PALABRA DE DIOS II. PALABRA DE DIOS.
1. Planteamiento del tema. Hacia las últimas décadas la fórmula p. de D. se ha
hecho frecuentísima. Exponentes de tal uso pueden ser, p. ej., el mismo título
Dei Verbum, adoptado por el Conc. Vaticano II para su Const. dogmática sobre la
divina Revelación, o la nueva prescripción de la liturgia de la Santa Misa, de
que el celebrante o lector diga en voz alta dicha fórmula al terminar la lectura
del Evangelio o de la Epístola. Se oye decir por todas partes que Jesucristo es
P. de D., que la Biblia es p. de D., que la originaria predicación de los
Apóstoles o la actual de los pastores, es p. de D., etc. Cualquier cristiano
puede preguntarse en qué sentido cada una de estas p. de D. son P. de D., al
mismo tiempo que intuye que no todas lo son idéntica y unívocamente, aunque algo
de común o análogo haya en ellas, puesto que son designadas con la misma
expresión.
Vamos a intentar responder a esas preguntas. Pero hemos de advertir que un
tratado teológico sistemático sobre la P. de D. no existe todavía,
contrariamente a lo que sucede con casi todos los grandes temas de la fe
cristiana. Existen, desde antiguo, tratamientos parciales; pero la Teología
católica no se ha planteado hasta estos últimos años la cuestión en su conjunto.
Por tanto, la sistematización que aquí intentamos, no puede ser sino en parte
provisional.
2. EJ concepto de «palabra de Dios» en la Biblia. En el A. T. la expresión
tiene un equivalente literal en la fórmula hebrea débar-Yahwéh, o en las griegas
ho lógos toú Theoú y tó rema toú Theoú; ambas fórmulas griegas se encuentran
igualmente en los textos originales del N. T.
La fórmula ho lógos toú Theoú se relaciona más con lo que podríamos llamar
locución de Dios, mientras tó réma toú Theoú se refiere más directamente a lo
que podríamos denominar palabra-acontecimiento. Sin embargo, tal distinción no
puede ser urgida sino de modo genérico y algo impreciso, siendo muchos los casos
en los que lógos y rima son equivalentes. La noción hebrea de palabra, dabar,
implica un mundo conceptual algo distinto del nuestro moderno y del
clásico-romano. En la Biblia, en efecto, la palabra no es una mera idea, una
locución, un pensamiento, una expresión lingüística de una cosa, distinta de
ésta; sino que viene a ser la misma cosa o realidad; es más bien una acción, o
un acontecimiento. Por ello, la P. de D. es el mismo actuar de Dios en el mundo,
en la historia humana, en el tiempo, en el pueblo elegido, en un hombre. Es algo
vivo, activo. No está, pues, sólo en el orden del pensar, sino en el del actuar
(cfr. Ps 105/6,9; 106/7,20; Sap 16,12; Is 50,2; etc.) (v. NOMBRE II).
Dios creó el mundo y cuanto en él existe por medio de su Palabra. Dios
habla, dice, y las cosas vienen a la existencia. «Y dijo Dios: Haya luz, y hubo
luz...» (cfr. Gen 1,3.9.24). «Dios de los patriarcas y Señor de la misericordia,
que todas las cosas hiciste con tu palabra» (Sap 9,1). El pueblo de Dios (v.) es
no sólo el pueblo al que Dios ha dirigido sus palabras, sino aún más, el pueblo
que ha sido creado por la p. de D. Ésta es la que suscita una descendencia a
Abraham ~(v.) contra todo pronóstico humano (cfr. Gen 12,2-4; 18,11-14). La p.
de D. es, pues, poderosa, creadora, eficaz: lo que dice se hace, se llena de
vida. También es ordenadora de las cosas: a cada ser designa un lugar, una
función, unos límites... (cfr. Ps 148,4-5; Gen 1,14-15; lob 37,5-7).
Igualmente eficaz y poderosa como la palabra de Yahwéh en el A. T. es la
palabra de Jesús en el N. T. (cfr. Mt 8,23-36). Con sólo su palabra «Lázaro, sal
fuera», Jesús resucita al amigo muerto e incluso sepultado de cuatro días (lo
11,43-44), o cura a un paralítico: «Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa»
(Mi 9.5-7).
