PANTEISMO I. RELIGIONES NO CRISTIANAS.


Concepto. Panteísmo es palabra que literalmente significa «todo (es) Dios», o bien «Dios (es) todo». En realidad es un sistema o modo de pensamiento que niega la multiplicidad de los seres, que se identificarían todos en Uno -monismo (v.)-, y luego considera divino a ese Uno, dándole en lo posible los atributos que se aplican a Dios personal y transcendente, distinto del mundo; todos los seres individuales que la experiencia testifica serían mera ilusión, o bien simples manifestaciones o modos de existir del Ser único. Según que esa realidad única o Absoluto se defina como materia o como pensamiento, el p. es materialista (V. MATERIALISMO) o idealista (v. IDEALISMO; ESPIRITUALISMO). Ambos, pero especialmente el materialista, pueden ser evolutivos -p. evolucionista-, si se supone esa Realidad única en perpetuo devenir de perfeccionamiento (v. II).
     
      El p. como tal, en su grado extremo que haciendo a Dios totalmente inmanente a todos los seres niega su transcendencia, no pertenece a la religión, sino a una especie de filosofía (más ideología, que filosofía verdadera):en efecto, si se niega totalmente la distinción entre Dios y los demás seres -en concreto su distinción del hombre-, el culto (v.) y el obsequio religioso se vuelven imposibles, por no existir Otro a quien prestarlos; lo más que puede darse es una autoadoración o una meditación autorrefleXIVa, no una adoración a un Ser superior, ni un recurso a Él por la oración. Por lo demás en el p. todo va determinado por férrea necesidad, por lo que la oración, propiciación, etc., resultan inútiles. El p. absoluto es un verdadero ateísmo (v.), que sólo conserva el nombre de Dios, pero cambiado su significado (V. INMANENCIA; TRANSCENDENCIA). No se han dado sistemas religiosos o religiones históricas estrictamente panteístas; el p. se ha dado más bien como sistema de pensamiento o como ideología de algún autor, como un error técnico de la filosofía de determinados pensadores, al no captar la inmanencia y transcendencia, al mismo tiempo de Dios (V. DIOS IV, 3).
     
      Lo que sí interesa a la religión, y por lo mismo al presente propósito, es lo que pudiéramos llamar tendencia al panteísmo, que aparece frecuentemente en muchas manifestaciones religiosas. Se caracteriza por acentuar con exceso el aspecto de identidad del hombre -en el fondo, de todo ser creado- con Dios, aunque sin negar completa y expresamente toda distinción. A esto se añade frecuentemente una despersonalización más o menos acentuada de Dios: no es que suela negarse expresamente su personalidad; pero al describirlo, como Absoluto del todo inaccesible, por meros términos negativos, queda de hecho sin característica alguna personal; y al disminuirse o casi esfumarse su distinción de los demás seres, también este aspecto personal, el ser «distinto» u «otro», casi se desvanece. Pero aun en estos casos, cuando la actitud del alma permanece todavía religiosa, más que negarse la personalidad divina, se afirma su superpersonalidad incognoscible, lo que todavía permite el recurso a Dios por la oración y la sumisión a lo que se cree su Ley.
     
      Principales tendencias panteístas. Entre las actitudes religiosas de carácter más o menos colectivo que parecen estar impregnadas de la tendencia panteísta recordemos como principales y más conocidas: el hinduismo (v.), especialmente en su escuela Vedanta; el budismo (v.), en las esferas que podríamos llamar intelectuales de muchas de sus sectas, pues el pueblo nunca ha compartido el panteísmo en ningún lugar de la tierra: siempre recurre a Dios o dioses personales; el maniqueísmo (v.), especialmente en su rama de los elegidos, es Dios el que salva y el salvado: respecto al principio bueno la tendencia panteísta es clara, aunque sin monismo estricto, pues se afirma la existencia contradistinta del principio del mal (V. DUALISMO); finalmente, más en el terreno de la filosofía, los estoicos (v.) y los neoplatónicos (v.). El p. es observable también en casi todos los misticismos de cualquier religión -no en todos los místicos, pero sí en algunos de sus representantes-: nada extraño, pues, como veremos, las experiencias del misticismo natural en almas no profundamente arraigadas en la humildad tiende casi de necesidad a inducirles al panteísmo.
     
