viñadores homicidas
(Me 12,1-12), la cizaña entre el trigo (Mt 13,24-30), el siervo cruel (Mt
18,23-35), la paga igual por trabajo desigual (Mt 20,1-16), los dos hijos (Mt
20,28-32), el gran banquete (Mt 22,1-10), el convidado sin ropa de fiesta (Mt
22,11-14), las diez vírgenes (Mt 25,1-13), los talentos (Mi 25,14-30), los dos
deudores (Le 7,41-43, el amigo importuno (Le 11,5-8), la higuera estéril (Le
13,6-9), el hijo pródigo (Le 15,11-32), el mayordomo infiel (Le 16,1-8), el juez
inicuo (Le 18, 1-8). Aquí caben rasgos inverosímiles y tienen incluso por lo
general significación particular.
c) Narraciones de ejemplos. El samaritano compasivo (Le 10,30-37), el rico
necio (Le 12,16-21), el rico glotón y el pobre Lázaro (Le 16,19-31), el fariseo
y el publicano (Le 18,9-14). El ejemplo se distingue esencialmente de la
comparación y de la p., su intención es poner ante los oyentes un espejo y
estimularlos a un examen de su conducta moral y religiosa.
b. Propiedades y características. Lo primero que en ellas llama la
atención es su realismo y su verdad. En estos cuadros arrancados de la realidad,
aparece como fotografiada la vida humana bajo todos sus aspectos. Ante nuestros
ojos van desfilando los reyes que se preparan para la guerra o hacen la paz o
disponen bodas para sus herederos; los jueces, los sacerdotes y los levitas, los
negociantes y prestamistas, los amos y los criados, los colonos y los obreros,
los labradores, los pastores y los pescadores, los fariseos y los publicanos,
los constructores prudentes o necios, los novios, las mujeres que amasan el pan
o barren la casa, los niños que juegan, los ricos y los pobres. También aparecen
la ciudad y los campos, la tierra y el mar, los arreboles y las tormentas, la
siembra y la siega, la pesca y la caza, las ovejas y los cabritos, las
serpientes y las palomas, los pájaros y las flores, el vino y los odres, el
vestido flamante y el remendado, los molinos, las lámparas, los nidos, los
talentos, las minas, las dracmas, los denarios. Todas las p. tienen un
inconfundible sello de autenticidad.
En segundo lugar, bajo estas imágenes sensibles late un pensamiento vasto
y profundo, toda una filosofía religiosa, una moral tan elevada como humana, una
concepción grandiosa del Reino de Dios (v.) bajo todos sus aspectos, a saber:
pensamiento propio y original, nacido no de laboriosas investigaciones, sino de
una intuición serena; uno y multiforme, insondable y diáfano a la vez, sin
retóricas ni tecnicismos enojosos; pensamiento que los niños entienden y los
sabios no agotan.
Notemos en tercer lugar el extraordinario ajuste y armonía que hay entre
la imagen parabólica y el pensamiento. Ni la altura del pensamiento quiebra la
imagen, ni la llaneza y sencillez de la imagen aprisiona o abate los vuelos del
pensamiento. Es un portento literario único esa fusión de lo espiritual y lo
sensible, de tanta ideal¡dad con tanta realidad. Imagen y pensamiento brotan,
como de golpe, de una visión plena de la verdad. Como ha escrito el P. Bover:
«El Verbo se hizo carne en unidad de persona: y el pensamiento del Verbo hecho
carne se revistió de la imagen parabólica en unidad de obra literaria».
Otra de las maravillas de las p. evangélicas es su variedad. Dentro de la
unidad del género parabólico no hay dos iguales. Y esto no sólo por la variedad
más visible, nacida de la diversidad de la imagen y del pensamiento, sino
también, y sobre todo, por esa variedad más fina en la diferente tonalidad de
cada una de las parábolas.
