PALABRA DE DIOS II. PALABRA DE DIOS.


1. Planteamiento del tema. Hacia las últimas décadas la fórmula p. de D. se ha hecho frecuentísima. Exponentes de tal uso pueden ser, p. ej., el mismo título Dei Verbum, adoptado por el Conc. Vaticano II para su Const. dogmática sobre la divina Revelación, o la nueva prescripción de la liturgia de la Santa Misa, de que el celebrante o lector diga en voz alta dicha fórmula al terminar la lectura del Evangelio o de la Epístola. Se oye decir por todas partes que Jesucristo es P. de D., que la Biblia es p. de D., que la originaria predicación de los Apóstoles o la actual de los pastores, es p. de D., etc. Cualquier cristiano puede preguntarse en qué sentido cada una de estas p. de D. son P. de D., al mismo tiempo que intuye que no todas lo son idéntica y unívocamente, aunque algo de común o análogo haya en ellas, puesto que son designadas con la misma expresión.
     
      Vamos a intentar responder a esas preguntas. Pero hemos de advertir que un tratado teológico sistemático sobre la P. de D. no existe todavía, contrariamente a lo que sucede con casi todos los grandes temas de la fe cristiana. Existen, desde antiguo, tratamientos parciales; pero la Teología católica no se ha planteado hasta estos últimos años la cuestión en su conjunto. Por tanto, la sistematización que aquí intentamos, no puede ser sino en parte provisional.
     
      2. EJ concepto de «palabra de Dios» en la Biblia. En el A. T. la expresión tiene un equivalente literal en la fórmula hebrea débar-Yahwéh, o en las griegas ho lógos toú Theoú y tó rema toú Theoú; ambas fórmulas griegas se encuentran igualmente en los textos originales del N. T.
     
      La fórmula ho lógos toú Theoú se relaciona más con lo que podríamos llamar locución de Dios, mientras tó réma toú Theoú se refiere más directamente a lo que podríamos denominar palabra-acontecimiento. Sin embargo, tal distinción no puede ser urgida sino de modo genérico y algo impreciso, siendo muchos los casos en los que lógos y rima son equivalentes. La noción hebrea de palabra, dabar, implica un mundo conceptual algo distinto del nuestro moderno y del clásico-romano. En la Biblia, en efecto, la palabra no es una mera idea, una locución, un pensamiento, una expresión lingüística de una cosa, distinta de ésta; sino que viene a ser la misma cosa o realidad; es más bien una acción, o un acontecimiento. Por ello, la P. de D. es el mismo actuar de Dios en el mundo, en la historia humana, en el tiempo, en el pueblo elegido, en un hombre. Es algo vivo, activo. No está, pues, sólo en el orden del pensar, sino en el del actuar (cfr. Ps 105/6,9; 106/7,20; Sap 16,12; Is 50,2; etc.) (v. NOMBRE II).
     
      Dios creó el mundo y cuanto en él existe por medio de su Palabra. Dios habla, dice, y las cosas vienen a la existencia. «Y dijo Dios: Haya luz, y hubo luz...» (cfr. Gen 1,3.9.24). «Dios de los patriarcas y Señor de la misericordia, que todas las cosas hiciste con tu palabra» (Sap 9,1). El pueblo de Dios (v.) es no sólo el pueblo al que Dios ha dirigido sus palabras, sino aún más, el pueblo que ha sido creado por la p. de D. Ésta es la que suscita una descendencia a Abraham ~(v.) contra todo pronóstico humano (cfr. Gen 12,2-4; 18,11-14). La p. de D. es, pues, poderosa, creadora, eficaz: lo que dice se hace, se llena de vida. También es ordenadora de las cosas: a cada ser designa un lugar, una función, unos límites... (cfr. Ps 148,4-5; Gen 1,14-15; lob 37,5-7).
     
      Igualmente eficaz y poderosa como la palabra de Yahwéh en el A. T. es la palabra de Jesús en el N. T. (cfr. Mt 8,23-36). Con sólo su palabra «Lázaro, sal fuera», Jesús resucita al amigo muerto e incluso sepultado de cuatro días (lo 11,43-44), o cura a un paralítico: «Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa» (Mi 9.5-7).
     
