Naturalismo. Teología
En sentido teológico, el n. designa la tendencia a
borrar la realidad de lo sobrenatural (v.) o a disminuir en exceso su
importancia en la vida humana, concibiéndolo, por tanto, como algo yuxtapuesto a
una naturaleza que se basta por sí misma. Más radicalmente (v. I) implica la
afirmación de la naturaleza como el principio único y absoluto de lo real y, por
tanto, el ateísmo (v.). Constituye una enseñanza teórica y una actitud práctica,
que ataca a la esencia misma del cristianismo, es decir, al reconocimiento de
Dios y de su intervención salvífica en la vida humana. El n. es el fondo de
muchas corrientes opuestas al cristianismo en todos los tiempos, y puede
infiltrarse en todos los ámbitos de la teología; pero de manera más específica e
inmediata se plantea a propósito de la gracia (v.), cuya necesidad niega, o a la
que reduce al plano de la naturaleza. Con ello tiene también una repercusión
esencial en la concepción de la vida espiritual y de la ascética cristiana (v.).
Tiene una pervivencia renovada, en formas diversas, a través de la historia del
cristianismo, y posee vigencia actual. '1. Principales repercusiones del
naturalismo en el campo específicamente teológico. Habiendo sido ya expuesto un
panorama general del n. (v. I), vamos a limitarnos aquí a señalar aquellas
formas de n. o seminaturalismo que se han manifestada con ocasión de temas
directamente teológicos o que han conducido a actitudes frente al hecho
cristiano.
Una primera expresión destacada es el pelagianismo (V. PELAGIO Y PELAGIANISMO),
que está en dependencia directa del estoicismo filosófico con su peculiar forma
de entender la fuerza de la libertad humana como fuente de virtud y las
posibilidades de un obrar conforme a las exigencias de la razón. Así el
pelagianismo afirma que -aun después del pecado original; V. PECADO II- no es
necesaria ni se da la gracia interna, ya que el libre albedrío, que no ha sido
afectado por el pecado, es suficiente por sí solo para realizar el bien, de modo
que la gracia interna, si se diera, destruiría la libertad.- Con ocasión de la
controversia antipelagiana surgieron nuevas corrientes en el mismo sentido,
aunque con fórmulas suavizadas; es lo que se conoce con el nombre de
semipelagianismo (v.), que, aun afirmando la necesidad de la gracia para
perseverar en el bien, otorga al hombre la iniciativa en el orden de la
salvación; es el hombre -afirman- quien, con sus solas fuerzas, se vuelve hacia
Dios, el cual, acogiendo esa buena voluntad, confiere su gracia merced a la cual
se puede perseverar en el bien iniciado. Como se ve ambas corrientes coinciden
en dividir la acción humana atribuyendo parte a Dios y parte al hombre, sin
conseguir alcanzar la visión auténtica de una acción humana como fruto de la
libertad fundada en la gracia.
Siglos después el n. llegará al ámbito de la teología con rasgos que recuerdan
al pelagianismo en algunos representantes del movimiento humanista (V.
HUMANISMO). En esa misma época va a invadir también el campo de la teología a
causa de un giro paradójico de la enseñanza de los reformadores protestantes,
que propugnaban un sobrenaturalismo exagerado. Partiendo del postulado de que la
libertad humana quedó radicalmente viciada, más aún, corrompida por el pecado
original, Lutero (v.), Calvino (v.), etc., afirman que la gracia no puede
trasformar ni el ser ni el obrar humanos, de modo que bajo ella el hombre sigue
en su condición corrompida. De esa forma el pensamiento luterano-calvinista
destruye la realidad sobrenatural participada, ya que evacua su contenido, y
deja a lo natural como subsistente por sí mismo: si lo sobrenatural no se
realiza de hecho en el hombre, que no es intrínsecamente trasformado por el don
de Dios, lo humano queda sí encerrado en su nuda condición de naturaleza
corrompida, pero afirmado como algo que, en su orden, se explica por sí mismo.
