PADRES, DEBERES DE LOS II. DEBERES MORALES.


Las obligaciones de los p. en cuanto esposos y en relación con los hijos toman su origen en la naturaleza misma del matrimonio, que es una sociedad -de características particulares-, especificada por sus fines y propiedades. Estos deberes -numerosos por ambas partes- se han desarrollado al tratar del matrimonio (v. MATRIMONIO V, 4-7). Por otro lado los d. de los p. entre sí no pueden desvincularse de los que tienen para con sus hijos, porque la armonía entre los cónyuges, el amor y la ayuda mutuos, es base imprescindible para la educación de los hijos, que prolonga y completa la procreación (cfr. Pío XI, Enc. Divini illius Magistri: AAS 22, 1930, 59). Así, la indisolubilidad del contrato matrimonial ha de llevar a los esposos, por encima de todo, a mantener incólume, fuerte y perpetuo el amor que los unió. Este primer deber tiene una importancia capital ya que sin él se destruye la familia y sufre la educación de los hijos.
     
      Deberes para con los hijos. El ejercicio de estos deberes pertenece a la virtud de la piedad (v.); es también estavirtud la que corresponde a las obligaciones que han de tener los hijos para con sus p. (v. HIJOS, DEBERES DE LOS); pero en la piedad de los p. no cabe aquel elemento específico de sumisión y obediencia que, en cambio, ha de estar presente en la piedad filial.
     
      Aparece en cambio una potestad de gobierno propia de los p. que viene a ser como un reflejo y una manifestación del gobierno de Dios sobre el mundo. Es, por tanto, un poder participado de Dios y tiene por fin el bien de los hijos y la paz familiar, no el provecho de los p., pues, como dice S. Pablo, «no han de atesorar los hijos para los padres, sino los padres para los hijos» (2 Cor 12,14); en consecuencia tal potestad ha de ejercerse acomodándose a los límites queridos por Dios para que se alcance el fin propuesto.
     
      El contenido de esa potestad recae directamente sobre el cuidado y educación que han de tener con los hijos; pero conviene huir de un frío juridicismo ya que el ejercicio de aquella potestad debe estar siempre informado por el amor. Tales deberes revisten una obligación moral grave, y los p. pueden pecar por descuido de ellos; incluso gravemente si tal incumplimiento lleva consigo acciones u omisiones que acarrean un mal notorio para los hijos.
     
      Estos deberes se extienden con características diferentes, a lo largo de toda la vida (v. INFANCIA; ADOLESCENCIA Y JUVENTUD). Aunque aquí se tratan preferentemente los deberes referentes a la educación de los hijos, no pueden olvidarse los deberes relativos a los cuidados materiales. Compete a los p. que sus hijos reciban todo lo necesario para que puedan desarrollarse con una normalidad psíquica y física, huyendo de dos extremos igualmente perniciosos: de una solicitud casi obseviva por el hijo pequeño, para que no haya nada que le contradiga; y, del extremo opuesto: desentenderse de aquellos cuidados elementales que son imprescindibles para el desarrollo armónico de su organismo y personalidad.
     
      No se contempla aquí el caso particular de p. no legítimamente unidos en matrimonio o separados; pero baste decir que esa eventualidad no disminuye en nada la fuerza y obligatoriedad de los deberes, aun en el caso de que, según el Derecho civil, los hijos queden confiados única y exclusivamente al padre o a la madre.
     
      Deberes referentes a la educación de los hijos. Este munus docendi lleva consigo que los p. hayan adquirido -y se preocupen de incrementar- la formación necesaria para enseñar a sus hijos, no sólo con palabras, sino principalmente con el ejemplo.
     
      Por otro lado, el fin que deben proponerse los p. en la labor educativa de sus hijos es formarles para que amen y ejerciten rectamente la libertad y la responsabilidad personal. Ésta ha de ser la meta de toda labor pedagógica. La educación verdadera supone facilitar la asimilación de los conocimientos necesarios y la adquisición de hábitos e ideales oportunos, para que la persona pueda actuar después con mayor libertad.
     