      Así, pues, la p. de D. y la palabra de Jesucristo es eficaz, produce lo que anuncia, entra en la historia cargada de una potencia ilimitada, vivificante y, como dice Isaías (55,10-12), no retorna sin haber producido su efecto. Al lado de la fuerza creadora, vivificante y ordenadora, aparecen en la Biblia otras cualidades de la palabra divina: firmeza, infalibilidad, permanencia, irrevocabilidad... (cfr. Is 40,8; 31,2; Ier 4,28; Ps 89,34-35; los 21,45; Di 9,5; Num 23,19-20). En fin, toda la vida del hombre, en cualquier aspecto que se considere, depende de la p. de D. (cfr. Dt 8,3).
     
      3.Palabra, acción, revelación. La p. de D. implica, pues, acción. Algún ejemplo más puede ayudar a ahondar en esa mentalidad bíblica. En 1 Reg 11,41 se habla por dos veces de «palabras de Salomón» (dibré Selomó), no para indicar sus dichos, sino sus hazañas, sus res gestae, las cosas que hizo. En Gen 22,1 se dice «después de estas palabras», en el sentido de «después de estos sucesos». Por ello, la fórmula tan frecuente en los profetas «así dice Yahwéh» está cargada de un intenso y fecundo dinamismo: ese decir de Dios, es un modo suyo de ser y de operar; la expresión tiene incomparablemente un alcance mayor en el lenguaje hebreo del A. T. que en su traducción a nuestros idiomas modernos. Los profetas (v.) tomarán de ello ocasión para confirmar al pueblo en su profundo monoteísmo: los falsos dioses de otros pueblos, cuyos seguidores dicen que ellos también les hablan, mienten, porque tales palabras no producen nada, están vacías, no crean la historia de esos pueblos: luego, o no se han pronunciado, o no existen tales dioses.
     
      Del mismo modo, la eficacia o ineficacia de una palabra que se presenta como profética, es el signo para reconocerla si es auténtica o falsa, si es de Dios o una superchería humana.
     
      A partir de esta noción de la eficacia de la palabra divina podemos penetrar en la esencia de la revelación bíblica. Ésta es mucho más que un conjunto de palabras, que enuncian un sistema coherente de ideas religiosas y morales. Es eso y además es una fuerza divina que opera lo que enuncia y que, por tanto, crea unos nuevos seres, una Historia, la Historia sagrada o Historia de la salvación (v. REVELACIÓN II-III). Cuando, p. ej., Jesús dice al paralítico (Mt 9,1-8) «tus pecados te son perdonados», esa palabra de Jesús opera el perdón que enuncia; en este caso, Jesús demuestra tal verdad frente a los escribas añadiendo: «¿qué es más fácil decir, tus pecados te son perdonados, o decir, levántate y anda?»; y a continuación dice otra palabra relativa a la curación y el paralítico es curado inmediatamente.
     
      4. Palabra de Dios y fe del hombre. Tal carácter operante de la p. de D. da a la Revelación divina una connotación de obligatoriedad. Dios se revela y revela verdades de manera muy distinta a como lo pueda hacer un pensador, un moralista, etc. Estos proponen un sistema de ideas, cuya credibilidad está en razón de la fuerza de su argumentación. La Revelación divina, en cuanto p. de D., se presenta como eficaz por sí misma. Su credibilidad se basa en que produce lo que enuncia (creación, redención, milagro...) o lo producirá (profecía). En un sentido amplio, toda la Revelación bíblica es una profecía y un milagro; notas de que carece la palabra meramente humana.
     
      De aquí que la' Revelación no sea indiferente para el hombre. Éste, en su libertad la puede aceptar (fe) o rechazar (incredulidad). Por lo mismo, la actitud del hombre es responsable: meritoria (fe), culpable (incredulidad): «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, será salvo; el que, por el contrario, no creyere, será condenado» (Mc 16,15-16). No puede atenuarse la responsabilidad que implica esta frase de Jesucristo, dentro, claro está, de la economía de la gracia que Dios concede para creer (v. FE).
     
