MUNDO V. IGLESIA Y MUNDO


1. Introducción. 2. El tema Iglesia-mundo en la historia de la Teología. 3. Iglesia y sentido de la historia humana. 4. El sentido cristiano de la tensión Iglesia-mundo y sus deformaciones. 5. La Iglesia y los valores o realidades terrenas.
     
      1. Introducción. La Iglesia no es una comunidad invisible de santos y predestinados, conocida sólo de Dios, sino una comunidad o sociedad visible, con una estructura y una extensión determinadas, situada entre otras comunidades y sociedades humanas. Ese dato no es una mera cuestión de hecho, consecuencia de factores sociológicos (la no difusión universal del cristianismo), sino que deriva, en muchos de sus aspectos, de la realidad misma de las cosas tal y como ha sido querida por Dios. Non eripit mortalia, qui regna dat coelestia, dice el himno en la fiesta de la Epifanía; lo que, en otros términos, equivale a decir que por voluntad de su Fundador la Iglesia no subsume en sí todos los órdenes humanos, sino que es una sociedad de naturaleza religiosa, que respeta la autonomía que pueda competir a las otras esferas del actuar humano: política, arte, economía, etc.
      Cristo es el centro y el culmen de la historia, el fin de todas las promesas divinas. Su señorío y realeza se extiende a todo lo creado. El sucederse de los tiempos y de las edades no tiene más sentido que hacer que Cristo sea Alfa y Omega, principio y fin: el segundo Adán debe atraer hacia sí todo lo anunciado en el primero. Si podemos representarnos la historia humana como una lucha entre las fuerzas del Reino de Dios y las del Poder de las tinieblas, debemos a la vez afirmar que la victoria está ya decidida. Cristo, con su muerte y su resurrección, ha vencido a la muerte. Todo lo positivo, lo salvífico, que se opera en la historia humana es manifestación de esa victoria. La Parusía, el advenimiento definitivo del Reino, no será una victoria nueva, sino la manifestación plena de la ya obtenida: entonces se desplegará y se hará patente el poder que Jesús, sentado a la diestra de Dios Padre, posee ya desde ahora. La esperanza cristiana es ciertamente esperanza del m. venidero, del estado definitivo, y, por tanto está orientada hacia el futuro; pero al mismo tiempo se vuelve hacia el pasado, hacia Cristo en quien nos han sido dadas ya todas las cosas.
      Todo ello equivale a afirmar que la realeza sacerdotal de Cristo se manifiesta de dos maneras: una durante la historia presente, en la que no aparece con esplendor y con gloria, sino en la humildad y en la cruz: otra, con el advenimiento del último día, en la que se revelará con poder y majestad (cfr. Y. M. Congar, o. c. en bibl., 101). La kénosis, la humildad, el manifestarse en forma de siervo (Philp 2,5-11), es la regla no sólo de la vida terrena de Jesús, sino también del tiempo que media entre la Ascensión (v.) y su segunda venida, es decir, del tiempo de la Iglesia. Jesús elevado a la diestra del Padre posee la plenitud de los bienes del Reino. La Iglesia, animada por el Espíritu Santo, vive de ese triunfo de Cristo, experimenta que posee las arras de los bienes divinos. Pero es consciente de que son eso, arras, primicias, y todavía no la plenitud. El triunfo del Resucitado se manifiesta en la Iglesia, pero en una Iglesia que conoce la persecución y sabe de la imperfección humana, que es santa porque es signo eficaz de la acción salvadora de Dios, pero cuyos miembros son pecadores.
      Uno de los rasgos característicos del estadio peregrinante de la Iglesia, es precisamente el que antes hemos señalado: su limitación sociológica. La Iglesia no abarca a la totalidad de la humanidad, es una comunidad visible con fronteras sociológicas limitadas, situada entre otras comunidades de los más diversos tipos, que pueden pretender juzgarla y dominarla. Es importante subrayar este hecho porque de él depende en efecto, uno de los aspectos fundamentales de nuestro tema: precisamente porque la Iglesia, comunidad visible, tiene unas fronteras determinadas, surge necesariamente como problema teológico la pregunta por lo que está más allá de esas fronteras, por «lo que no es Iglesia». Parece así imponerse como un dato la existencia de una dualidad o de una tensión entre Iglesia y mundo. De hecho la mayoría de los autores al escribir sobre la concepción cristiana del m. estudian fundamentalmente esa dualidad o tensión. Al actuat así proceden acertadamente porque ahí está uno de los núcleos centrales del problema, de manera que todo cuanto se diga sobre el tema de la concepción cristiana del m. resulta afectado por la interpretación que se dé a esta cuestión. Hay, sin embargo, a nuestro juicio, un claro riesgo en esa forma de abordar el tema: se puede, en efecto, quedar encerrado en una perspectiva jurídico-sociológica que impide advertir las dimensiones teológicamente más profundas de la cuestión. Por eso partiremos en esta exposición de una consideración más general.
      2. El tema Iglesia-mundo en la historia de la teología. No es, obviamente, nuestra intención trazar una historia detallada de las interpretaciones de la dualidad Iglesia-mundo, tarea excesivamente compleja y ambiciosa, sino sólo presentar algunos hitos de una evolución que nos parece muy significativa para entender la problemática teológica actual.