      El grado de p. varía mucho de unas almas a otras dentro de un mismo sistema, según la mayor o menor profundidad y autenticidad de su actitud religiosa. Baste como ejemplo el estoicismo: el fundador, Zenón (v.), es prácticamente panteísta, sin fervor religioso: su Zeus no es personal; pero su sucesor en la dirección de la escuela, Cleantes, es prácticamente monoteísta, su Zeus es un Dios personal, y el himno famoso que a Él dirige es una oración preciosa a un Dios personal y único. Y lomismo se diga de su contemporáneo Arato; si acaso, acentúan, quizá con exceso, el parentesco del alma con Dios, pero sin negar la distinción: parentesco que facilita la unión mística y las efusiones del corazón. Y la misma diferencia parece observarse más tarde entre Séneca (v.) y Epicteto: si para aquél la oración es delirio de mente enferma -y no puede ser otra cosa para un verdadero panteísta-, toda la obra de Epicteto, consignada en las Diatriba¡, respira espíritu de oración y de sumisión a un Dios personal, pese a los principios teóricos panteístas de que parte. Ello muestra que cuando el alma es auténticamente sincera y humilde acierta a encontrar al Dios personal y distinto, aun partiendo de presupuestos ideológicos panteístas y a pesar del ambiente en que se desenvuelve: la lógica de la actitud religiosa innata al hombre siempre ha sido más exigente que la profana.
     
      Origen psicológico de la actitud panteísta. ¿Cómo puede engendrarse en el hombre la creencia panteísta, siendo tan contraria a todo cuanto testifica la experiencia sensible ordinaria? ¿Cómo, pese a esta experiencia, ha sido, y aún es a veces, frecuente la actitud humana panteísta? La respuesta a estas preguntas, intentando explicar el origen psicológico de la actitud panteísta, es lo que, en el orden religioso, nos parece más importante.
     
      La actualización de la actitud panteísta depende de varios condicionamientos; unos de orden moral: el orgullo; otros de un orden que podríamos llamar objetivo, entre los que cabe destacar: la creencia originaria trinitaria, al acentuar el Espíritu o Fuerza transcendente, la participación -relacionada con la analogía del ser-; la magia con su ansia de poder; y, finalmente, las experiencias profundas del misticismo natural. Todos estos condicionamientos objetivos se limitan a hacer en cierto modo razonable, justificada, la actitud tomada por el orgullo humano, pero no llevarían al p. si tal orgullo no interviene. Por otra parte, tampoco el orgullo sólo parece pudiera llevar al p. por su oposición clara a la experiencia, si esos condicionamientos objetivos no le hicieran posible oscurecer esa evidencia.
      a. F1 orgullo. La creatura libre, en cuanto libre, es y se siente en cierto modo suya, dueña de sus destinos, independiente; bien que como creatura libre creada tenga y sienta su dependencia radical del Creador, su indigencia suma. El orgullo (v. SOBERBIA) o aprecio excesivo de la propia libertad (v.) lleva en un primer paso al hombre a rechazar toda dependencia -ateísmo-; pero eso no remedia su indigencia radical; dado el primer paso, es connatural pase al segundo: afirmarse a sí mismo como Dios.
     
      Pero la creatura aislada, como individuo, es tan notoriamente limitada y deficiente que no puede satisfacer ni mínimamente al concepto de divinidad, de ser por sí, de ser autosuficiente. Para obviar esto es necesario recurrir a la identificación de los seres: así no se logra quitar la dificultad -por muchos finitos que se sumen nunca se llegará a un Infinito, ni la suma de todos los deficientes dará un autosuficiente-, pero sí se disimula lo suficiente para que no estorbe al orgullo; «el que quiera mentir, que prolongue los testigos», dice un texto talmúdico: así aquí, cada deficiencia concreta de un ser viene más o menos subsanada por la perfección de otro, y el entendimiento se pierde y autoengaña antes de llegar a la limitación última de todo el conjunto. Hecha esa identificación, la divinidad se realiza -o, si se prefiere, toma conciencia de sí misma- en la humanidad, en el ser inteligente: no en el ser inteligente individual y concreto -notoriamente limitado-, sino en el ser inteligente colectivo, en la humanidad como tal, convertida en una Iunidad, en un ser sólo, siempre en avance de perfección indefinida. Por eso todos los p. son esencial e intrínsecamente antropocéntricos; y todo antropocentrismo en el orden religioso tiende inevitablemente al p., glorificación y divinización del hombre.
     