      5. Jesucristo, el Verbo (Palabra) de Dios hecho hombre. «Después que Dios habló muchas veces y de muchas maneras por los profetas, últimamente, en estos días, nos ha hablado en el Hijo» (Heb 1,1-2). «Pues envió a su Hijo, es decir, al Verbo (Palabra) eterno, que ilumina a todos los hombres, para que viviera entre ellos y les manifestara la intimidad de Dios (cfr. lo 1,1-18). Jesucristo (v.), el Verbo hecho carne..., habla las palabras de Dios (lo 3,34), y lleva a cabo la obra de salvación que el Padre le confió» (cfr. lo 5,36; 17,4) (Conc. Vaticano II, Const. Dei Verbum n. 4).
     
      Jesucristo, en cuanto hombre, es la expresión humana máxima de la P. de D. Toda su humanidad es la Palabraacción-revelación máxima de Dios. Del Verbo Encarnado procede, como de su plenitud, toda otra expresión de la p. de D., ya sea la palabra apostólica, la palabra del A. T., la palabra de la Iglesia a través de los siglos, la palabra de los predicadores... Todas esas palabras, pueden llamarse analógicamente P. de D. en cuanto participan de esa realidad. El Verbo Encarnado es el que explica, en su misterio, la condición análoga de P. de D. que se predica de esas varias palabras.
     
      La p. de D. expresada por Moisés (v.) y los profetas del A. T. había sido un anticipo imperfecto, como una sombra, de la realidad plena, el Verbo hecho carne, Jesucristo, que había de venir. Participaba de su fuerza yde su acción salvadora, pero no era toda la P. de D., ni toda su fuerza. Lo triste es que muchos hombres pretendieron aferrarse a esa sombra y rechazaron la realidad que anunciaba.
     
      A veces se dice que Jesucristo es la P. de D.; esta expresión no es del todo precisa. Se puede aceptar en cuanto Jesucristo es el Verbo hecho carne, «mediador y plenitud de toda la revelación» (Dei Verbum, o. c. n. 2). Pero todo el ser de Jesucristo no se agota en la encarnación (v.): desde la eternidad, el Verbo (v.), es Palabra increada de Dios Padre, no comunicada a los hombres. Por tanto, Jesucristo, propiamente hablando, es Palabra desde siempre, y no ha empezado a serlo al encarnarse y revelarse a los hombres (v. JESUCRISTO III, 1). Desde el momento de su encarnación, Jesucristo es la revelación máxima de Dios a los hombres, donde conocemos a Dios. A esto se refiere el pasaje de lo 14,8-9; «Le dice Felipe: Señor, muéstranos al Padre y nos basta. Le responde Jesús: ... Felipe, quien me ve a mí, ve al Padre».
     
      La aceptación de Jesucristo como Mesías (v.), Hijo de Dios, Verbo Encarnado, una vez que se ha manifestado al hombre, coloca a éste ante la grave y responsable respuesta del acto de fe. No se puede rechazar a Jesucristo y aceptar a Dios, ello sería un contrasentido. Por eso, toda la predicación apostólica tendrá ese fin, de lo cual se hace eco el N. T. El apóstol S. Juan sabrá expresarlo concisamente en su Evangelio: «Estas cosas han sido escritas para que creáis que Jesús es el Cristo (Mesías), el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre» (lo 20,31).
     
      Por eso también se explica, entre otros argumentos, que sólo Jesucristo, P. de D. hecha carne, sea el Salvador de los hombres: «... Ni se ha dado a los hombres bajo el cielo otro nombre en el cual podamos ser salvados» (Act 4,12). El Verbo Encarnado es por excelencia la Palabra salvadora de Dios.
     