      El problema de las relaciones entre la comunidad cristiana y otras comunidades, especialmente los poderes cívicos, se plantea ya durante la misma vida de Cristo. La respuesta de Jesús sobre la cuestión del tributo (cfr. Mc 12,13 ss.) y su actitud ante Pilatos durante el juicio (cfr. Mt 27,11-26; Mc 15,1-15; Lc 23,1-25; lo 18,2813,16), manifiestan una doctrina clara y precisa: el poder civil, el Estado, no es un valor definitivo, que pueda ser considerado al mismo nivel que el reino de Dios; el cristiano puede y debe juzgar del Estado y de sus realizaciones a la luz de la revelación de los designios de Dios, y, si alguna vez los poderes estatales intentan usurpar los derechos de Dios y exigir lo que sólo a Él es debido, debe denunciar esas pretensiones y negarse a someterse a ellas; sin embargo, el Estado no queda vaciado de todo contenido, su existencia durante la etapa presente es algo conforme a la voluntad de Dios, y el cristiano está obligado a prestar su colaboración para que el orden cívico pueda existir y desarrollarse. Al ir creciendo la comunidad cristiana durante los tiempos posapostólicos, surgen nuevos problemas por lo que se refiere a la definición de la actitud frente a la cultura y al Imperio romano; se observan entonces profundas oscilaciones, pero siempre se mantiene una visión de fondo caracterizada por la tensión entre la indiferencia y el servicio y la fidelidad a las instituciones terrenas.
      El factor determinante de esa actitud es la conciencia del carácter peregrinante de la vida actual, y la consiguiente advertencia de la ilegitimidad de todo intento de absolutizar cualquiera de las instituciones que pertenecen al estado presente. No incluye, pues, en sí un juicio o una postura negativa frente a la vida cívica y temporal, sino sólo la negación de la pretensión de absolutizarla. El surgir del movimiento monástico estaba destinado a tener una gran influencia en la forma de considerar el problema; no tanto por las ideas que la espiritualidad monástica supone, sino más bien por los enfoques a que dio lugar y por la terminología que introdujo. El monje es un cristiano que se siente llamado a abandonar la vida ordinaria de los hombres, alejarse de las ciudades y retirarse al desierto. Su modo de obrar será muy pronto definido con expresiones como fuga mundi, contemptus mundi. Y por m. en la espiritualidad monástica se entiende la vida cívica, las ciudades con todo lo que suponen: ámbito material urbanizado, relaciones sociales, profesiones y oficios, modo de comportarse, etc..La palabra m. recibe así una acepción sociológica, distinta de las soteriológica, escatológica y cósmica que encontramos en la S. E. (v. ii). Ese fenómeno en sí no tiene más importancia; la tuvo en cambio el hecho de que en bastantes autores se produjera un corto circuito entre ambos modos de significar y se aplicarán de una manera unilateral a la vida cívica los juicios condenatorios que la S. E. dirige al pecado o al m. presente en cuanto informado por el pecado.
      El proceso intelectual al que esos hechos podían dar lugar no se produjo de una manera lineal, sino que ha pasado por diversas vicisitudes. Ya cerca de nuestros días una influencia especial tuvo la crisis del s. xvi. En primer lugar, por la ruptura entre naturaleza y gracia y la consideración de la salvación como una realidad meramente escatológica que introdujo el pensamiento luterano. Trasponiendo al terreno de la teología de la historia sus ideas sobre la justificación, Lutero (v.) llega así a su doctrina sobre los dos reinos, en virtud de la cual el reino temporal es concebido como el reino de la corrupción, de la avaricia, de la concupiscencia, ante el cual no cabe más reacción que la violencia y la cólera. El m. viene así a ser concebido como reino del diablo, que sigue una historia que se cerrará con un veredicto de condena y destrucción cuando, al consumarse los tiempos, Dios revele todo su poder e instaure su Reino eterno. La teología católica de la época barroca criticó esas posiciones, afirmando la realidad de la regeneración; sin embargo, algunos de sus representantes elaboraron una doctrina que, partiendo de premisas antitéticas, conducía a resultados parecidos: nos referimos a aquellos autores que, sacando la distinción natural-sobrenatural del terreno metafísico-teológico, que le es propio, separaron, colocándolas en compartimientos estancos, las actividades naturales y las sobrenaturales, contribuyendo así a romper la unidad de la persona humana y a caer en un extrinsecismo de la gracia.
      Como consecuencia de esos factores, y de otros que afectan a la situación general de la cultura, la teología, y especialmente la teología espiritual, se encaminó hacia una actitud fuertemente individualista. Las implicaciones sociales y cósmicas del mensaje cristiano fueron en parte dejadas en un segundo plano y diversas corrientes doctrinales -la más característica de las cuales quizá sea el pietismo (v.) protestante- provocaron un tipo de cristiano que coloca de tal manera el énfasis en la rectitud de intención que pierde de vista el problema de la eficacia, y que reduce de tal modo la caridad a las relaciones interindividuales que se imposibilita para elaborar una auténtica ética social. Durante esos mismos años, el pensamiento nacido del racionalismo y de la Ilustración (v.) al presentar los ideales cívicos como ideales que se fundamentan por sí mismos, rompió el nexo entre vida religiosa y vida social, iniciando así un proceso que, desde las formulaciones deístas de Grocio, Hobbes y Bayle, desembocará en los planteamientos ateos de diversos ideólogos de la política de la segunda mitad del s. XIX. De ahí la complejidad y hondura de los enfrentamientos que presencia nuestra época.
