PADRE NUESTRO II. LITURGIA Y PASTORAL.


La oración del P. N. ha tenido siempre en la Iglesia una importancia grande, desde los primeros años del cristianismo. La Didajé (s. I; V.) lo transcribe íntegro y añade: «así oraréis tres veces al día» (VIII,2), con lo cual parece indicar que el P. N. sustituyó a las fórmulas judías del Shema (oraciones de la mañana y de la tarde) y del Tephilla (oraciones del mediodía). Desde la enseñanza de Jesús, el P. N.
     
      PADRE NUESTROha sido considerado por los cristianos como la oración por excelencia. No es de extrañar que ocupase también un lugar destacado en la celebración de la liturgia, como lo prueban muchos testimonios, especialmente en el Oficio divino, en el Bautismo y en la Santa Misa; en otras celebraciones litúrgicas también se incluye el P. N., aunque no de modo tan solemne como las mencionadas.
     
      En el Oficio divino. Uno de los testimonios más explícitos de la inserción del P. N. en el Oficio divino (v.) o Liturgia de las Horas lo encontramos en la Regla de S. Benito: «Jamás deben terminarse los oficios de Laudes y Vísperas sin que al final recite el superior íntegramente, oyéndolo todos, la oración dominical, a causa de las espinas de los escándalos que suelen nacer, para que advertidos por la promesa de la misma oración por la cual dicen: Perdónanos así como nosotros perdonamos, se purifiquen de semejante vicio. Pero en los demás oficios, dígase la última parte de esta oración, para que todos respondan: Mas líbranos del mal» (c. 13,12-14). El Oficio benedictino hacía que las preces terminasen con el P. N., costumbre que se ha seguido en la Iglesia hasta nuestros días.
     
      En Roma, durante los primeros siglos, no se rezaba el P. N. después de las preces, sino solamente la colecta, según el estilo romano en otros aspectos de la liturgia. S. Benito coloca también el P. N. al final del oficio de los Nocturnos, considerado por él como Hora independiente, mientras que en Roma los Nocturnos, considerados como una Hora junto con las Laudes, no tenían oración conclusiva, pues la absolución no puede tomarse como tal. Amalario (v.) afirma que los romanos no cantaban después de los salmos nocturnales la oración dominical, sino que decían un breve capítulo (cfr. J. M.
     
      - Hanssens, Amalarii Episcopi opera liturgica omnia, III, Vaticano 1950, 14). Formó parte de las preces de las demás horas por influencia del oficio benedictino, pero esta influencia desapareció más tarde en las Laudes y Vísperas.
     
      En la reforma de la Liturgia de las Horas se ha dado gran importancia al rezo del P. N. en Laudes y Vísperas. De este modo se tiene la recitación del P. N. tres veces al día de un modo solemne. A esta oración se refieren los n° 194-196 de la Institutio generalis de Liturgia Horarum con estas palabras: «En Laudes matutinas y Vísperas, como Horas más populares que son, después de las preces tiene lugar, en conformidad con su dignidad, la oración dominical, según una venerable tradición. Por consiguiente, de ahora en adelante, la oración dominical se dirá tres veces, cada día, solemnemente, a saber, en la Misa, en las Laudes matutinas y en Vísperas. El Padre Nuestro se dice por todos, anteponiendo una breve monición, según las circunstancias».
     
      En los ritos del Bautismo. No cabe duda que los que se preparaban al Bautismo (v.) eran iniciados no sólo en el conocimiento de la fe cristiana, sino también en el de la oración. Pero no se conoce cuando se introdujo en los ritos bautismales. Ni de los comentarios de S. Cipriano (De Oratione dominica), ni del tratado De Oratione de Tertuliano puede deducirse la existencia de un rito especial sobre la proclamación del P. N. a los catecúmenos (v.), sino únicamente que era una oración muy apreciada en los primeros siglos de la Iglesia.
     