      6. Las palabras de Jesucristo son Palabra de Dios por excelencia. En el N. T. se mencionan, de un lado, «la palabra del Señor» (p. ej.: Mt 26,75; Le 22,61; lo 7,36; Act 11,16; 1 Cor 7,10.12.25; 1 Thes 4,15, etc.), en cuanto dichos o sentencias particulares de Jesús (ipsissima verba Christi). En otros casos, menos frecuentes, se llama «palabra de Jesús» o «del Señor» a su predicación o doctrina, tomada en general (cfr. Me 2,2; 4,33; Lc 5,1; Act 10,36). En uno y otro caso, la «palabra del Señor» tiene una autoridad incontestable. No hay distinción en el N. T. entre la autoridad de las «ipsissima verba Christi», es decir, conservadas literalmente, y la «palabra del Señor» testimoniada por los Apóstoles no como literal, sino como doctrina general auténticamente predicada. En los primeros años, los cristianos no disponían de unos escritos en los que se hubieran fijado las «palabras del Señor» (v. EVANGELIOS). Tampoco existe en los primeros cristianos una preocupación por la reproducción literal de la «ipsissima vox Iesu», en contra de lo que se nota hoy día entre algunos estudiosos protestantes: los primeros cristianos, como los católicos de hoy, prestan a los Apóstoles plena fe de ser los «ministros de la palabra» (Lc 1,2), enviados por el mismo Cristo (Mt 28,19-20) para enseñar y predicar lo que Jesús hizo y dijo fiel, auténtica y autorizadamente (Me 16,15.20; cfr. Dei Verbum, n. 19). El protestantismo (v.), al no aceptar esa autoridad del Magisterio (v.) y de la Tradición (v.) de la Iglesia, busca afanosa y casi dramáticamente la reconstrucción literal de las exactas palabras de Jesús por procedimientos histórico-críticos. Como si esas ipsissima verba de Jesús fuesen la única fuente de Revelación auténtica, no contaminada por «interpretaciones» humanas: tesis abiertamente negadora del principio incontestable de la misión magisterial de los Apóstoles (v.) y de la misma Iglesia (v.).
     
      Por lo demás, el N. T. y de modo especial los Evangelios llamados Sinópticos testimonian el efecto de las palabras (y de las acciones) de Jesucristo: unos endurecen su corazón o se escandalizan en un primer momento, ante la autoridad con que Jesús habla (cfr., p. ej.: Mt 15,12; lo 10,20), otros, en cambio, se admiran y quedan conmovidos, es decir, responden positivamente a la gracia que acompaña la audición de la palabra de Jesús. Esta palabra se caracteriza, en efecto, por su inusitada fuerza y autoridad: no habla como los escribas y fariseos (Mt 7,29) sino como quien tiene autoridad, y una autoridad superior a la de los profetas y aun del mismo Moisés (Mt 5,21-22.2728.31-32.33-34.38-39.43-44). Es decir, la palabra de Jesús tiene la autoridad misma divina, pues es la palabra del Hijo, y la palabra de Jesús es la palabra del Padre (Mt 11, 27; Lc 10,22; lo 1,18; 14,10.24; Heb 1,1-2).
     
      Por todo ello, quien acepta la palabra de Jesús y la practica tiene la vida eterna, pasa de la muerte a la vida (lo 5,24), queda limpio de pecado (lo 15,3), si bien es necesaria la gracia divina para acoger debidamente esa palabra (Mt 19,11; Me 4,11; Le 9,45; lo 6,44.65).
     
      7. La palabra de los Apóstoles, palabra de Dios. Después de la Ascensión del Señor, la P. de D. Encarnada se manifiesta a los hombres por los testigos autorizados de esa palabra, que son, en primer lugar, los Apóstoles (v.). En adelante, toda p. de D. no será sino como un resonar de la Palabra Encarnada. Los Apóstoles serán sobre todo ministros, es decir, servidores de esa palabra (Le 1,2). En el N. T. aparece con claridad que la palabra de los Apóstoles es una prolongación de la palabra de Jesucristo. La palabra apostólica sitúa a los hombres ante la coyuntura de la fe, que ellos ofrecen por el Espíritu Santo, que es Espíritu de Jesús (pues el Espíritu Santo, v., procede del amor mutuo que el Padre y el Hijo se tienen), que se les envía (lo 15,26; Lc 10,16; cfr. lo 14,26; 15,20; 16,13, etc.).
     
      La palabra de los Apóstoles es, pues, palabra de Jesús, p. de D., con la característica de ser palabra fiel. Los Apóstoles hablan la p. de D. (Act 4,29; 8,25; 17,13; 18, 5.11). Esta habla por boca de los Apóstoles (Act 15,7). Sólo ellos son «los testigos prefijados por Dios» (Act 10,40; 13,31), y como testigos hablan de lo que «han visto y oÍDo» (Act 1,8.22; 2,32), no por propia iniciativa, sino por mandato y misión de Jesucristo (Act 1,2; 20,24).
     