      En esta coyuntura, diversos autores y pensadores cristianos advierten las hondas dimensiones del debate: baste mencionar los nombres de un Dostoievski (v.), de un Newman (v.), de un Kierkegaard (v.). No faltan, sin embargo, intentos de superación que, a pesar de su valor, no consiguen desvincularse de las posiciones precedentes. Nos referimos concretamente a aquellos autores que, al advertir que la Iglesia y el cristianismo amenazan con quedar al margen de la cultura, se esfuerzan por evitar ese hiato poniendo de relieve la labor civilizadora que la Iglesia ha realizado a lo largo de los siglos. Eso conducía a una recuperación del m. como tema de la teología, pero lo hacía desde un prisma exclusivamente apologético, y, por tanto, expuesto a grandes equívocos. A partir de ese momento veremos sucederse polémicas y escritos que oscilan entre una presentación de la Iglesia como ajena a los valores humanos y, en el extremo opuesto, la subordinación de la Iglesia a la evolución de la humanidad y a su incesante progreso. Uno de los esfuerzos más serios para superar esa disyuntiva entre aceptación incondicionada o rechazo del m. es el realizado por lacques Maritain (v.). Para el filósofo francés el término final de la historia es el Reino de Dios, en el que convergen de una parte el desarrollo de la Iglesia, de otra la evolución del m. profano y de la ciudad civil; Iglesia y m. no son, pues entidades heterogéneas sino que se encaminan al mismo fin y durante el trascurso del tiempo hay una influencia mutua: la Iglesia vivifica lo profano sobreelevándolo en su orden; lo profano se subordina a lo espiritual reconociendo la supremacía de los fines de este último.
      Esa forma de presentar las cosas tiene sus aspectos positivos, pero, a nuestro juicio, no llega al fondo del problema, puesto que mantiene un dato que consideramos que debe ser superado: la presentación de la tensión Iglesia-m. como la tensión de dos entidades que, con sus propios fines, recorren, paralelas y yuxtapuestas, la historia humana; es decir, el considerar al m. (y la palabra tiende entonces a escribirse con mayúsculas) como una especie de cuerpo místico análogo a la Iglesia, dotado de fines propios ajenos en realidad al orden de la salvación, y sujeto de una historia que se explica por sí misma. Ese modo de considerar las cosas supone, a nuestro juicio, una visión tendencialmente juridicista de la Iglesia, y una filosofía de la historia potencialmente secularizadora. No queremos decir con ello que no exista una tensión Iglesia-m. Al contrario, esa tensión existe, y es fundamental para la comprensión de la actitud cristiana, pero su sentido radical es el que nos revelan frases como la siguiente de Clemente de Alejandría: «de la misma manera que la voluntad de Dios produce un efecto que se llama mundo, así su finalidad es la salvación de los hombres, y se llama Iglesia» (Pedagogo 1,6: PG 8,282).
      3. Iglesia y sentido de la historia humana. La distinción entre sociedad religiosa y sociedades civiles está tan vinculada a la historia del cristianismo, que puede parecernos absolutamente natural y obvia; y, en cierto modo, lo es. No se puede olvidar, sin embargo, que fue prácticamente desconocida en casi todas las culturas precristianas. No la conoció Israel, que vivió según una estructura teocrática y que no abandonó nunca del todo la esperanza en un Mesías político-temporal. No la conocieron tampoco las naciones paganas, que se organizaron de modo hierocrático o que, al menos, consideraron a la religión como un elemento más de los que integraban la ciudadanía, sometido, por tanto, a la jurisdicción de los poderes cívicos. Con el Evangelio la situación cambió radicalmente. Cristo funda la Iglesia, que sucede al Israel según la carne: a partir de ese momento la tradición y la autoridad religiosa residen no en un pueblo racial o político, sino en una comunidad nacida de la fe, en un pueblo de orden místico, que trasciende los pueblos, razas, naciones y culturas. La palabra de Cristo «dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22,21), sintetiza de modo neto la distinción entre ambos poderes, entre el reino espiritual que se anuncia en la Iglesia y los reinos terrenos.
      Esa distinción es consecuencia del carácter sobrenatural de la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo, la incoación en la historia de la Jerusalén celeste y, por tanto, una realidad que nace no de los hombres, sino de Dios. Por su origen y por su fin, la Iglesia se hunde en el misterio de la vida trinitaria: al constituirla y edificarla, Dios revela al m. que su destino último es la plenitud de la comunión de la criatura con su Creador. En la Iglesia se anuncia y anticipa lo que será el Reino de los cielos o estado definitivo de la creación. Por ella da Dios a conocer la auténtica verdad de las cosas a la par que establece los medios salvíficos encaminados a la redención del m. La Iglesia es por eso «sacramento universal de salvación» (Conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, 48; Const. Gaudium et spes, 45), de modo que entre ella y el m. (y entendemos aquí por m. la totalidad de la historia humana, de los individuos y de los pueblos, con sus avances y sus retrocesos, sus ansias de progreso y sus tentaciones de desesperación), hay una relación profunda, orgánica e interior; es decir, una relación que no está solamente en la coordinación exterior o en la ayuda que unas instituciones puedan prestar a otras, sino que es la consecuencia de una mutua implicación:
      a) La Iglesia, en primer lugar, no existe para sí misma, sino en y para el m., o más exactamente para Diosen el m., puesto que la vida que la anima -la vida misma de Cristo- afecta a la humanidad entera, y ella debe entregarse plenamente a la tarea de anunciar a todos los hombres la realidad de Dios que se ha manifestado en Cristo, y en la que todos pueden encontrar su salvación.
      b) El m., la humanidad, encuentra su sentido en la Iglesia, puesto que aspira a una felicidad y a una plenitud que sólo en la Iglesia se revela con su verdadero nombre. Sólo en la Iglesia conoce el m. el sentido de las ansias que lo animan, y que explican -por encima de otras motivaciones inmediatas- los esfuerzos humanos.