      Como la operación sigue al ser, el modo de obrar humano debe adecuarse a las exigencias ontológicas del hombre. Por esta razón, la pedagogía de la libertad ha de contar necesariamente con la referencia a Dios, porque sólo ella permite ver la entera realidad de lo que el hombre es; no cabe, pues, una educación para la libertad si, en ella, falta este aspecto básico. Y junto a él, se ha de facilitar también a los hijos el conocimiento adecuado de la realidad material, psicológica y social. Se trata, en fin, de educar su inteligencia y su capacidad de razonar, porque quien se sirve de la razón y del entendimiento -rectamente formados- podrá actuar después según la verdad, esto es, libremente. La formación del criterio se convierte así en el mejor antÍDoto contra una existencia masificada, despersonalizante.
     
      Todo esto conlleva la simultánea educación de la voluntad: enseñar a los hijos a dominar los impulsos y a encauzar lo que de positivo hay en ellos, dirigiendo las pasiones y tendencias que se oponen al recto uso de la libertad. El ejercicio de las virtudes humanas y sobrenaturales -generosidad, valentía, sinceridad, castidad, piedad, etc- es imprescindible en esta labor pedagógica.
     
      Esta educación en la libertad y responsabilidad no supone una dejación en el ejercicio de la autoridad de los p., aunque hoy el problema parece haberse recrudecido ante la llamada crisis de generaciones, y ante la rebeldía de los jóvenes. Pero el problema radica más en el modo de ejercer la autoridad que en la necesidad que hay de ella, pues es incuestionable que «el niño, el chico, el muchacho, piden a voces autoridad, porque sin ella se sienten desorientados, sin norte, sin guía, y entonces encuentran en su camino una mezcla de duda, angustia y tristeza» (Miralbell Andreu, o. c. en bibl.).
     
      Los p. han recibido de Dios su autoridad para orientar y dirigir la formación integral de sus hijos en un clima de amor. Éste es el ámbito que los p. han de tomar siempre como punto de referencia al ejercer su autoridad. Lo que equivale a decir que la autoridad nunca ha de ser imposición, capricho, arbitrio, sino fruto de unas decisiones razonables, oportunas, concretas. Requiere en ellos un equilibrio humano, psicológico y moral de gran altura; más aún: deben enseñar con su propia vida lo que mandan con la palabra. Faltaría la fuerza moral para exigir de los hijos. algo que los propios p. no practican; y éste es el punto central que conduce a la crisis de autoridad. Una vez más los p. tienen que «ir por delante» de sus hijos, razonándoles los mandatos que les dan, hablando serenamente con ellos, etc.; en una palabra, amando el bien de sus hijos. A la vez, han de unir siempre el cariño a la fortaleza, sin caer en la blandenguería ni en la sequedad de los mandatos; exigir con más ahínco el cultivo de virtudes fundamentales, en lugar de otras cosas de valor muy secundario; cuando los p. han perdido momentáneamente la calma interior, esperar otro momento más oportuno para corregir a los hijos, etc.
     
      Base imprescindible para la educación de los hijos es que los p. sean verdaderamente amigos de sus hijos, sin que pierdan autoridad. Según las diferentes edades de los hijos, será diversa la manera de lograr su amistad Para ello los p. deben dedicarles tiempo, participando en sus juegos y diversiones; interesarse por sus estudios y pequeños problemas; etc.
     