Así unas son apacibles y casi idílicas, como la del pastor, que en
hallando la oveja descarriada, la pone gozoso sobre sus hombros; como la de la
gallina que cobija los polluelos bajo sus alas. Otras son tiernas y
conmovedoras, entre las que sobresale la del hijo pródigo. Abundan también las
que tienen rasgos cómicos, como la del fariseo y el publicano, la del mayordomo
infiel, la del amigo importuno, la del bebedor de vino añejo. Las hay
intencionadamente irónicas, como la del piadoso samaritano, la de los niños que
juegan, la de los dos deudores, al del remiendo nuevo en el vestido viejo, la
del vino nuevo en los odres viejos. Las hay, por fin, terriblemente trágicas,
como la de la higuera estéril y la de los pérfidos colonos.
Aún nos queda algo más de admirar en las p., su grado de luz. Así, desde
las más diáfanas hasta las más enigmáticas, la luz va variando gradualmente, y
no de modo casual. El prudente Maestro dosifica, por así decir, la claridad que
quiere dar a cada p., según la calidad de los oyentes y según el fin que se
propone. Al oír, p. ej., la p. del fariseo y del publicano, ¿quién no entiende
con claridad meridiana la gran verdad de que quien se ensalza será humillado? En
cambio, al oír las del sembrador o de la cizaña, se quedarían pensando sobre su
significación: era eso lo pretendido por el Maestro.
Este conjunto maravilloso: perfección literaria y trascendencia doctrinal,
son el sello inequívoco de la autenticidad de las p. evangélicas. No aturden, no
asombran, sino que persuaden; no sólo vencen, sino sobre todo convencen. Son una
joya del Evangelio.
c. Finalidad. Los Evangelios nos cuentan que los mismos Apóstoles,
sorprendidos ante la actitud de Jesús, le plantearon el problema de la finalidad
de las p., preguntándole «el porqué de las mismas al pueblo», indicándole que se
trataba de una novedad en el método, y que dejaba en la oscuridad a los oyentes.
Jesús agrava el problema al ratificar esa oscuridad, distinguiendo además entre
favorecidos de Dios y no favorecidos, felicitando a los primeros, y añadiendo
que así se cumplía una profecía de Is 6,9 s., muy dura en sus expresiones y bien
difícil de interpretar.
Este hecho de la vida de Jesús, diversamente formulado en los Evangelios
sinópticos, ha suscitado, sobre todo en los especialistas católicos,
controversias sobre el fin de la enseñanza parabólica de Jesús. Hoy domina la
opinión de que no ha de entenderse en el sentido de que el Señor en castigo de
la incredulidad de la muchedumbre, la hubiera querido cegar aún más, mediante la
forma oscura de su nuevo método de enseñanza. Ni hay que dejarse tampoco llevar
por las ásperas y duras expresiones del texto de Isaías. El profeta, en estilo
auténticamente profético y semítico, presenta como intencióndirecta de Dios lo
que es más bien una simple previsión y permisión divina.
Las p. de Jesús significan una predicación multiforme del Reino de Dios, y
en esta forma misteriosa podían presentar la verdad sobrenatural, para que así
recibiera la muchedumbre la luz que podía soportar.
Las razones de esa oscuridad podríamos decir que se reducen a la cautela
que imponen por una parte la diversidad de temas y por otra las disposiciones de
los oyentes.
Por lo que hace a los temas, en el Sermón de la Montaña y en las demás
ocasiones, habló Jesús de los requisitos morales para entrar en el Reino de los
cielos. Lo que se podía tratar libremente, sin temor de equívocos, como son: las
Bienaventuranzas, la confianza en el Padre, la actitud frente a las riquezas,
las virtudes... Lo que equivalía prácticamente a perfeccionar la doctrina que
venían escuchando en la sinagoga. Exigir, pues, una justicia más perfecta,
practicar la Ley en su verdadero espíritu, no originaría choques contra nadie, y
menos contra las buenas voluntades, siempre anhelantes de lo generoso.