      Esas afirmaciones suponen superar una visión meramente jurídica de la Iglesia y poner de relieve su carácter de realidad sacramental. Lo que no equivale en modo alguno a colocar en un segundo plano su concreción y su visibilidad; al contrario, puesto que todo signo lo es sólo en la medida en que es visible. Es la Iglesia, como comunidad concreta y tangible, la que nos revela el Reino, la que constituye un signo de la unidad a la que la humanidad está llamada. La caridad, la fraternidad, son la ley institucional de la Iglesia no por razones contingentes sino intrínsecas, ya que expresa su misma esencia: la Iglesia es el fruto de la acción del Espíritu Santo que hace nacer la comunión de los hombres con Dios y entre sí. Esa realidad de comunión que, aunque imperfectamente, experimenta en sí la Iglesia, es la salvación que Dios ofrece al mundo. La posibilidad de superar plenamente el egoísmo y de vivir según la ley del amor es el don que Dios hace al hombre al crearlo y el estado en el que lo regenera, llevándolo a una superior perfección por la acción de la gracia. Y de esa forma al ver realizada en sí, aunque sólo incoadamente, la regeneración, el cristiano puede proclamar con autoridad ante los hombres el destino al que son llamados, a la vez que reconoce que todo lo bueno que existe sobre la tierra es el efecto de la actividad del Espíritu que va encaminando a los hombres hacia la plenitud.
      Por eso toda presentación de la Iglesia como una pequeña comunidad de salvados que se despreocupa del resto de la humanidad, es una caricatura y una falsificación del cristianismo: la Iglesia no puede desentenderse de lo que le rodea, sino que, por su misma esencia, se reconoce como misionera, como enviada al m. entero. Por eso también, y paralelamente, toda imagen del m. como una realidad que se basta a sí misma, y que, siquiera de un modo limitado, encuentra en sí, fuera de Dios, su propia perfección queda igualmente denunciada.
      En una consideración superficial de las cosas, esa afirmación de la trascendencia de la Iglesia y esa negación de un fundarse en sí del m. puede parecer que minusvalora y declara irrelevantes las realidades cívicas y temporales, más aún que introduce una ruptura en la existencia humana. No han faltado por eso quienes, como Rousseau, han visto en el Evangelio, que separa «el sistema teológico del sistema político» y hace que «el Estado deje de ser uno», una raíz de divisiones, y hayan propugnado la vuelta al sistema antiguo (el de la Roma o la Grecia paganas), es decir, a una unificación de toda la realidad bajo las perspectivas del juicio político, sin lo cual «nunca se podrá constituir debidamente ni el Estado ni el Gobierno» (J. J. Rousseau Contrat social, 4,8). El cristianismo introduce ciertamente una ruptura con respecto a una visión puramente terrena de la vida, sólo que esa ruptura responde a la realidad del ser espiritual del hombre y a la condición peregrinante de su caminar terreno: negarla es, por tanto, desconocer la verdad, destruir al hombre en cuanto persona y abrir las puertas al totalitarismo político.
      Podemos por eso hacer nuestra la afirmación que hiciera Jacques Maritain, hace ya años, precisamente en el momento en que se separaba de Action Franpaise (v.) y de su lema politique d ábord: «El Señor Jesús ha dicho: Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Ha distinguido así los dos poderes, y al hacerlo ha liberado las almas» (Primauté du spirituel, París 1927, 12). Y, añadamos, manifestando el sentido del caminar terreno y, por tanto, el auténtico valor de los diversos órdenes en que se estructura la vida humana. Ya que en lo que la Iglesia revela al m. opera no sólo el aspecto elevante de la gracia, sino también el sanante. En otras palabras, la distinción establecida por Cristo pone de relieve no sólo -como decíamos- la sobrenaturalidad de su Iglesia, sino también la dimensión esencialmente religiosa del hombre y, por tanto, su trascendencia nativa sobre cualquier poder temporal, ya que dotado de un alma inmortal, la muerte no es una aniquilación, sino el tránsito hacia un modo nuevo de existencia: la vida del hombre no se agota en la existencia terrena (v. MUERTE). La gracia no eleva a la unión con Dios a un ser que, de por sí, fuera exclusivamente terreno y mundano, sino que lleva a un grado eminente y gratuito de amistad a alguien que, en su propia naturaleza, incluye una referencia esencial a lo religioso.
      Hay por eso una forma de afirmar el m. y sus valores (la política, el arte, la justicia, la alegría del vivir, etcétera), que es en realidad adulterarlos y encerrar al hombre en un horizonte intramundano que niega la más profunda y radical de sus dimensiones: la teologal. El primer y mayor de los bienes que la Iglesia hace al m. es precisamente la de denunciar esa pseudo-afirmación de lo mundano, para abrir así el camino hacia su afirmación verdadera. Esta última implica ciertamente la humildad (el reconocimiento de la condición de criatura, la apertura de la mente a la voz de Dios y a la fe, la entrega de nuestra vida en manos de Dios adecuando nuestros proyectos de vida a sus designios, cte.); pero todo ello no es renuncia sino afirmación: precisamente porque hemos sido creados, porque venimos de Dios, sólo si abrimos ante Él nuestra libertad, podremos realizarnos como hombres. Sólo en la medida en que el m. se reconoce no fundado en sí, sino en Dios, se sitúa en su ser, librándose así de la condenación, y encaminándose hacia la salvación.
