NICODEMO
Fariseo contemporáneo de Cristo (lo 3,1), miembro del Sanedrín (lo 7,45.50) y
gran doctor de la Ley (lo 3,10). Que sepamos, de todos los miembros del Sanedrín
(v.), sólo él (lo 7,51), junto con José de Arimatea (Lc 23,51; v.), no se
sumaron a la condenación de Jesús. Y ambos cuidaron de dar honrosa sepultura a
Jesús, llevando por su cuenta unas cien libras de mirra y áloes para
embalsamarlo (lo 19,39).
El Evangelio de S. Juan es el único que lo nombra, y a él debemos cuanto
sabemos de este personaje. El apócrifo llamado Evangelio de Nicodemo, que nos
narra la Pasión de Cristo, es tardío y novelesco, y además nada añade sobre lo
que nos dice S. Juan, aunque sí detalles varios de la Pasión que han pasado a la
tradición popular, como el nombre de los dos ladrones. Los Sinópticos lo
silencian por completo: nombran a José de Arimatea, con ocasión de la sepultura
del Señor, igual que lo hace S. Juan, pero nada dicen de la importante
contribución a esa sepultura de N., que, en cambio, S. Juan destaca.
La razón de este silencio no parece ser otra que el plan de los
Sinópticos: la vida de Jesús se muestra en ellos como una tragedia, cuyo
desenlace se va preparando, y finalmente se consuma, por obra de las
autoridades, de los fariseos y de los doctores de la Ley, que se presentan como
los enemigos cada vez más encarnizados de Cristo (cfr. Mt 23,1-39; Mc 12,38-40;
Lc 11,39-52; 20,45 ss.; Mt 11,25-27). Consignar la excepción de N.,
perteneciente al Sanedrín, podía disminuir en los cristianos la impresión de las
palabras de Jesús y de sus imprecaciones y, sobre todo, podía contribuir a
disminuir su guardia contra el fermento o doctrina farisaica. Por eso, sin duda,
lo silenciaron, mientras nombran, igual que S. Juan, a José de Arimatea: éste
pertenecía al Sanedrín, pero no en virtud de su ciencia (no era fariseo, ni
maestro de la Ley), sino por su nobleza, su prestigio y su riqueza e influencia.
Su mención no podía así ser ocasión de que los primeros cristianos disminuyeran
su guardia contra las enseñanzas de los fariseos que los rodeaban.
Cuando S. Juan escribe su Evangelio, tal peligro había desaparecido.
Interesaba entonces destacar que a todos estaba abierta la posibilidad de
salvación, incluso a los «sabios y prudentes». Por eso S. Juan pudo destacar la
figura de N., como ejemplo de la eficacia de la voluntad salvífica universal
divina, y describirnos la conversión de N.: es el único caso evangélico en que
se nos narra la génesis de una conversión con tanto detalle.
Conversión de Nicodemo. Nicodemo no resiste a la verdad: los signos y
milagros obrados por Jesús le convencen de que Dios le ha enviado como Maestro
al que debe escucharse (lo 3,2). Ése es el principio de su salvación. Pero no
quiere comprometerse, y va a Jesús de noche y en secreto. Jesús renuncia a su
descanso, y no hace ni la más leve alusión a la cobardía de quien le visitaba,
que no se atrevía a ir a Él de día: es la caridad de Cristo, que favorece por
todas las vías la conversión de las almas.
El contenido de la entrevista es aleccionador. Ni una sola alabanza a la
ciencia del rabino, antes bien una fina insinuación de su ignorancia: «¿Tú eres
maestro en Israel, e ignoras esto?» (lo 3,10). Ni el más mínimo atisbo de que
Jesús se sienta halagado de que un tan gran rabino venga a consultarle. Por el
contrario, de un modo tan claro y autoritativo le propone sus enseñanzas y
exigencias, que más bien parece buscar despertar todas las resistencias de su
orgullo para que valientemente se enfrente con ellas desde un principio.
En primer lugar, Dios le ama inmensamente, pero se condenará si no cree.
Sólo la fe en el Hijo Unigénito de Dios le salvará. Si no llega a esa fe, se
condenará, por su oposición a la luz y por sus malas obras (lo 3, 16-21).