      El testimonio de la palabra apostólica no es una repetición mecánica de las palabras de Jesús, sino un testimonio inteligente, que explica de diferentes maneras, con diversas expresiones, las mismas verdades acerca de Jesús. Es también explicación, interpretación auténtica de los hechos y dichos (V. CATEQUESIS I). Es admirable hasta qué punto Dios ha confiado a los hombres esa palabra suya (V. MAGISTERIO ECLESIÁSTICO; TRADICIÓN).
     
      La palabra apostólica, por lo mismo, es también eficaz y salvadora, porta en sí la gracia de la conversión (Act 4,4; 10,44; Rom 10,17). El hombre debe prestar atención a esta palabra apostólica (Act 2,40; 8,14; 11,1.11) y creerla (Act 13,48; 15,7). Si el hombre la acepta y persevera en ella, en la doctrina (Act 2,42), recibe la salvación (Act 11, 4; 16,31), el consuelo de su alma (Act 9,21), la paz de su espíritu (Act 8,38; 13,48.52). Por parte del Apóstol, el servicio de la palabra exige la entrega generosa y sincera (1 Cor 9; 1 Thes 2; 2 Cor 4,1), sin mezcla de ideas personales extrañas (1 Cor 2,1 ss.; 2 Cor 11,23; 12,1). Exige también un esfuerzo por conseguir la santidad personal (2 Cor 1,12; 4,2; 1 Cor 9,27) y aceptar el sacrificioy los padecimientos que el servicio de la misma lleva consigo, como testimonio también de la pasión de Cristo que predica (2 Cor 1,3 ss.; 4,6; 11,23 ss.; 12,7 ss.).
     
      Para el ejercicio del «servicio de la palabra» (diakonía toú lógou), los Apóstoles gozarán de la asistencia del Espíritu Santo, que les enseñará y recordará (didáxei e hypomnései) todo cuanto Jesús ha revelado (cfr. lo 14, 25-26; 16,12-15; Act 15,28). Esa acción iluminadora del Espíritu no es independiente de la palabra de Cristo, sino que es un recuerdo y explicación de ésta en los Apóstoles (lo 16,12-15).
     
      8. La Sagrada Escritura, palabra de Dios. En su infinita sabiduría y amor, Dios ha querido que las palabras más importantes y los acontecimientos clave que pronunció y realizó en el Hijo y por medio de los profetas y de los Apóstoles fueran conservadas por escrito. Para la redacción de éstos (la Biblia) eligió a unos hombres, a lo largo de siglos, a los que inspiró para que escribiesen tales libros. A esos escritores sagrados o hagiógrafos de tal modo los asistió durante su tarea literaria, que todas aquellas cosas, y solamente aquellas que Dios mismo quería que fuesen consignadas, hizo que las concibieran rectamente en su inteligencia, que las quisieran escribir fielmente y que lograran el modo apto de expresarlas (cfr. León XIII, Enc. Providentissimus Deus: EB 125). Dios ha empleado, pues, a los hagiógrafos, para hablar a los hombres por escrito, mediante el carisma especial de la inspiración (V. BIBLIA III). Mediante este carisma, la S. E. tiene a Dios por autor principal, y al hombre como verdadero autor también, pero secundario (cfr. Pío XII, Enc. Divino afflante Spiritu: EB 538).
     
      Por esta constitución singular entre todos los libros existentes, la Biblia o S. E. es llamada p. de D. Podemos decir que la S. E. es primariamente p. de D., al ser Dios su autor principal. Al mismo tiempo, y sin contradicción, es palabra humana, en cuanto que el hombre es también autor de ella, aunque secundariamente. Pero, insistimos, la S. E. es sobre todo p. de D., como Dios mismo la ha llamado por boca de los propios hagiógrafos, de los profetas del A. T., de los Apóstoles y como lo ha recogido la Tradición toda de la Iglesia.
     
      Cuando en la Liturgia, o en la lectura privada, se lee la S. E., se vuelve a escuchar la p. de D., que señala las verdades divinas, mueve los corazones, vuelca las gracias, excita a la fe y tiene fuerza salvadora y de conversión (v. BIBLIA VIII). De este modo, la palabra profética del A. T., la palabra apostólica del N. T., y, sobre todo, la palabra de Jesús, queda al ser consignada por escrito, y conservada así en la Iglesia y explicada por ella, como un sagrado depósito (V. FE III, A), que protege a la propia p. de D. y la acerca, sirve y ofrece al hombre ininterrumpidamente. De esta manera, la p. de D., fijada en la S. E., contribuye con la Tradición de la Iglesia y el Magisterio, a nuestra salvación, según los designios sabios y amorosos de Dios.
     