      Es importante, en este punto, evitar todo equívoco, si queremos que el mensaje cristiano produzca todos sus efectos liberadores: es decir, libre al hombre de ilusiones que, al impedirle conocer su verdadero valor, lo alienan y destrozan. De ahí el error -o al menos, la ambigüedad- en que se incurre cuando se pretende afirmar una salvación temporal yuxtapuesta a la eterna, es decir, una plena realización meramente intramundana del hombre. Como señalaba ya hace años lean Daniélou (o. c. en bibl.), la idea de una salvación temporal -dando a la palabra salvación un sentido pleno y global- es no sólo utópica, sino contradictoria; y conduce no a afirmar al hombre, sino a negarlo como persona al cercenarlo del horizonte eterno, ya que equivale a sostener que el hombre puede realizarse plenamente con independencia de su ordenación a Dios y, por tanto, a afirmar implícitamente el ateísmo.
      Cuanto acabamos de decir, traducido en términos de teología del m., equivale a afirmar que, si queremoscaptar adecuadamente la verdad de las cosas, hemos de alejar de nuestra mente toda visión del m. que lo presente como una especie de cuerpo místico, análogo y yuxtapuesto a la Iglesia, dotado de propia unidad interior y ordenado a un destino que revierte sobre sí mismo. El cosmos, el m. universo, tiene ciertamente una unidad no sólo funcional, sino de destino, pero esa unidad es precisamente la que deriva del término último al que Dios lo destina, que -como decíamos- se revela y anticipa en la Iglesia. Considerado aparte de la Iglesia, el m. que sociológica y culturalmente «no es la Iglesia», no tiene más unidad que la puramente semántica que le da nuestro modo de hablar. La expresión m. temporal o profano es, en suma, más que una expresión que, por facilidades de lenguaje, empleamos para designar una serie de órdenes diversos -el de la política, el de la ciencia, el del arte, etc-, que tienen ciertamente valor, pero que no forman, propiamente hablando, un m., sino que se sitúan en el interior del único orden universal; aquel cuyo sentido se revela precisamente en la Iglesia. La historia universal no es la que narran los manuales que suelen llevar ese título -y que en realidad no contienen más que algunas visiones sectoriales-, sino la que conoceremos el día del juicio universal: la historia de la formación de la Ciudad de los santos, de la edificación del Reino de Dios.
      Llevar el m. a su perfección y acabamiento -o, si preferimos, santificarlo- no es, pues, contribuir a que la humanidad llegue a un supuesto e inexistente fin intraterreno, sino en asumir la propia coyuntura mundanal e histórica según el espíritu evangélico y, de esa forma, ordenar el m. entero hacia el Reino de los cielos. Santificar el m. equivale en suma a, en terminología paulina, recapitular todas las cosas en Cristo: ir afirmando a Cristo como el primogénito de toda criatura, hasta que llegue el momento en que, estando sometido a Cristo todo lo creado, Él lo entregue a Dios Padre para que Éste sea todo en todas las cosas (cfr. 1 Cor 15,22-28; Eph 1,3-14; Col 1,13-23).
      De esta forma el m. para el cristiano -y, en realidad, para todo hombre que vaya al fondo de sí mismo- en cierto modo se desvanece y se afirma, a la vez. Se desvanece porque se le revela la precariedad del tiempo, y la limitación de cuantas realidades materiales, culturales, sociales, cte., le rodean; experiencia fundamental, ya que sólo ella abre el camino a la verdad de Dios. Pero el m., en su desvanecerse, se ve afirmado, porque al llegar a Dios el hombre reconoce al tiempo como fundado en la eternidad y encaminado a ella, y, por tanto, liberado radicalmente de la caducidad.
      Nada hay, pues, más ajeno al cristianismo que toda absolutización de las realidades intrahistóricas, es decir, del eón o estado presente; y a la vez nada más ajeno al cristianismo que la depreciación de la historia o la minusvaloración de las realidades que rodean al hombre. Nadie como él sabe hasta qué punto hay que tomar en serio al tiempo y a las cosas, ya que los reconoce abiertos a la eternidad. No es, pues, la insistencia en el valor y la consistencia de las realidades terrenas, o el acento puesto en la importancia en el ideal de la justicia, ni la crítica a actitudes superficiales, etc., lo que aparta de la visión cristiana del m.; sino el pretender afirmar el valor de lo terreno presentándolo como algo que subsiste por sí mismo con independencia del destino eterno del hombre. Ya que, al actuar de ese modo, se está negando la unidad sapiencial de la vida humana y cercenando, por tanto, la dimensión teologal del hombre. La fe queda así convertida en un impulso para una acción en la que el hombre es dejado a solas en el mundo. Dios, en suma, es concebido como punto de partida y no como punto de llegada; es decir, como presupuesto a partir del cual se afirma la urgencia y la necesidad de una acción de la que El está ausente, ya que son solos el hombre y el m. quienes se enfrentan. De, ese modo, aun conservando un lenguaje teísta y cristiano, se ha desdibujado la sustancia de la fe, ya que concebir a Dios como mero presupuesto de la acción humana es desconocerlo en su verdad misma.