Jesús le enfrenta a otras dos verdades, no menos opuestas a su mentalidad
rabínica. La una es que no basta ser judío para salvarse: para entrar al Reino
de Dios, se requiere renacer, ser hechos hijos de Dios, por el bautismo de agua
y el Espíritu Santo: al verdadero pueblo de Dios pertenecerán cuantos reciban
ese bautismo, judíos o no; y no pertenecerán a ese pueblo cuantos no reciban el
bautismo, aunque por nacimiento sean judíos (lo 3,3-13). La otra es que el
Mesías, que es Él, verdadero Hijo de Dios, y, por tanto, también Dios verdadero,
no ha venido para triunfar como rey temporal, cual ellos esperaban, sino para
morir en la cruz para salvación eterna de todos aquellos que en Él crean (lo
3,14-17).
La enseñanza de Jesús fue graduada y sabiamente progresiva: a sus mismos
Apóstoles, sólo tal vez unos seis meses antes de su pasión les descubre
claramente su divinidad (confesión de Pedro), y les habla de la Pasión que le
esperaba en Jerusalén. Mas la enseñanza que da a N. -en los mismos principios de
su vida públicaes plena, y abrupta: fe en la divinidad de Cristo que habla con
él, muerte redentora del Mesías, constitución de un Nuevo Pueblo de Dios. Parece
como si no le interesara la conversión de N., pues así la intima cuanto más
resistencia podía crear en él. Mas la semilla estaba sembrada y seguramente tras
no pocas resistencias germinó y creció.
Reunido el Sanedrín, busca la manera de condenar a Cristo; y entre la
oposición a incredulidad de aquellos 72 reunidos, surge la fe de N.: «¿Por
ventura vuestra ley juzga a un hombre sin oírle primero y enterarse de lo que
hace?» (lo 7,50-51). Respondiéronle: «¿Es que tú también eres galileo? Examina
las Escrituras, y ve que nunca surgió un profeta de Galilea» (lo 7,52). Su
frágil fe tal vez vacilara y no se atrevió a replicar. Mas su autoridad era
tanta, que su intervención evitó por entonces la condena de Jesús: tras el
alboroto producido, y sin decidir nada, «volvió cada cual a su casa» (lo 7,53).
Esta primera defensa de la Verdad imprimió a la incipiente fe de N. un
impulso vigoroso. Pronto fue demasiado notoria para que pasase inadvertida a sus
compañeros. Por eso no asiste a la nueva reunión que se celebra para decidir la
muerte de Jesús (lo 11,47 ss.), ni a las reuniones convocadas durante la Pasión:
o le eliminaban, o se autoeliminaba. Su fe ya no le permitía la convivencia con
sus antiguos compañeros; pero aún no era lo bastante fuerte para lanzarle
abiertamente hacia Jesús. Jesús no lo busca, porque pertenece al número de «los
sabios y los prudentes» (Mt 11,25). Para curar su soberbia convenía, no que
Jesús le buscara, sino esperar a que él buscara a Jesús.
Y llega la catástrofe de la Pasión, y la fe de N. se manifiesta. Cuando a
todos les domina el temor, él abandona sus cobardías y prejuicios, y pasa al
bando de Jesús: «Vino José de Arimatea y tomó el cuerpo de Jesús. Y vino también
Nicodemo, aquel que había venido a Jesús de noche, trayendo consigo unas cien
libras de mirra y áloes. Y tomaron el cuerpo de Jesús y lo fajaron con sábanas
empapadas en los aromas, según es uso de los judíos sepultar» (lo 19,38-40).
De su actuación posterior en la Iglesia naciente, el silencio vuelve a ser
absoluto, sin duda se le silenció por un motivo análogo, aunque diferente, al
que impulsó a los Sinópticos a silenciarlo en la vida del Señor.
Según una tradición, N. se convirtió al cristianismo. Su nombre se lee en
el Martirologio Romano (3 agosto), porque se dice que su cuerpo fue hallado con
el de S. Esteban (efr. Epístola Lucían¡ ad omnem Ecclesiam: PL 41, 807-815).
BIBL.: F. SPADAFORA-A. CARDINALI, Nicodemo, en Bibl. Sanct. 9, 905-908; 1. M. VOSTE, Studia loannea, Roma 1930, 101-128; A. MOLIM, Nicodéme, en DB IV,1614-1616; A. PACTOS, Cristo y los intelectuales, Madrid 1955, 26-32.
A. PACIOS LÓPEZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991