El giro naturalista que dio el pensamiento protestante posterior (V. LIBERAL,
TEOLOGíA) entronca con este aspecto de la doctrina luterana.
Las formas de n. en el campo teológico que hemos señalado se sitúan todas en el
terreno de la explicación del obrar humano. No han faltado en la época antigua
manifestaciones de n. en el campo del conocimiento: asíen el momento del surgir
de las grandes síntesis teológicas se dan algunos brotes de racionalismo
teológico. Estaba, sin embargo, reservada a los tiempos modernos el difundirse
de esa actitud: el racionalismo (v.) es en efecto la forma característica del n.
en la época contemporánea. Partiendo de la consideración de la razón humana como
una facultad que encuentra en sí misma la verdad, niega la necesidad de ninguna
ayuda de Dios (Revelación; v.) en orden al conocimiento. La razón humana es
considerada norma única y sólo cuenta lo que cae dentro de sus virtualidades. Al
proyectarse sobre el pensamiento cristiano, niega a éste todo valor o lo deja
reducido a un cuerpo de doctrina sustancialmente natural; o, finalmente, afirma
que los dogmas una vez conocidos por Revelación, son susceptibles de
demostración filosófica (semirracionalismo). De este n. básico se alimentan las
numerosas tendencias que desde finales del s. xix van aplicando los postulados
del racionalismo a los distintos ámbitos de la actividad humana: el liberalismo
entendido como indiferentismo religioso, que no reconoce diferencia alguna entre
las religiones, ya que lo único que importaría sería el obrar naturalmente
bueno; el laicismo (v.), que aplica esa visión al tema de las relaciones entre
Estado y religión; el llamado americanismO (V. ACTIVIDAD Y ACTIVISMO II, 2),
que, en el terreno de la moral, promovía el cultivo de las fuerzas naturales del
hombre, sin acertar a ver el significado vital de las calificadas como «virtudes
pasivas» (humildad, obediencia, mortificación, etc.); el modernismo (v.), para
el que lo subrenatural, en el mejor de los casos, es sólo una exigencia del
sentimiento humano, y en el que, por consiguiente, la trascendencia sobrenatural
queda negada y reducida a estricta inmanencia; las corrientes de la
secularización (v.), que, al menos en algunas de sus manifestaciones, son o
propensas al n. o estrictamente naturalistas, puesto que sus afirmaciones sobre
la mayoría de edad del hombre y del mundo actual no dejan lugar para Dios, para
la gracia ni para la oración: el hombre -según esa idea- se basta a sí mismo, y
Dios no interviene para nada en su vida, de manera que debe hablarse de «muerte
de Dios», en algunos casos con el alcance de una negación radical de todo lo que
pudiera calificarse de sobrenatural y más aún de trascendente; algunas doctrinas
derivadas de las hipótesis del evolucionismo (V.) y que, aun de signo
espiritualista, pueden llegar a suprimir la especificidad de lo sobrenatural y
caer en un monismo (v.) panteísta: el orden sobrenatural -según ellosno difiere
esencialmente de la naturaleza, a la que la evolución universal ascendente lleva
a su culminación en la gracia. Puede decirse, en suma, que el n. se hace
presente en la época contemporánea con múltiples tendencias, claras o difusas,
que afectan a casi todos los niveles del pensamiento.
2. Doctrina de la Iglesia ante el naturalismo. La fe
cristiana rechaza de forma absoluta el n., que -como hemos visto- si bien
comienza disminuyendo la acción de la gracia, acaba negando a Dios mismo e
interpretando toda la realidad como el desarrollo de una necesidad de tipo
monista. La fe cristiana defiende así la verdad afirmando la realidad de Dios,
su distinción del mundo y su libertad, y, a partir de ahí, poniendo de relieve
el auténtico valor, consistencia y sentido de la actividad de la naturaleza
humana. Hay, pues, dos aspectos de las relaciones del hombre con Dios, que se
implican recíprocamente: distinción y dependencia, diferencia del hombre con
respecto a Dios y ordenación a Él.