      Se puede afirmar que ese rito especial existía en tiempo de S. Agustín, el cual escribió varios sermones sobre el tema (cfr. Sermo 58,5: PL 38,395; Sermo 56,10: PL 38,381; Sermo 59,6: PL 38,401). Ese rito, en una elaboración más detallada de la liturgia bautismal, se llamó traditio et redditio, es decir, la proclamación del P. N.
     
      con una breve exposición de todas las peticiones y la recitación de memoria que poco después hacían los catecúmenos. Estos ritos también se tenían para el Credo o Símbolo de la fe (v. FE II), y algo semejante también se hizo con respecto a los cuatro Evangelios (v. BAUTISMO IV). Los libros litúrgicos más antiguos que se conocen con estos ritos son: el Sacramentario gelasiano y el Ordo XI (v. LIBROS LITÚRGICOS). En algunos lugares antes de hacer la proclamación del P. N. a los catecúmenos se leía el pasaje de S. Mateo 6,7-13, como lo da a entender S. Agustín (Sermo 58)Hasta la reforma litúrgica promovida con el Conc. Vaticano II la recitación del P. N. se tenía junto con la del Símbolo de la fe en los ritos previos a la ablución bautismal. En el nuevo rito del Bautismo esto se ha modificado con el fin de que aparezca más real la recitación del P. N. incluido también el bautizado, ya hecho hijo adoptivo de Dios por la gracia. Así lo da a entender la monición que precede: «...Ahora nosotros, en nombre de estos niños, que son ya hijos por el Espíritu de adopción que todos hemos recibido, oremos juntos como Cristo nos enseñó: Padre Nuestro que estás en los cielos...». Cuando el Bautismo se celebra dentro de la Misa se omite la recitación del P. N. y se hace en el lugar prescrito en el Misal, con el fin de no repetir dos veces la misma oración.
     
      En la Misa. Consta que en el s. IV se tenía el P. N. como oración preparatoria a la Comunión y esto por dos razones: porque se veía en la expresión «pan nuestro» a la Eucaristía, y por la petición y ofrecimiento de perdón. Sobre la interpretación eucarística dice S. Cipriano (o. c. 18): «Así le llamamos también pan nuestro, porque Cristo es el pan de los que tomamos su Cuerpo. Éste es el pan que pedimos nos dé cada día, no sea que los que estamos en Cristo y recibimos cotidianamente la Eucaristía como alimento de salud, por quedar privados y sin la comunión del pan celestial, por algún delito grave, nos veamos separados del Cuerpo de Cristo». Lo mismo afirman S. Ambrosio (cfr. De Sacramentis, 5,24-25), S. Cirilo de Jerusalén (cfr. Catequesis Mistagógica 5,14) y en general todos los Padres Orientales exceptuado S. Gregorio de Nisa. El sentido penitencial nos lo afirma S. Agustín con estas palabras: «... perdónanos nuestras deudas... Lavemos la cara con estas palabras y acerquémonos al altar a comulgar el Cuerpo de Cristo» (cfr. Sermo, 17,5: PL 38,127). El P. N., pues, aparece en la Misa, en la preparación a la Comunión, en todas las liturgias, con sólo alguna diferencia acerca del lugar para su recitación.
     
      Norma más común, al menos en Occidente, era la de situarlo después de la fracción del pan eucarístico, pero no faltan ritos en los que se rezaba antes. En el rito romano (v.) se tenía después de la fracción, pero S. Gregorio Magno lo trasladó antes de la misma, tal vez por influencia de algunas liturgias orientales. Esto provocó alguna protesta y el Papa justificó ese traslado en una carta a Juan, obispo de Siracusa, en la que decía: «La oración dominical la decimos inmediatamente después de las preces (el canon apostólico), es decir, no después de la fracción, porque fue costumbre de los Apóstoles consagrar la hostia de la oblación con sola esa oración (el canon), y me ha parecido muy inconveniente el que dijéramos sobre la oblación (el Cuerpo y la Sangre del Señor) la oración compuesta por un hombre erudito y que no dejáramos sobre su Cuerpo y Sangre la tradición (oración) compuesta por nuestro Redentor» (Carta 9,12: PL 77,956-957). Esa costumbre ha permanecido en la liturgia romana hasta nuestros días.
     
      Otra diferencia la encontramos en el modo de recitarlo o de cantarlo. En Oriente, según indica S. Gregorio Magno en la referida carta, la costumbre es recitar o cantarlo todos en común. En Roma sólo lo recitaba el celebrante. Esta práctica ha existido hasta el Conc. Vaticano II, que ha prescrito la recitación o canto del P. N. por el sacerdote celebrante y por el pueblo juntos.
     
     

BIBL.: P. M. Gr, Les rites de la conanunion eucharistique, «La Maison-Dieun, 24 (1950) 141-160; A. G. MARTIMORT, La Iglesia en oración, Barcelona 1964, 449-452, 573 y 845; J. A. JUNGMANN, El Sacrificio de la Misa, Madrid 1953, 963-978.

 

M. GARRIDO BONAÑO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991