Así, pues, la p. de D. y la palabra de Jesucristo es eficaz, produce lo
que anuncia, entra en la historia cargada de una potencia ilimitada, vivificante
y, como dice Isaías (55,10-12), no retorna sin haber producido su efecto. Al
lado de la fuerza creadora, vivificante y ordenadora, aparecen en la Biblia
otras cualidades de la palabra divina: firmeza, infalibilidad, permanencia,
irrevocabilidad... (cfr. Is 40,8; 31,2; Ier 4,28; Ps 89,34-35; los 21,45; Di
9,5; Num 23,19-20). En fin, toda la vida del hombre, en cualquier aspecto que se
considere, depende de la p. de D. (cfr. Dt 8,3).
3.Palabra, acción, revelación. La p. de D. implica, pues, acción. Algún
ejemplo más puede ayudar a ahondar en esa mentalidad bíblica. En 1 Reg 11,41 se
habla por dos veces de «palabras de Salomón» (dibré Selomó), no para indicar sus
dichos, sino sus hazañas, sus res gestae, las cosas que hizo. En Gen 22,1 se
dice «después de estas palabras», en el sentido de «después de estos sucesos».
Por ello, la fórmula tan frecuente en los profetas «así dice Yahwéh» está
cargada de un intenso y fecundo dinamismo: ese decir de Dios, es un modo suyo de
ser y de operar; la expresión tiene incomparablemente un alcance mayor en el
lenguaje hebreo del A. T. que en su traducción a nuestros idiomas modernos. Los
profetas (v.) tomarán de ello ocasión para confirmar al pueblo en su profundo
monoteísmo: los falsos dioses de otros pueblos, cuyos seguidores dicen que ellos
también les hablan, mienten, porque tales palabras no producen nada, están
vacías, no crean la historia de esos pueblos: luego, o no se han pronunciado, o
no existen tales dioses.
Del mismo modo, la eficacia o ineficacia de una palabra que se presenta
como profética, es el signo para reconocerla si es auténtica o falsa, si es de
Dios o una superchería humana.
A partir de esta noción de la eficacia de la palabra divina podemos
penetrar en la esencia de la revelación bíblica. Ésta es mucho más que un
conjunto de palabras, que enuncian un sistema coherente de ideas religiosas y
morales. Es eso y además es una fuerza divina que opera lo que enuncia y que,
por tanto, crea unos nuevos seres, una Historia, la Historia sagrada o Historia
de la salvación (v. REVELACIÓN II-III). Cuando, p. ej., Jesús dice al paralítico
(Mt 9,1-8) «tus pecados te son perdonados», esa palabra de Jesús opera el perdón
que enuncia; en este caso, Jesús demuestra tal verdad frente a los escribas
añadiendo: «¿qué es más fácil decir, tus pecados te son perdonados, o decir,
levántate y anda?»; y a continuación dice otra palabra relativa a la curación y
el paralítico es curado inmediatamente.
4. Palabra de Dios y fe del hombre. Tal carácter operante de la p. de D.
da a la Revelación divina una connotación de obligatoriedad. Dios se revela y
revela verdades de manera muy distinta a como lo pueda hacer un pensador, un
moralista, etc. Estos proponen un sistema de ideas, cuya credibilidad está en
razón de la fuerza de su argumentación. La Revelación divina, en cuanto p. de
D., se presenta como eficaz por sí misma. Su credibilidad se basa en que produce
lo que enuncia (creación, redención, milagro...) o lo producirá (profecía). En
un sentido amplio, toda la Revelación bíblica es una profecía y un milagro;
notas de que carece la palabra meramente humana.
De aquí que la' Revelación no sea indiferente para el hombre. Éste, en su
libertad la puede aceptar (fe) o rechazar (incredulidad). Por lo mismo, la
actitud del hombre es responsable: meritoria (fe), culpable (incredulidad): «Id
por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura. El que creyere y
fuere bautizado, será salvo; el que, por el contrario, no creyere, será
condenado» (Mc 16,15-16). No puede atenuarse la responsabilidad que implica esta
frase de Jesucristo, dentro, claro está, de la economía de la gracia que Dios
concede para creer (v. FE).