      Si queremos proceder de un modo que se ajuste a la realidad de las cosas, hemos de partir neta y decididamente de la vocación eterna del hombre y, por relación a ella, juzgar de toda la realidad, que se nos presentará, por tanto, como ámbito y materia de la realización del designio creador y redentor de Dios y, consiguientemente, como realidad destinada a ser trasfigurada en el Reino de los cielos. De esa forma la acción del hombre en el mundo queda incluida en el interior de la comprensión teologal del existir, es decir, como actuar por el que el hombre se enraíza en su destino eterno y que, por tanto, se realiza no a solas sino en un diálogo contemplativo con Dios.
      4. El sentido cristiano de la tensión Iglesia-mundo y sus deformaciones. Podemos resumir las consideraciones hechas en los apartados anteriores, y clarificar el valor de la dualidad Iglesia-mundo, poniendo de relieve los diversos sentidos que reviste la expresión de acuerdo con el significado que se atribuye a la palabra m. (v. i):
      a) Si hablamos de m. en el sentido cósmico de la palabra, es decir, entendiendo por m. la totalidad de lo creado unificada por el acto creador de Dios que la pone en la existencia, es obvio que puede hablarse de cristiano y m. o de Iglesia y m., ya que el cristiano y la Iglesia pertenecen a la creación, es decir, se sitúan en el interior del universo y no en un cielo empíreo extraño al resto de lo creado. Es necesario, sin embargo, estar atentos al alcance que demos a estas frases, ya que la Iglesia no es un simple sector de la creación, sino que tiene dimensiones de totalidad. En otras palabras, lo que acontece en la Iglesia no es algo que afecte sólo a una parte del m., sino que en ella se nos revela el término hacia el que Dios ha querido de hecho encaminar todas las cosas. Las relaciones que existen entre Iglesia y m., tomando esta palabra en el sentido universal que ahora tenemos presente, son, pues, las que hay entre un todo y aquella parte de ese todo en la que incoa y anuncia el estado final hacia el que todo se dirige. Es esto lo que expresa magistralmente la frase de Clemente de Alejandría ya citada hace poco.
      b) Si entendemos la palabra m. en un sentido soteriológico, es decir, para designar a la realidad en cuanto necesitada de la acción salvadora de Dios (el mundo del pecado), es de nuevo claro que puede continuarse hablando de la Iglesia y el m. o de el cristiano y el m. Pero es también patente que ahora esas expresiones tienen un alcance totalmente distinto al que tenían en los usos considerados en el apartado anterior: ahora designan dos entidades heterogéneas, y no -como antes- la totalidad de la realidad y aquella parte más importante de esa realidad en la que el sentido o fin del todo se nos revela.
      c) Finalmente, si damos a la palabra m. un alcance histórico -cultural o socio-eclesiológico, es decir, si la empleamos para designar el conjunto de realidades (instituciones culturales, ámbitos culturales, etc.) que están de algún modo en relación de exterioridad con respecto a los márgenes visibles de la Iglesia, tienen también carta de naturaleza las expresiones Iglesia y m. o cristiano y m., ya que, por hipótesis, el m. designa lo que no es la Iglesia. Pero de nuevo se hace necesario advertir que el significado de la expresión es netamente distinto al que tiene en los casos precedentes. Se puede incluso afirmar que gran parte de los equívocos que históricamente se han producido en torno a una comprensión teológica de las relaciones Iglesia y m., y de la misión del cristiano con respecto a las llamadas realidades terrenas, procede de una falta de discernimiento en ese sentido. Simplificando los términos, cabe afirmar que en determinadas épocas pasadas se tendió a confundir entre sí la significación socio-eclesiológica y la soteriológica de la palabra m., provocando así una visión peyorativa de la sociedad civil y lo que con ella se relaciona; mientras que hoy -y también en otros periodos históricos pasados- se corre el riesgo de producir un corto circuito entre esa misma significación socio-eclesiológica y la cósmica o universal, cayendo así en una deformación del sentido cristiano del m. más grave aún que en el caso precedente. Expliquemos esta última afirmación.
      Es obvio que la mayor deformación del sentido cristiano del m. sería su negación pura y simple: el ateísmo y la consiguiente visión del m. como una realidad que se explica a sí misma y en la que se encierra totalmente el horizonte humano. Dejando aparte esa negación del cristianismo, y ocupándonos más bien de aquellos planteamientos que, recogiendo en parte la perspectiva cristiana, no la expresan con plenitud, dos son, como acabamos de decir, las posiciones que, a nuestro juicio, tipifican los peligros fundamentales de deformación.
      La primera de esas deformaciones es la identificación entre el llamado ordinariamente orden temporal o m. profano (es decir, la sociedad civil, con todo lo que implica, etc.) con el m. del pecado o reino del diablo; o sea la confusión del m. en el sentido de socioeclesiológico con el soteriológico. Esta confusión alcanza su grado máximo en la ya mencionada doctrina de Lutero de los dos reinos. De manera mucho más moderada, aunque real, se presenta este riesgo en la doctrina de aquellos autores ascéticos, que, con la intención de exaltar la vida religioso-monástica, subrayan de tal modo las dificultades y riesgos que puede implicar la vida en el m. (es decir, en la normal ciudad civil), que desembocan de hecho en una depreciación, al menos práctica, de la vida del cristiano corriente.