Veamos una breve panorámica histórica de cómo el Magisterio ha excluido las
diversas formas de n. y la tealogía se ha esforzado por proponer una formulación
que supere el n. y el falso sobrenaturalismo. Frente al pelagianismo luchó S.
Agustín (v.) en defensa de la necesidad de la gracia y de su efectiva presencia
en el hombre. Dejó bien sentado el valor relativo de las posibilidades del libre
albedrío y de las virtudes humanas, a la vez que insistió con excepcional vigor
en la necesidad de la gracia: sin ella no puede el hombre realizar nada que
tenga virtualidad en orden a la salvación. La Iglesia hizo suya la doctrina de
Agustín: se da la intervención de Dios desde el comienzo del caminar del hombre
hacia él, y no sólo «para actuar más fácilmente, sino también para el simple
querer y actuar» (Denz.Sch. 227). La tradición cristiana hace ver así que, para
afirmar la libertad, y, en términos generales, la realidad de la naturaleza
humana, no es buen camino negar la acción de Dios, sino que debe procederse al
contrario: todo bien que hay en el hombre es fruto de la acción de Dios en él.
Por eso la fe cristiana será coherente consigo misma cuando, frente al
pseudosupernaturalismo protestante, que para afirmar a Dios destruía al hombre,
subraye la realidad y el valor de la libertad humana, en la que se inserta la
gracia gratuitamente dada por Dios, trasformándola intrínsecamente: bajo la
acción de la gracia el hombre no es meramente pasivo, sino que coopera con Dios
en la obra de su propia salvación (cfr. Trento: Denz.Sch. 1525.1554.1555).
El tema del n. constituye una de las preocupaciones dominantes de la literatura
cristiana y del Magisterio del s. XIX, que se esfuerza por señalar sus
implicaciones y detectar sus raíces. León XIII coloca estas últimas en el
racionalismo, escribiendo: «es principio capital de los que siguen el
naturalismo, como lo declara su mismo nombre, que la naturaleza y la razón
humana ha de ser en todo maestra y soberana absoluta» (Enc. Humanum genus, 20
abr. 1884). El mismo pontífice, en ese y en otros documentos, pone de relieve
cómo, a partir de ese principio, se desemboca en la negación de lo sobrenatural
(ya que se excluye la posibilidad de toda Revelación y de toda realidad que
trascienda las fuerzas humanas) y en el oscurecimiento de verdades fundamentales
de orden natural (es decir, de todas aquellas que, como la realidad de. Dios, la
inmortalidad del alma, el destino religioso del hombre, implican la idea de
trascendencia), y, consiguientemente, en innumerables errores de orden práctico.
El intento más trabado de exposición de los principios y consecuencias del n.
realizado por el Magisterio del s. xix fue el Syllabus, cuya elaboración, en la
que intervinieron diversos teólogos y especialistas, duró más de 12 años. Los
trabajos comenzaron el 20 mayo 1852; inicialmente se pensó en redactar un
documento original, cuya versión estuvo prácticamente terminada en 1862; sin
embargo, ante la reacción provocada al hacerse público ese texto antes de su
promulgación por un periódico de Turín, se prefirió darle la fórmula de un
extracto de las distintas Encíclicas, Alocuciones, Cartas apostólicas, etc. ya
publicadas por Pío IX. De esta forma el 8 dic. 1864, Pío IX (v.) podía promulgar
el Syllabus (ASS 3, 1867, 168 ss.: Denz.Sch. 2901-2980)..