5. Jesucristo, el Verbo (Palabra) de Dios hecho hombre. «Después que Dios
habló muchas veces y de muchas maneras por los profetas, últimamente, en estos
días, nos ha hablado en el Hijo» (Heb 1,1-2). «Pues envió a su Hijo, es decir,
al Verbo (Palabra) eterno, que ilumina a todos los hombres, para que viviera
entre ellos y les manifestara la intimidad de Dios (cfr. lo 1,1-18). Jesucristo
(v.), el Verbo hecho carne..., habla las palabras de Dios (lo 3,34), y lleva a
cabo la obra de salvación que el Padre le confió» (cfr. lo 5,36; 17,4) (Conc.
Vaticano II, Const. Dei Verbum n. 4).
Jesucristo, en cuanto hombre, es la expresión humana máxima de la P. de D.
Toda su humanidad es la Palabraacción-revelación máxima de Dios. Del Verbo
Encarnado procede, como de su plenitud, toda otra expresión de la p. de D., ya
sea la palabra apostólica, la palabra del A. T., la palabra de la Iglesia a
través de los siglos, la palabra de los predicadores... Todas esas palabras,
pueden llamarse analógicamente P. de D. en cuanto participan de esa realidad. El
Verbo Encarnado es el que explica, en su misterio, la condición análoga de P. de
D. que se predica de esas varias palabras.
La p. de D. expresada por Moisés (v.) y los profetas del A. T. había sido
un anticipo imperfecto, como una sombra, de la realidad plena, el Verbo hecho
carne, Jesucristo, que había de venir. Participaba de su fuerza yde su acción
salvadora, pero no era toda la P. de D., ni toda su fuerza. Lo triste es que
muchos hombres pretendieron aferrarse a esa sombra y rechazaron la realidad que
anunciaba.
A veces se dice que Jesucristo es la P. de D.; esta expresión no es del
todo precisa. Se puede aceptar en cuanto Jesucristo es el Verbo hecho carne,
«mediador y plenitud de toda la revelación» (Dei Verbum, o. c. n. 2). Pero todo
el ser de Jesucristo no se agota en la encarnación (v.): desde la eternidad, el
Verbo (v.), es Palabra increada de Dios Padre, no comunicada a los hombres. Por
tanto, Jesucristo, propiamente hablando, es Palabra desde siempre, y no ha
empezado a serlo al encarnarse y revelarse a los hombres (v. JESUCRISTO III, 1).
Desde el momento de su encarnación, Jesucristo es la revelación máxima de Dios a
los hombres, donde conocemos a Dios. A esto se refiere el pasaje de lo 14,8-9;
«Le dice Felipe: Señor, muéstranos al Padre y nos basta. Le responde Jesús: ...
Felipe, quien me ve a mí, ve al Padre».
La aceptación de Jesucristo como Mesías (v.), Hijo de Dios, Verbo
Encarnado, una vez que se ha manifestado al hombre, coloca a éste ante la grave
y responsable respuesta del acto de fe. No se puede rechazar a Jesucristo y
aceptar a Dios, ello sería un contrasentido. Por eso, toda la predicación
apostólica tendrá ese fin, de lo cual se hace eco el N. T. El apóstol S. Juan
sabrá expresarlo concisamente en su Evangelio: «Estas cosas han sido escritas
para que creáis que Jesús es el Cristo (Mesías), el Hijo de Dios, y para que
creyendo tengáis vida en su nombre» (lo 20,31).
Por eso también se explica, entre otros argumentos, que sólo Jesucristo,
P. de D. hecha carne, sea el Salvador de los hombres: «... Ni se ha dado a los
hombres bajo el cielo otro nombre en el cual podamos ser salvados» (Act 4,12).
El Verbo Encarnado es por excelencia la Palabra salvadora de Dios.
6. Las palabras de Jesucristo son Palabra de Dios por excelencia. En el N.
T. se mencionan, de un lado, «la palabra del Señor» (p. ej.: Mt 26,75; Le 22,61;
lo 7,36; Act 11,16; 1 Cor 7,10.12.25; 1 Thes 4,15, etc.), en cuanto dichos o
sentencias particulares de Jesús (ipsissima verba Christi). En otros casos,
menos frecuentes, se llama «palabra de Jesús» o «del Señor» a su predicación o
doctrina, tomada en general (cfr. Me 2,2; 4,33; Lc 5,1; Act 10,36). En uno y
otro caso, la «palabra del Señor» tiene una autoridad incontestable. No hay
distinción en el N. T. entre la autoridad de las «ipsissima verba Christi», es
decir, conservadas literalmente, y la «palabra del Señor» testimoniada por los
Apóstoles no como literal, sino como doctrina general auténticamente predicada.