      9. La palabra de la Iglesia, palabra de Dios. Después de la muerte de los Apóstoles, la predicación continúa en la Iglesia, y es también llamada p. de D. Pero si la Revelación propiamente dicha, pública y oficial, terminó con la muerte del último de los Apóstoles, ¿en qué sentido puede llamarse p. de D. a la palabra de la Iglesia? A esto hay que responder que la Iglesia guarda la p. de D. como un sagrado depósito (V. FE III, A), que transmite, explica y aplica a la vida (V. TRADICIÓN; MAGISTERIO ECLESIÁSTICO). San Pablo ya era consciente de esa función del Magisterio eclesiástico que iba a suceder al directamente apostólico. En efecto, advierte a su discípulo Timoteo, a quien ha constituidoPALABRA DE DIOS II - IIIobispo: «Las cosas que oíste de mí ante muchos testigos confíalas a hombres fieles que sean capaces de enseñar a otros» (2 Tim 2,2; cfr. 2 Tim 1,12-14; 1 Tim 1,3 ss.; 4,6; 6,3; 2 Tim 3,10.14; Tit 1,9). Timoteo se ha mostrado ya fiel discípulo del Apóstol (1 Tim 4,6) y recibirá del Señor la inteligencia de lo que se contiene en la Dredicación apostólica (2 Tim 2,7).
     
      Pero Timoteo no es un caso singular, sino una muestra de lo que ocurre con los sucesores de los Apóstoles. De este modo, el orden episcopal guarda por los siglos ese sagrado depósito, lo explica de diversos modos sin alterar su contenido y, según las necesidades de los oyentes y de los tiempos, saca las aplicaciones para la vida espiritual y moral de los cristianos. El Espíritu Santo no es ajeno a esa predicación, lo mismo que Jesucristo, que está presente hasta el fin del mundo (Mt 28,19-20). La fuerza salvadora de Dios se manifiesta de diversos modos en la palabra de los sucesores de los Apóstoles. Por estas razones es legítimo llamar a la palabra de la Iglesia, p. de D.
     
      De hecho, la palabra de la Iglesia tiene una multitud de formas, desde la enseñanza solemne del Magisterio, hasta la predicación (v.) ordinaria de los pastores y los simples presbíteros. Participando en diversos grados de la p. de D., toda esta multiforme palabra de la Iglesia ha sido querida por Dios para entregar a los hombres su palabra hasta el fin de los siglos. La autenticidad de esa palabra de la Iglesia varía según el niunus u oficio eclesiástico desde el cual se pronuncia y según la santidad o unión con Dios del ministro. Así nos hallaremos ante la infalibilidad (v.) de cada acto del Magisterio solemne y del Magisterio ordinario en su conjunto, o ante la falibilidad de un pastor particular, no obstante, la gracia de estado. El ministro, sea cual fuere su grado, deberá ante todo identificarse con la palabra auténtica de Dios que predica: verificar la coherencia de su predicación con la de toda la Iglesia, y entregarse a la oración personal, para que Jesucristo y el Espíritu Santo pongan en él la p. de D.
     
     

BIBL.: Magisterio: CONC. VATICANO JI, Const. Gaudium et spes, n. 38.57; ID, Const. Dei Verbum, n. 1.10.12.13.17.19.21.23.24; ÍD, Const. Lumen gentium, n. 8.67; ÍD, Const. Sacrosantum Concilium, n. 8.9.11.21.35; ÍD, Decr. Presbyterorum ordinis, n. 4.12.13; LEóN XIII, Enc. Providentissimus Deus, año 1893: EB 125-127; BENEDICTO XV, Enc. Spiritus Paraclitus, año 1920: EB 471-472; Pío XII, Enc. Divino afflante Spiritu, año 1943: EB 538; PONTIFICIA COMISIóN BÍBLICA, Instr. Sancta Mater Ecclesia, año 1964; AAS 56 (1964) 712-718.

 

J. M. CASCIARD RAMíREZ.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991