En líneas generales, el esquema y contenido del Syllabus es el siguiente:
comienza con la condena de las posiciones doctrinales básicas opuestas a la fe
católica: panteísmo, naturalismo y racionalismo absoluto; incluye a continuación
algunas proposiciones encaminadas a condenar el racionalismo moderado; pasa
luego a las implicaciones y consecuencias que derivan de esos principios:
indiferentismo religioso, errores en materia social,errores sobre la Iglesia y
sus derechos, errores sobre la naturaleza de la sociedad civil y sus relaciones
con la Iglesia, errores sobre materias éticas, errores sobre el matrimonio,
errores sobre el poder temporal del Romano Pontífice, errores relacionados con
la libertad de cultos y el sentido de la cultura contemporánea.
Como se ve en el Syllabus se abordan, de una parte, cuestiones doctrinales de
carácter dogmático y permanente; y, de otra, problemas doctrinales de política
religiosa, más ligados al momento -como la libertad de cultos, relaciones entre
Iglesia y Estado-, donde se tratan principios que admiten, según las
circunstancias, una aplicación diversificada (así lo reconoció el propio Pío IX,
que el 2 feb. 1865 dirigió un breve muy elogioso a mons. Dvpanloup, que había
hecho algunas afirmaciones en ese sentido frente a ciertas críticas dirigidas al
documento).
El acto fundamental del Magisterio del s. XIX fue, sin embargo, el Conc.
Vaticano I, que excluye las dos fundamentos del naturalismo. Primero, su
fundamento metafísico -el monismo- defendiendo la verdad de Dios, real y
esencialmente distinto del mundo, y, consiguientemente, la verdad de la
creación: el mundo ha surgido no como fruto de la necesidad, sino de un decreto
libre y amoroso de Dios (Denz.Sch. 3001-3003, 3021-3025). Después su fundamento
gnoseológico, definiendo, de una parte, la aptitud de la mente humana para
conocer la existencia de Dios, principio y fin de todas las cosas, y, por tanto,
su condición de inteligencia creada, que debe someterse al creador (Denz.Sch.
3004-3026); y de otra la necesidad de la Revelación y el carácter sobrenatural,
libre y racional de la fe (Denz.Sch. 3004-3020, 30273043).
Por lo que se refiere al Magisterio posterior, limitémonos al Conc. Vaticano II,
que, aunque no trata de modo directo del n., proporciona abundante doctrina
positiva sobre el modo de comprender las relaciones del hombre con Dios. De una
parte subraya la ordenación del hombre a Dios y el error radical que supone toda
posición atea (Gaudium et spes, 16-21). Deja además clara constancia del hecho
de la elevación y de la necesidad de la gracia, que asume la libertad del
hombre, llevándola a la plena realización: «la libertad del hombre, herida por
el pecado, para dar la máxima eficacia a su ordenación a Dios, ha de apoyarse
necesariamente en la gracia de Dios» (ib. 17). Finalmente, recuerda que es esa
acción sobrenatural de Dios lo que da valor salvífico al acto por el que quienes
inculpablemente no han recibido el Evangelio buscan a Dios con corazón sincero y
se esfuerzan en obrar según el dictado de su conciencia, es decir, a actos que,
fenomenológicamen te, aparecen como naturales (cfr. Lumen gentium, 16): si se
repara en esta acción oculta de la gracia, se resuelven algunas de las mayores
dificultades en contra de la presencia de la acción sobrenatural de Dios en la
vida humana, y se termina de excluir el n. sin restricción alguna. En
consonancia con todo eso, pero pasando a un nivel históricocultural, se halla el
reconocimiento del valor positivo del orden temporal, y la justa autonomía del
mismo, con lo que quedan garantizados los derechos de un sano humanismo (cfr.
Gaudium et spes, 36), y se recuerda que ese valor positivo de las realidades
humanas no es suprimido por la intervención de la gracia, sino llevado a su
plenitud (ib., 11-13.37.41; v. MUNDO V).
3. Reflexión final. De esa forma, la doctrina
cristiana, cortando de raíz todo n., es decir, toda concepción de la naturaleza
como algo autosuficiente y cerrado en sí mismo, y afirmando, por tanto, la
ordenación del hombre a Dios, da lugar a una afirmación de la naturaleza y del
hombre, que no quedan desprovistos de su ser, sino al contrario establecidos en
su verdad, participación de la verdad de Dios.