En los primeros años, los cristianos no disponían de unos escritos en los que se
hubieran fijado las «palabras del Señor» (v. EVANGELIOS). Tampoco existe en los
primeros cristianos una preocupación por la reproducción literal de la «ipsissima
vox Iesu», en contra de lo que se nota hoy día entre algunos estudiosos
protestantes: los primeros cristianos, como los católicos de hoy, prestan a los
Apóstoles plena fe de ser los «ministros de la palabra» (Lc 1,2), enviados por
el mismo Cristo (Mt 28,19-20) para enseñar y predicar lo que Jesús hizo y dijo
fiel, auténtica y autorizadamente (Me 16,15.20; cfr. Dei Verbum, n. 19). El
protestantismo (v.), al no aceptar esa autoridad del Magisterio (v.) y de la
Tradición (v.) de la Iglesia, busca afanosa y casi dramáticamente la
reconstrucción literal de las exactas palabras de Jesús por procedimientos
histórico-críticos. Como si esas ipsissima verba de Jesús fuesen la única fuente
de Revelación auténtica, no contaminada por «interpretaciones» humanas: tesis
abiertamente negadora del principio incontestable de la misión magisterial de
los Apóstoles (v.) y de la misma Iglesia (v.).
Por lo demás, el N. T. y de modo especial los Evangelios llamados
Sinópticos testimonian el efecto de las palabras (y de las acciones) de
Jesucristo: unos endurecen su corazón o se escandalizan en un primer momento,
ante la autoridad con que Jesús habla (cfr., p. ej.: Mt 15,12; lo 10,20), otros,
en cambio, se admiran y quedan conmovidos, es decir, responden positivamente a
la gracia que acompaña la audición de la palabra de Jesús. Esta palabra se
caracteriza, en efecto, por su inusitada fuerza y autoridad: no habla como los
escribas y fariseos (Mt 7,29) sino como quien tiene autoridad, y una autoridad
superior a la de los profetas y aun del mismo Moisés (Mt
5,21-22.2728.31-32.33-34.38-39.43-44). Es decir, la palabra de Jesús tiene la
autoridad misma divina, pues es la palabra del Hijo, y la palabra de Jesús es la
palabra del Padre (Mt 11, 27; Lc 10,22; lo 1,18; 14,10.24; Heb 1,1-2).
Por todo ello, quien acepta la palabra de Jesús y la practica tiene la
vida eterna, pasa de la muerte a la vida (lo 5,24), queda limpio de pecado (lo
15,3), si bien es necesaria la gracia divina para acoger debidamente esa palabra
(Mt 19,11; Me 4,11; Le 9,45; lo 6,44.65).
7. La palabra de los Apóstoles, palabra de Dios. Después de la Ascensión
del Señor, la P. de D. Encarnada se manifiesta a los hombres por los testigos
autorizados de esa palabra, que son, en primer lugar, los Apóstoles (v.). En
adelante, toda p. de D. no será sino como un resonar de la Palabra Encarnada.
Los Apóstoles serán sobre todo ministros, es decir, servidores de esa palabra
(Le 1,2). En el N. T. aparece con claridad que la palabra de los Apóstoles es
una prolongación de la palabra de Jesucristo. La palabra apostólica sitúa a los
hombres ante la coyuntura de la fe, que ellos ofrecen por el Espíritu Santo, que
es Espíritu de Jesús (pues el Espíritu Santo, v., procede del amor mutuo que el
Padre y el Hijo se tienen), que se les envía (lo 15,26; Lc 10,16; cfr. lo 14,26;
15,20; 16,13, etc.).
La palabra de los Apóstoles es, pues, palabra de Jesús, p. de D., con la
característica de ser palabra fiel. Los Apóstoles hablan la p. de D. (Act 4,29;
8,25; 17,13; 18, 5.11). Esta habla por boca de los Apóstoles (Act 15,7). Sólo
ellos son «los testigos prefijados por Dios» (Act 10,40; 13,31), y como testigos
hablan de lo que «han visto y oÍDo» (Act 1,8.22; 2,32), no por propia
iniciativa, sino por mandato y misión de Jesucristo (Act 1,2; 20,24).