      Desde una perspectiva teológica de fondo puede decirse que esta deformación proviene de una materialización de la visión agustiniana de la historia como el contemporáneo irse formando de la Ciudad de Dios y de los santos y de la ciudad del diablo o infierno de los réprobos. Con su acostumbrada penetración, S. Agustín consigue expresar con esa doctrina la fisonomía radical de la historia humana, poniendo de relieve, sobre el trasfondo del designio amoroso de Dios, la libre respuesta humana y, con ella, la realidad del pecado; y de esa forma nos da la perspectiva última desde la que juzgar del acontecer. No se debe olvidar, sin embargo, ya que ello precisa el nivel epistemológico en que se sitúan esas afirmaciones, que -como advierte el mismo obispo de Hipona (cfr. De Civitate Dei, 14,28)ese desarrollo de una y otra ciudad se realiza de una manera en gran parte oculta a nuestros ojos. Nos está en suma vedado un paso total, directo y absoluto desde un juicio teológico sobre la historia a un juicio empírico y sociológico. Es precisamente de un olvido de esa advertencia agustiniana y de la consiguiente confusión entre ambos planos, de donde nace históricamente la deformación del sentido cristiano del m. que estamos comentando.
      Las consecuencias que de ella derivan son graves: dificulta la toma de conciencia de los valores cristianos propios de la vida laical, y fomenta una religiosidad pietista, es decir, una visión de la vida religiosa y de piedad como algo que se sitúa a un nivel meramente devocional y que no consigue influir poderosamente en la vida. Se expone en suma a confinar el cristianismo en un m. ajeno al ordinario m. de los hombres, con todas las implicaciones pastorales y espirituales que de ahí nacen.
      La segunda de las deformaciones de la visión cristiana del m., consiste en considerar el m. temporal o profano como un en sí yuxtapuesto a la vocación sobrenatural del hombre. Es decir, en una confusión entre el m. en el sentido socio-eclesiológico con un m. históricocultural visto como subsistente en sí mismo, y olvidando, por tanto, las perspectivas de fondo que exponíamos al analizar las verdades implicadas en la realidad de la Iglesia. De esa forma la historia político-cultural, es vista como una historia que se justifica de manera plena y absoluta por sí misma, constituyendo como un segundo fin último al que -se afirma- tiende la humanidad. A esa posición puede llegarse de diversas maneras: a partir de una errada interpretación de la distinción natural-sobrenatural; por reacción mal enfocada frente a manipulaciones clericales de la vida cívica o a depreciaciones indebidas de lo humano; por una fe poco profunda que no desemboca en una comprensión hondamente teologal de la realidad; e incluso, aunque pueda parecer paradójico, a partir de la posición anterior, ya que ésta al dejar el ordinario m. humano fuera de las perspectivas salvíficas, se abre a una posible inversión del planteamiento: a que ese m. profano, que, por mucho que se le denigre no deja de ser valioso, intente imponer su realidad del único modo que la negativa de su valor cristiano le permite, es decir, afirmándose como algo que vale por sí mismo.
      Las implicaciones de esta deformación son gravísimas. No estamos ya, como antes, ante algo que impide una plena expansión espiritual y vital de la verdad cristiana, sino ante una posición que escinde la vida humana al situarla frente a dos fines supuestamente últimos, provocando así una dolorosa ruptura interior y manteniendo al alma frente a una constante tentación naturalista, ya que el fin último no puede ser más que uno, y por tanto, ese m. humano, afirmado por hipótesis como válido por sí mismo, tiende lógicamente a postularse como el único existente y a subordinar así la Iglesia a su propio movimiento. La situación de equilibrio podría mantenerse, pero a la larga cedería en una u otra dirección. La evolución del pensamiento ilustrado, desde el deísmo hasta las resoluciones ateas de Marx y Nietzsche, es muy ilustrativo de la cadencia implícita en un tal planteamiento.
      5. La Iglesia y los valores o realidades terrenas. Volvamos al hecho de que partíamos en estas consideraciones sobre la dualidad Iglesia-m.: el cristiano vive entre comunidades, sistemas de pensamiento, instituciones, etc., que se presentan como dotadas de contenido y valor, y que han nacido fuera del ámbito eclesial y fuera también de ese ámbito más amplio al que suele designarse con el nombre de m. cultural cristiano. La fe católica lleva a reconocer sin ambages la existencia de esos valores y realidades terrenas: la naturaleza humana no ha sido corrompida por el pecado, y es, por tanto, capaz de verdad y de bien. A la vez afirma -y así lo hemos ya subrayado- que esos valores y bienes no expresan el sentido último de la vida humana. ¿Cuál es, pues, la actitud que se debe adoptar frente a ellos? No la de repudiarlos, ni tampoco la de subordinarse a ellos, sino la de juzgarlos y, en dependencia de ese juicio, asumirlos y desarrollarse según la autenticidad que les sea propia.
      La estructura de la realidad no es monista, sino que comporta la distinción radical entre Dios y el hombre, el Creador y la criatura, y precisamente por eso todo juicio último debe hacerse necesariamente desde Dios y, por tanto, desde la Iglesia en cuanto depositaria de la palabra divina. La teología según la cual Cristo se identifica con la humanidad, y su crecimiento con el proceso de humanización, de tal manera que la proclamación del mensaje evangélico se hace inútil e irrelevante, ignora la razón de ser de la Iglesia y ha perdido de vista el carácter peculiar y sobrenatural de la gracia y la condición voluntaria y libre de la conversión y de la fe, cayendo así en un monismo tendencialmente ateo.