Las verdades de que deriva la incompatibilidad del n. con la fe se resumen en la
realidad de la creación -la naturaleza y el hombre no subsisten por sí mismos- y
en la existencia de un designio salvador de Dios, por el cual determinó elevar
al hombre por encima de su naturaleza y elevarlo a la participación de su propia
vida divina. Por ello, si ya en cuanto criatura el hombre recibe sus obras de
Dios, en cuanto llevada a la elevación se requiere una especial intervención
divina, es decir, la gracia sobrenatural (v.). Y esa necesidad de la gracia es
múltiple, tanto en orden al conocimiento pleno de la verdad salvífica cuanto a
la realización del bien conducente a la comunión de vida con Dios.
Puesto que en esta finalidad sobrenatural se resume el misterio cristiano, es
obvio que la presencia de lo sobrenatural es fundamental en él, y no hay lugar
para ningún n. reductor de esta presencia. La teología católica insiste además
en que el realismo de ese orden sobrenatural participado exige el reconocimiento
de un orden natural positivo, capaz de ser asumido y trasformado: la
inteligencia y el libre albedrío son verdaderas fuerzas del hombre que, aun
afectados por el pecado original, no han quedado de tal manera corrompidos que
no sean capaces de operaciones naturalmente buenas, que permitan la encarnación
en ellas de la verdad y del bien sobrenatural. Esta enseñanza se condensa en el
axioma común: «Gratia non destruit naturam, sed supponit et perf icit eam», la
gracia no destruye la naturaleza sino que la supone y la perfeciona. Se dan,
como distintas, la naturaleza y la gracia; si bien el orden sobrenatural no
viene a yuxtaponerse a la naturaleza, sino que la asume sin destruirla, en una
continuidad que ha de explicarse sin ceder ni al extrinsecismo de la
trascendencia, ni a la confusión de la inmanencia que desembocaría en un n.
reductor del orden sobrenatural.
Esto nos lleva, en el orden metafísico, a dejar clara la realidad de la creación
y la gratuidad absoluta de la elevación, a la vez que se pone de relieve el
entronque de esta elevación con la naturaleza, a través sobre todo del deseo
natural de ver a Dios (v. SOBRENATURAL). En el plano de la vida moral y de la
ascesis se reconoce su auténtico valor a las virtudes y esfuerzos humanos,
aunque afirmando su sentido relativo: materia en la que puede encarnarse el
valor trascendente de la gracia, que los asume y les otorga plenitud de sentido.
De este modo, se mantiene una posición de equilibrio, que no se inclina ni al
sobrenaturalismo extrinsecista ni al n., que no sólo priva a la naturaleza
humana de su perfeccionamiento supremo y su más alta dignidad, sino que se
engaña sobre sus propiedades radicales: libertad, espiritualidad, personalidad.
Sólo se comprende la verdad del hombre si se le reconoce como ser hecho a imagen
de Dios y, por tanto, ciertamente, capaz de Dios, pero a la vez criatura que
debe situarse ante su Creador en actitud de humildad y obedeciendo, sabiendo que
es de El de quien recibe su felicidad. Sólo se da, pues, verdadero humanismo en
un contexto religioso, y, ya que el hombre ha sido llamado de hecho a un fin
sobrenatural, en la aceptación no sólo de la apertura a la trascendencia, sino a
la presencia y a la acción de la gracia.
V. t.: MONISMO; PELAGIO Y PELAGIANISMO; LUTERO Y LUTERANISMO; RACIONALISMO;
LIBERAL, TEOLOGÍA; MODERNISMO; SECULARIZACIÓN; GRACIA SOBRENATURAL; HOMBRE III;
HUMANISMO IV.
JESÚS CORDERO.
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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991