      Todos los p. implican un ansia de dominio: ya sea dominio que se mece en los propios sueños, no por eso menos deleitable -tal los p. puramente filosóficos, en que el filósofo sueña serlo todo-, ya sea un dominio que se busque realizar al exterior, o incluso en parte se logre -p. mágicos, pseudorreligiosos y sociales-. Esto es fácil constatarlo en cada p. concreto histórico. Pero, sin necesidad de recurrir a la historia, basta mirar al presente. La crisis de descomposición que hoy aqueja al hombre, y el fermento de cisma que aflige a la misma Iglesia Católica, atizado por pseudoprofetas, se reduce en el fondo a constituir a la humanidad como término del culto y de las relaciones religiosas: en la religión ya no es Dios lo que importa, sino el hombre, la humanidad. Esto es en el fondo p. puro, y de ahí las afinidades y simpatías de esos sectores en el comunismo (v.) y marxismo (v.), verdadero p. materialista, que copia al p. idealista de Hegel (v.).
     
      b. El misterio trinitario: J. L. Seifert ha demostrado con innumerables ejemplos de tradiciones que la creencia en la Trinidad (v.) forma parte de las creencias religiosas más antiguas de la humanidad, cuyos vestigios es todavía dable observar en la mayor parte de las religiones históricas: Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu. La acentuación demasiado exclusiva de los aspectos trinitarios lleva consigo desviaciones múltiples religiosas. Así la acentuación del Dios-Hijo induce al dualismo (v.) y favorece el politeísmo (v.). Por lo que aquí nos interesa, la acentuación del Dios Espíritu, tiende a concebir a Dios como una Fuerza impersonal, a todo inmanente, de la cual en más o en menos puede apoderarse el hombre en ansias de un dominio universal: mediante esa Fuerza impersonal -el concepto de Espíritu como tal se presta por su misma imprecisión a una despersonalización fácilse llega fácilmente a la identificación de todos los seres, así como a un pretendido dominio de todos ellos, es decir, a un verdadero p. Esta actitud, ya en algún modo presente en los pueblos más primitivos, es del todo patente en la cultura totemista (v.) de cazadores, impregnada de orgullo; y de aquí pasará a las culturas evolucionadas (cfr. J. L. Seifert, o. c. en bibl. cap. IV,58-95).
     
      c. La magia: tan universal como antigua, busca apoderarse de esa Fuerza impersonal que impregna el universo, incluso por vías irracionales, en ansia de dominio mediante el uso de ella (v. MAGIA). Así la actitud mágica descubre el ansia de dominio y prepotencia del hombre, su orgullo radical. No siempre acaba en p. -ordinariamente se mantiene la creencia de que el Ser Supremo personal y transcendente es la fuente y como residencia de esa Fuerza, sin que nadie se proponga dominarlo-; pero induce o lleva a él fácilmente, sobre todo cuando la magia del nombre se vuelve prevalente. Se da entonces al nombre un valor exagerado, casi identificándolo con la cosa nombrada: el que conoce o sabe el nombre de una cosa o ser, por el mismo hecho tiene dominio sobre él. Por otra parte, al identificar prácticamente el nombre con la cosa, la identidad o comunidad de nombre establece identidad entre los seres nombrados, en un monismo incipiente cada vez más acusado.
     
      Este proceso es especialmente observable en la India, donde acabó dando origen a un verdadero panteísmo (v. BRAHMANISMO; HINDUISMO). Ya en el Atharvaveda, esencialmente mágico, se establecen infinidad de identificaciones mediante el nombre. El proceso alcanzará su culmen en los Upanisads, al reducirlo todo a atman, o espíritu del pensante, y al brahman, o espíritu del mundo: establecida la identidad entre atman y brahman, el atman, o espíritu individual del que ha logrado conocer esa identidad, se convierte en brahman, o alma del mundo, siendo señor y dominador de todas las cosas. El p. brahmánico fue ideado, según bien advierten Edgerton y Kopers, para obtener el dominio indiscutible de la clase brahmánica sobre todas las otras: y debe reconocerse que dio en este aspecto un resultado satisfactorio. Igualmente, el taoísmo (v.) filosófico de tendencia panteísta no busca otra cosa sino la divinificación del taoísta. Llevada hasta el extremo la magia del nombre, necesariamente acaba en p., identificando todas las cosas, ya que todas podrán designarse, y de hecho se designan, por un mismo nombre.
     
      d. La participación: Ampliamente estudiada por LévyBruhl (v.) en las culturas inferiores, no está menos presente en las superiores. La actitud participacionista establece conexiones de identidad entre seres que la experiencia sensible ofrece como absolutamente distintos. Para el primitivo, que suele sacar esas conexiones de las experiencias profundas de su psiquismo desarrollado en las iniciaciones, esas conexiones son de carácter místico, y por ello no llegan a negar la distinción de los seres conexionados, pese a afirmar en el aspecto místico su identidad. Pero el panteísta, llega a afirmar simplemente la identidad en todos los aspectos.
     