El testimonio de la palabra apostólica no es una repetición mecánica de
las palabras de Jesús, sino un testimonio inteligente, que explica de diferentes
maneras, con diversas expresiones, las mismas verdades acerca de Jesús. Es
también explicación, interpretación auténtica de los hechos y dichos (V.
CATEQUESIS I). Es admirable hasta qué punto Dios ha confiado a los hombres esa
palabra suya (V. MAGISTERIO ECLESIÁSTICO; TRADICIÓN).
La palabra apostólica, por lo mismo, es también eficaz y salvadora, porta
en sí la gracia de la conversión (Act 4,4; 10,44; Rom 10,17). El hombre debe
prestar atención a esta palabra apostólica (Act 2,40; 8,14; 11,1.11) y creerla (Act
13,48; 15,7). Si el hombre la acepta y persevera en ella, en la doctrina (Act
2,42), recibe la salvación (Act 11, 4; 16,31), el consuelo de su alma (Act
9,21), la paz de su espíritu (Act 8,38; 13,48.52). Por parte del Apóstol, el
servicio de la palabra exige la entrega generosa y sincera (1 Cor 9; 1 Thes 2; 2
Cor 4,1), sin mezcla de ideas personales extrañas (1 Cor 2,1 ss.; 2 Cor 11,23;
12,1). Exige también un esfuerzo por conseguir la santidad personal (2 Cor 1,12;
4,2; 1 Cor 9,27) y aceptar el sacrificioy los padecimientos que el servicio de
la misma lleva consigo, como testimonio también de la pasión de Cristo que
predica (2 Cor 1,3 ss.; 4,6; 11,23 ss.; 12,7 ss.).
Para el ejercicio del «servicio de la palabra» (diakonía toú lógou), los
Apóstoles gozarán de la asistencia del Espíritu Santo, que les enseñará y
recordará (didáxei e hypomnései) todo cuanto Jesús ha revelado (cfr. lo 14,
25-26; 16,12-15; Act 15,28). Esa acción iluminadora del Espíritu no es
independiente de la palabra de Cristo, sino que es un recuerdo y explicación de
ésta en los Apóstoles (lo 16,12-15).
8. La Sagrada Escritura, palabra de Dios. En su infinita sabiduría y amor,
Dios ha querido que las palabras más importantes y los acontecimientos clave que
pronunció y realizó en el Hijo y por medio de los profetas y de los Apóstoles
fueran conservadas por escrito. Para la redacción de éstos (la Biblia) eligió a
unos hombres, a lo largo de siglos, a los que inspiró para que escribiesen tales
libros. A esos escritores sagrados o hagiógrafos de tal modo los asistió durante
su tarea literaria, que todas aquellas cosas, y solamente aquellas que Dios
mismo quería que fuesen consignadas, hizo que las concibieran rectamente en su
inteligencia, que las quisieran escribir fielmente y que lograran el modo apto
de expresarlas (cfr. León XIII, Enc. Providentissimus Deus: EB 125). Dios ha
empleado, pues, a los hagiógrafos, para hablar a los hombres por escrito,
mediante el carisma especial de la inspiración (V. BIBLIA III). Mediante este
carisma, la S. E. tiene a Dios por autor principal, y al hombre como verdadero
autor también, pero secundario (cfr. Pío XII, Enc. Divino afflante Spiritu: EB
538).
Por esta constitución singular entre todos los libros existentes, la
Biblia o S. E. es llamada p. de D. Podemos decir que la S. E. es primariamente
p. de D., al ser Dios su autor principal. Al mismo tiempo, y sin contradicción,
es palabra humana, en cuanto que el hombre es también autor de ella, aunque
secundariamente. Pero, insistimos, la S. E. es sobre todo p. de D., como Dios
mismo la ha llamado por boca de los propios hagiógrafos, de los profetas del A.
T., de los Apóstoles y como lo ha recogido la Tradición toda de la Iglesia.
Cuando en la Liturgia, o en la lectura privada, se lee la S. E., se vuelve
a escuchar la p. de D., que señala las verdades divinas, mueve los corazones,
vuelca las gracias, excita a la fe y tiene fuerza salvadora y de conversión (v.