      Esta educación que comienza en el hogar, se complementa más tarde, al llegar la edad escolar, con la formación que reciben los hijos en los centros educativos. Pero no ha de faltar la vigilancia prudente de los p. para cerciorarse de que la formación impartida en tales centros, es verdaderamente un complemento y no una destrucción de la recibida en el hogar. No debe olvidarse que el libre ejercicio del derecho a la educación compete originaria e inalienablemente a los p.; las instituciones educativas -sean privadas o estatales- no pueden impedir ni obstaculizar el ejercicio de tal derecho. Se exponen a continuación algunos aspectos concretos de los d. de los p. en relación con la educación de los hijos. Para otros aspectos, v. EDUCACIÓN.
     
      Educación humana. Se inicia fundamentalmente en el propio hogar y desde los primeros años de la vida (v. EDUCACIÓN II). Tomando como base la amistad, corresponde a los p. descubrir a sus hijos el valor de las virtudes humanas: de la laboriosidad, sinceridad, del respeto a la libertad, del orden, del sentido de responsabilidad, etc. Para ello conviene tomar ocasión de las incidencias ordinarias que acontecen en la vida del hogar, a la vez que -de modo pedagógico- se les estimula en todas esas virtudes con los correspondientes premios y castigos. Éstos han de obedecer a una valoración objetiva de los hechos y nunca a un estado anímico de los p., porque sólo así -cuando hay una causa que justifica el premio o el castigo- aprenden los hijos a distinguir, desde pequeños, entre un comportamiento bueno o malo y a conocer las causas y motivos por los que aquellas acciones son buenas o malas. Puede resultar deformante para un pequeño, que espera ser premiado o castigado por algo que ha hecho, el que los p. se inhiban completamente de la acción realizada; además, pierden con ello la ocasión de formarles el criterio en el aspecto de que se trate.
     
      Una faceta importante que suele ser motivo de preocupación para numerosos p., es la que atañe a la información sobre el origen de la vida (v. EDUCACIÓN V). En muchas ocasiones prefieren dejarla en manos de otras personas, y temen enfrentarse con esta materia cuando es realmente a los p. a quienes corresponde de modo principal afrontarla: a la madre por lo que se refiere a sus hijas; y al padre por lo que mira a los chicos. Esto se ha de llevar a cabo desde los primeros años, gradualmente, explicando a los hijos en cada momento, lo que estén capacitados para entender. Y también, en el momento preciso, jamás debe faltar la referencia a Dios que es quien ha dispuesto de modo maravilloso la transmisión de la vida; si se omite este aspecto fundamental no se formará bien a los hijos en esta materia y repercutirá negativamente en su conducta, porque esta faceta humana de la educación se entrelaza estrechísimamente con la formación ascética y doctrinal religiosa.
     
      Educación espiritual. Este deber comienza desde los primeros momentos en que los hijos vienen a la vida: si los p. son cristianos han de procurar que sus hijos reciban lo antes posible el sacramento del Bautismo. Carecen de todo fundamento teológico las opiniones según las cuales conviene retrasar el Bautismo de los niños hasta una edad en que sean capaces de discernir y aceptar las obligaciones que tal sacramento comporta. Semejantes opiniones están basadas en criterios puramente humanos, que olvidan o ignoran la naturaleza propia de la gracia sacramental.
     
      Los p., más adelante, han de saber despertar en sus hijos la llamada a la santidad (v.) que recibieron con el Bautismo, inculcándoles las primeras prácticas de piedad. «En todos los ambientes cristianos se sabe, por experiencia, qué buenos resultados da esa natural y sobrenatural iniciación a la vida de piedad, hecha en el calor del hogar. El niño aprende a colocar al Señor en la línea de los primeros y más fundamentales afectos; aprende a tratar a Dios como Padre y a la Virgen como Madre; aprende a rezar, siguiendo el ejemplo de sus padres» (J. Escrivá de Balaguer, Conversaciones, 9 ed. Madrid 1973, n° 103).
     
      Han de esforzarse los p. para no falsear, por comodidad, los principios morales y, en una labor incansable, deben formar y orientar con rectitud la conciencia (v.) moral de sus hijos: hacerles ver el porqué de una acción buena o mala, sin caer en rigorismos que complicarían esta formación moral.
     