      La Iglesia debe juzgar de los sucesos de la vida y de la historia humana para cumplir su misión de anunciar el Reino de Dios y evitar que el hombre caiga en la idolatría de sí mismo. Por eso su juicio lo ejercita desde lo que constituye el núcleo de su mensaje: la revelación del sentido de las cosas. Es, pues, ante todo y sobre todo un juicio desde el fin último, que se abre por su misma naturaleza a una pluralidad de juicios desde otros niveles inferiores. Ciertamente a ese juicio desde el fin podrá acompañar a veces un juicio sobre los contenidos temáticos (ambos aspectos no están absolutamente separados, pero no podrá nunca agotar la totalidad de los aspectos de la realidad, ya que la autoridad magisterial eclesiástica no se extiende -por emplear la fórmula ordinariamente usada- hasta los aspectos técnicos de los problemas. El derecho natural, la autonomía de las realidades terrestres, dotadas de leyes con consistencia propia (cfr. Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 36), constituye un límite a toda pretensión clerical de servirse arbitrariamente de las cosas.
      En cualquier caso es claro que, al iluminar al hombre sobre el fin de su existir y, en ocasiones, sobre determinados valores que debe realizar, la Iglesia lo libra del error y lo potencia. Tiene por eso pleno sentido hablar de una eficacia civilizadora y humanizadora de la Iglesia incluso a un nivel meramente cultural o social. Es necesario, sin embargo, no invertir la jerarquía de valores, lo que llevaría, de un modo u otro, a caer en la tentación teocrática (deberíamos decir más bien hierocrática o clerocrática), que implica siempre una debilitación del sentido escatológico y, consiguientemente, una pérdida de conciencia sobre las características que Dios ha querido que tenga el tiempo que media entre la Resurrección y la Parusía. El triunfo de Cristo resulta entonces inmanentizado, traído a la historia actual e identificado con el triunfo humano, terreno, del cristianismo. Es necesario en cambio dejar siempre bien claro que la Iglesia anuncia no un triunfo socio-cultural, sino el triunfo de Cristo. El triunfo del que habla el mensaje cristiano no es el triunfo de una sociedad eclesiástica que vence al m. (y aquí entendemos por m. los valores surgidos fuera del ámbito sociológico eclesiástico), sino el triunfo de Cristo que vence el pecado. De ese triunfo de Cristo, ciertamente, proviene la Iglesia, que posee ya desde ahora un comienzo de la nueva creación, pero lo que posee es precisamente una nueva creación: algo, pues, que nos habla no del mero tiempo, sino de la eternidad hacia la que el tiempo se encamina. De ahí la pérdida de sentido cristiano que se produce, siempre que el acento es colocado sobre las realizaciones intrahistóricas del cristianismo.
      La Iglesia debe hacer presente al cristiano la necesidad de asumir seriamente sus deberes terrenos -con todo lo que eso implica de promoción de la justicia, valores culturales, etc.-, pero debe a la vez recordar constantemente a los hombres que el fin de su vida no es la mera consecución de una felicidad intraterrena, sino un estado que trasciende y supera esas aspiraciones integrándolas en un orden superior e infinitamente elevado: el que nace y deriva de la comunicación al hombre de la misma vida divina. Y al obrar así, la Iglesia sirve plenamente a la felicidad y la paz humanas durante el tiempo mismo: ya que precisamente porque el hombre está hecho para la eternidad, todo intento de promover su absoluta expansión durante la historia es -como ya decíamos- no sólo utópico, sino antihumano y abocado al totalitarismo. La admisión de un grado de imperfección intrínseco en toda realización intratemporal es connatural al verdadero ser y destino del hombre; fruto, pues, no del pesimismo, sino al contrario del reconocimiento de la amplitud del fin al que está llamado.
      Recordemos, finalmente, que el cristiano sabe que la fe no le permite disponer de soluciones prefabricadas para todos los problemas (Const. Gaudium et spes, 43), sino que debe buscarlas con su propio esfuerzo, analizando la realidad que le rodea, valorando la historia, interrogándose sobre el sentido de los acontecimientos y esforzándose por captar sus diversas dimensiones, atendiendo a las opiniones de los otros hombres, para llegar así a un juicio personal que defina sus proyectos de acción. Y porque esos juicios serán en todo caso fruto de una peculiar visión del momento histórico, son algo que no puede imponerse en nombre del cristianismo y, que, por tanto, connota el pluralismo y el respeto a los juicios, quizá antitéticos, de los demás. La necesidad de admitir la posibilidad del propio error, de tener que decidir pudiendo equivocarse, y consiguientemente la conciencia del propio límite no sólo frente a Dios sino frente a cualquier otro proyecto humano, son características fundamentales del vivir cristiano en el tiempo.
     
      V. t.: Por lo que se refiere al desarrollo y concreción de las cuestiones referentes a la actitud de la Iglesia frente a las realidades terrenas: IGLESIA IV, 5-7; CLERICALISMO Y ANTICLERICALISMO; LAICISMO; ESTADO II; INTEGRISMO; PROGRESISMO; DOCTRINA SOCIAL CRISTIANA; DERECHO PÚBLICO ECLESIÁSTICO.
     
     

BIBL.: CONO. VATICANO II, Const. Gaudium et spes: no existe aún ningún estudio a fondo de este documento; entre las introducciones y comentarios, aunque sean fragmentarios y algunas de las colaboraciones presenten serias deficiencias, pueden citarse: N. A. NISSIOTIS, P. MAURY, P. A. LIEGE, L'Église dans le monde, París 1966; H. DE RIEDMATTEN y oTRos, L'Église dans le monde de ce temps, París 1967; G. BARAUNA y OTROS, A Igreja no mundo de hoje, Petrópolis (Brasil) 1966.

 

J. L. ILLANES MAESTRE.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991