BIBLIA VIII). De este modo, la palabra profética del A. T., la palabra
apostólica del N. T., y, sobre todo, la palabra de Jesús, queda al ser
consignada por escrito, y conservada así en la Iglesia y explicada por ella,
como un sagrado depósito (V. FE III, A), que protege a la propia p. de D. y la
acerca, sirve y ofrece al hombre ininterrumpidamente. De esta manera, la p. de
D., fijada en la S. E., contribuye con la Tradición de la Iglesia y el
Magisterio, a nuestra salvación, según los designios sabios y amorosos de Dios.
9. La palabra de la Iglesia, palabra de Dios. Después de la muerte de los
Apóstoles, la predicación continúa en la Iglesia, y es también llamada p. de D.
Pero si la Revelación propiamente dicha, pública y oficial, terminó con la
muerte del último de los Apóstoles, ¿en qué sentido puede llamarse p. de D. a la
palabra de la Iglesia? A esto hay que responder que la Iglesia guarda la p. de
D. como un sagrado depósito (V. FE III, A), que transmite, explica y aplica a la
vida (V. TRADICIÓN; MAGISTERIO ECLESIÁSTICO). San Pablo ya era consciente de esa
función del Magisterio eclesiástico que iba a suceder al directamente
apostólico. En efecto, advierte a su discípulo Timoteo, a quien ha
constituidoPALABRA DE DIOS II - IIIobispo: «Las cosas que oíste de mí ante
muchos testigos confíalas a hombres fieles que sean capaces de enseñar a otros»
(2 Tim 2,2; cfr. 2 Tim 1,12-14; 1 Tim 1,3 ss.; 4,6; 6,3; 2 Tim 3,10.14; Tit
1,9). Timoteo se ha mostrado ya fiel discípulo del Apóstol (1 Tim 4,6) y
recibirá del Señor la inteligencia de lo que se contiene en la Dredicación
apostólica (2 Tim 2,7).
Pero Timoteo no es un caso singular, sino una muestra de lo que ocurre con
los sucesores de los Apóstoles. De este modo, el orden episcopal guarda por los
siglos ese sagrado depósito, lo explica de diversos modos sin alterar su
contenido y, según las necesidades de los oyentes y de los tiempos, saca las
aplicaciones para la vida espiritual y moral de los cristianos. El Espíritu
Santo no es ajeno a esa predicación, lo mismo que Jesucristo, que está presente
hasta el fin del mundo (Mt 28,19-20). La fuerza salvadora de Dios se manifiesta
de diversos modos en la palabra de los sucesores de los Apóstoles. Por estas
razones es legítimo llamar a la palabra de la Iglesia, p. de D.
De hecho, la palabra de la Iglesia tiene una multitud de formas, desde la
enseñanza solemne del Magisterio, hasta la predicación (v.) ordinaria de los
pastores y los simples presbíteros. Participando en diversos grados de la p. de
D., toda esta multiforme palabra de la Iglesia ha sido querida por Dios para
entregar a los hombres su palabra hasta el fin de los siglos. La autenticidad de
esa palabra de la Iglesia varía según el niunus u oficio eclesiástico desde el
cual se pronuncia y según la santidad o unión con Dios del ministro. Así nos
hallaremos ante la infalibilidad (v.) de cada acto del Magisterio solemne y del
Magisterio ordinario en su conjunto, o ante la falibilidad de un pastor
particular, no obstante, la gracia de estado. El ministro, sea cual fuere su
grado, deberá ante todo identificarse con la palabra auténtica de Dios que
predica: verificar la coherencia de su predicación con la de toda la Iglesia, y
entregarse a la oración personal, para que Jesucristo y el Espíritu Santo pongan
en él la p. de D.
BIBL.: Magisterio: CONC. VATICANO JI, Const. Gaudium et spes, n. 38.57; ID, Const. Dei Verbum, n. 1.10.12.13.17.19.21.23.24; ÍD, Const. Lumen gentium, n. 8.67; ÍD, Const. Sacrosantum Concilium, n. 8.9.11.21.35; ÍD, Decr. Presbyterorum ordinis, n. 4.12.13; LEóN XIII, Enc. Providentissimus Deus, año 1893: EB 125-127; BENEDICTO XV, Enc. Spiritus Paraclitus, año 1920: EB 471-472; Pío XII, Enc. Divino afflante Spiritu, año 1943: EB 538; PONTIFICIA COMISIóN BÍBLICA, Instr. Sancta Mater Ecclesia, año 1964; AAS 56 (1964) 712-718.
J. M. CASCIARD RAMíREZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991