Pero hablar a las gentes del Reino de Dios, sin aclaraciones, sobre todo a
los galileos, era hacer centellear sus mentes con la visión del Rey celestial
omnipotente, rodeado de falanges de ángeles combatientes, para llevar a Israel
de victoria en victoria hasta alcanzar el dominio de toda la tierra. Declararse
lisa y llanamente Mesías era provocar un alboroto popular, a base de una mala
inteligencia. La literatura apocalíptica había creado un ambiente fácilmente
inflamable, de modo que las cosas amenazaban terminar en delirio, que llevaba
directamente a lo trágico. Cabalmente a ese pueblo tenía que hablar Jesús de tal
modo que debía atraerlo y al mismo tiempo desengañarlo de su delirio. El Reino
de Dios debía ciertamente venir; más aún, había venido ya. Pero no al modo
soñado por ellos, sino al querido por Dios, que era totalmente distinto.
Exponer con toda claridad la naturaleza y propiedades del Reino de Dios
chocaba con esos idearios y prejuicios. Y, sin embargo, era preciso interpretar
y exponer en otro sentido muy diverso el concepto del Reino de Dios. En lugar de
soñar con la victoria del pueblo guiado por un jefe invencible, había que
abrazar una doctrina eficacísima sobre el mundo entero, pero de principios
modestos y de lento desarrollo, y a la cual había que sacrificarlo todo.
En primer lugar, los mismos Apóstoles soñaban aun después de la muerte de
Cristo, el día mismo de la Ascensión... Después de la multiplicación de los
panes las turbas querían proclamarle Rey (lo 6,15).
En segundo lugar, había de mirar también a los escribas y fariseos, que
permanecían alerta espiando una ocasión para escandalizarse, siempre dispuestos
a concitar al pueblo contra Él.
En tercer lugar, también la autoridad romana había que tenerla en cuenta,
para no darle pretexto de intervenciones violentas. Había de proceder, pues, con
mucha cautela.
Finalmente, digamos que la razón de ser de las p. evangélicas estriba en
su gran ventaja pedagógica, a la que contribuía su belleza e interés y la
prudente cautela con que Jesús sabía emplearlas.
e. Interpretación. A veces no resulta fácil interpretar las p. Para ello
hay que situarse en el contexto bíblico y oriental en el que hablaba Jesús, y
tener presente su voluntad de enseñanza progresiva. Su materia son los hechos
humildes de la vida cotidiana, pero también los grandes Sacontecimientos de la
historia sagrada. Sus temas clásicos, fáciles de descubrir, están cargados de
sentido por su trasfondo del A. T. en el momento en que Jesús los utiliza. Nada
inverosímil se descubre ni asombra en los relatos, compuestos libremente y
ordenados a la enseñanza. El lector no debe extrañarse de la actitud de ciertos
personajes, presentados para evocar un razonamiento afortiori o a contrario (p.
ej., Lc 16,1-8; 18,1-5). En todo caso hay que ilustrar en primer lugar el
aspecto teocéntrico, y más precisamente cristocéntrico de la mayoría de las p.
En definitiva es al Padre de los cielos (Mt 21,28; Lc 15,11) al que las más de
las veces debe evocar el personaje central. También es evocado como personaje
central el mismo Jesús, bien en su misión histórica (el sembrador, Mt
13,3.24.31) o bien en su gloria futura (el ladrón, Mt 24,43; el amo, Mt 25,14;
el esposo, Mt 25,1). Y cuando hay dos son el Padre y el Hijo (Mt 20,1-16; 21,33;
22,2).
Ésta es la gran revelación aportada por Jesús: el amor del Padre
testimoniado a los hombres por el envío de su Hijo. Y para esto sirven las p.,
que muestran el remate perfecto que el Nuevo Reino da al designio de Dios sobre
el mundo.
V. t.: BIBLIA IV y V.
BIBL.: D. BUZY, Les Parábolas, 10 ed. París 1948; J. M. BOVER, Las Parábolas del Evangelio, «Estudios Bíblicos», 3 (1944) 229-257; A. HERRANZ, Las Parábolas. Un problema y una solución, «Cultura Bíblica», 12 (1955) 128-137; M. HERMANIUK, La Parabole évangélique, Lovaina 1947; S. DEL PÁRAMO, El fin de las Párábolas y el Salmo 77, XIV Semana Bíblica, Madrid 1954.
D. YUBERD GALINDO.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991