      Esta participación tiene dos fundamentos reales: es el uno el aspecto dinámico de los seres, contrapuesto a su aspecto estático; el otro es la presencia divina en cada ser, comunicándole su realidad, su ser limitado y distinto. El ser y el obrar de las creaturas es ciertamente participado, lo cual puede entenderse en el sentido de recibido, como es lo correcto (v. PARTICIPACIÓN; CAUSA), o en el sentido de parte del ser y obrar divinos. Si el ser de la creatura se entiende como parte del Ser divino (en lugar de como creado por Él), se tiende al p.; es lo que sucede en el libro Bhagavad Gita, monoteísta, pero que llama a las creaturas «parte de Dios», aunque expresamente establezca que las creaturas no son Dios. Afirmar que la creatura es participación de Dios -como debe hacerse (v. CREACIÓN), pues la misma religión sería imposible sin ese parentesco con Dios-, y mantener a la vez la transcendencia de Dios, y que la creatura no es Dios, requiere un esfuerzo y profundidad intelectual, del que es muy fácil desviarse si el orgullo allana el camino del desvío. Es la profunda cuestión de la analogía (v.) del ser (v.), que tan mal interpretada ha sido por muchos pensadores.
     
      Si consideramos estáticamente un ser cualquiera, aparece totalmente distinto de los demás, perfectamente circunscrito: un hombre no es otro, ni dentro del mismo hombre el corazón es el estómago, ni una piedra es un león; por eso la experiencia común fácilmente rechaza al p. que consista en considerar a cada ser como una parte de Dios. Pero desde esos límites netos se diluyen cuando el ser se considera dinámicamente -y el ser real es dinámico, no hay ser que no obre-. Si exceptuamos el Ser divino, ningún ser de cuantos conocemos obra solo sus acciones; bajo múltiples aspectos requiere la cooperación de otros, y es a veces difícil separar la acción de uno de la acción de los demás, o la finalidad de uno de la de los otros: toda la creación está estrechamente trabada, como obra de un mismo Autor, como están trabados todos los órganos del cuerpo por el alma que lo anima. Así, la consideración dinámica de los seres acentúa el aspecto de identidad de éstos, al difuminar los límites que los separan. Por eso, donde el dinamismo se acentúa en demasía, aparece siempre la tendencia panteísta, aunque no se consume si hay espíritu religioso y humildad de corazón. También aquí está el secreto en afirmar a la vez la identidad de los seres y su distinción: identidad, al menos relativa, dinámica; distinción estática o esencial. Es, en resumen, la misma identidad y distinción que implica el concepto analógico de ser; si los seres no se identificaran en aspecto alguno, el concepto de ser sería equívoco; si se identificaran en todos, sería unívoco: lo analógico pone distinción e identidad a la vez.
     
      e. El misticismo natural: Las experiencias profundas del misticismo natural (v. MÍSTICA) pueden llegar, y de hecho han llegado, a percibir experimentalmente el yo profundo, el alma inmortal y libre, que así se percibe como independiente de tiempo y de espacio, de caducidad y muerte: en resumen, como algo aparentemente absoluto. Es verdad que otras experiencias también testifican la relatividad de ese absoluto, su dependencia radical, más que de tiempo y espacio, o de circunstancias creadas, del Creador. Pero esas experiencias -entre las que destaca la del vacío-, ni se dan siempre, ni sobre todo suelen darse simultáneas con la experiencia de plenitud de la inmortalidad y libertad del alma. Ello puede hacer que, si el alma no es sincera y humilde, fácilmente se induzca a sí misma a creer que ha hallado el punto firme y absoluto en que descansar, que se crea como Dios, pasando a pensar que como ninguna creatura puede influirla, y ella sí influir en toda creatura, todo lo demás no es más que campo de operación propio, proyección propia. Es el peligro que acecha al misticismo, cuando falta la base profunda de la humildad (v.), en la que tanto insiste Jesucristo, y los autores espirituales; humildad que desde el punto de vista natural es como sentido común y recto juicio, sinceridad y verdad.
     
     

BIBL.: F. A. SCHALK, Panthéisme, en DTC XI (1932), col. 18551874; A. VALENSIN, Panthéisme, París 1922; A. ZACCHI, Dio, vol. I, Roma 1925; A. D. SERTILLANGES, Las Cuentes de la creencia en Dios, Barcelona 1943; J. L. SEIFERT, Sinndeutung des Mythos: Die Trinitüt in den Mythen der Urvólker, Viena 1954; y la Bibl. del artículo siguiente, II.

 

A. PACIOS LÓPEZ.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991