      No ha de faltar tampoco el sentido cristiano que entrañan las relaciones con los demás. Es en la propia familia donde se deben poner los cimientos de esa entrega a los otros, comenzando por corregir, poco a poco, el egocentrismo que se manifiesta en los niños de corta edad. Se les enseña a vivir una actitud de servicio y ayuda a los demás, p. ej., cediendo a sus hermanos el uso de algo que a ellos mismos les han regalado. En años sucesivos, serán otras cosas: dedicar tiempo a hermanos más pequeños para ayudarles en sus estudios, cuidar de ellos, etc. En esta misma línea de servicio e interés por las personas, hay que dar entrada a los valores humanos y sobrenaturales: al transmitirlos a sus amigos y conocidos aprenden a realizar con ellos una labor apostólica.
     
      Educación doctrinal-religiosa. Junto a las prácticas de piedad antes aludidas, ha de ir la correspondiente base doctrinal: la enseñanza de las verdades sobrenaturales a las que se llega a través de la fe. No pueden excusarse los p. diciendo que no las han adquirido en grado suficiente, pues en esos primeros años de los hijos, basta con una formación catequética sencilla, para la que pueden servirse de un Catecismo de doctrina segura. Es un deber grave suministrarles los primeros contenidos de la fe (V. EDUCACIÓN III).
     
      Cuando los hijos se van haciendo mayores deben preocuparse los p. para que esa formación de la fe crezca en sus hijos, a la par que el desarrollo de su inteligencia. Pueden contar para ello con el auxilio de personas a quienes, por su preparación y seguridad doctrinal, confíen esa labor. Tiene especial importancia vigilar sus lecturas; pero más que prohibir y adoptar una postura meramente restrictiva es preciso orientarles y, sobre todo, adelantarse a ellos en este terreno para sugerir las que les podrían resultar más formativas.
     
      Las costumbres sociales ejercen, en ocasiones, un papel disolvente, no ya de los principios morales sino de los fundamentos mismos de la fe. Por este motivo, han de vigilar los p. el ambiente en que sus hijos se desenvuelven: amistades, lugares que frecuentan, etc., y procurar poner a su alcance los medios necesarios para que la formación doctrinal-religiosa no sufra detrimento.
     
     

V. t.: EDUCACIÓN; FAMILIA IV y V; HIJOS, DEBERES DE LOS; MATRIMONIO V, 4-7;BIBL.: LEÓN XIII, Enc. Arcanum divinae, 10 febr. 1880; Pío XI, Enc. Divini illius Magistri, 31 dic. 1929: AAS 22 (1930) 49-86; CONO. VATICANO II, Declaración Gravissimum educationis, 28 oct. 1965: AAS 58 (1966) 728-739; J. LECLERCQ, La familia, 5 ed. Barcelona 1967, 333-369; E. MIRALBELL ANDREU, (Sabernos ser padres?, Madrid 1971; J. URTEAGA, Dios y los hijos, 9 ed. Madrid 1973; G. COURTOIs, El arte de educar a los niños de hoy, Madrid 1963; V. BAILARD y R. STRANG, Entrevistas entre padres y maestros, Madrid 1969; J. L. GARCí.A GARRIDO, Comunismo y educación familiar, Madrid 1969; V. GARCÍA Hoz, Educación personalizada, Madrid 1970; J. DE VEGA RALEA, La familia y la educación, Madrid 1972; VARIOS, La pedagogía cristiana, Brescia 1954; ÍD, Ueducazione cristiana dopo il Concilio, Brescia 1967: ÍD, Padres y adolescentes, «Nuestro Tiempo», n- 211 (1972) 5-134 (n° monográfico, con bibl.); ID, Educación familiar, «Nuestro Tiempo», n» 180 (1969) 681-833 (n° monográfico, con bibl.).

 

J. A. GARCíA-PRIETO SEGURA.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991